En el Catálogo hay para todos los gustos. Si Pinheiro da Veiga es todosal y pimienta, ó, si se quiere, hiel y vinagre, otro autor y poeta,llamado Simón García del Brito, es todo almíbar en punto de caramelo.También estuvo éste en la corte de las Españas, pero sin duda fué menosafortunado. No logró empleo ni tuvo buena ventura, y hubo de volverse ásu lugar lusitano. Retirado allí, escribió muy lindos versossentimentales, llenos de saudades de una dama, con quien tuvo enMadrid relaciones amorosas. Estos versos son naturales, sencillos, y serecomiendan por cierta delicada ternura y profundidad verdadera deafecto, poco comunes en los poetas peninsulares de aquella edad.
En suma: el libro del Sr. García Pérez es digno por todos estilos delbuen informe que la. Real Academia Española dió sobre él y en cuyavirtud el Gobierno le ha hecho imprimir á sus expensas. Es uncomplemento necesario para la historia de nuestras letras y de nuestroidioma castellano.
LOS JESUITAS DE PUERTAS ADENTRO
Ó UN BARRIDO HACIA FUERA EN LA COMPAÑÍA
DE JESÚS
NO hace muchos días que, con el título que antecede y sin nombre deautor, salió á luz un libro en extremo interesante por el asunto de quetrata y de agradabilísima lectura por el ingenio, la gracia, la fecundavena satírica y el estilo castizo y magistral con que está redactado.Sin que se adviertan mucho el esfuerzo y la afectación, el libro noparece escrito en el lenguaje vulgar y corriente de ahora, sino como unautor clásico de la edad de oro de nuestra literatura hubiera podidoescribirle.
Aunque no hubiesen llegado á mi noticia por diversos caminos clarosindicios de quién es el autor del libro, creo que de seguro hubiera yoadivinado el nombre del autor; pero como él entró en el palenque ycombate con la visera calada, yo no quiero ser ni seré quien le quite lavisera y descubra su rostro y su nombre. Diré, sin embargo, que es, enmi sentir, persona apasionada, movida por quejas justas, y que dejanotar en cuanto afirma cierto enojo harto motivado, que tal vez leimpulsa á ir más allá de lo merecido en la reprobación y en la censura.
Como yo en este punto, remedando al historiador romano, puedo decir delos jesuítas que no los conozco nec beneficio, nec injuria, trataréaquí del libro y daré sobre él y sobre la Compañía mi opinión imparcial,movido por el aliciente que tiene para mí la materia, y exponiéndome áno agradar á nadie, ni á los jesuítas, ni al autor incógnito.
Como el primer fundamento de las acusaciones es la supuesta carencia dehumildad cristiana que hay en los jesuítas, empezaré por hablar de lahumildad y de la manera en que yo la entiendo.
Bueno y santo es ser humilde, no rebajar á nadie para realzarse á sipropio, y reconocer nuestra condición miserable y pecadora, sobre todocuando pensamos en Dios y en sus perfecciones infinitas, y cuando,encendidas ya en amor de Dios nuestras almas, volvemos los ojos hacialas criaturas que son obra de Dios y á quienes por amor de Él amamos,procurando, en vez de rebajarlas, poner en ellas un reflejo, undestello, un trasunto de las mencionadas perfecciones divinas. Así, porvirtud de este procedimiento mental, el buen cristiano ensalza y encomiaá cuantos seres le rodean y se muestra lleno de candorosa indulgenciapara con todos ellos, siendo sólo severo consigo mismo y reconociendo yconfesando los propios defectos, pecados y vicios.
