caridad!
—Amparo, hija mía—la dije—tu gran corazón te atormenta:
¡crees que hehecho un sacrificio inmenso... que te he sacrificado mi libertad! no...te engañas: estoy muerto para el amor, para ese amor ardiente que nosembriaga y nos arroja a los pies de una mujer... no, hija mía, no; eresdemasiado pura para que mi corazón, gastado ya, pueda amarte más que conese otro amor desinteresado de la amistad; si no hubieras pretendidoentrar en un convento, yo... nada te hubiera propuesto: te hubieratratado como un hermano y nada más: el día en que te hubieras casado conun hombre de tu elección hubiera sido completamente feliz.
Pero teobstinabas, no sé por qué en ser monja: habías dado un paso decisivo, yera necesario dar otro paso contrario, decisivo también; me daba miedotu resolución... tú estabas sin duda desesperada...
—No—me contestó tristemente.
—Tú has amado, Amparo; amas.
—¿Es decir que somos hermanos...? ¿que es usted tan generoso que nomira en mí siempre más que a la pobre Amparo?
—No hay en mí generosidad, más hay afecto.
—Pues bien: si somos hermanos, podemos hablar con franqueza.
Yo la observaba y vi que su frente se había serenado.
—Sí, hablemos con franqueza—la dije.
—Pues bien: he amado a un hombre.
—¿A un hombre digno de ti?
—¿Digno de mí! ¡digno de ser adorado, digno de una felicidad que le hanegado Dios!
—¿Joven?
—Joven y hermoso.
—¿Y él te amaba?
—Sí—me contestó, con su triste sonrisa habitual.
—¿Y entonces... por qué no os habéis casado?
—¡Ha muerto!—exclamó Amparo.
Y se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.
Pero de una manera desconsolada, como si su alma entera se exhalase enaquel llanto.
—Pero—me dijo entre sus lágrimas—a usted le amo también: le amo deuna manera profunda; como a mi hermano... más...
más aún... como amaríaa mi madre... por hacerle a usted feliz daría mi vida... y cuando elpadre Ambrosio me dijo que quería usted casarse conmigo...
—¡Te aterraste!
—No, no: en el momento de hacerme el padre Ambrosio la proposición ennombre de usted, me dije: se casa conmigo por caridad: por arrancarme deesta sepultura a que he venido desesperada: en él la caridad es la vida:no amarguemos su vida y consentí. Pero cuando me quedé sola se meocurrió que tal vez podría haber en usted más que caridad: acaso me ame,pensé: si me ama... yo le pertenezco, yo soy suya, yo debo amarle.
—¿Y tu amor?
—¡Es verdad! por eso debíamos hablar con franqueza y hemos hablado: enmí hay dos amores: uno puro, desinteresado, noble, profundo: el queusted me inspira: mi amor antes de hija, ahora de hermana: el otro amores un desdichado amor, sin esperanza: un amor que enluta mi alma y ladesespera: si un día me sorprende usted llorando, no lo extrañe usted:yo cuidaré mucho que los extraños no vean el dolor en mi semblante; todoel mudo me creerá feliz, y lo seré, en efecto, al lado de usted; pero...permítame usted que llore alguna vez por mi amor perdido; por el amordel hombre que Dios no me ha querido conceder. Esto no debe serle austed doloroso, porque no me ama sino como un hermano; no puede ustedtemer que el objeto de mi amor manche su nombre, porque es imposible, detodo punto imposible que pueda mancharle.
—Me harás amar por ti a ese fantasma: fantasma para mí puesto que hamuerto y no sé ni quiero saber su nombre.
—¡Oh, sí! yo le amaré siempre, siempre, con toda mi alma.
Usted notendrá celos, ¿no es verdad?
—Siento únicamente que ese hombre haya muerto... porque al fin,viviendo él, hubieras sido su esposa...
—No hablemos nunca de esto más: nunca... nunca: ha sido una explicaciónprecisa. Ahora, mi buen hermano, suplico a usted me diga cuál es miaposento. Necesito descanso; reposo; he sufrido mucho.
—Vamos a tener dentro de un momento al lado personas extrañas; esnecesario que delante de ellas no me hables de usted.
Aquello era ir de mal en peor.
Comprendí que no podía vivir al lado de Amparo sin que muy pronto meolvidase del todo y me convirtiese en su tirano.
