—Sí, por la asignación de Amparo, la interrumpí.
—Eso es.
Abrí mi cartera y la di un billete de quinientos reales.
—No puedo devolver a usted lo que sobra, me dijo.
—Lo mismo es, la contesté.
—¡Ah! ¡es usted muy generoso! Gracias en su nombre; que usted lo pasebien.
Y se iba.
—Espere usted, la dije: tenemos que hablar.
—¡Ah! ¡tenemos que hablar! ¿va usted comprendiendo que es hermosa,demasiado hermosa, para mantenerse respecto a ella en los inflexibleslímites de la caridad?
—No se trata de eso.
—Pues no comprendo entonces...
—¿Qué sabe usted acerca del origen de esa niña?
—¡Bah! ¿y qué le importa a usted? A no ser que...
Y aquella mujer me miró con un recelo hostil.
—¡Sería gracioso que quisiera usted casarse con una muchachuela! añadiócon sarcasmo.
—Tampoco se trata de eso; pero si usted tuviera algún antecedente...ayundándome usted y gastando cuanto fuese necesario, acaso lograríamosencontrar a sus padres.
—¿Y para qué quiere más padres que usted?
Necesité hacer un esfuerzo para contener la cólera que me causaba lafría insolencia de aquella mujer.
—En último resultado, la dije, ¿se niega usted a indicarme?...
—Nada sé; la recogí. Ignoro quién era; pero debe ser hija de buenospadres: las ropas que la envolvían eran ricas; llevaba, además, unmagnífico medallón guarnecido de brillantes, y entre la faja un papelque decía:—«Está bautizada, y se llama...» he olvidado el nombre; elque tiene ahora se lo pusieron en la confirmación.
—Es extraño que haya usted olvidado su nombre; ¿pero aún queda elmedallón?
—No por cierto; le vendí: era necesario criarla... yo era pobre.
—¿Pero no recuerda usted lo que el medallón contenía?
—Sí por cierto: un retrato de mujer.
—¿Y las señas de esa mujer?
—Las mismas de Amparo: alguna más edad; pero tan hermosa como ella; unparecido exacto... Y es lástima que ese retrato se haya extraviado,porque era una prueba indudable... pero a bien que el retrato existe enAmparo... en engordando la muchacha un poco más... el mejor díaencuentra a sus padres en la calle.
Todas estas contestaciones habían sido pronunciadas con una intenciónmaligna; comprendí que existía un misterio terrible entre aquella mujery la pobre Amparo, y no insistí.
La dejé ir.
Había concebido el pensamiento de apelar a la ley para poner en claro laprocedencia de Amparo.
Y como si hubiese comprendido mi pensamiento, aquella mujer me arrojó alsalir una insolente mirada de desafío.
Aquel mismo día fui a consultar a uno de los abogados de más fama.
Me escuchó con atención, y cuando hube concluido, me dijo:
—No veo el medio de arrancar a esa mujer su secreto: el tormento estáabolido hace muchos años; por consecuencia, si esa mujer tiene un graninterés en ocultar la procedencia de la protegida de usted, nadaconfesará. Queda sin embargo un medio.
—¿Cuál?
—El dinero. Pagarle su secreto al precio que pida.
Di las gracias al abogado por su luminoso consejo; le pagué la consultay salí.
Pasó un mes.
En vano esperé a Amparo.
La Adela se me presentó de nuevo.
La pregunté por ella.
—¡Ah! está desconocida, me dijo; ha engordado. ¡Ya se ve! la cuidobien, o por mejor decir, la cuidamos bien. La enviaré por acá.
—Ponga usted precio a su secreto, la dije desentendiéndome de suobservación, y entrando de lleno en mi objeto.
—Es usted muy joven, me dijo, para que pueda haber perdido una hija dela edad de Amparo; sin embargo, pudiera ser que algún amigo hubiera austed encargado le buscase una niña perdida.
Y la Adela me miraba de una manera fija, escudriñadora.
—¿Se obstina usted en no confiarme?... la dije.
—Nada sé respecto a ella, me contestó.
Acabé de convencerme de que nada recabaría de aquella mujer; la didinero; la encargué dijese a Amparo que deseaba verla, y la despedí.
A los pocos días, y cuando acababa de levantarme, me sorprendió unfuerte campanillazo a la puerta.
Abrió Mauricio; sentí pasos apresurados, y poco después se precipitó enmi gabinete Amparo.
Mustafá la seguía cojeando.