Esto, á mi ver, es lahumildad cristiana. Pero si miramos el caso de otra manera y con máshondo mirar, yo creo que el cristianismo, en vez de hacernos humildes yabyectos, según no pocos impíos le acusan, eleva los espíritus y loscorazones y los enorgullece, magnifica y endiosa. ¿Qué razón ni motivotiene el buen cristiano para humillarse después de exclamar con SanAgustín: gran cosa es el hombre, hecho á imagen y semejanza de Dios? Yno sólo su alma sino su cuerpo tiene mucho de digno y no poco de sagradocuando se considera como templo del espíritu, cuando se piensa que elmismo Verbo divino, no sólo se unió á un alma humana, por inefable ysublime misterio, sino también á un cuerpo de hombre de la condición yforma de nuestro cuerpo, deificando así hasta cierto punto nuestra doblenaturaleza, y dándole para término de sus aspiraciones y para blanco desus esperanzas la misma perfección de Dios. Es extraño, aunque secomprende y se admira, que sea, con pequeñísima diferencia, el fin quepropuso el demonio del orgullo á nuestros primeros padres casi idénticoal consejo ó más bien al precepto principal que nos dio Cristo en elSermón de la Montaña. Si coméis del fruto del árbol prohibido, seréiscomo dioses, dijo la serpiente. Y Cristo dijo: Sed perfectos como esperfecto vuestro Padre que está en el cielo.
El error, pues, está en el camino que hay que seguir para llegar á laperfección, pero no en aspirar á ella. Y ciertamente quien aspira á serperfecto como Dios, no se comprende que pueda ser humilde, á no ser enel primer sentido arriba expresado.
Y si descendemos de las alturas teológicas y pensamos en esto de lahumildad ó de la soberbia, mundanamente y en la práctica, yo no meexplico tampoco cómo el muy humilde, á no ser exterior su humildad,confundiéndose con la buena crianza y con la afable dulzura, acierte áhacer cosa de provecho y á ser útil para algo. Lo primero es tenerconfianza en el propio valer y contar con que no han de fallecernos lasfuerzas y el ánimo. El individuo ó la colectividad que acomete grandesempresas y que tiene elevados propósitos y miras, no puede menos detener también el inevitable orgullo ó sea la creencia de que es capaz dedar cima á aquellas empresas y de realizar aquellos propósitos, claroestá que contando siempre con el auxilio divino, lo cual será muypiadoso, pero, francamente y en realidad, no es humilde. La humildadexistirá acaso con relación al Omnipotente, mas para todo lo que hay, yno es Dios, no entiendo yo qué humildad cabe en la firme esperanza deque Dios ha de ayudarnos á fin de que se logre y se cumpla lo quequeremos.
Partiendo de las anteriores consideraciones, entiendo yo que el autor deque hablo acusa con poca razón á los jesuítas de no ser humildes, sinoorgullosos. Nada más natural, en mi sentir, que creer la mejor del mundola sociedad ó compañía á que pertenecemos. Todavía, si el acaso, sicircunstancias independientes de nuestra voluntad ó si una providencialdisposición nos colocase entre ésta ó entre aquella gente, podríaparecer soberbia de nuestra parte el considerar como la mejor del mundoá la gente entre la cual estuviésemos colocados. Y con todo, aun así,más suele aplaudirse que vituperarse este modo de sentir y de pensar. Yono soy español, por ejemplo, porque lo he querido, sino porque el cieloha dispuesto que lo sea, y, sin embargo, no pocas personas celebran ymuchas disculpan el elevado concepto que tengo yo de los españoles. Y siesto es así en una sociedad en donde yo no entro voluntariamente, ¿cómoha de poder censurarse el altísimo concepto que forme cualquiera de lasociedad ó compañía en cuyas filas se alista por voluntad propia?
Nadieama sino bajo el concepto de bueno; todos buscan y procuran lo mejor; yel hombre honrado que se asocia con otros hombres, no sólo es discupableque crea, sino que debe creer que la tal asociación es la mejor delmundo, y que los fines á que se ordena y endereza son por todo extremoexcelentes.
Justo es, pues, y sobre justo inevitable, que todo jesuíta, y más aúnmientras mayores sean su candor y su buena fe, esté persuadido de que laCompañía de Jesús es la mejor del mundo, de que no hay virtud ni cienciaque en ella no resida y de que proceden de ella y procederán muchosbienes para el linaje humano.