En el tirano de una víctima resignada.
¿Acaso no tenía el reciente recuerdo de su repugnancia y de su terror alsentir sobre su frente mis labios?
No, yo debía respetar aquella pasión viva; yo no debía ser infame; yo nodebía cobrar mis beneficios a tanta costa para Amparo.
Pero no pude resistir a una tentación.
Su aposento y el mío, para cubrir las apariencias, sólo estabanseparados por un gabinete y se comunicaban por dos puertas de escape.
Me retiré a mi aposento, cambié lentamente el traje negro que me habíapuesto para la ceremonia por el de casa, dejé pasar, con una
impacienciamortal
algún
tiempo,
y
luego
abrí
silenciosamente la puerta de escape demi alcoba, y me acerqué, sin causar el más leve ruido, a la otra puertade escape del dormitorio de Amparo.
Al frente, tras un bello pórtico de bambúes con cortinas de muselinabordada, estaba su lecho.
Antes, esto es, entre la puerta desde donde yo observaba y el pórtico dela alcoba, había un espacio cuadrado, y en su parte media, una mesaarrimada a la pared.
Sobre la mesa había una lámpara con bomba de cristal opaca que esparcíauna luz velada a poca distancia.
Lo demás del dormitorio estaba en sombra; en una media sombrafantástica.
Sentada en un sillón, junto a la mesa; apoyado en ella un preciosobrazo, que dejaban descubierto hasta el codo los encajes de la anchamanga de su traje; apoyado el rostro en su mano, sola, inmóvil,profundamente pensativa estaba Amparo.
Tenía ceñida aún la corona de rosas blancas.
Los brillantes de la especie de ajorca árabe, que yo la había enviado enel canastillo de boda y que rodeaba el brazo en cuya mano apoyaba sucabeza, me dejaban ver, heridos por la luz, destellos vivísimos, peroinmóviles.
Amparo parecía una estatua de cera vestida de blanco.
Su mirada fija, abstraída, profunda, como vuelta hacia adentro, hacia sualma, o como lanzada sin objeto a la inmensidad, al infinito, mirada queno veía, dilatada, lúcida, brillante, llena de vida, pero de una vidaque espantaba, dejaba comprender la desesperación profunda, peroresignada, paciente, intensamente dolorosa de un alma desolada.
Nunca había yo llegado a concebir tanto dolor y tanta resignación: nuncauna agonía tan lenta; nunca un sufrimiento tan agudo, soportado,apurado, dominado con tanto valor: en Amparo no había esa expresión dedisgusto, de rabia, de lucha impotente; expresión de ángel rebelde ycondenado, que es una blasfemia muda; una blasfemia en imagen.
Era la víctima resignada al sacrificio.
La víctima humilde y fuerte, el alma cristiana que sufre la miseria dela vida en su manifestación más dolorosa sin rebelarse contra lavoluntad de Dios.
En vano esperé que Amparo diese una muestra de debilidad ni deimpaciencia.
Continuaba inmóvil y tranquila: pero con una tranquilidad que medesgarraba el alma.
Yo sufría de mil maneras distintas.
Primero, el inmenso infortunio de Amparo.
Después mi propio infortunio.
Luego sentía celos; unos horribles celos.
Yo no podía dudar que un amor malogrado, un amor sin esperanza, era lacausa de la desolación de Amparo.
Yo hubiera dado toda mi vida, por sentirme amado un solo momento y deaquel modo por Amparo.
Además,
al
contemplarla
tan
hermosa,
idealizada,
transfigurada, casi meatreveré a decir, divinizada por el sufrimiento, sentía hervir misangre, latir mi corazón, abrasarse mi cabeza.
Yo estaba loco.
La misma fuerza de mi locura me contenía, impedía que yo lo olvidasetodo, que empujase la débil puerta que me separaba de ella y que mearrojase en sus brazos.
Yo blasfemaba.
Acusaba de injusto, de cruel, de tirano, a Dios que me hacía comprenderde una manera tan horrible el tormento de Tántalo.
Estaba inmóvil; como petrificado.
La mirada de Amparo aunque no podía verme, caía sobre mi mirada,absorbiendo mi alma, torturándola.
Lentamente fui perdiendo la conciencia de mí mismo.
Un sopor extraño se apoderó de mí.