Amparo se asió a mí, y me miró pálida, aterrada, anhelante.
Mustafágruñía dolorosamente.
Venía Amparo en el mayor desorden: deshecho el peinado; una de sus manosenvuelta en un pañuelo.
Durante algún tiempo nada me dijo; ni yo, sorprendido, acerté a decirlanada: luego pareció como que despertaba de un sueño, de una horriblepesadilla, y exclamó con un acento ardiente y lleno de ansiedad:
—¡Ah! ¡Gracias a Dios!
Y se separó de mí, se dejó caer en un sillón, se cubrió el rostro conlas manos y rompió a llorar.
Mustafá se acercó a ella cojeando; se sentó, me miró, y siguió con susdolientes gruñidos.
Sospeché no sé qué horrible cosa, y me aterré.
—¿Pero qué sucede? la pregunté alentando apenas.
—Sucede, contestó Amparo, mirándome al través de sus lágrimas, que esainfame mujer ha querido hacerme infeliz.
No pude contestarla: sentí que toda mi sangre se reconcentraba a micorazón.
—Pero afortunadamente, continuó Amparo, Mustafá me ha salvado,acometiendo a aquel hombre, y dándome tiempo para escapar; es verdad queel pobre ha sufrido un horrible bastonazo, y que yo he salido del lanceherida...
—¡Herida! exclamé.
—Sí; ¡el horrible viejo me seguía! las escaleras son estrechas yempinadas; caí, di con la cabeza en la barandilla, y casi me he roto unamano; pero al fin estoy aquí; aquí, con usted que me defenderá.
No la pregunté más.
¿Y para qué?
Todo estaba explicado.
Envié a Mauricio por un facultativo que se encargó de la curación deAmparo y de Mustafá.
La herida de la cabeza de la niña, era leve, pero profunda y grave la dela mano.
Mustafá tenía casi roto un hueso.
Amparo se vio obligada a quedarse en casa.
Dos horas después, cuando estuvo más tranquila, la dije:
—No puedes volver a vivir con esa infame.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡no! ¡imposible!
—No puedes vivir tampoco conmigo.
—No, no; de ningún modo.
—Tampoco puedes vivir sola.
—¡Dios mío! ¿y qué hacer?
Y después de algunos instantes de triste silencio, añadió:
—¡El convento! ¡es preciso! ¡preciso de todo punto!
—No te daré el dote.
—Me pondré a servir.
—Y sirviendo, estarás expuesta a cada paso, a peligros como el de quehas escapado milagrosamente hoy.
—¿Pero por qué cerrarme el refugio del claustro? exclamó llorando.
—Si has de agitarte de ese modo, te dejo sola: agitándote,afligiéndote, puedes empeorar, tienes calentura, y sólo te he habladoporque estás en la casa de un soltero, porque es necesario evitar lasinterpretaciones. He pensado en que el padre Ambrosio podría adoptarte,ya que te repugna mi adopción.
—¡Oh! ¡sí! ¡sí! exclamó.
—Pero es necesario que no seas gravosa al padre Ambrosio.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡otra dificultad!
—La dificultad está salvada. Entra en un colegio.
Quedose Amparo pensativa, y al cabo me dijo:
—Mande usted llamar de mi parte al padre Ambrosio.
Me dio las señas de la habitación del religioso, y Mauricio fue abuscarle.
Media hora después, un hombre alto, delgado, pálido, como de sesentaaños muy modestamente vestido con ropas que demostraban un antiguo ycontinuo trato con el cepillo, entró lleno de ansiedad.
Era uno de esos hombres que llevan el corazón en la cara.
Un corazón todo sentimiento, todo dulzura, todo abnegación, todocaridad.
Y en los ojos, la mirada inteligente y serena.
Y en la frente, la severidad y la majestad de la virtud, la concienciade sí misma.
Me saludó con encogimiento, y me estrechó la mano con efusión.
—Le conozco a usted, me dijo con la voz trémula; le conozco a ustedmucho, aunque nunca le he visto hasta ahora.
—Yo también le conozco a usted, le contesté, encantado por lo simpáticode su mirada, de su espontaneidad, de su palabra.
Estrechó entre sus dos manos la mía, y sin disimular su impaciencia, medijo:
—¿Dónde está?
Le señalé la alcoba, y los dejé en libertad de hablar.
La conferencia fue larga, al fin el padre Ambrosio salió profundamenteconmovido y me llegó la vez de demostrar mi impaciencia.
