La vida pública de la Academia de Jurisprudencia no se resume en losdebates como el que acabamos de presenciar. Hay en su organización ovida interna ciertos mecanismos que tocan, o por mejor decir, entran delleno en los dominios del derecho político y aun en el natural, o sea elque la naturaleza enseñó lo mismo a los hombres que a los animales:quod natura omnia animalia docuit. Me refiero a las elecciones.
Cuando entramos en el salón de sesiones y vemos al lado del presidente aun joven decentemente vestido que en ciertas ocasiones lee con voztrémula y conmovida el resumen de los gastos y los ingresos, apenasfijamos nuestra atención en él. ¡Y no obstante, ese joven es elSecretario! ¡El Secretario! ¡Cuán poco nos figuramos lo que significaesta palabra!
Asistid como yo he asistido a una elección de Secretario en la Academiade Jurisprudencia, y mediréis su extensión. Al solo anuncio de laselecciones, conmuévese hondamente aquel respetable cuerpo jurídico,preparándose a una terrible y dolorosa crisis. La chispa de la ambicióncomunica instantáneamente el fuego a todos los corazones, y como sucedesiempre en las grandes perturbaciones sociales, los sórdidos intereses,las pasiones bastardas, los rencores, las miserias, todo el fango delespíritu, en una palabra, asciende a la superficie y enturbia por uninstante la pureza de la docta Corporación. Mas en medio de esterevuelto mar de apetitos y torpes deseos suelen flotar también,digámoslo en honor de los jóvenes jurisconsultos españoles, nobles ylegítimas ambiciones y rasgos de conmovedora modestia.
He conocido un joven a quien una Comisión salida del seno de la Academiapasó a ofrecer en su misma casa el puesto de Secretario con el objetode apagar una querella suscitada entre dos enconados e igualmentepoderosos adversarios. Aquel joven esclarecido, dando a la historia elmismo ejemplo de modestia y generosidad que el rey Wamba, se negóterminantemente a aceptar los honores que le ofrecían.
Este ejemplo, por desgracia, no ha tenido imitadores. Las dulzuras delpoder excitan demasiadamente el paladar de los jóvenes académicos paraque nadie piense en rechazarlas. Antes al contrario, se emplean paraconseguirlas todos los medios que la inteligencia despierta de lossocios, encendida por el deseo, les sugiere. ¡Qué de intrigasespantables y tenebrosas! ¡Qué de crueles asechanzas! ¡Cuántas palabraspérfidas! ¡Cuántas sonrisas traidoras! El espíritu se estremece y loscabellos se erizan al acercarse a este hervidero de las pasioneshumanas.
Ni tampoco faltan los arranques brutales de la fuerza, o sean lascoacciones escandalosas, como se dice en términos técnicos. A estepropósito se citan en la Academia algunos hechos que, por su gravedad ypor las tristísimas circunstancias de que se hallan rodeados, conturbany abaten el ánimo. Se dice, por ejemplo, que en cierta ocasión elbibliotecario, Sr. Torres Campos, obstruyó con su persona uno de lospasillos del local para que sus contrarios no pudiesen ir a depositar elvoto en la urna. Yo nunca he creído semejante especie. Conozco muy bienal distinguido bibliotecario, y aunque le considero con facultades paraobstruir cualquier pasillo, no creo que jamás haya puesto sus felicescondiciones físicas al servicio de una tan flagrante injusticia. Detodas suertes, es bueno, sin embargo, dejar apuntado que he visto aalgunos académicos calificar su legítima influencia en la Corporación de«funesta e insufrible tiranía».
Hay, no obstante, jóvenes privilegiados, favorecidos por la Providenciacon dotes excepcionales que alcanzan los más altos puestos sin lucha,sin esfuerzo y sin peligro. Desde el instante en que uno de estosjóvenes pisa los umbrales de la Academia, sus compañeros, como si viesenen él un ser superior enviado del cielo, se apresuran a allanarle losobstáculos y a sembrar de flores su camino. Cesan las envidiosasmaquinaciones, se apagan los rencores, cálmanse momentáneamente lasencrespadas olas, y el joven providencial marcha triunfante, bañado porel sol de la gloria, libre y desembarazado, a la codiciada silla deSecretario, donde se sienta, como los emperadores bárbaros, por derechopropio. Tal ha sido la historia de mi distinguido amigo el Sr. Macaya yde algunos otros, aunque muy escasos, jóvenes.
A más del cargo supremo de Secretario (pues el de Presidente se haconvenido en cederlo a la política), hay otros puestos que excitantambién la concupiscencia de los socios, que son los de presidentes yvicepresidentes de las secciones. La elección de éstos, aunque no ofrecela honda perturbación que la de Secretario, no por eso deja de serinteresante y sembrada de peripecias. Algunos meses antes del díaseñalado para la elección empiezan a echarse a volar algunos nombressobre los cuales se levanta viva e incesante discusión. Examínanse losantecedentes del candidato, estúdianse detenidamente las fases de sutalento, aquilátanse sus méritos, y últimamente recae en él la sentenciaque le eleva o le confunde, expresada siempre en estos sacramentalestérminos: «Tiene talla» o «No tiene talla». Hay cabildeos infinitos,combinaciones, arreglos amistosos, bruscos desabrimientos,transacciones, se imprimen varias candidaturas (lo cual suele costardinero a las familias), se traen a la palestra tarjetas del Presidentedel Consejo de ministros y del Cardenal Arzobispo de Toledo, intervienenalgunas damas de la nobleza y se dan algunas bofetadas.
En cierta ocasión he asistido con un amigo a estas reñidas elecciones.Mi amigo no se presentaba candidato, mas sin saber por qué ni cómo,quizá para dar en la cabeza a algún ambicioso, lo cierto es que alefectuarse el escrutinio, mi amigo salió nombrado presidente de lasección de derecho canónico. Su alegría y sorpresa fueron tan grandes,que estuvo a punto de caer desmayado en mis brazos. Salimos del local, yen la calle me abrazó repetidas veces, me habló de su porvenir y mecomunicó en secreto que ahora pensaba dirigir sus tiros al puesto deSecretario, se enterneció refiriéndome su primera y única aventuraamorosa, y concluyó por cantar a media voz la Marsellesa (había sidoelegido por el elemento liberal de la corporación). Al tirar de lacampanilla de su casa, y al preguntar la criada ¿quién es? exclamó fuerade sí: «¡Abre, muchacha, que tienes a tu amo Presidente de la Academiade Jurisprudencia!»
¡Noble y gloriosa emulación la que se establece en esta ilustresociedad! ¡Qué importa que esta emulación vaya manchada en algunos casospor el fango de las malas pasiones! Las malas pasiones son un poderosoauxiliar en la carrera que la juventud de la Academia ha emprendido, ocomo decía cierto subsecretario amigo mío, «en la política es necesariotener algunas onzas de mala sangre.» Consuela y ensancha el ánimo unespectáculo semejante. Los vergeles de la política española tienen unvivero en la Academia de Jurisprudencia. De allí se trasplantan loscaballeros de Isabel la Católica y los jefes superiores deadministración encargados de la gestión de nuestros intereses.Actualmente existen ¡loado sea Dios! dentro de la respetable Corporaciónque hemos tratado de describir a grandes rasgos, tres Venancios Gonzálezen agraz, cinco Camachos y un Posada Herrera. Pueden dormir tranquilos,pues, nuestros labradores, industriales y comerciantes. Si alguna vez seles ocurre entrar en el número 22 de la calle de la Montera, cuartobajo, contemplarán con lágrimas de enternecimiento un enjambre deinocentes y juguetones cachorrillos adiestrándose para meterlos mañana uotro día en la cárcel cuando voten a un candidato de oposición, impedirque se reúnan con sus amigos, y subirles discretamente lascontribuciones.