Amparo empezó a tomar lentamente un aspecto fantástico; a abrillantarsesu mirada, a resplandecer; su figura se aisló en medio de una nieblavaga, azulada: desapareció a mi vista todo lo que la rodeaba, y quedóella sola, inmóvil siempre, pero como suspendida en medio de un espacioindefinible, en que ni había luz ni sombra.
Luego la vi alzarse lentamente, arrancarse su corona de rosas, y luegoirse despojando de sus joyas, de sus ropas; vi enteramente su hermosocuello: sus redondos hombros; luego su cabellera destrenzada agrupándosede una manera maravillosa a ambos lados de su semblante; al fin sevolvió y se alejó lentamente; se abrieron las cortinas de la alcoba yvolvieron a cerrarse.
Amparo había desaparecido; la fascinación había cesado, y volví a sentirla vida real.
A mi vez me retiré en silencio y me acosté.
Me acosté para apurar una horrible noche de fiebre y delirio.
. . . . . . . . . . . . . .
¿Por qué había yo encontrado seis años antes, sola en medio de la noche,recogiendo trapos a aquella niña?
¿Por qué me había causado compasión su miseria?
Yo maldecía mi caridad; la caridad que tan feliz me había hecho, y quetan feliz había hecho a Amparo.
Y me decía:
«La caridad es una debilidad; la caridad es la manía de los imbéciles;la caridad se vuelve contra quien la practica.
¿Por qué sentí caridad hacia Amparo?
Porque era un insensato.»
Al día siguiente Amparo se me presentó tranquila y afectuosa; en vanobusqué alrededor de sus ojos ese círculo lívido que imprime una noche deinsomnio y de fiebre.
En vano esa palidez vaga del cansancio.
Amparo estaba fresca, sonriente; parecía feliz.
—¿Has dormido bien?—la dije.
—¿Y por qué no? nunca se duerme mejor que cuando nada se desea, cuandose ha obtenido todo lo que se anhelaba: ¿y tú Luis? estás pálido,pareces triste; si continúas así, creeré que te has sacrificado a mifelicidad.
—¡Oh! no: yo creía que tú... que sufrías; pero veo con placer que me heengañado; te prometo dormir esta noche tan bien como tú.
—Pues tranquilízate completamente, me contestó; yo nada deseo, nadaquiero más que tu amor... tu amor tal cual le siento, tal cual yo lesiento por ti; hermanos, siempre hermanos; dos y uno... ¿no es ciertoque es una felicidad que podamos amarnos de este modo?
—¡Oh! si el mundo conociese la verdad de nuestra posición,
¿qué diría?
—Se burlaría de nosotros, porque el mundo, que nunca profundiza, quenunca pasa más allá de las apariencias, es muy injusto, o por mejordecir, muy ciego. Pero si el mundo supiese que entrambos hemos amado ysufrido; que de nuestro sufrimiento y de nuestra lucha sólo hemos sacadola conciencia ilesa,
comprendería
nuestra
mutua
posición;
tú
has
dejadoenterrado tu amor en el lodazal de tu juventud; ha muerto allí sofocado,no existe para ti; yo amo a un fantasma imposible y entrambos, con elcorazón vacío para ese amor ardiente, que Dios ha puesto en el alma delhombre y de la mujer, satisfechos el uno del otro, nos apoyamosmutuamente y nos amamos con un amor infinitamente más puro. Debemos,pues, dar gracias de nuestra felicidad a Dios.
. . . . . . . . . . . . . .
¿Me había yo engañado la noche antes?
¿Era en efecto feliz Amparo?
¿O era que tenía tanta fuerza, tanto poder para ocultar su sufrimientocomo para soportarle?
. . . . . . . . . . . . . .
Nunca me pareció un día tan largo.
Cuando nos separamos aquella noche ya bastante tarde, corrí a miacechadero.
Amparo no estaba inmóvil como la noche anterior; tenía un cofrecitosobre la mesa y sacaba de él papeles escritos, que leía y ordenaba.
Amparo con la cabeza inclinada sobre el pecho, lloraba leyendo aquellospapeles.
Lloraba de una manera desconsoladora, comprimiendo sus sollozos.
¿Era que la noche antes, sobrecogida, aturdida del golpe, por llamar asísu casamiento conmigo, la intensidad del dolor había comprimido suslágrimas, anegado sus sollozos?