—¿Acepta? le pregunté.
Se sentó en un sillón, sacó una caja de pasta negra, me ofreció unpolvo, tomó otro, y me dijo:
—Nos encontramos en una situación sobre manera extraña: una joven,embellecida por Dios con cuantas virtudes pueden hacer respetable a unacriatura, sola, pobre, desventurada, se encuentra entre nosotros dos;puesta primero, bajo la protección espiritual de un pobre exclaustrado,y amparada después, de una manera noble, desinteresada admirable, por unjoven rico, viciado en el gran mundo, casi impío, pero que tiene unexcelente corazón. Pero he dicho mal: nuestra situación no es extraña.¡Nos ha reunido la Providencia de Dios!
—En efecto; en el conocimiento de nosotros tres, hay mucho deprovidencial, le dije, más por ser cortés con el buen exclaustrado, queporque yo creyese en la Providencia. Ya he dicho antes que en aquellaépoca era yo impío.
—¡Pues ya lo creo! dijo con el entusiasmo de un poeta el padreAmbrosio; mi vida era triste, llena de sufrimientos, llena de recuerdos,combatida por pasiones que había exacerbado la desgracia, y... si hacediez años, no hubiera encontrado a mi paso a esa niña que se arrastrabasobre sus manecitas en los corredores de la casa de vecindad donde mehabía llevado a vivir mi pobreza... Yo lo había perdido todo; parientes,amigos, afectos, hasta la paz de mi celda, de la cual me arrojaron lasnecesidades de la nación... la planta marchita y enferma que vegetasobre un terreno ingrato, siente con delicia, y parece reanimarse alsoplo de las auras de la mañana. Yo, muy semejante a una planta enferma,sentí una impresión de consuelo un día que, sentado al sol en la puertade mi tabuco, sentí junto a mí, apoyando sus manecitas en mis rodillas,y sonriéndose (Dios me perdone) como deben sonreír los ángeles, una niñacomo de cuatro a cinco años.—Era Amparo.—Necesitaba afectos, y mi almase volvió a aquella existencia pura, a aquella niña que estaba muypobremente vestida, enflaquecida por el hambre. Supe que no teníapadres, que estaba en poder de una mujer de la misma vecindad, que lahabía encontrado en la calle. Y aquel desamparo en la infancia, aquellamiseria en un ser tan débil, me hicieron concebir el mismo pensamientoque usted concibió cuando la encontró en medio de la noche recogiendotrapos. He hecho...
cuanto he podido... en cambio, ella me ha dadoacaso, la salvación de mi alma, porque estaba desesperado... y Amparo hasido para mí un amparo de Dios, porque me ha obligado a amarla: porqueamándola, he llenado mi corazón con un afecto, y he podido consolarme yesperar con resignación el fin de mi jornada.
—Creo que Amparo ha ejercido sobre mí una influencia muy semejante a laque ha ejercido sobre usted.
—¡Oh! ¡sí! me ha bastado con lo que Amparo me ha dicho de usted, y converle después una sola vez, para comprenderle: tiene usted el almavirgen, sedienta, cansada de un mundo donde no vive bien: hastiada detodo, escéptica, porque ha perdido la esperanza, y ha encontrado usteden Amparo algo de lo que buscaba y no había podido encontrar. ¡Lo haencontrado usted de noche, recogiendo los despojos del lujo y de lamiseria, teniendo por único amigo un perro, por único amparo Dios! Yporque tiene usted el alma virgen y llena de entusiasmo y desentimiento, ha hecho usted lo que nadie hubiera hecho; y porque Diosquiere que crea usted en él, le ha presentado a usted de la manera másbella, el dulce consuelo de la expansión de la caridad.
—¿Que Dios quiere que crea en él? dije moviendo tristemente la cabeza,quisiera creer; envidio a los que creen. Y ya que como usted dice nos hareunido la Providencia, sea usted mi misionero en buena hora. Le prometoescucharle y...
—No seré yo quien haga a usted creer en Dios, me dijo solemnemente elpadre Ambrosio, será ¡ella!
—¡Oh! ¡acaso! El afecto que me inspira es profundo. Pero dejando elterreno en que nos hemos metido, y en el cual tendremos lugar de volvera entrar, porque nuestro conocimiento será largo y nuestro tratofrecuente, vengamos a la situación del momento. Mis proyectos respecto aAmparo, se reducen a arrancarla legalmente del dominio de esa mujer; yohabía pensado adoptarla, pero soy demasiado joven y me ha parecido mejorque la adopte usted legalmente.
