Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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De tarde en tarde, después del despacho, salíamos de paseo, a lo largodel río, hacia los campos de caña de azúcar, hasta las faldas depintoresca y cercana colina, algunas veces a acaballo, las más a pie.

Mauricio empujaba el cochecito de Pepillo, y don Carlos y doña Gabrielale seguían a corta distancia. La joven y yo nos deteníamos aquí y alláen busca de flores o de helechos.

Una ocasión, viéndonos a gran distancia de los señores, nos sentamos alpie de un árbol, uno de los más hermosos de la ribera, cerca del cual seprecipita el río a través de tupidos carrizales.

Delante de nosotrosteníamos hermoso panorama, dilatada dehesa, verdes gramales, risueñoscollados, arboledas seculares cubiertas por floridas enredaderas, viejostroncos poblados de orquídeas y de mil plantas trepadoras. A laizquierda lejano caserío, la fábrica, el «real», los establos, hacia loscuales volvía el ganado, la capilla con su torre envuelta en un manto dehiedras; a la derecha la vega villaverdina iluminada por los últimosreflejos del sol; y en el fondo las altas montañas de la Sierra,sombrías, boscosas, coronadas de abetos y de ocotes.

Gabriela observabaatentamente el magnífico espectáculo de la puesta del sol, prestandoatento oído a los ruidos del campo, a los rumores del río, a loszumbidos extraños con que los insectos saludan el advenimiento de lanoche; yo, recostado en el tronco de aquel árbol gigantesco, no apartabalos ojos de la encantadora señorita. Gabriela volvióse de pronto, y medijo con sencilla franqueza:

—¿A que adivino en qué piensa usted?

—¿En qué?

—¿Me ofrece usted decirme la verdad?

—Sí.

—¡Piensa usted en.... Linilla!

—¿En Angelina?

—Sí; desde que salimos no aparta usted los ojos de aquellas montañas.El amor no puede estar escondido.... Cuando hablo de esa niña no meresponde usted.... ¿Le inspiro poca confianza?

—No, Gabriela: ¿a quién mejor que a usted pudiera yo confiar uno deesos secretos que no se pueden guardar mucho tiempo?

—Hable usted, Rodolfo, hable usted. Una amiga como yo suele ser buenaconsejera.... ¿Hay enojos en la niña? Pues contarlos a esa amiga. ¿Laniña está contenta? ¡Pues decirlo!... ¿Padece usted?... ¡Pidaconsuelo!... ¿Es usted feliz? La felicidad es expansiva y franca. Sóloel dolor suele ser reservado y silencioso. Corresponde usted mal a miamistad. ¿No he sido yo la primera en contarle la triste historia de unamor desgraciado?

—Sí, Gabriela.

—Pues entonces, dígame usted que ama a Linilla, y que Linilla le ama austed....

—No, Gabriela;—le dije, trémulo y sonrojado,—estimo la confianza deusted; agradezco infinito la bondad con que usted me trata, laamabilidad con que me distingue... pero ¿qué decir de Linilla? ¿Que laamo con fraternal afecto?

—¿Fraternal solamente? ¿Cómo a mí?

Sentí que me ahogaba la emoción. Gabriela escribía en la arena, con lacontera de la sombrilla, una letra, una letra, que brilló ante mis ojoscomo si fuera de fuego. Me dolió el corazón como si me le mordiera unavíbora. ¡Tuve celos, celos horribles! ¿En quién pensaba la señorita?Aquella letra era la primera de un hombre amado, y ese nombre... ¡noera el mío!

—¿Cómo a mí?—repitió la doncella.

—¡Cómo a usted, Gabriela!

—Se engaña usted, Rodolfo. Angelina es dueña de ese corazón. Lo sé, nome cabe duda... mi perspicacia de mujer supo descubrirlo ha tiempo. Elnombre de Angelina suena en los oídos de usted como celeste melodía. ¡Yausted lo vé! Me estoy volviendo poetisa.... Ustedes se aman.

¿Nada le hadicho usted? Algún día le confesará usted que la ama. Y entonces ella,que calla y oculta su secreto en lo más hondo del corazón, hablarátambién, y quedito, muy quedito, ¡así se dicen esas cosas!contestará:—¡Te amo!» ¿Cómo se hablan ustedes, de tú o de usted?

—¡De usted, Gabriela!

La señorita se echó a reir, y exclamó:

—Los labios dirán así... ¡pero los corazones no!

En aquellos momentos oímos voces que nos llamaban. Los señores se habíandetenido en un puentecillo por donde el coche del corcovadito no podíapasar.

—Señorita, ¡nos llaman!

—Vamos.

Gabriela se levantó, y antes de dar un paso miró entristecida la cifraescrita en la arena.

Yo, al pasar, la borré con los pies.

—¿Qué ha hecho usted?

—¡Nada, señorita!

—¡Bien hecho!... ¡Mejor! Locuras mías.... ¡Quién pudiera olvidar!

LVIII

Oí que preguntaban por mí, dejé la pluma, me restregué los ojos y salíal corredor. Era Mauricio que volvía de Villaverde con lacorrespondencia.

—Tenga usted;—me dijo el mancebo, quitándose respetuosamente eljarano—ahí vienen dos cartas para usted. Me dieron una en la casa; laotra en el correo. Hablé con la señora... y ví a la enferma; yo creoque va muy de alivio porque estaba en la sala, sentadita en un sillón.Me pareció muy alegre. ¿No se ofrece nada? Dígale usted al amo que yavine.... ¡Estoy hecho un pato! Me cogió el aguacero al pasar por lagarita. ¡Qué aguacero! ¡Qué Dios lo mandaba! ¡El primero del año! ¡Vaya!Y ya lo necesitaban las tierras, que la seca ha sido buena, los pastosestaban amarillos, ¡amarillos! ¡Se ha muerto más ganado! Me voy, donRodolfo, que estoy chorreando agua, y tengo que desensillar....

Puse en la mesa de don Carlos el paquete de periódicos; volví a miasiento; acabé los apuntes empezados, y en seguida leí mis cartas. Unaera de cierto condiscípulo mío que solía escribirme de tiempo entiempo, la otra de la tía Pepa que me decía:

«Carmen va muy bien. Sarmiento viene todos los días, y estácontentísimo, porque la pobrecilla come y duerme a las mil maravillas.Ahora me ha confesado don Crisanto que en el último ataque vio a tumadrina muy mala, tan mala que poco faltó para que la mandara disponer.La Virgen me ha hecho el milagro; se lo pedí de todo corazón, y leofrecí unos ramilletes. Recibí el dinero. Gracias, hijito. Dios te lopague. Eres muy bueno con nosotras. ¿Por qué mandaste todo el sueldo, ynada guardaste para tí? Andrés dice que nada le debes, y nada quisorecibir. Dios lo ayudará siempre porque es muy bueno y muy agradecido.Del dinero he tomado para los avíos de los ramilletes de la Virgen. Túpondrás el dinero que se necesite y yo el trabajo, porque la promesa lahice por los dos, por tí y por mí. Angelina no ha escrito. No ha venidoel mozo en toda la semana, y por acá estamos con mucho cuidado, temiendoque el Padre siga malo. El trabajo de la Semana Santa es pesadísimo.Figúrate que el Padre tiene que hacerlo todo. Yo estoy temiendo que sigamalo; pero me tranquiliza la idea de que a ser así ya hubieran venidopor Sarmiento, que es el médico de allá, aunque quién sabe si, por estarmás cerca, llamarían a alguno de Pluviosilla. Hay allá uno que acaba derecibirse y dicen que ha hecho curas muy buenas. Lo que sí me disgustaes que Angelina no escriba, ni siquiera para saber de la salud de tumadrina. El domingo me puso cuatro letras, pero nada me dice para tí. Sihay carta te la mandaré con el muchacho. Ya sé que eres muy impaciente.

«Saluda de nuestra parte a doña Gabriela, a Gabrielita y a don Carlos, ydiles que deseamos que el niño esté mejorcito».

Me dió un vuelco el corazón; no pensé en el P. Herrera, ni en queestuviera enfermo. Me asaltó el presentimiento de que Linilla noescribía por alguna otra causa, y, a decir verdad, me creía yo culpable,y me pareció que Angelina adivinaba que la señorita Gabriela le robabami amor.

Linilla no me quiere; Linilla no me ama; Linilla deseaolvidarme,—pensaba yo. Y entonces

¡oh miseria del corazón humano! lapobre niña ocupó mi pensamiento, y cuando me encontré con Gabriela a laentrada del comedor me pareció que era otra mujer, otra joven cualquieraque ni me causaba interés ni era simpática para mí. Durante la cenahablé de Angelina, de su belleza, de la dulzura de su carácter, de sudiscreción, de sus habilidades y de lo mucho que todos la queríamos encasa. Gabriela acogió los elogios muy contenta, y repitió con entusiasmocuanto yo decía. Se trató del P. Herrera, y don Carlos dijo que era muydigno de ocupar los puestos más elevados en la diócesis; que merecía serobispo, y que su extremada modestia le tenía relegado en la Sierra, enun pueblo remoto que era como una Tebaida.

Después fuimos a la sala.

—Gabriela,—dijo don Carlos—¡siéntate al piano y tócanos algo!

Obedeció la señorita, y durante una hora, hasta las once, estuvo tocandocuanto sabía que era del agrado de su padre.

Me puse a leer los periódicos; pero ni oía yo la música ni me enterabayo de las noticias. Mi pensamiento, y mi alma estaban en otra parte. Mesentía yo satisfecho de mí. La conversación acerca de Linilla habíasido, a mi ver, como una prueba de fidelidad, como una manifestaciónpública de mi amor. Linilla estaría contenta; el corazón le diría que suRodolfo no amaba a otra; que su Rodolfo vivía sólo para ella; que suRodolfo es incapaz de olvidarla. La idea de que Linilla dejase dequererme me llenaba de espanto y me prometía yo serle fiel hasta másallá de la tumba. La idea de que podía yo perder a Linilla me perseguíade tal modo, y de tal modo me asediaba que hubiera yo querido volar enbusca de la joven para decirle:

—Linilla, ¡perdóname, perdóname! ¡He faltado a mis promesas! Te heolvidado un instante,

¡pero un instante nada más! ¡Por piedad! ¡No meniegues tu cariño!... ¡Mira que sólo vivo para tí, para tí, Linilla mía!

No paré mientes en la música. Cuando dejó de sonar el piano advertí queGabriela estaba cerca de mí.

—¡Qué de noticias interesantes traerán los periódicos, Rodolfo, cuandoabismado en la lectura no ha oído usted la sonata aquella...!

No supe como disculparme; murmuré torpes excusas, alabé una pieza que nohabía yo escuchado, y me levanté para despedirme.

Habló don Carlos de Villaverde, del día de la Cruz, del paseo en laAlameda y en la colina del Escobillar, y de la fiesta del Cinco de Mayo.Dijo la señora que Pepillo deseaba pasar ese día en Villaverde, seresolvió darle gusto, y la salida quedó acordada para el día siguiente.

En los momentos de retirarnos me detuvo don Carlos:

—El día cinco le esperamos a usted. Verá Usted a sus tías y comerá connosotros. En la Plaza es la fiesta, y sin salir a la calle lo veremostodo: el paseo cívico, y los fuegos... ¡que será cuanto habrá que ver!

LIX

El día dos, al caer la tarde, llegó Mauricio. Me trajo una carta de tíaPepilla:

«Tu madrina sigue bien. Don Crisanto me dijo ayer que ya pasó elpeligro; pero que el estado de Carmen no es bueno. Me ofreció venir averla cada tres días. ¡Bendita sea la Santísima Virgen que nos ha sacadocon bien! Los ramilletes salieron lindísimos, y ya estarán en el altar.Se llevaron de avíos más de cinco pesos, pero, eso sí, ¡son de papel muyfino! No han escrito de San Sebastián, ni Angelina ni el Padre; seráporque han tenido mucho a que atender con las fiestas de Semana Santa.Ahora tienen huéspedes; Castro Pérez anda por allá con motivo de que fuéa dar posesión de unos terrenos a don Pedro Amador, uno de los ricos depor allá. ¡Qué ocurrencias de don Juan! ¡Ir cargando con las muchachas!El Juez se va mañana. Como vive aquí enfrente vimos que ya le trajeronlos caballos. ¡Tú dirás! En San Sebastián no hay más que jacales, y todaesa gente habrá posado en la casa del Padre. No sé lo que harán, paracolocar a tantos en una casa tan chica y tan incómoda, ni qué darán decomer a tanta boca. Mandarían por víveres a Pluviosilla.

Antier a lasseis de la mañana pasaron por aquí las Castro Pérez: iban a caballo, consombreros jaranos. ¡Buena visita! ¡Pobre de Angelina que habrá tenidoque lidiar con ellas!

«A la una, cuando volvía yo de misa, me encontré a don Carlos. Iba conGabrielita. ¡De veras que la muchacha es hermosa! Me dijeron que el díacinco vendrás a la fiesta. Nosotras estamos contando las horas. Carmente manda un abrazo, y también Juana y Andrés.»

«Sabes cuánto te quiere tu tía

María Josefa».

Esta carta de la tía me devolvió la tranquilidad. Todo quedabaexplicado. Angelina no había escrito por los quehaceres de la SemanaSanta y por los huéspedes. Pero escribiría, sí, escribiría.

De seguroque al llegar a Villaverde tendría yo carta de Linilla, y acaso dentrode pocas semanas vendría el Padre, y con él Angelina. ¡Bueno era elsanto señor para no traerla!

Después de la cena, luego que los empleados se retiraron a sushabitaciones, me fui a la sala, abrí el balcón, y sentado en unamecedora, gozando del fresco de la noche, una hermosa noche de luna, mepuse a pensar en Linilla. ¡Sí, sí, ella sería la dulce compañera de mivida! ¡Me la imaginaba yo vestida de blanco, cubierta con vaporoso velo,coronada de azahares, tímida, sonrojada, radiante de alegría! Ya meparecía verla a mi lado, de rodillas, delante del altar.

Por el balcón, abierto de par en par, llegaban hasta mí, en alas de labrisa, los rumores del río, el susurro de los árboles, el zumbido de losinsectos, el silbido de los reptiles, la voz vibrante de alado trovador.Delante de mí se abría dilatada calle de árboles. La luz de la lunapasaba a través del follaje y dibujaba en la arena blanquecina círculosvagarosos. En los vecinos naranjales se abrían los últimos azahares.

¡Hermosa noche! ¡Qué dulcemente que susurraban los vientos! Pero, ¡ay,qué solitaria y triste me pareció la sala!... Estaba fría como unatumba, desolada como una alcoba de la cual han sacado un cadáver. Elpiano mudo; los pinceles olvidados; las rosas, pálidas y desfallecidas,se inclinaban al borde del rico tazón de Sévres, y cuando el viento lasmovía dejaban caer, uno a uno, sus pétalos marchitos. Aun quedaba en elaposento el aroma de los vestidos de Gabriela....

El rumor de las hojassecas que caían, en el balcón remedaba el roce de una falda de seda....

Se había ido la hermosa señorita. No vivía para mí, no me amaba, nopodía amarme, y ¡ay!

¡me había robado el corazón!...

Pensé muy seriamente en la vida. ¡La vida! Un crepúsculo espléndido quedura unos cuantos minutos. Después... sombras y obscuridad. Todo nosengaña... la fortuna, la gloria, la amistad, el amor. Amamos, queremosser amados, caemos a los pies de una mujer, y le ofrecemos el corazón,la vida, el alma, y luego, cuando somos correspondidos, cuando la dichay la felicidad nos sonríen, olvidamos nuestras promesas más sinceras,nuestros juramentos más sagrados.

Me sentí desalentado y triste; comprendí que aquel amor que poco a pocoiba apoderándose de mi alma, era un delirio, una locura que mearrastraba hacia la ingratitud y la infidelidad.

¡Pobre niña desgraciada, huérfana, víctima del infortunio! Me amaba;había escuchado mis ruegos; me había dado su corazón, aquel corazónhecho pedazos por el dolor, y yo pagaba tanta ternura con el olvido. ¡No;mi conducta era infame, inicua, vergonzosa! ¿Qué amaba yo en Gabriela?¿La hermosura, la discreción? También Angelina era hermosa y discreta.¿La elegancia? Sí, Angelina con sus trajes humildes y sencillos era tanelegante como Gabriela.... ¿La riqueza? ¡No; la riqueza no puede darfelicidad a los corazones!... Tía Carmen me había dicho que la señoritaFernández era rica... sí, pero también me decía: «no seas causa de queuna mujer llore un desengaño».

Ahogaré este amor y viviré para Linilla;—pensé—¡sólo para ella! Leescribiré, iré a verla, ¡y le confesaré todo! ¡Es tan buena, tansencilla, tan cariñosa!... «Mira Angelina, Linilla mía,

¡perdóname!—lediría yo.—He sido infiel a tu cariño, a tu amor. De hoy más, ¡te lojuro por la memoria de mis padres! viviré para ti, sólo para tí. ¿Quéharé si me faltas tú, si me niegas tu cariño? ¿Qué haré abatido ypostrado por el dolor si no tengo el consuelo de tus palabras?

Eresbuena, muy buena, eres un ángel.... Yo quiero ser bueno como tú.Sálvame, Angelina. Una palabra tuya puede salvarme. ¿Verdad que meperdonas? ¿Verdad, niña mía, que todo lo olvidarás? Nadie te ha dichonada, y yo mismo, yo mismo, sin temer tus enojos, vengo a confesarte quedurante varios días otra mujer ha sido dueña de este corazón que estuyo, solamente tuyo. ¡Pero nunca te olvidé, aunque quise olvidarme deti!»

Linilla me perdonaría, seríamos felices, viviríamos dichosos, y veríamosrealizadas nuestras más bellas esperanzas.

Pensando en estas cosas pasé dos o tres horas, en lucha conmigo mismo.La codicia, sí, la codicia, porque sólo ella me podía hablar de esemodo, me decía:—«¿Dices que Gabriela ama a otro, que vive pensando enotro, que no puede amarte? ¡Ten paciencia, ten calma, que no todo ha deir tan de prisa como tú quieres! Ese joven a quien ya detestas, aunqueno le conoces, no es digno del amor de Gabriela, y tarde o temprano, elmejor día, se casará, con alguna señorita más rica que ésta a quien yaamas. Gabriela le olvidará, y entonces.... ¡Ten calma! ¡Eres un muchachosin experiencia! Déjate de melancolías y de novelas; abomina deLamartine y de Zorrilla, y recuerda que tu poeta favorito fué ricoporque se casó con una inglesa millonaria. Ya verás cómo Zorrilla semuere de hambre, sin que le valgan glorias ni laureles, sin que losfavores de príncipes y reyes le hayan sacado de pobre. ¡Ya sé lo que vasa responderme! ¿Que eso de casarse por interés te parece indigno de uncaballero? ¡Escrúpulos pueriles! Ya procederás de modo que tu buennombre salga ileso. ¿Qué Gabriela no te ama? Espera».

El amor hablaba noblemente.—¡«Eres un villano! ¡No seas egoísta!Angelina te ama con todo el corazón, con toda el alma.¡Pobre niña!Piensa que ha sido muy desgraciada; recuerda con qué franqueza, con quésublime sencillez te contó la triste historia de su vida. Puedes hacerladichosa.

No tiene parientes ni amigos. El día que muera el P. Herrera lahermosa Linilla se quedará sola en el mundo, y se quedará en lamiseria.... ¡Qué de amarguras se le esperan! ¡Aun no te había visto y yate amaba; viniste y desde que tú llegaste fué dichosa! Gabriela esbuena, pero Angelina es un ángel. Rodolfo ¡eres un loco! El corazón dela huérfana es un manantial inagotable de ternura. En esa alma doloridaviven el amor con todas sus virtudes, y el desinterés, y la abnegación.Estás en uno de los momentos más solemnes de tu vida: ¡mira lo que haces!No eres codicioso ni avaro; no ambicionas riquezas; sueñas con unafelicidad modesta y tranquila.... Hace pocos días pintabas en una cartabellísimo cuadro. ¿Te acuerdas? Una casa embellecida por Angelina; tustías, felices, complaciéndose en verte; el P. Herrera lleno de alegría;tú y Linilla preparándole una sorpresa; y allá en el jardín dos niños,que parecían dos querubines, jugando con un arillo encascabelado. ¡Esoes lo que tú quieres! Lo tendrás a poco que te empeñes.

Oyeme, óyeme: túeres el único amor de Angelina. Antes de amarte a tí no amó aninguno....

Gabriela ama a otro, ¡y acaso no le olvide jamás!...Supongamos que mañana eres esposo de esa elegante señorita.... ¿Quiénresponde, quién, de que Gabriela, es decir, tu «esposa», no piensealgunas veces en Ernesto? El otro día le viste escribir una letra... ¡ysentiste celos, celos horribles! ¿Me pides consejo? Haz lo que quieras;pero antes consulta con tu conciencia».

Esta me acusaba de ingrato. La conciencia quedaría tranquila y callaría.La firmeza de mis propósitos y mi conducta futura lograrían dejarlasatisfecha. Linilla no sabría nunca que su Rodolfo le había sido infiel.

Me asaltó entonces horrible presentimiento. Las señoritas Castro Pérezestaban en San Sebastián.... ¡Eran tan indiscretas! Pero, en suma, ¿quépodrían decir? Los embustes que todos repetían en Villaverde, ¡y nadamás!

Cuando me levanté de la mecedora para cerrar el balcón, daban las doceen el reloj del escritorio. Allá, en el fondo del jardín, seguíacantando el trovador alado.

Al atravesar la sala aspiré con delicia el aroma de las flores que semorían en el tazón de Sévres; el piano de Gabriela me pareció como todoslos pianos; los pinceles esparcidos en la mesa de trabajo, junto a laacuarela principiada, nada me dijeron de la rubia señorita.

Dormí tranquilamente. Así deben dormir los que tienen una buenaconciencia.

LX

¡Valiente fiesta! Villaverde fué imperialista hasta la médula de loshuesos, y por aquellos tiempos hizo alarde de su hostilidad al partidoimperante. En mi querida ciudad natal todos eran conservadores, y aladvenimiento del régimen monárquico más de un budista villaverdino soñócon títulos y blasones.

Ya se comprenderá, por lo dicho, que las fiestas del Cinco de Mayo nopodían ser en Villaverde ni populares ni lucidas. Los patrioterosalborotaban el cotarro, pero sin resultado alguno.

Repiques y disparos de morterete al amanecer, a medio día y a la caídade la tarde; procesión cívica a las once de la mañana; discurso deJurado y versos de Venegas en la alameda de Santa Catalina, y fuegosartificiales en la Plaza principal, bautizada ese día con el nombre de«don Pancracio de la Vega». Este era el programa acordado por la R.Junta Patriótica, el cual, impreso en grandes pliegos de papel tricolor,fué repartido profusamente y fijado en todas las esquinas.

En unartículo «transitorio» se decía que «la Junta pedía y reclamaba de losvillaverdinos que decorasen por el día e iluminasen por la noche elfrente de las casas».

Pero a pesar de los esfuerzos del H. Ayuntamiento y de la R. JuntaPatriótica, presidida por el eterno don Basilio, nadie correspondió atan cortés invitación. Los edificios públicos, esto es, el Palaciomunicipal, la Aduana, el Juzgado, la Escuela y el Hospital «Pancracio dela Vega»

amanecieron muy adornados con banderas de papel y festones de«rama de tinaja», y así la casa del Alcalde, la de Venegas y la deJurado.

La procesión cívica, o, como dicen en Villaverde, el «paseo», salió muy«rascuacho» y ratonero. Iban en ella los individuos del Ayuntamiento yde la Junta, los empleados, el comandante de la policía, diez o docegendarmes, y los chicos de la Escuela.

Estos llevaban sendas banderitas de papel de China. Cerca de don Basiliomarchaban los oradores: Jurado y Venegas. El primero, muy orondo ygravedoso, con vestido negro y sombrero de seda, dejando ver entre lassolapas de la levita voluminoso papasal; el segundo no se echó encima elfondo del baúl, iba con el traje diario, pero aseado y limpio, y fingíauna modestia verdaderamente angelical.

Leíase en el rostro de todos que la indiferencia del público los teníacontrariados, y que la hostilidad de mis paisanos los hacía rabiar. Deseguro que Jurado previó el desaire y se preparó para el desquite,porque en su discurso, que duró cerca de una hora, trató atrozmente alos conservadores, dijo pestes de las testas coronadas, y maldijo milveces de quienes habían vendido a su patria por un «puñado de lentejas».El tal discurso fué aplaudido calurosamente. No pude oir los versos delpedagogo, porque las doce habían dado ya, y me esperaban en la casa delseñor Fernández.

—Usted me perdonará:—le dije—mis tías me aguardan....

—¡Tiene usted razón!—me contestó.—Pero vendrá usted esta noche. Desdeaquí gozaremos de la fiesta.

Me pasé la tarde con mis tías.... Andrés fué a comer con nosotros, yallá, como a las seis, me propuso que saliéramos a dar una vuelta. Elviejo servidor estaba contentísimo.

-¡Qué gusto!—exclamaba a cada rato.—¡Qué gusto! Hijo: ¿no te lo dije?El señor don Carlos es muy buena persona. Apúrate, aprende esas cosasdel comercio que antes no sabías, y ¡adelante, hijito! El corazón me diceque antes de morirme te veré establecido y casado.

—¿Casado?

—¡Por supuesto!

—¿Con quién?

—Con una muchacha buena, hacendosa, que te quiera mucho.

—¿Pobre o rica?

—¡Eso será como Dios quiera! Por mi gusto... ¡pobre! Como Angelina....Yo he sospechado...—el buen viejo sonreía maliciosamente, guiñaba losojuelos vivarachos—yo me sospecho que no le pareces a Linilla un costalde paja.... ¡Vaya! Y ella, ¡bien que te agrada! Te alabo el gusto,¡hijito! Trabaja, trabaja con fe, con mucha fe, y cásate. Si tus padresvivieran estarían muy contentos.... Las muchachas así, como Angelina, legustaban mucho a tu mamá.

Cásate. Yo no me casé porque cuando pudehacerlo ya era viejo, y además no necesitaba de familia. Con los de tucasa tenía yo bastante. Siempre me quisieron mucho. Lo único que sientoes que no he podido pagarles tantos favores como les debo. Amito: si yofuera rico no tendrías que servir a nadie, nadie te mandaría....

El pobre Andrés me abrazaba enternecido.

Llegamos a la tienda de «La Legalidad».

—¿Entras?—me dijo.—¿Quieres un refresco?

—No; voy a tomar chocolate con las tías, y luego a casa de don Carlos.

—¿A qué hora saldrás de allá?

—Después de los fuegos, o, si puedo, antes.

—Te aguardaré en la esquina de la parroquia.

—Pasa por mí a la casa del señor Fernández.

—No....

—¿Por qué no?

—¡Bonita facha la mía para ir allá! ¿Qué viene a buscar eseviejo?—dirán.

—¡Andrés!

—No, amito; conocerse no es morirse....

A las nueve y media llegué a la casa de Gabriela. En la antesala jugabana los naipes varios amigos. Sarmiento, Porras, don Carlos y el P. Solís.La señora y Pepillo estaban todavía en el comedor. No bien saludé a losjugadores cuando apareció Gabriela.

—Rodolfo: usted no gusta del tresillo.... Venga usted acá. Le enseñaréunas acuarelas de mi maestro.... Nos dirigimos a la sala que estaba amedia luz. Mientras Gabriela fué a traer los dibujos yo me acerqué a lareja.

La plaza estaba iluminada a «giorno», como decían los programas de laJunta. En el Palacio ardían centenares de vasos de colores. Cerca de lafuente, en un tablado, la charanga del Maestro Bemoles tocaba unadesastrada fantasía del «Baile de Máscaras». La concurrencia eranumerosa, pero popular, popularísima: gente humilde, la que acude entropel a los espectáculos gratuitos. Al pié de la balaustrada, a lolargo del atrio y a la orilla de las aceras, puestos de cacahuates, detorrados, de nueces, iluminados con hogueras de ocote, y algunos conmortecinas linternas. En todas partes se oían los gritos de losvendedores: «¡Cuarenta nueces!» «¡Al buen tostado!» «¡A tomar la niii... eve!» «¡De limón y de leche!» En los espacios libres de paseantesjugaban al toro los granujas. Los chicos quemaban petardos y coheteschinos, y todo era bullicio y confusión. No lejos de mí una vieja desuperabundante plasticidad freía sus buñuelos. La fina membrana, blanca,suavísima, iba en pocos minutos de la rodilla de la buñolera, de laservilleta nivea, a la sartén hirviente; chillaba la manteca alapoderarse de la masa, la cual se esponjaba en mil ampollas, y a pocosalía el buñuelo incitante y tentador, aunque despidiendo ciertafragancia empalagosa.

De tiempo en tiempo, un cohete de arranque subía rasgando los aires,estallaba en las alturas, y se deshacía en chorros de fuego, en lucesblancas, verdes, rojas, que esmaltaban con los colores nacionales elobscuro cielo. Tronaban en el atrio los mortereres disparando marquesas,reventaba la bomba, y se iluminaban con rapidísima claridad, cúpulas ytorre.

—¡Aquí, Rodolfo!—me dijo la señorita desde el velador.—Verá usted quélinda colección.

Y me mostró veinte o treinta acuarelas: flores, frutas y pájaros,pintados magistralmente.

¡Nunca vi a Gabriela más hermosa! Vestía galano traje azul, de un azuldesvanecido, pálido, como el color del cielo en una mañana de ot