Era indudable que Amparo se rendía a su dolor.
Era indudable que Amparo sufría una desgracia inmensa.
Y leía y releía aquellos papeles.
¡Cartas sin duda del hombre a quien amaba!
Después vi en sus manos un medallón que sacó también del cofrecito,parecía un retrato.
Amparo le estrechó contra sus labios, le separó de ellos, le miró de unamanera ansiosa, y exclamó:
—¡Oh Dios mío, Dios mío! ¡tened compasión de mí!
. . . . . . . . . . . . . .
Se puso a escribir lentamente.
Con mucha frecuencia se abstraía y pasaba sin escribir un largointervalo.
Luego volvía a escribir.
Pasó así gran parte de la noche, y después recogió en el cofre lospapeles y el retrato, guardó cuidadosamente el cofre en un armario, sedesnudó y desapareció tras las cortinas de su alcoba.
Yo no supe ya qué pensar de Amparo.
Pero me cubrí con el más perfecto disimulo, como ella se cubría conmigo.
Nos tratábamos como si hubiéramos vivido juntos desde nuestros primerosaños.
Las gentes nos creían el matrimonio más feliz del mundo.
La tranquilidad aparente de Amparo cuando yo era testigo de su agoníanocturna, de sus lágrimas y de lo intenso, de lo vivo, de lo inalterablede su amor hacia aquel hombre, que era para mí un misterio, latranquilidad ficticia de Amparo, repito, me irritaba.
Durante un mes pude sufrir la lucha entablada entre mi razón y miscelos; pero llegó un día en que me estremecí.
Empezaba a perder la razón; antes de perderla enteramente tomé unaresolución decisiva; la de separarme de Amparo, que era para mí untormento y un peligro, con el pretexto de un viaje para ir a visitar ami tío.
Amparo nada me dijo cuando la anuncié este viaje, más que las siguientespalabras:
—Espero que volverás pronto.
Aquella noche salí de Madrid en una silla de postas.
Mi resolución era, no volver a ver más a Amparo.
Pero para cumplir una resolución es necesario ser dueño de sí mismo, yyo no lo era.
Parecía... voy a procurar explicarme: parecía que mi alma había quedadofuertemente asida a Amparo, y que cada vuelta de las ruedas de la sillade postas que me conducía, estiraba mi alma, haciéndome sufrir untormento inexplicable.
Llegó un punto en que no pude resistir más.
Habían pasado algunas horas de una tortura aguda que se hacía másdolorosa a medida que me alejaba de ella.
Mandé al conductor que volviese a Madrid.
Luego, le ofrecí una recompensa por cada minuto que ganase.
La silla de postas volaba.
Yo me había propuesto apurar mi destino cediendo sin resistencia a losimpulsos de mi corazón.
Había resuelto quitarme mi doloroso disfraz y morir poseyendo a Amparo.
A medida que este pensamiento tomaba consistencia, estimulaba alconductor prometiéndole más.
La silla apenas tocaba con las ruedas al camino.
A pesar de esta agudez no pudimos llegar a Madrid hasta el medio día.
Cuando llegué a mi casa, subí anhelante las escaleras como si hubieseestado mucho tiempo ausente de ella.
Dominado aún por la fiebre entré en las habitaciones de Amparo.
No estaba en ellas.
Pregunté a mi ayuda de cámara, y me dijo:
—La señora acaba de salir.
—¿Y adónde?
—Han traído una carta y la señora apenas la ha leído se ha puestopálida, ha pedido a Teresa una mantilla, y con el traje de casa,acompañada
de
la
misma
Teresa,
ha
salido
precipitadamente.
—¿A pie?
—Sí, señor, a pie.
—¿Y no sabe usted adónde ha ido?
—Nada ha dicho la señora.
Despedí a mi ayuda de cámara y me quedé solo paseándome por mi cuarto,aterrado, sintiendo no sé qué recelos.
Yo no sabía qué pensar de Amparo; era para mí un misterio.
De repente una idea poco digna, pero disculpable en la situación en queme encontraba, me llevó a su dormitorio:
«En el armario me había dicho, encierra el cofrecillo donde tiene elretrato que besa, y los papeles que lee llorando. Si es necesarioforzaré el armario y conoceré a ese hombre, leeré esas cartas, sabré aqué atenerme.»
