Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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Obedecí. Tomé la pluma y escribí: «Si el señor Licenciado Castro Pérezse digna recibirme en su casa, procuraré servirle con toda fidelidad».

Me acerqué al abogado, llevando la hoja y la bujía. Mi hombre se acomodóen su poltrona, se compuso con ambas manos las gafas, y leyó lo escrito.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! ¡Conforme! Prefiero la antigua y gallarda letraespañola.... Pero, en fin, la de usted es clara y hermosa. ¡Esta letrainglesa tan amanerada y presumida!

Y después de un rato de silencio:

—Ya sabe usted: viernes o sábado....

—Vendré por acá....

—No; yo le llamaré a usted.

Entiendo que no le caí mal a Castro Pérez. Así me lo dijo dos díasdespués el bueno de don Román.

—La cosa es segura, muchacho. ¡Has clavado una pica en Flandes!

XVI

Estábamos a fines de octubre, mediaba el otoño, y los camposreverdecidos por las lluvias hacían gala de sus follajes. Las mañanaseran límpidas, frescas, pródigas de luz; los crepúsculos breves,espléndidos, incomparables.

Me placía vagar por los alrededores de Villaverde. Cien veces recorrílas márgenes del Pedregoso, y otras tantas ví, desde lo más alto de lacolina del Escobillar, la puesta del sol. Mi sitio favorito, a donde ibayo todas las tardes, era una roca casi plana, que parecía derrumbada delúltimo picacho, y que ladeada sobre un peñasco, me brindaba cómodoasiento que circundaban buvardias coralíneas, cebadillas de suavefragancia, helechos maravillosos y vaporosas gramíneas que, mecidas porel viento, esparcían el pardo plumón de sus espigas maduras.

¡Qué panorama tan hermoso! A mis pies las primeras calles de la ciudad,como extendidas en una alfombra de felpa amarillenta; la alameda deSanta Catalina; los edificios apiñándose a proporción que se acercaban ala Plaza; el poblado dividido por el río, y a orillas de éste elconvento franciscano, lúgubre y sombrío, desolado y triste, como sillorara la ausencia de sus mendigos.

Del lado del Norte, las lomas de San Antonio; los potreros delEscobillar; las casucas del Barrio-Alto, ocultas en la espesura de losjinicuiles y de los naranjales.

Al Oriente, lo más pintoresco de la vega. A derecha e izquierda lasmontañas de Mata-Espesa, cubiertas con la exuberante vegetación de lastierras calientes; el cerro de los Otates que, visto desde el punto enque yo estaba, parece un camello que postrado en la arena aguarda elsoplo abrasador de los desiertos.

Entre ambas alturas el llano entenebrecido; el cielo dividido en dosfajas horizontales y paralelas: la superior cerúlea y transparente; lainferior teñida de color de violeta. Sobre esta zona se dibujaban losperfiles suaves y ondulados de lejana cordillera, y la arrogante cúpulade la iglesia del Cristo, domo correcto y presumido, rematado con unacruz de hierro, en torno de la cual trazaban círculos interminablesalgunas docenas de rezagadas golondrinas.

En el cénit cúmulos níveos flecados de plata; celajes de tul; girones degasa incendiados por la luz poniente; retales de brocado que ardíanenrojecidos; cintas nacaradas; aves de fuego; serpientes de gualda quese retorcían y se alargaban; esquifes con velas de encaje, que bogabancomo cisnes en el inmenso zafirino piélago.

El sol iba ocultándose lento y majestuoso en un abismo de oro, entremontañas de brillantes nubes, a través de las cuales pasaban las últimasráfagas que subían divergentes a perderse en los espacios, o bajaban ailuminar con misteriosa claridad purpúrea las solitarias dehesas, losgramales de las laderas, los plantíos de caña sacarina, los carrizalescenicientos del río, las arboledas que dividen las heredades, y eltupido bosque de una aldea cercana, cuyo campanil recién enjalbegadosurgía de la espesura como un pilar ruinoso.

Y aquí, y allá, y más allá, y por todas partes, en sabanas, vertientes yrastrojos, áureo centelleo de amarillas flores, precursoras de los díaslúgubres y melancólicos de la primera semana de noviembre.