—¡Oh! ¡sí! después de lo que ha acontecido hoy a esa infeliz, yo lahubiera adoptado de todos modos.
—Después quiero perfeccionar su educación, poniéndola a nivel de lasjóvenes de nuestro gran mundo; casarla luego de una manera brillante abeneficio de un magnífico dote...
—Dejemos obrar a la Providencia, me interrumpió el exclaustrado; yo laadopto y acepto para ahora la protección de usted; y puesto que ustedrechaza, como rechazo yo, la idea del claustro, que se la había metidode una manera tenaz en la cabeza, entré en buen hora en un colegio:afortunadamente soy confesor de un matrimonio muy digno; él es unantiguo y honrado cobachuelista; ella, antes de casarse, fue maestra deniñas en una ciudad de provincia, y hace algunos años, después decasada, tiene en Madrid un colegio de señoritas, que poco a poco ha idodesarrollándose y que es al fin uno de los más favorecidos. Esta es cosaconcluida, aceptada. Ella lo resistía; pero yo que pienso que el mejoruso que puede hacer un hombre de su fortuna es favorecer a sussemejantes, la he convencido.
—Pues en ese caso, le dije, voy a principiar desde este momento.
El padre Ambrosio se quedó en casa, autorizando en ella la presencia deAmparo y yo, después de informarme por ella de la habitación de laAdela, me fui a buscar al comisario de policía de su distrito.
Después de algunas soeces equivocaciones de este funcionario, respecto ami interés por Amparo, a quien no se por qué, conocía, entré de lleno enla exposición del objeto que me llevaba por primera vez a tratar contales gentes.
Quería yo evitar de todo punto un ruidoso procedimiento judicial, paraarrancar a Amparo del dominio de aquella malvada, y cuando el comisariome hubo escuchado, me dijo:
—Pues es muy sencillo de hacer lo que usted desea; pero no deja de sercomprometido.
—Comprendo; ¿se trata?...
—De un abuso de autoridad.
—Pero cuando se abusa de la autoridad para el bien...
—Se puede ir a presidio lo mismo que cuando se abusa para el mal.
—Ya sabe usted mi nombre...
—Sí, sí señor: sé que la influencia de usted basta para sacarme de unatolladero... sin embargo...
—Sé que deben recompensarse estos servicios, añadí sacando algunosbilletes y poniéndolos sobre la mesa bajo mi mano.
—¿Es urgente la resolución de ese negocio? me dijo el comisario.
—Urgentísima.
—Entonces haga usted que ese exclaustrado, ese padre Ambrosio, venga averme al momento, y descuide usted; es asunto de dos horas; una renunciade la adopción de la Adela sobre la Amparo; la adopción en forma de ese fraile; un testimonio de escribano, y... santas pascuas. Si laAdela resiste, con arreglo a la queja de usted, la llevo a laGalera[**], y doy parte al gobernador. Pero no resistirá, yo se loaseguro a usted; sé perfectamente cómo se hacen estas cosas: cuando seha dado un paso en vago como el que ha dado esa mujer... cuando estáofendida la moral pública...
[** Prisión de mujeres en Madrid. Nota para los que noconozcan la villa y corte.]
—Bien, bien; ¿quedamos convenidos?
—Sí, señor. Envíeme usted el fraile.
—Le enviaré al momento. Adiós.
—Servidor de usted, caballero.
Salí dejando sobre la mesa del comisario algunos billetes de banco.
No sé como el bueno del funcionario arregló el negocio, pero elresultado fue que la Adela renunció por ante escribano a todo dominiosobre Amparo, y el padre Ambrosio la adoptó con todas las formalidadesprescritas por las leyes.
Todo aquello se hizo en muy pocas horas.
Amparo no pasó la noche en mi casa.
Se la había trasladado en un coche, previo dictamen del facultativo, alcolegio de que era directora doña Gregoria de...
hija de confesión delpadre Ambrosio.
Me olvidaba decir que Mustafá había ingresado también en el colegio.
Di orden a mi administrador general de que pagase a doña Gregoria milreales mensuales por la pensión de Amparo, y aquel asunto quedó para míenteramente concluido.
La casualidad, según yo, o la Providencia Divina, según el padreAmbrosio, habían arrojado delante de mí un gran infortunio. Yo habíacumplido con mi deber, según mis convicciones, y estaba tranquilo.