No creer lo antedicho y hacerse, sin embargo, jesuíta, presupondríafalta de discreción ó razones y motivos egoístas y bajos en quien talhiciese. Alistarse en las filas del jesuitismo sin creer en su superiorcondición, sólo se explicaría entonces por la gana de tener una posiciónó una carrera, de buscarse un modo de vivir, de ingeniarse ó deindustriarse en suma. Y aun así, aun en esta bajeza, la predilecciónprecedería á la elección, y todavía, sin elevarse sobre tan bajosmotivos, ó carecería de juicio el que se hiciese jesuíta, ó consideraríaque el serlo era mejor profesión ó carrera que todas las otras quehubiera podido seguir.
Por consiguiente no hay pecado, ni falta, ni defecto en la voluntad delos jesuítas cuando forman de la Compañía á que pertenecen un conceptosublime. Esto no se opone á que en dicho concepto haya error óexageración del entendimiento.
Apartando de mi espíritu toda prevención apasionada, no considerando elasunto ni como católico, ni como sectario de ninguna otra doctrinareligiosa, aceptando por un momento la más completa indiferencia enpunto á religión, hablando y decidiendo en virtud de un criteriolibrepensador y racionalista, yo, lejos de condenar la Compañía deJesús, me siento irresistiblemente inclinado á glorificarla y á dar porseguro que honra en extremo á España que entre nosotros naciese sufundador, cuya obra pasmosa me parece que importó muchísimo en lahistoría del linaje humano, haciendo de Ignacio de Loyola, no sólo eldigno rival de Lulero, sino el personaje que se le sobrepone y leeclipsa. Se diría que cuando la Reforma parecía que iba á extendersecomo voraz incendio por todo el mundo civilizado, y ya que no áextinguir á empequeñecer la cristiandad católica, Dios suscitó para éstaun campeón poderoso, cuyas huestes combatieron sin descanso la herejía yla vencieron á menudo en Europa, mientras que al mismo tiempo extendíanla fe católica por el resto del mundo, ganando para ella más almas enpaíses remotos y en inexploradas regiones que las que en Europa habíaperdido por culpa de Lutero y de los otros heresiarcas del siglo XVI.
En la Compañía hay que admirar el feliz consorcio del pensamiento y dela acción, de lo práctico y de lo especulativo. Fue un ejércitoconquistador, sin más armas que la palabra, que se extendió por el mundocon extraña rapidez, avasallándole y dominándole. Si contemplamos enespíritu al fundador glorioso en el momento de su muerte, nos parece ámodo de un Alejandro incruento. Sus dominios se han dilatado ya sobretoda la redondez de la tierra. La Compañía tiene casas y colegios, granpoder é influjo en Castilla, en Portugal, en Alemania, en Francia y enlas Indias Orientales y Occidentales. Bien puede sin vanidad ni soberbiaexclamar el Padre Rivadeneyra que al mismo tiempo que Martín Lutero«quitaba la obediencia á la Iglesia Romana y hacía gente para combatirlacon todas sus fuerzas, levantaba Dios á este santo capitán para queallegase soldados por todo el mundo y resistiese con obras y conpalabras á la herética doctrina.»
Y no hay sólo en el P. Ignacio el espíritu conservador, sino también elde reforma y el de progreso. «Todos sus pensamientos y cuidados, dice elya citado biógrafo, tiraban al blanco de conservar en la parte sana ó derestaurar en la caída, por sí y por los suyos, la sinceridad y limpiezade nuestra fe.» Todavía hay otra idea elevadísima, si no desconocida yseguida en otros institutos religiosos, por ninguna observada y seguidacon más firmeza y perseverancia que por la Compañía de Jesús: la idea yel propósito de divulgar las ciencias, las letras y toda cultura,haciendo de ellas y del progreso humano preciosos y dignos auxiliares dela religión.