Los últimos fuegos del moribundo sol fulguraban en la tranquila ciudad,en los azulejos de las cúpulas, y de los campanarios, y espejeaban enlas vidrieras, y prestaban brillos argentados al Pedregoso. Las avesvolvían raudas a sus nidos, millares de pajarillos cantaban en losmatorrales de la colina, y el viento susurraba en las gramíneas.

Me abismaba yo en la contemplación de aquel espectáculo encantador. Sedespertaban en mi mente dulces memorias, y estremecían mi corazónsentimientos y ternuras del amor primero. De mis labios se escapaban lasmás bellas estrofas de mi poeta favorito; mi mano trazaba en la tierrarojiza un nombre amado, y entre las sombras que bajaban en tropel haciala llanura creía yo ver la silueta donairosa de gentil doncella.

A tales delirios,—que delirios eran, y nada más,—sucedía en mi almacierta melancolía dolorosa que me arrancaba suspiros y humedecía misojos. Y buscaba yo, entre las mil casas de Villaverde, la humilde casitade mis tías. Ahí estaban las buenas ancianas que tanto me querían; ahíestaba Angelina, la pobre huérfana objeto de mi amor. Quedito, muyquedito, temeroso de que alguno me oyera, decía yo el nombre de ladulce niña, como si ella estuviera cerca de mí y pudiera escucharme yfuese yo a decirle: «¡Angelina; te amo, te amo! ¡Ámame!

¿Eresdesgraciada? Yo también soy desgraciado. Vivamos uno para el otro;seamos, como dice el poeta:

Dos almas con un mismo pensamiento

Y palpitando acorde el corazón.

Confieso que al ir copiando estas páginas, escritas hace cuatro lustros,y tanto tiempo olvidadas, torna y se apodera de mi alma árida y tristeaquella plácida melancolía de mi penosa juventud; confieso que al copiarlos capítulos de esta historia amorosa, viene a mi memoria el recuerdode aquellos días, y de mis ojos, que ya no saben llorar, rueda unalágrima....

Y sin embargo, me río de mis tonterías juveniles, de mis locuras deenamorado, de aquel fantasear de mi mente que malogró en mí fuerzas yenergías que debieron ser útiles a los demás.

Pero no me burlo de misensueños juveniles impunemente; cuando me río de ellos me duele elcorazón.

Ahora vivo la vida prosáica de quien no fía en humanos afectos, de quienllama las cosas por sus nombres, de quien sólo gusta de la poesía enteatros y academias, y no quiere que el mundo y la sociedad sean comolos pintaban los novelistas de antaño, los soñadores lamartinianos, losgrandes ingenios de la legión romántica. ¡Ay de mí que malgasté en vanasimaginaciones las energías de mi alma, y despilfarré los más noblessentimientos, y cansé mi fantasía, y dejé en los zarzales del caminopedazos del corazón!

A las veces renuncio a copiar estas páginas envejecidas en la gaveta, yque acaso no serán entendidas de la generación presente, que ha deleerlas deprisa en el folletín de un periódico. Me ocurre echarlas alfuego para entretenerme en ver las llamas que las devorarían en pocosminutos; pero me es imposible resistir al deseo de que sean conocidasestas memorias, escritas por un pobre muchacho, admirador incondicionalde aquellos escritores gallardos y de aquellos poetas amables y sentidosque fueron delicia de nuestros padres. He dado en creer que su lecturaserá provechosa para la actual generación.

Me ocurre preguntar: ¿Será interesante para ella este modesto libro queacaso peca de indiscreto? ¿No será acogido con menosprecio y risasburlonas? Yo quiero que los muchachos que ahora empiezan a vivir, sepancómo sentían y pensaban los jóvenes de aquel tiempo. Sea como fuere,prosigamos la tarea, y que la mocedad de hoy, agitada y turbulenta,tristemente precoz, falta de nobles ideales, prematuramente envejecida ynunca saciada de placeres, sepa cómo eran, qué pensaban y qué sentíanlos jóvenes de entonces.