Afortunadamente no me vi obligado a violentar nada: el armario teníapuesta la llave en la cerradura.
Antes de abrir el armario, cerré las puertas para evitar una sorpresacasual de los criados.
Luego abrí temblando el espejo que servía de puerta al armario.
En una tabla, cuidadosamente pegado a un rincón, estaba el cofrecillo.
En aquella misma tabla había otro objeto.
Un gancho de trapero.
El gancho representaba su pasado.
Acaso el cofrecillo constituía su presente.
Acaso yo al abrir aquel cofrecillo determinaría su porvenir.
Cuando el porvenir es sombriamente misterioso, tememos conocerle: comoel preso por una causa grave teme conocer la sentencia del juez.
Durante algunos minutos vacilé; dudé si debía desentrañar el misterioque guardaba aquel cofrecillo, o si prefería la duda a la verdad.
Tres veces extendí mi mano hacia el cofrecillo, y tres veces la retiré.
Pero por terrible que sea la verdad es preferible a la duda.
Me apoderé al fin del cofrecillo, le puse sobre la mesa y le abrí.
Al abrirle mi corazón no latía.
Lo primero que vi fue un pequeño estuche.
Le abrí y encontré... la cruz de brillantes que le había regalado el díaque por primera vez almorzó conmigo.
La existencia en el cofrecillo de aquella cruz, me dio no sé quéaliento, qué esperanza vaga, qué alegría íntima.
Luego seguí en mi inspección:
Buscaba el retrato y le hallé cuidadosamente envuelto en un papel muyusado.
Necesité hacer un violento esfuerzo para mirar aquel retrato; perocuando le miré...
¡Oh! ¡Dios mío! ¡cuando le miré creí morir!
El retrato que Amparo besaba llorando; que estrechaba contra su corazóny contra sus labios contemplando el cual pasaba inmóvil hora trashora... aquel retrato...
¡Aquel retrato era el mío!
. . . . . . . . . . . . . .
¿Me habría yo engañado?
¿Habría otro retrato en el cofrecillo? sería aquel otro el que besabaAmparo.
Revolví, busqué y encontré otro retrato.
Pero era un retrato de mujer, y tenía el marco negro.
Yo estaba seguro de que el retrato que besaba Amparo estaba contenido enun medallón dorado.
Aquel retrato era el mío.
. . . . . . . . . . . . . .
Sentí una vaguedad fría en mi cabeza: mis ojos se oscurecieron, no pudesostenerme de pie, y me senté en el mismo sillón en que ella se sentaba.
Y allí, replegado sobre mí mismo, con la cabeza entre mis manos, creírevolviendo mi destino; pasar mis dudas y mis celos; calmarse lentamentemi desesperación; desaparecer mi presente de hacía un momento, e ircreciendo aquel mi otro presente que hacía un momento había nacido.
Sentí comprimirse mi corazón, como necesitado de arrojar de sí un pesoinsoportable, y luego sentí que mi corazón se dilataba y lloré en unllanto largo, tranquilo, dulce, toda la hiel que había ido depositándoseen mi corazón.
Y luego me sentí inflamado de un fuego dulce, para mí desconocido; de unfuego que parecía aislar dentro de sí mismo mi alma, purificarla,levantarla hasta el cielo; pareciome tenerla en contacto con Dios,bendecida por él; luego me sentí completamente abstraído,espiritualizado, fuera del contacto de todo lo terreno, y pareciometocar con mi espíritu el espíritu de Dios, del Dios justo y bueno quepremia a los que lloran; y creí en Dios y le confesé con la inmensidadde mi pensamiento.
Y ya no dudé, no: y al consagrar mi felicidad a Dios, me alcé fuerte ytranquilo, lleno de vida y de juventud y de esperanza.
Aquel sueño de redención y de paz había pasado, y su reciente recuerdodifundía en mi ser una calma inefable; ya mi aliento no salía ronco yfatigoso de mi pecho: la vida me era fácil: el sol que penetraba por lasventanas del jardín, tenía color de gloria: mis ojos veían luz: mi pechorespiraba aire: parecíame que el espacio era armónico, que todo mesonreía, que todo se asociaba a mi felicidad.
Al fin había encontrado aquel amor infinito, necesidad ardiente de mialma.