Con notable injusticia se acusa á la Compañía de que aniquila lasvoluntades y nivela y pone trabas á los entendimientos con los firmes yduros lazos de su obediencia ciega. No puede haber acusación menosrazonable. Jamás se ha formado una sociedad con el intento de producir genios. El genio es una virtud ó un poder que tiene algo desobrehumano, y que aparece individualmente en el espíritu de este óaquel hombre cuando Dios ó la naturaleza así lo decretan. Y este genio,virtud ó poder, ni hay sociedad que le cree ni tampoco hay sociedad quele destruya. Es además harto arbitrario y vago el determinar ó medir laaltura que ha de tener un hombre para ser genio y no ser medianía. Noseré yo quien clasifique y coloque entre las medianías ó entre losgenios á muchísimos Padres de la Compañía de Jesús; pero sí me atrevo áasegurar que, durante los tres siglos XVI, XVII y XVIII, hasta despuésde su extinción bajo el pontificado de Clemente XIV, figura en ella unabrillantísima serie de varones admirables por la acción, comopredicadores, viajeros, mártires heróicos y exploradores atrevidos depaíses incógnitos y bárbaros, y una lucidísima cohorte de hombreseminentes
en
ciencias
y
en
letras,
descollando
entre
ellos
muchísimosespañoles, por lo cual, estando España hoy tan decaída, no goza acaso elnombre de ellos de toda la fama y el alto aplauso que merecen.
Para infundir en la mente de mis lectores un elevadísimo concepto y paraentonar un himno en alabanza de la Compañía de Jesús, no he de ir yo ábuscar frases y datos en libros escritos por jesuítas, ni endisertaciones é historias de católicos fervorosos y hasta fanáticos,sino que tomaré los datos y frases en un autor inglés, criado en elprotestantismo y librepensador más tarde: en el famoso historiador y ensayista lord Macaulay. Harto merece ser traducido todo lo que éldice de los jesuítas y de su fundador; pero, á fin de no ser prolijo, melimitaré á traducir algunos trozos. «Ignacio de Loyola en la granreacción católica tuvo la misma parte que Lutero en el gran movimientodel
protestantismo.
Pobre,
obscuro,
sin
protector,
sin
recomendaciones,entró en Roma, donde hoy dos regios templos, ricos en pinturas y enmármoles y jaspes, conmemoran sus grandes servicios á la Iglesia; dondesu imagen está esculpida en plata maciza; donde sus huesos, en una urnacubierta de joyas, se ven colocados ante el altar de Dios. Su actividady su celo vencieron todas las oposiciones, y bajo su mando el orden delos jesuítas empezó á existir y creció rápidamente hasta el colmo de susgigantescos poderes. Con qué vehemencia, con qué política, con quéexacta disciplina, con qué valor indomable, con qué abnegación, con quéolvido de los más queridos lazos de amistad y parentesco, con quéintensa y firme devoción á un fin único, con qué poco escrupulosalaxitud y versatilidad en la elección de los medios riñeron los jesuítasla batalla de su Iglesia, está escrito en cada página de los anales deEuropa, durante muchas generaciones. En el Orden de Jesús se concentróla quinta esencia del espíritu católico: la historia del Orden de Jesúses la historia de la gran reacción del catolicismo. Este Orden seapoderó de todos los medios y fuerzas con que se dirige y manda elespíritu del pueblo: del pulpito, de la prensa, del confesionario y delas academias. Donde predicaba el jesuíta, la iglesia era pequeña parael auditorio.
Su nombre en la primera página aseguraba la circulación deun libro. A los pies del jesuíta la juventud de la nobleza y de la clasemedia era guiada desde la niñez á la edad viril y desde los primerosrudimentos hasta la filosofía. La literatura y la ciencia, que parecíanhaberse asociado con los infieles y con los herejes, volvieron á ser lasaliadas de la ortodoxía. Dominante ya en el Sur de Europa, la grandeOrden se extendió pronto, conquistando y para conquistar. A despecho deOcéanos y desiertos, de hambre y peste, de espías y leyes penales, decalabozos y torturas y de los más espantosos suplicios, los jesuítaspenetraban, bajo cualquier disfraz, en todos los países; como maestros,como médicos y como siervos; arguyendo, instruyendo, consolando,cautivando los corazones de la juventud, animando el valor de lostímidos, presentando el Crucifijo ante los ojos del moribundo. El orbeantiguo no fué bastante extenso para la extraña actividad de losjesuítas. Ellos invadieron todas las regiones que los grandes yrecientes descubrimientos marítimos habían abierto al emprendedor geniode Europa. Los jesuítas aparecían en las profundidades de las minas delPerú, en los mercados de esclavos de Africa, en las costas de las islasde las Especias y en los observatorios de la China; y hacían prosélitosy conversiones en países adonde ni la avaricia ni la curiosidad habíantentado aún á sus compatricios para que penetrasen; y predicaban ydisputaban en idiomas de los que ningún otro natural de nuestroOccidente entendía palabra.»