Permanecía yo en mi sitio predilecto hasta que las sombras invadían laciudad, hasta que se apagaban en los horizontes y en las cimas losúltimos reflejos del sol, y Villaverde encendía sus luces, y Véspero, elamado Véspero, bañaba la vega en apacible y misteriosa claridad.Entonces, apoyado en nudoso tallo, cortado a la subida, bajaba yolentamente, cargado de flores: irídeas de subido escarlata, que amillares crecen entre las piedras de la vertiente; «patas de león»,simpáticas moradoras de las umbrías; buvardias que se me antojantalladas en coral; helechos que parecen tiras de raso; musgos raros;frutos desconocidos; guías enflorecidas de cierta campánula blanquecinaque huele a miel virgen.

Ya sabía yo que Angelina me saldría al encuentro. Al llegar me laencontraba yo en la puerta, cariñosa, sonriente, como toda niña delantede aquél a quien ama, cuando sospecha que es amada.

—¿Qué me trae usted?

—Lo más hermoso que pude hallar.

La huérfana recibía las flores y corría a examinarlas. Mirábalas una auna, aspiraba su aroma, y en la corola de la más bella, en el ramilletemás lindo, dejaba un beso silencioso que yo me apresuraba a recoger.

Por aquel beso hubiera yo subido entonces, en busca de flores, hasta lomás encumbrado de la sierra; ahora no caminaría yo cien metros en buscade una rosa, así fuese para obsequiar a la mujer más bella. Llamo a unjardinero, le encargo un ramillete, y... ¡listo!

XVII

De noche me quedaba en casa, conversando con la enferma o charlando conAngelina. Ella y tía Pepa hacían sus flores, y yo hojeaba un libro oleía para mí.

—¡Lea usted en voz alta!—solía decirme la doncella.—Lea usted algobonito....

—¿La vida del santo del día?

—¡No!—contestaba en tonillo suplicatorio, haciéndome un mohín de niñamimada.

Traía yo un tomo de versos, generalmente de Zorrilla. Angelina seencantaba con las leyendas del afamado poeta: «A buen juez, mejortestigo», «La Pasionaria», «Margarita la Tornera». Con ésta, sobre todo,que era para ella lo más hermoso de la poesía moderna.

Me parece que veo a la anciana y a la joven muy diligentes y afanosas,oyendo atentamente los sonoros versos.

Aquella mesita baja y larga, cubierta con un mantel viejo, iluminada porun quinqué con pantalla verde, y llena de cajitas, ruedas de alambre yrollos de papel, se me antojaba, a veces, como un arriate engalanado contodos los primores de un jardín. Mi tía acocaba sépalos sobre larodilla; Angelina, pincel en mano, delante de un gran plato, y cercanoel papelillo de arrebol, pintaba pétalos de rosa. Empapábalos primero enagua acidulada, los enjugaba después entre los pliegues de una toballa yluego les aplicaba la tinta. Al poner el pincel en el húmedo paquetillo,aparecía una mancha carminada, de tono intenso, que poco a poco sedesvanecía sin llegar a los bordes. Entonces la joven sumergía lashojuelas en una solución de alumbre muy ligera, para fijar el color. Yoseguía leyendo; pero en ocasiones la doncella demandaba mi auxilio.

—Rorró;—así me decía ya, sin que este nombre cariñoso llamara laatención de mi tía.—

¡Rorró, deje usted el libro y ayúdeme!

Se trataba de separar los pétalos uno a uno, sin estropearlos, con lapunta de un alfiler, para que la tela no perdiese el barniz que traía dela fábrica y sacaran las flores un brillo natural. Iba yo despegandolas hojas y colocándolas cuidadosamente, en filas paralelas, sobre unaservilleta.

Esta operación era muy larga.

Una noche la tía se quedó dormida. Advirtiólo Angelina, y me hizo señapara que habláramos en voz baja, y quedito, muy quedito, mientrasoprimía con la punta de los dedos los empapados paquetillos y losapartaba en el borde del plato, me dijo:

—Esta mañana estuve en la Conferencia.... Tuvimos una discusión muyacalorada.

—¿Por qué?

—¡Cosas de las gentes! No piensan con juicio ni entienden las cosas aderechas.

—¿Quiénes?

—Eso sí no diré; pero es el caso que una señora que usted conoce....

