Aguas Fuertes by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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IV
EL PASEO DE LOS COCHES

Se trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de losperiódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzosincreíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; peroquedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas,chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernosconquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios,arrollándonos entre las patas de sus corceles.

Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:—«Tenéis losteatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueñosde Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de susflores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de suscalles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis unpoco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y elAyuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»

Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con suscarros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeronlos árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra alos triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron dealfombra.

Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados deAlarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. Heconocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde lascolumnas de La Correspondencia. Recuerdo cierto suelto de su mano quedecía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro unpaseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campoenemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejarfallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he vistodespués ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que lellevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aúnparece que se reía de él.

Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a ciertocaballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometidodel spleen y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un díaentre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa suextravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente lepersuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante seextienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bieneducados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunciócon tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración delAyuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado.Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar susfranquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles alsuelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construiruna casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza;hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de lossentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestóel potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que«huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto yterminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro teníarazón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, perole ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cuallo suyo.

No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tienepor objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que formauna curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casade fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giranlos carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, elcuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artistaecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídosque suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», alcruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído comoél en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún milordcon un caballo.

En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en lastardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse unpar de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uñade caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatrohoritas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es lacontemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, yarruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven atodas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedadocalvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismoobjeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno,han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, enlos teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios decontemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salirde Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de SanSebastián, a fin de no perderse un instante de vista.

De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor;un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de talsuerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar unasola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil decomprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de estaguisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantansuavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otrasseñoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada pormirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta losvestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, elcolorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, sehabla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a sucompañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de pocamonta:

—¿Has visto a Bermejillo?

—Sí.

—¿Va detrás de Enriqueta?

—Sí.

Y de nuevo guardan silencio.

—¿Has visto a la de Quintanar?

—Hasta ahora no.

—¿Y a la de Beleño?

—Tampoco.

La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que sevaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en elpaseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo,la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, lade Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinteaños, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada,diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde loalto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas,y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena apropósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreasde sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Loscaballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio comosus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidosy cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:

—¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos deVillamediana! ¡Me da risa!

—¿Qué otra cosa quieres que les pongan, chico? ¡Si son dos burros sinorejas!

—¿Y qué te parece del tren de Rebolledo?

—Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezuñas.

Así hablan los caballos a menudo; y a menudo también los amos.

Por una de las calles laterales y antiguas caminan los bípedos de laburguesía, contemplando sin pestañear el fastuoso cortejo de loscuadrúpedos aristocráticos. Cuando se cansan de caminar, toman asientoen las sillas metálicas puestas allí adrede para mirarse cómodamente.Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a laAdministración pública, se autorizan diariamente el sabroso placer dever pasar en procesión a las damas y caballeros que en Madrid gastancoche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe defamilia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.

Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelencruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombreroladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo.Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener elpaso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otravez y seguir andando.

Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundoesta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los árboles ylevantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en elcristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros ylacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarradade aquella muchedumbre, que no tiene ojos más que para sí misma, hacebrillar los arreos de los caballos y las joyas de las señoras, tiñe devivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante deoro sobre la inmóvil y silenciosa comitiva. Los árboles recogen con másplacer que los hombres el último beso del astro del día, y entre suscopas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puroazul del cielo se deja ver, desvaído ya y marchito, y su fondo luminosoqueda cortado a trechos por las formas rígidas de alguna conífera o porlos tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, ylos caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de lacurva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin árboles, pordonde se contempla el paisaje: parece un enorme balcón desde donde sedivisan algunas leguas de tierra árida como toda la que rodea a Madrid.Este paisaje sólo es bello a la caída de la tarde: entonces las brumasdel crepúsculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizandelicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en unaneblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunoscaseríos. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos,ríos y pueblos que no existen: es un país falso y teatral que guardacierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Velázquez;pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por suinmensidad.

El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguandolos vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos delos caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todoaspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en unpolvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche sellega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yermallanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en elfirmamento, después de ennegrecerse fuertemente, concluyen pordesaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es más que ungrupo numeroso de coches sin brillo ni poesía. La comitiva siente casial mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en loschales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; loscaballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en elaire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximasdulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolosya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Lospeones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan algún tiempoel ruido de los coches, como un rumor distante de olas que seestrellan.