Cuando la Reforma se levantó contra la Iglesia católica, el clerosecular y regular, aun en la misma Roma, estaba corrompido y viciado yhasta lleno de descreimiento:
«sólo el Orden de los jesuítas, añadenuestro historiador, pudo mostrar muchos hombres no inferiores ensinceridad, constancia, valor y austeridad de vida á los apóstoles de laReforma». A los jesuítas, pues, á su poder persuasivo y al influjo de supalabra, se debió en gran parte la restauración y reverdecimiento en elseno de la Iglesia católica de aquel hondo sentir religioso y de aquella«extraña energía que eleva á los hombres sobre el amor del deleite y elmiedo de la pena; que transforma el sacrificio en gloria y que trueca lamuerte en principio de más alta y dichosa vida».
Declara asimismo Macaulay que el prodigioso cambio, que el triunfoinesperado del catolicismo sobre el protestantismo se debió en granparte á los jesuítas y á la profunda política con que Roma supo valersede ellos. «Cincuenta años después de la separación de Lutero, elcatolicismo apenas podía sostenerse en las costas del Mediterráneo: cienaños después apenas podía el protestantismo mantenerse en las orillasdel Báltico.
Grandes talentos y grandes virtudes se desplegaron porambas partes en esta tremenda lucha. La victoria se declaró al fin enfavor de la Iglesia romana. Al expirar el siglo XVI, la vemos triunfantey dominante en Francia, en Bélgica, en Baviera, en Bohemia, en Austria,en Polonia y en Hungría. El protestantismo en los siglos que han venidodespués no ha podido reconquistar lo que perdió entonces.» Y añadeMacaulay:
«He insistido detenidamente sobre este punto, porque creo quede las muchas causas á las que debió la Iglesia de Roma su salvación ysu triunfo al terminar el siglo XVI, la causa principal fué la profundapolítica con que dicha iglesia se aprovechó del fanatismo de personastales como San Ignacio y Santa Teresa.»
Es muy de notar que esto que Macaulay, con su criterio protestante óracionalista, fanatismo, podrá ser llamado así por el brio y laintensidad con que se sintió y se pensó, pero tanto el sentimiento comoel pensamiento, analizados, examinados y juzgados hasta por un hombredescreído del siglo XIX, fueron, en el siglo XVI, permitánsenos laspalabras, más razonables y más progresistas que cuanto Lulero, Calvino ylos otros apóstoles de la reforma pensaron, sintieron y dijeron. No fuéel misticismo español de entonces huraño, egoísta y meramentecontemplativo, aspirando á elevarse y á unirse con Dios para aniquilarseallí confundiéndose en la esencia infinita y desvaneciéndose en unperpetuo nirvana. El amor de Dios y la aspiración á unirse con él,según mil veces lo explican nuestros místicos, fueron una preparación yhabilitación de las almas para que obrasen luego, en la vida terrenal,inauditos prodigios de amor al prójimo, y para que diesen cima á casisobrehumanas empresas.
Las almas, según dichos místicos, cuando ardíanen el fuego del amor divino y derretidas por la fuerza de este fuego sediría que se identificaban con Dios, eran como la espada que parecefuego en la fragua, de donde sale después con más fino temple y consuperior aptitud para ejercer sus funciones. Lo místico y locontemplativo en los jesuítas no fué el fin, sino el medio paraapercibirse á la acción y cobrar fuerzas y virtud mayores con quealcanzar en ella la victoria. Y no fué la victoria en favor sólo delcatolicismo, sino también para conservar ó restaurar el lazo ó principiounificante de la civilización europea, que los protestantes habían roto;para hacer que triunfase dicha civilización, amenazada por nuevabarbarie, y para salvar la libertad y el valor y mérito de nuestrasobras, casi negados por el fatalismo cruel y pesimista con que losprotestantes denigraban y hacían odiosa á la divinidad y esclavizaban ála humana naturaleza, sacrificándola en aras de una predestinación yde una gracia, caprichosas y ciegas.
Nadie podrá acusar de jesuítico al célebre y malogrado historiador ypolígrafo Oliveira Martins, y, sin embargo, en este punto que tocamosahora, ensalza como nadie á los jesuítas, haciendo que la gloria deellos y su triunfo en el Concilio de Trento aparezcan acaso como elmayor triunfo y como la más espléndida gloria de la civilización ibéricaen el siglo XVI. «Los protestantes, dice Oliveira Martins, no excluyenlas buenas obras; pero no es el mérito de ellas el que redime: esúnicamente el mérito de Cristo, independiente del hombre. Esta doctrina,añade, es la condenación del hombre y de su actividad, de su voluntad,de la fuerza íntima que constituye su vida. Condenando al hombre, losprotestantes condenan el mundo: transfiguran la realidad y conducen álos abismos de la esclavitud trascendente. En cambio, la doctrina de losjesuítas Salmerón y Lainez, vencedora en Trento, diviniza al mundo y alhombre, revelando y haciendo resplandecer la justicia de Dios en la fedel hombre y en sus buenas obras, cuyos méritos elevan á la gracia. Elgenio español, añade Oliveira Martins, fué, pues, por la boca elocuentede Lainez y de Salmerón, el defensor de la cultura humana, deteniendo áEuropa en la pendiente de una predestinación fatalista.»
Debo observar que yo no cito aquí á Oliveira Martins como quien cita áun padre de la Iglesia; que en asunto tan difícil como la conciliaciónde la gracia y del libre albedrío, no le doy autoridad alguna; y que nohago á los jesuítas pelagianos, ó semi-pelagianos, para ponderar lo quevalían. Sólo afirmo que, sin incurrir en error contra la fe, porque niel molinismo, ni menos su mitigación por el congruismo de Suárez, fueronnunca calificados de heréticos, los jesuítas defendieron y sostuvieronla libertad del hombre, sin salir fuera del circulo de la creenciacatólica, y en cuestión la más oscura y difícil de la teología, y aun detodo pensar filosófico, por donde será siempro para teólogos y filósofosmanantial y semillero de disputas hasta la consumación de los siglos. Noquiero seguir ponderando aquí y recapitulando todo lo que en alabanza delos jesuítas puede decirse y se ha dicho hasta la extinción de la Ordenen el siglo pasado. Las acusaciones lanzadas contra ellos y la multitudde enemigos acérrimos que tuvieron, primero entre los protestantes,después entre los jansenistas, y, por último, entre los librepensadores,redundan en cierto modo en elogio de los jesuítas, ya que prueban elextraordinario poder y la importancia que tenían. El mérito de ellos, noobstante, tiene que ser reconocido hasta por sus mayores contrarios, sise precian de candorosos é imparciales. Así, por ejemplo, Mosheim dice:«El candor y la imparcialidad me obligan á confesar que los adversariosde los jesuítas, al mostrar la torpeza y negrura de varias de susmáximas y opiniones, han ido más allá de lo que debían, y han exageradolas cosas para abrir más extenso campo á su celo y á su elocuencia.Fácil me sería probarlo con ejemplos sacados de las doctrinas de la probabilidad y de la restricción mental, imputadas como un crimen álos jesuítas; pero esto me apartaría demasiadodemi asunto. Observarésólo que en la disputa se han atribuido á los jesuítas principios quesus enemigos sacan por inducción de la doctrina de ellos, sin que elloslos confiesen; que no siempre han interpretado sus términos y susexpresiones en el verdadero sentido, y que nos han presentado lasconsecuencias de su sistema de una manera parcial, que no está deacuerdo con la equidad exacta.»
Esta confesión de Mosheim en favor de los jesuítas los honra mucho,porque es uno de sus más declarados enemigos, y porque sin nombrarlascensura de parcialidad y de más ó menos inconsciente falsía lasencomiadas Provinciales de Blas Pascal, obra que, según muchosafirman, ha hecho más daño á los jesuítas que la indignación de lossoberanos y que todas las calamidades que han caído después sobre suOrden.
No he de dilatarme yo más, defendiéndola aquí. No ataca ni condena supasado el autor incógnito del libro de que doy cuenta. Sólo añadiré,para terminar, que nadie puede pretender, ni los más fervorososjesuítas, que la Compañía estuvo exenta de faltas y que todos susindividuos, que se contaban por miles, fueron unos santos, sin pecado ysin vicio, hasta la extinción de la Compañía en 1773.
Al caer entonces los jesuítas cayeron como los héroes de una nobletragedia, donde toda la simpatía y el aplauso fué para las víctimas, yla reprobación, en los más elevados espíritus, para los tiranos yopresores; para Pombal, para la Pompadour, para Tanucci y para el condede Aranda. Las alabanzas de la Orden extinguida se renovaron ó surgieronentonces, derramándose sobre ella como sobre fúnebre monumento undiluvio de flores. Los más eminentes personajes de Europa, aun entre losno católicos, habían celebrado ó celebraron á los jesuítas: Enrique IVde Francia, Catalina II de Rusia, Rousseau, Diderot, Leibnitz, Lessing,Herder y mil otros.
Voltaire dice de ellos: «Tienen escritores de un mérito raro, sabios,hombres elocuentes y genios.» D'Alembert: «Los jesuítas se hanempleado con éxito en todos los géneros: elocuencia, historia,antigüedades, geometría y literatura profunda y agradable. Apenas haydisciplina en que no cuenten ellos hombres de primer orden.»
Federico el Grande de Prusia, escribía á Voltaire: «Esta Orden ha dado áFrancia hombres del genio más elevado.»
Después de suprimida la Compañía, los jesuítas, arrojados impíamente detodos los dominios españoles y refugiados en Italia, se esmeraron en darclarísimo testimonio y brillantes muestras de su valer, redundando asícuanto hicieron en mayor vergüenza y descrédito de sus perseguidores yen alta honra de España, su patria.
Jamás, desde la toma de Constantinopla por los turcos y la venida áItalia de los sabios griegos, había penetrado en aquella penínsulahueste más lucida y docta de extranjeros fugitivos. La historiacientífica y literaria de los ex jesuítas españoles, que por toda Italiase difundieron, carece todavía de un historiador digno. De esperar esque lo sea con el tiempo el erudito y elegante escritor D. MarcelinoMenéndez y Pelayo.
Entre tanto, no faltan eruditos italianos que seocupen con amor en este asunto.
Recientemente la Real Academia deCiencias de Turín ha publicado sobre él una hermosa memoria, debida alsaber y talento del doctor Victorio Cian. Al dar cuenta de esta memoriael ya citado Menéndez y Pelayo, en el número de Enero último de la Revista critica de historia y literatura, amplifica y esclarece lasnoticias del Doctor Cian con no pocas más que demuestran la importanciay el valer de aquellos nuestros ilustres compatriotas. Los PadresAndrés, Arteaga, Eximeno y Masdeu son elogiados por el Dr. Cian según sumérito; pero en cambio, sólo hace rápida mención de Hervás y Panduro,creador de una nueva ciencia: la filología comparativa; del Padre JuanBautista Gener, autor de los seis primeros tomos de una enciclopediateológica, que implica la renovación de los estudios eclesiásticos; delPadre Tomás Serrano, elegante y sabio humanista; del gramático Garcés,cuyo libro del Vigor y elegancia de la lengua castellana se lee aúncon fruto; del Padre Aponte, egregio helenista, maestro del cardenalMezzofanti; del insigne historiador de Méjico Clavijero; del naturalistachileno Molina; de Landival, cuya Rusticatio Mexicana es uno de losmás curiosos poemas de la latinidad moderna, hasta por lo original yexótico del asunto, y de Márquez, tan benemérito, por sus libros, de laarqueología romana y de la historia de la arquitectura.
Aunque el Dr. Cian diga poco ó nada sobre los mencionados escritores,todavía basta con los que celebra para hacer que se forme elevadísimoconcepto de los jesuítas españoles emigrados en It