—¿Quién es ella?

—¡Curioso!

—Despierta usted mi curiosidad y....

—¡Ya dije que no lo he de decir!

—Bueno. ¿Qué pasó?

—Propuso una compañera que diéramos socorros a una familia que está enla miseria. Todas aceptamos; pero entonces esa señora dijo que no; queno era justo quitar a verdaderos necesitados, auxilios y socorros que noabundan, para darlos a unas muchachas muy emperifolladas y que tienennovio.

—La verdad es que....

—No, Rodolfo, ¡qué verdad, ni qué verdad! No es cierto que esasinfelices anden emperifolladas. Suelen vestir bien, es cierto, pero noporque despilfarran en trapos y moños lo poco que ganan. Andanarregladas y aseaditas. ¡Eso no es un pecado! Si a veces llevan unbonito traje es porque se los da una alma caritativa. Y en cuanto a lodel novio, ¡eso es cosa que a nadie le interesa! Así lo dije yo. Pero laseñora insistió, y entonces una señorita, una señorita muy guapa queestaba allí, (también la conoce usted) se mostró muy contrariada, y dijoque aquello no le gustaba; que era muy feo eso de averiguar vidasajenas. Y tuvo razón; ¡sí, señor, mucha razón!

¿Verdad que eso no escaridad? ¿Qué es eso? No, señor; si esa familia es pobre y necesita delauxilio de la Conferencia, pues darlo, si es posible, si lo hay; onegarlo si no alcanzan para ello los recursos; pero ¿a qué talesaveriguaciones? La señora no cedía, y entonces la señorita no pudo más,y exclamó con mucha gracia: «En cuanto a eso de los novios, señora,piense usted que esas pobres muchachas no se han de quedar para vestirsantos, y recordemos que asunto es eso en el cual nada tienen que hacerlas Conferencias. Si alguna vez ve usted a esas niñas con vestidosbuenos, es decir, con vestidos que no parecen de pobre, es porque yo,(sólo porque es preciso lo digo), se los he regalado.» Y esto lo dijoencendida y muy apenada.

—Y ¿quién es esa señorita?

—Después hablaremos de ella.

—Y ¿en qué paró la discusión?

—¡En qué había de parar! En lo que era debido; en que la presidentadijo que teníamos razón; que se dieran los auxilios, y que no sevolviera a hablar de eso. La señora se fué mohina, y nosotras salimosmuy contentas.

—Bien hecho, Angelina. Tenían ustedes razón.

—Ahora, vamos a otra cosa. ¿Sabe usted lo que me dijeron esta mañana,al salir de la Conferencia?

—Si usted no me lo dice.... Veamos, ¿quién y qué?

—¡Ah!—exclamó, sonriendo, dejando ver toda la hermosura de sushoyueladas mejillas.—Es algo que a usted se refiere.

—¿A mí?

—Sí.

—¿Quién fué?

—Un pajarito.

—¿Un pajarito?

—Sí.

—¿De qué color? ¿Azul, como el de los cuentos?

Angelina no me contestó, y como si creyera que había dicho algoinconveniente siguió hablando de otra cosa: de la obra que teníanempezada, de no sé qué...

Yo me complacía en mirar los ojos de la doncella, aquellos ojossoberbios, negros, rasgados, sombreados por la rizada pestaña y la negray arqueada ceja. Advirtió Angelina que la miraba yo con interés deamante, y se encendió al igual de los pétalos que llenaban el plato.

—Angelina... ¿qué dijo el pájaro azul?

Sonrió dulcemente, y me respondió, bajando la mirada:

—Que.... ¡Es usted muy curioso!

—No tengo yo la culpa. Usted despertó mi curiosidad.

—No fué pajarito, que fué pajarita. ¿Dice usted que azul? Pues azul; nose equivoca usted.

Azul y oro... porque es rubia y estaba vestida decolor de cielo.

—¿Qué dijo?

—Pues... dijo, (no crea usted, que lo invento yo, ¿eh?) me dijo...que.... ¡No; es mejor no poner tentaciones!

Aunque la joven inclinaba la cabeza sobre el plato, pude observar que sehabía puesto pálida, sumamente pálida. Velaba su rostro una sombra derepentina tristeza.