Al fin Dios me dejaba ver el ángel de fuego que debía ser paz y migloria sobre la tierra.
Amparo me amaba.
Yo era el hombre más rico de la tierra; todo lo que había ansiado lotenía.
. . . . . . . . . . . . . .
Los que no hayáis amado con toda vuestra alma y sin esperanza, no podéiscomprender lo que acabo de deciros.
Os reiréis de mí, y creeréis hacerme mucho favor llamándome solamenteloco.
Yo escribo para los que sufren; para los que lloran.
Los que no veis la vida sino al través del escepticismo, no podéiscomprenderme.
¡Callad! porque si estoy loco, mi libro es una verdad.
La verdad de la locura.
¿Estáis vosotros seguros de que tenéis razón?
¡Ah! ¡ah! ¡ah!
Puse otra vez los dos retratos y el estuche en el cofrecillo, éste en sulugar, cerré el armario, y no sabiendo adónde había ido Amparo, meresigné a esperar su vuelta con la menor impaciencia posible.
Al pasar por su gabinete vi una carta abierta sobre un velador.
Aquella carta era sin duda la que había causado la precipitada salida deAmparo.
La leí y palidecí como ella había palidecido.
El padre Ambrosio había sido atacado de una congestión cerebral, y elmédico que le asistía lo participaba a Amparo.
Entonces comprendí por qué Amparo había salido de casa con talprecipitación.
Yo salí del mismo modo, y recorrí en algunos minutos la distancia queseparaba mi casa de la del exclaustrado.
La primera persona que encontré en la habitación del religioso, sentaday triste junto a una puerta cuyas cortinas estaban corridas, fue aAmparo.
Al verme se levantó de una manera nerviosa, y sus ojos se fijaron en mícon una alegría inmensa, pero aquella alegría tuvo la duración de unrelámpago.
—¡Ah!—dijo—yo no esperaba... que volviéseis tan pronto.
—¡Oh! sí—la dije—no puedo vivir separado de ti.
Y acercándome a ella, la abracé y la besé en la boca de una maneraardiente.
Amparo dio un gritó, se retiró y me miró de una manera profunda.
Yo me rehice.
—He visto la carta en que te anunciaban el triste estado de nuestroamigo—la dije.
—¡Oh! sí—dijo ella rehaciéndose a su vez—yo corrí, volé;pero...—añadió tristemente—todos hemos llegado tarde.
—¡Ha muerto!
—No: pero no hay esperanza; se ha hecho cuanto puede hacerse.
Amparo calló y quedó profundamente triste.
—¿Y estás... sola?
—Sí... el infeliz duerme; Teresa ha ido a casa para que vengan Juan yMaría; he mandado traer una cama; me siento mala, desesperada, Luis; erami padre.
. . . . . . . . . . . . . .
El buen exclaustrado murió aquella misma tarde.
Amparo volvió a casa desolada, impresionada fuertemente; se encerró ensu aposento, y yo respeté su dolor.
. . . . . . . . . . . . . .
Me vi obligado a continuar durante algunos días mi antiguo papel dehermano.
Al fin, una mañana, Amparo me dijo:
—Siéntate a mi lado, Luis.
Me senté en el sofá junto a ella.
—Necesito que me expliques—me dijo—ciertas cosas que no comprendobien. Desde que has vuelto de tu extraño viaje eres otro.
—¿Otro?
—Sí por cierto, antes sufrías; ahora no sufres; antes no tenías ni feni esperanza; ahora... Luis; yo veo en tus ojos otra vida...
Luis; túhas encontrado la felicidad que buscabas... yo quiero saber la causa detu felicidad.
Amparo tenía menos paciencia que yo, y pasaba la primera el límite quetácitamente nos habíamos señalado.
Quise facilitarla el camino adelantándome a ella.
—Te engañas, Amparo—la dije—yo no soy feliz, bajo el punto de vistaque tú crees.
—¡Oh! sí, sí; yo no me engaño—me respondió.
—Pues te has estado engañando hasta ahora; por mejor decir, yo hesabido engañarte.
-¡Tú!
-Sí.
—¡Cómo!
—Tú no has conocido mis celos.
—¡Tus celos! ¡amas acaso!
—Sí, con toda mi alma, con toda mi fe, con todo mi entusiasmo.
Y la rodee un brazo a la cintura.
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Published:
Dec 2024
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