Pero una vez satisfecho este deber, una vez pasada la novedad de miaventura, comprendí que Amparo no era bastante para arrancarme delhastío; para reconciliarme con la vida.
Esta decepción de mi esperanza me fue sumamente dolorosa.
Amparo era para mí una obligación contraída que ningún sacrificio mecostaba, porque yo era muy rico.
No me había inspirado amor, sino caridad.
La caridad estaba satisfecha, y había desaparecido el encanto.
Es cierto que yo sentía hacia ella un afecto profundo; que me interesabasu porvenir... pero su porvenir estaba asegurado. Por otra parte, yo notenía herederos forzosos; mis padres habían muerto cuando era muy joven,y podía nombrar a Amparo mi heredera universal.
Ninguna dificultad, ningún interés representaba Amparo que me ligase ala vida.
Me había galvanizado por un momento, haciéndome sentir, a mí, cadáverambulante.
Volvió mi tedio.
Sin embargo, fui a verla todos los días mientras duró su enfermedad,luego algunas veces a la semana...
Amparo se mostraba silenciosa, retraída, como cohartada, delante de mí.
Yo veía en aquel encogimiento, orgullo, altivez, pesar de verse obligadaa aceptar mis beneficios.
Esto me disgustaba.
Llegó un día en que creí que había sido un imbécil; que había ido,respecto a Amparo, más allá de donde debía.
Hasta llegué a creer que el padre Ambrosio era un hipócrita, y doñaGregoria una mujer interesada.
Cuando un hombre llega a disgustarse de la vida; cuando rompe el vínculode afectos que le unen a la sociedad; cuando, en fin, llega a dudar detodo, o por mejor decir a no creer en nada...
cuando se haceexcéptico...
Un excéptico es la calumnia viviente.
Un excéptico es con suma facilidad malvado.
. . . . . . . . . . . . . .
Dejé de ver a Amparo.
Y, sin embargo, el recuerdo de Amparo estaba fijo, siempre fijo en mialma.
Es que halago un sueño, decía yo.
Y el sueño, o Amparo, se hacían más persistentes en mi pensamiento.
Por entonces, mi tío el duque de... me llamó al pueblo, a donde, cansadocomo yo de todo, se había retirado.
Fui y vi con asombro, que mi tío había tenido la fortuna de lograrcrearse una familia sui generis con sus perros, sus patos, sus conejosy sus gallinas.
Entraban en esta familia, las flores del jardín, y las legumbres de lahuerta.
Envidié con todo mi corazón a mi tío.
—Te he llamado, me dijo, para un asunto de interés: cuando digo que esde interés el asunto, claro está que a quien interesa es a ti, porque amí ya no me interesa nada.
—¡Oh! ¡sí por cierto! los perros, los patos, las gallinas.
—Tengo poder bastante para hacer completamente feliz la vida de esosanimales: ellos por su parte me pagan cumplidamente, siendo miscortesanos, y casi amándome: estoy seguro de que uno solo de mis perrosme sea ingrato, y de que uno de mis conejos pretenda robarme oengañarme: las flores me recompensan de mis cuidados por ellas, dándomesu fragancia y sus colores; y... en fin... y hablando formalmente,repito que nada me interesa en el mundo más que tú, que no me necesitas;y si no creyera en Dios y le temiera, hace mucho tiempo que... pero nohablemos de eso. El asunto que te interesa, consiste en que me suscitandificultades a la posesión del mayorazgo que tengo en Italia.
—¿Y qué le importa a usted?
—¡A mí! ¿pues no me ha de importar? ¿no eres tú mi heredero? ¿No sabesque la fuerza de mis rentas está en Italia?
—Y bien, ¿qué quiere usted?
—Que vayas allá a ayudar con buenos patacones nuestro derecho, que detodo hay necesidad: te daré un poder en forma, y... estás delgado,pálido, hijo mío; vete a la hermosa Nápoles; enamora, gasta, distráete;temo que te me mueras como se me murió mi hermano... y mi temor es muynatural. ¡Diablo! eres lo único que queda de mi familia...
—Iré a Nápoles, tío.
—Pues bien: hablemos ahora cuanto quieras, de mis patos, mis gallinas,mis conejos, mis perros y mis flores.
Ocho días después, me despedí de mi tío y me puse en camino para Italia.
Llegué, vi y vencí.
Es decir, vi a los jueces, y reforcé mi derecho, o, por mejor decir, elderecho de mi tío, con tales razones, que quedaron allanadas todas lasdificultades que se habían levantado contra su pacífica posesión de losbienes que tenía en Italia.
Escribí a mi tío, participándole el buen resultado del negocio, ymanifestándole que, no teniendo nada que hacer en España, iba acompletar mis viajes yendo a Oriente.
Mi tío me contestó enviándome libramientos por valor de algunos miles deduros, para que pudiese hacer el viaje como correspondía a mi clase.
Me llevé conmigo a Mauricio, y...
Aquí vendría bien una descripción detallada de lo que vi...
pero yo nohacía mi viaje para instruirme, sino para distraerme, y no tomé un soloapunte, ni hice una sola pregunta.
Me contentaba con ver, y el misterio de lo desconocido que siempre teníaante los ojos, me distraía.
Sin recibir una sola carta de Europa, sin escribir, sin leer un soloperiódico europeo, estuve viajando por Oriente durante cuatro años,vistiendo, comiendo y viviendo como los naturales del país en que meencontraba, y permaneciendo en un lugar hasta que me cansaba de él.
Y hubiera andado errante, sabe Dios cuanto tiempo, si no me hubieraquedado solo.
Mauricio, el pobre Mauricio, me había abandonado.
Y bien contra su voluntad por cierto.
La bala de la espingarda de un griego de Missolongi, le había servido demedio para su último viaje.
Para su viaje a la eternidad.
¡Ya se ve! el bueno de Mauricio había conocido por una extrañacasualidad a una hija del tal griego, que tenía los ojos más negros ymás habladores del mundo, y, sin duda, por casualidad había encontradotambién el medio de introducirse de noche en los jardines del griego.
La casualidad hizo también que el padre se apercibiese de los amores desu hija con un extranjero, y... ya os lo he dicho: una bala fue ahospedarse en la cabeza de mi doméstico, que puesto en la calle por sumatador, apenas tuvo tiempo para declarar...
que después de haberleherido... el padre había extrangulado a su hija.
Este drama me impresionó fuertemente, y escapé.
Sin detenerme un solo día, sin pararme en ninguna parte, me trasladé aParís.
Esta población era para mí muy familiar, tenía en ella multitud deamigos y toda clase de medios para pasar la vida al galope por medio deplaceres.
Pero era el caso que los placeres no existían para mí.
O por mejor decir, yo no existía para los placeres.
¡Me hastiaba todo!
La amistad me daba risa. El amor asco.
Todos los hombres me parecían malos cómicos, que charlaban un papelaprendido de memoria.
En cuanto a las mujeres... ¡las mujeres! las miraba con odio.
«He allí, me decía, esa eterna mentira engalanada, que en todas partesríe, que a todas partes lleva su hediondo misterio. He allí ese ser quese venga del hombre, extraviándole y degradándole, de la degradanteposición del débil, a que el egoísmo del hombre le ha relegado. Ved lacorrupción arrastrándose por los salones, coronada de rosas.»
Yo era indudablemente injusto.
¿Pero qué desgraciado no lo es?
Yo había nacido para amar, y del amor sólo había encontrado la fórmula,la frase.
Pero la realización, el hecho, tenía para mí el encanto de lodesconocido, de lo imposible.
El amor para mí no era otra cosa que un sentimiento mitho.
Hijo como todos los mithos, del entusiasmo, del sueño, en una palabra,de la poesía.
El amor para mí era un idilio irrealizable.
Las mujeres que hablaban de amor me irritaban: parecíanme losprofanadores del templo que iban a vender a él sus mercancías.
Amparo solía surgir de tiempo en tiempo, como una excepción entre elembrollado caos de mi escéptico pensamiento.
Amparo, con toda su poesía, embellecida por su abandono, grata para mí,por la protección que la dispensaba.
Pero ¿acaso mi escepticismo no había alcanzado también a ella?
¿Acaso no la había creído una muchachuela picardeada en una casa devecindad y amaestrada por un fraile hipócrita?
¿Acaso no había huido de ella como quien huye de un peligro?
Porque debo confesar, que desde el día en que almorzó conmigo, comprendícon terror que Amparo podría arrastrarme a un amor nuevo, desconocidopara mí; y tanto más terrible, cuanto más accesible al amor estaba mialma.
No la había olvidado un solo momento: vivía dentro de mí, no podrédeciros cómo; era una idea vaga, í