—Angelina...—supliqué—¿qué dijo y quién es esa pajarita? Será unagolondrina de las que anidan en la torre....

—¡Adiós! Las golondrinas no son rubias, ni visten de azul.

—¿Y a qué viene eso de las tentaciones?

—A nada. ¡Cosas mías! Por decir algo... por avivar la curiosidad delcaballero....

—Seriamente. Dígame usted todo. Sin duda que me ha de interesar....

—¡Ah! ¡Y sí que sí!

—Pues... oigo.

—Es el caso....

—Dígame usted todo....

—Todo. Es el caso que una señorita muy guapa, muy elegante, y ademásmuy rica, la misma que se puso tan seria y abogó por esas pobresmuchachas que pedían socorro a las Conferencias, me tomó del brazo...y....

—Bien, tomó a usted del brazo... ¿y qué?

—Y salimos.

—Salieron... ¿y qué más?

—Y me preguntó con mucho interés, con «demasiado» interés, quien era unjoven recién llegado a Villaverde, que vive en esta casa, y que tarde atarde, se pasa las horas muertas, en un asiento de la Plaza, de codos enla baranda, y vuelto hacia....

—Hacia la casa del señor Fernández. ¿No es eso?—concluí riendo.

Ella prosiguió:

—Y oyendo tocar a una señorita que vive allí.

Angelina me miraba atentamente, procurando observar el efecto que suspalabras producían en mí.

—Pues Angelina: diga usted a esa señorita que ese joven soy yo, y quepaso muy gratas horas, oyéndola tocar.

—¡No! ¡Yo no le diré nada! Pero.... ¡Con razón dicen las gentes queestá usted enamorado de Gabriela!—exclamó apenada, trémula el labio,húmedos los ojos.

—¿Enamorado de esa niña? ¡Ni por pienso! ¡Murmuración villaverdina!

—¿Murmuración? Vale más. Ya dieron en decirlo, y seguirán....

—Créame usted, Angelina; créame usted: la señorita es guapa, sí que esguapa, linda como un ramo de rosas; pero el joven que se complace enoirla tocar no ha puesto en ella los ojos, ni los pondrá jamás.

Mi voz despertó a tía Pepa. Yo estaba separando el último pétalo.

La anciana se volvió a dormir, y entonces siguió la interrumpidaconversación, e interrumpida de tal modo que nos dejó turbados, como sifuéramos dos amantes sorprendidos en furtivo coloquio.

—Usted dirá lo que quiera, Rodolfo. ¡Buenos son los hombres para eso!No me doy por engañada. ¡El tiempo lo dirá!

—Le juro a usted que hasta hoy supe su nombre. Oía yo: ¡la señoritaFernández... por aquí; la señorita Fernández... por allá!

—¿Conque no sabía usted el nombre de esa niña?

—No.

—¿No?

—No.

—¿Conque no?

—¡No, y no!

—Pues ya lo sabe usted: se llama Gabriela.

Angelina me veía y sonreía como si dudara de mi dicho, como si quisierasorprender en mis ojos la verdad.

—No, Angelina: sería una locura eso de que yo pusiera los ojos en esaseñorita. Sí, una locura, y por mil razones. La primera, la principal, yque vale por todas, es ésta: porque soy pobre.

La doncella suspiró como si quedase libre de un gran peso.

—Algún día, acaso no muy lejano, sabrá usted, Angelina, a quien amo yo.

Díjele esto fijos mis ojos en los suyos. Ella me dirigió una miradaprofunda, intensa, llena de infinita ternura, dulcemente alegre.

Tía Pepa despertó.

—¿De qué hablaban, Rorró?

Angelina se apresuró a responder:

—De que Rodolfo se ha estado un siglo para separar esos pétalos.

—Y diga usted también que decía que estoy prendado de la señoritaFernández.

—¡Qué es eso, Rorró!—exclamó mi tía.

—Señora, eso cuentan por ahí....

—¿Usted lo cree, tía?

—No, muchacho; ni sería de mi agrado. A Carmen sí que le gustaría. Laotra tarde me dijo:

«¡Ay, Pepa! A mí la única muchacha que me gusta paraRodolfo es Gabrielita. ¡Qué bonita pareja harían los dos!»

El rostro de la joven se entristeció de súbito, como esos manantiales deagua purísima cuando pasajera nube les roba por un instante los rayosdel sol.

XVIII

Angelina se mostró conmigo muy reservada y desdeñosa. Ya no me esperabaen el corredor a la hora en que lavaba las jaulas y regaba las flores, ysi allí la sorprendía yo parecía más atenta a los quehaceres domésticosque a mi conversación.

—¿A dónde va usted?—me decía.—Ya es tarde ¡Pronto, pronto! ¡A pasear!Si ha de volver usted para desayunar... ¡a la calle!

Así me despedía. Tomaba yo el portante, y cuando salía muy contrariado ymohino, al detenerme en la puerta para quitar la aldabilla, sentía yoen pos de mí las miradas de la huérfana.

Más de una vez me volvírápidamente, y siempre logré sorprenderla en momentos en que me veía concariñosa curiosidad.

Después de vagar una o dos horas por los callejones o en la alameda deSanta Catalina, volvía yo a casa. La mesa estaba lista, y la tíaaguardándome. Andrés, a quien diariamente mandaban desayuno y comida asu «changarro» del Barrio Alto, solía almorzar con nosotros. Me placerecordar aquellos desayunos. ¡Qué de veces, en el comedor de fastuosobanquero, he pensado, con triste alegría, en aquellas horas dichosas!Tía Pepa en un extremo; yo a su derecha, y enfrente de mí Angelina.Andrés tomaba asiento lejos de nosotros, en la otra cabecera, siempredistante de sus amos, sin igualarse a ellos, sin confundirse con laspersonas que creía superiores a él. En vano le instábamos para que seacercara; en vano pretendimos que ocupara a nuestro lado el lugarmerecido. Andrés no era un extraño que por clase y condición debía vivirde manera distinta que nosotros. Siempre le vimos como pariente nuestro,como individuo de la familia, igual a mí, igual a mis tías; pero elhonrado viejo nunca quiso aceptar tales distinciones; nunca accedió anivelarse con aquellos que consideraba sus amos.

—¡Aquí estoy bien, Rodolfo!—me contestaba,—aquí estoy bien.

Y sin sentirse humillado, sin desdeñar lo que tanto merecía, se quedabaen el sitio acostumbrado.

¡Cómo si le tuviera yo delante! Me parece que le veo. Hace tiempo quebajó al sepulcro, y no he podido olvidarle.

En este momento creo verle aquí, del otro lado de la mesa en queescribo, muy sencillote y franco, muy recatado y pudoroso para cualquieracto de generosidad, y nunca más tímido que cuando quería averiguar sinecesitábamos algo. Paréceme que estoy viendo aquel rostro moreno, tipohermoso de la raza indígena, afinado por el cruzamiento en dos o tresgeneraciones: obscuro, muy obscuro del color; estrecha la frente; altoel cráneo; salientes los pómulos; la barba escasa, escasísima; los ojospequeñitos, negros, negros y vivos; la mirada franca; el aire resuelto,como en todo aquel que no tiene en su vida acción que le avergüence, quea nadie teme y de nadie es temido; que así se enternece a la vista deajenos dolores como rechaza sereno, con dura franqueza, con valerosaresolución, a quien le ofende o desconfía de él. Robusto, ancho deespaldas, dobladote como se dice vulgarmente, tenía una fuerza y unvigor hercúleos. A su edad nadie alardea de vigoroso y fuerte, y Andrésdejaba atónitos a los mozos más fornidos en eso de echarse a cuestas unfardo y levantar y poner en el mostrador un barril de aguardiente.

Bajoaquella blusa azul, bajo aquella camisa sin almidones ni planchados niañiles presuntuosos, se abrigaban una musculatura de acróbata y uncorazón de oro. Cada visita de Andrés tenía por objeto hacer bien a lafamilia de sus amos;—a sus amas,—mis tías;—al amito,—yo.

De ordinario, acabado el desayuno, mientras señora Juana retiraba losplatos, Andrés se levantaba y se iba a la cocina:

—Señora Juana: vaya usted por allá; tengo muy buen arroz. Vaya usted,que ahora está todo muy bueno en el changarro. Hay una mantequillaque... ¡qué ya verá usted cómo se chupa los labios el amito!

Volvía, tomaba asiento, y conversaba un rato. Al pasar por la cocinahablaba en voz baja con señora Juana; encendía un puro, y se iba. Jamásse atrevió a fumar delante de mis tías.

Angelina, tan desdeñosa conmigo cuando estábamos solos, en presencia demis tías se mostraba amable y obsequiosa. Cuando yo no la veía memiraba; cuando yo clavaba en ella los ojos volvía el rostro encendida yruborosa.

¿Me amaría la doncella? Sí; clarito, clarito que me lo decían suaparente desdén, su cauteloso empeño en mirarme cuando yo parecíadistraído y muy atento a la conversación de la anciana.

Después, como de costumbre, seguía la charla con la enferma. Angelina seponía a coser. A las veces terciaba en la conversación, pero aparentandoindiferencia, sin alzar los ojos. Cuando tía Carmen estaba muy débil mecostaba trabajo entenderla. Como entonces su voz era trémula y apagada,la enferma se veía obligada a repetir las frases, y no lo hacía sin darmuestras de impaciencia. La doncella, habituada a oirla, se apresuraba adecirme lo que yo no había entendido, y apuraba el ingenio para noentristecer a la anciana.

Ocurrióseme una vez tratar de las muchachas más lindas de Villaverde.Tía Carmen se prestó a la conversación, y estuvo ese día de muy buenhumor. En ocasiones como aquella, se complacía en charlar como una pollay en agotar el frívolo y gastado tema de noviazgos y bodas. No dejamosde nombrar a ninguna de las niñas casaderas. ¡Ninguna fué del agrado demi tía. Unas le parecían tontas, coquetas, feas, sin gracia; otras,aunque bellas, superficiales y vanas; algunas, buenas muchachas, pero de«mala rama»,—como decía la enferma,—esto es, de familiasdesconceptuadas e incorrectas; cuales simpáticas, pero de malaeducación; cuales bien educaditas, pero vanidosas y muy pagadas de suletra menuda. ¡La educación!—decía—¡la educación antes que nada!

Llegamos a la señorita Fernández.

—¡Esa sí!—exclamó la buena señora.—¡Esa sí me gusta! ¡Tan bonita, taninteligente, tan buena, tan sencilla! Es rica, y tiene la sencillez deuna pobre; es inteligente e instruída, y no hace alarde de ello; eshermosa, y no está pagada de su belleza. ¡Ay Rorró!—agregó después deelogiar con mucho entusiasmo a la niña.—Es una perla. Así quiero unamujer para tí. El otro día se lo dije a Pepa: ¡para Rodolfo, solamenteGabrielita! No temas, no temas; yo sé lo que te digo. Ya sabes que paraesas cosas tengo yo buenos ojos. Eres pobre... ¡cierto! pues estoysegura de que Gabrielita te preferiría a cualquier villaverdino, así lapretendiera Ricardo Tejeda, tu amigote, o el hijo de don Basilio, esemuchacho que es un bobo, que no sirve más que para contar a todo elmundo cuánto vale el traje que lleva, y cuánto el caballo en que montarádentro de pocos días.

¿No es verdad, Angelina? ¿No es verdad que paraRorró, sólo Gabriela?

La doncella clavó la aguja en el lienzo, y pálida como una muerta,arrasados en lágrimas los ojos, contestó, sonriente:

—Señora... ¡quién sabe! Es buena, muy buena... pero las Tejedas no laquieren; ni tampoco las Castros; ni las Martínez, ni otras. ¡Y yo no sépor qué! Será porque esa señorita es más elegante que ellas, y másbonita, y de muy buen trato. En cuanto a eso.... ¡No hay en Villaverdeotra como Gabrielita! Pero yo creo que Rodolfo merece otra muchachamejor.

—¿Mejor la quieres?

—Sí, porque ninguna me parece digna de él.

¿Era aquello un arranque de soberbia? ¿Era ironía? Me volví para ver ala doncella. Seguía hilvanando.

Tía Carmen prosiguió dulcemente: