Antonio Azorín - Pequeño Libro en Que Se Habla de la Vida de Este Peregrino Señor by José Martínez Ruiz - HTML preview

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EN TORRIJOS

...Delante de mí, sentado a esta mesa con pegajoso mantel de hule, en eldiminuto comedor de paredes rebozadas con cal azul, hay un señorsilencioso y grave. Yo lo observo. Su cabeza es enérgica, redonda,fuerte, trasquilada al rape; muestra en su gesto y en sus ademanes comoun desdén altivo, como un enojo reprimido hacia esta comida sórdida eindigesta que, poco a poco, con lentitud desesperante, nos vansirviendo. Yo sé que es el presidente del Círculo Industrial de Madrid;yo le reputo por uno de los hombres más enérgicos y emprendedores de laEspaña laboriosa.

Y su figura, en este ambiente de inercia, de renunciamiento, deininteligencia, marca un contraste inevitable entre las dos Españas.

La comida transcurre lenta; son viandas exiguas, mal guisadas, servidasen vajilla desconchada y sucia, sobre el hórrido mantel de hule. Micompañero suspira, levanta los ojos al cielo, se pasa la mano por laancha frente como para disipar una pesadilla terrible, cruza losbrazos—en las largas esperas de plato a plato—como pidiendo a sí mismoserenidad y calma... Yo intento comer en silencio. ¿Lo consigo? Creo queno.

Por la estrecha ventana veo un patio con el brocal de un pozodesgastado, y en las paredes, empotradas, cuatro o seis columnas concapiteles dóricos.

Llegan los postres. Este silencio tétrico en este casón vetusto—antiguoconvento—, después de esta comida intragable, me apesadumbra y enerva.

—¡Qué diferencia—exclamo—entre estos pueblos inactivos de la Meseta ylos pueblos rientes y vivos de Levante!

Entonces mi compañero, que ha callado, como yo, durante toda la comida,me mira fijamente, como asombrado de que haya quien hable así enTorrijos, y replica con voz lenta y enérgica:

—¡Como que son dos nacionalidades distintas y antagónicas!

Levante esuna región que se ha desenvuelto y ha progresado por su propia vitalidadinterna, mientras que el Centro permanece inmóvil, rutinario, cerrado alprogreso, lo mismo ahora que hace cuatro siglos... Observe usted losdetalles de la vida doméstica; vea usted los procedimientos agrícolas;estudie usted las costumbres del pueblo... En todas partes, en todoslos momentos, en lo grande y en lo pequeño, las diferencias entre losespañoles del Centro y los de las costas saltan a la vista.

Yo soy del Centro, y, sin embargo, lo reconozco sinceramente.

Elproblema catalanista, en el fondo, no es más que la lucha de un pueblofuerte y animoso con otro pueblo débil y pobre, al cual se encuentraunido por vínculos acaso transitorios...

Hemos callado. Y yo pensaba que todos los esfuerzos por la generación deun pueblo próspero serán inútiles mientras estos campos no tengan agua,mientras estas tierras paniegas no sean abonadas, mientras nodesaparezca el sistema de eriazos y barbechos, mientras las máquinas norealicen pronta y esmeradamente el trabajo de las industrias anexas.

*

* *

Y luego, cuando durante toda la tarde he visitado las almazaras, me heafirmado en mi idea. Nada más interesante que esta sorda y tenaz luchade las máquinas nuevas para vencer la obstinación del labriego yreemplazar a los viejos y lentos artefactos. En Torrijos hay oncemolinos aceiteros; en ellos existen siete vigas y cuatro prensas.

Las vigas son unas enormes palancas que, con un peso a uno de susextremos, oprimen la pasta de aceituna molida, colocada en los cofinescerca del otro extremo, casi en el punto de apoyo.

Las vigas están aúnen Torrijos en mayoría; el aceite se extrae como hace trescientos años.

Observad ahora el litoral: en la región alicantina más olivarera—Onil,Castalla, Ibi—las prensas de madera y las vigas hace tiempo que handesaparecido por completo; todas las prensas son de hierro. Y si nosinternamos en España veremos cómo a medida que nos acercamos al Centro,los viejos artefactos reaparecen, y cómo van aumentando hasta dominar enabsoluto. En algunos puntos la lucha es empeñada, y los vetustosaparatos están a punto de ser derrotados por los nuevos.

Todo un cursode civilización y de historia nacional se puede estudiar en estosdetalles, al parecer insignificantes.

Una excelente región olivarera es la que se extiende desde Logroño hastaAlfaro, y que comprende los pueblos enclavados a la derecha del Ebro, enuna distancia de 10 a 15 kilómetros. Pues bien; en Alfaro, por ejemplo,en sus almazaras existen 14 vigas y 10 prensas de husillo; en Arnedo, 30y 15, respectivamente; en Nájera, 3 y 2. Los procedimientos viejosdominan a los nuevos; en cambio, Logroño, la capital de la región,cuenta con 24 vigas y 35 prensas de husillo, a más de 3 hidráulicas.

Torrijos es del pasado; los procedimientos modernos se han iniciado ya,pero están sojuzgados aún por la rutina. Diez kilómetros más adentro,en Maqueda—que también he visitado—, la rutina es señora absoluta.

Maqueda cuenta con 250 hectáreas de olivares; todas las cosechas delpueblo se muelen en una almazara de una sola viga.

Y el aceite extraídoes tan ínfimo, que sólo puede ser vendido a las fábricas de jabones.

Cuando se les reprocha discretamente su incuria a estos labriegos, seencogen de hombros y contestan «que así se ha hecho toda la vida».

Poco más o menos es lo que contestan en Torrijos. Los olivares suman 960hectáreas en todo el término. ¿Cómo es posible que en transformar lacosecha se entretengan desde Diciembre hasta últimos de Abril? Las vigastrabajan lentamente; una sola viga comprime 12 fanegas diarias depasta—que aquí llaman pezón—; una prensa de hierro, de 30

a 40.

Usando vigas, la extracción del aceite se prolonga doble tiempo que setardaría con la prensa. Consecuencia de esta dilatación es el fermentoque la aceituna sufre en sus trojes, desde Febrero, en que se termina derecolectar, hasta Mayo, en que se tritura la última. Y no es esto sólo:la pasta que comprimen las prensas queda completamente exhausta; la quese retira de las vigas, en cambio, queda con una parte considerable deaceite que no es utilizado.

«Las prensas de hierro—me dicen—se rompen y es preciso gastar dineroen componerlas.» Ayer hablaba de un labrador que descuida sus tierraspor alquilar sus mulas por tres reales diarios; hoy veo a estas gentesque huyen de la compostura de una prensa, y en cambio dejan fermentar laaceituna y pierden en la pasta comprimida una parte del jugo.

*

* *

Así viven, pobres y miserables, los labradores de la Meseta. El mediohace al hombre. El contraste es irreductible, entre unos y otrosmoradores de España, mientras el medio no se unifique.

Porque no podránpensar y sentir del mismo modo unos hombres alegres que disponen deaguas para regar sus campos y cultivan intensivamente sus tierras, ytienen comunicaciones fáciles y casas limpias y cómodas, y otros hombresmelancólicos que viven en llanuras áridas, sin caminos, sin árboles, sincasas confortables, sin alimentación sana y copiosa...

XI

Vuelvo a Madrid. Yo quisiera decir algo de ese clérigo que he visto enMaqueda, sucesor, a través de los siglos, del buen clérigo del Lazarillo. He hecho el viaje por saturarme de estos recuerdos denuestros clásicos. No basta leerlos; hay que vivirlos: contemplar elmismo paisaje que columbraron Cervantes o Lope, posar en los mismosmesones, charlar con los mismos tipos castizos—arrieros e hidalgos—,peregrinar por los mismos llanos polvorientos y por las mismasanfractuosas serranías.

Maqueda es un pueblecillo caduco, con un formidable castillo gualdo, conlos restos de una alcazaba y la osamenta de una iglesia arruinada. Desdelo alto del castillo he contemplado el llano inmenso, gris, negruzco,cerrado en la lejanía por una línea azul, surcado, en fulgente meandro,por un riachuelo que corre entre dos estrechas bandas de verdura.

Ya pintaré, cuando esté más descansado, este pueblecillo y este campo.Ahora no tengo tiempo. Voy al periódico; he de ir luego a laBiblioteca... Esto de hacer artículos es terrible: otra vez, después deeste breve descanso, he de volver a ser hombre de todas horas, comodecía Gracián.

Sobre la mesa tengo un montón de periódicos. Siento un leve terror. Lesdespojo de sus fajas y voy repasándolos lentamente...

Y de pronto mepongo un poco pálido y dejo caer de las manos uno de los periódicos. Setrata de El Pueblo, de Valencia. ¿Qué dice? Habla de un artículo mío.Y este artículo «es lo más atrevido, rebelde y verdaderamenterevolucionario que ha publicado la prensa española, tan tímida yparapoco, hace muchos años».

¡Caramba!—exclamo—. He hecho una atrocidad sin querer. El otro día seconmovió el Heraldo por un artículo mío, y ahora este Castrovido diceesas cosas tremendas hablando de otro...

¡Caramba! Yo no me atrevo asalir a la calle, a ir tímidamente al Ateneo, a pedir un libro en laBiblioteca, a entrar en la librería de Fe... ¿Tomaré el tren otra vez?Sí, sí; es preciso que yo coja el tren otra vez.

XII

HACIA INFANTES

...Otra vez me veo entre cristal y cristal, liado en mi capa, elsombrero gacho, sobre las rodillas la manta, la inevitable maleta decartón al lado. El coche resbala sobre el asfalto; pasamos entre elvaivén mundano, al anochecer, de la Carrera de San Jerónimo. A lo largodel paseo de las Delicias brillan, en la foscura, acá y allá,vacilantes, trémulas, entre el ramaje seco, las luces del gas. Sobre lafábrica de electricidad, a la derecha, se eleva un nimbo blanco del humoen que el resplandor refleja. Y

los grandes focos, orlando las líneas delos desnudos árboles, arrojan una pálida claror, difusa, matizada,turbia.

El tren va a partir. Chirrían las carretillas y diablas; suena uncampanilleo persistente, largo, apremiante; vocea con voz plañidera unvendedor de periódicos. Y las portezuelas se cierran con estrépito, aintervalos... Es el expreso de Andalucía. Subo a un vagón. Un viejo delarga barba blanca arregla en las redecillas una maleta; un señorembozado en amplia capa parda mira con fúlgidos ojuelos sobre el embozo;en un ángulo frente al viejo, una joven, trajeada con hábitofranciscano, permanece inmóvil...

El tren parte. Cruzan los verdes y rojos faros; a lo lejos, en lastinieblas de la noche, una muchedumbre de lucecillas imperceptiblesbrilla, parpadea, desaparece, surge de nuevo, torna a ocultarse. Y en elcielo hosco, sobre la gran ciudad, aparece—emanación de los focoseléctricos—como una tenue, difuminada claridad de aurora. En el coche,la mortecina luz de la lamparilla cae sobre los cuadros, rojos, azules,negros, de una manta,

resbala

sobre

la

uniformidad

parda

de

la

pañosacastellana, se desliza, medrosa, entre las largas y argentadas hebras dela barba del anciano.

Cruzamos vertiginosos ante una estación, y se oye un largo campanilleo,que se pierde rápidamente; luego aparece, desaparece un faro verde. Ylas tinieblas tornan impenetrables.

La ventanilla está elevada hasta elcomedio; por el espacio abierto, en la negrura intensa del cielo, unaestrella fulgura, ya blanca, ya azul, ya violeta, ya anaranjada, enrápidos, en vivos, en misteriosos cambiantes.

El tren corre frenético por la llanura infinita de la estepa. El ancianojunta su calva, en misterioso cuchicheo, a la cabeza sonriente de laniña.

—San Francisco el Grande—oigo decir al viejo—se parece al panteón quevimos en Roma... al panteón de Humberto.

—Sí, sí—dice la niña—; se parece al panteón de Humberto; pero aquéltiene luz cenital.

El viejo calla un momento; está reflexionando... Y luego corroboragravemente:

—Sí, sí; es verdad: tiene luz cenital.

Yo intento dormir; no puedo. En el centro del coche, sobre una maleta enpie, que no cabe en las rejillas ocupadas, a modo de velador, hecolocado unos periódicos. Tomo uno ilustrado; leo al azar un párrafo:

«El acto realizado por el joven ex ministro de Agricultura ha tenidogran resonancia y debe tener trascendencia.»

Dejo el periódico; trato de dormir otra vez; abro de nuevo los ojos,exasperado. En la negrura, la estrella titilea, blanca, violeta, azul,anaranjada; una luz pasa vertiginosa y marca sobre los cristales unaencendida estela fugitiva.

Y cuando el tren se detiene de pronto ante una estación solitaria, oigo,en el profundo reposo de la llanura, el tric-trac del telégrafo, sonoroy presuroso.

*

* *

A las dos de la madrugada el destartalado carricoche va rodando,hundiéndose en los hondos relejes, saltando sobre los agudos riscos, porlas anchas calles blancas de la ciudad manchega. Corre un viento sutil yhelado. Las luces eléctricas difunden una claridad opaca. A un lado y aotro se extienden las fachadas en anchas pinceladas de blanco sucio. Latartana se desliza, interminable, a lo largo de las callesinterminables, con un ruidoso traqueteo que repercute en los ámbitososcuros. Un instante; creo que se detiene. Sí, sí; se ha detenido. Elzagal aporrea bárbaramente una puerta.

Transcurre un largo rato; vuelven a sonar los recios golpes; se haceotra larga pausa; es de nuevo la puerta aporreada. Y

entonces se percibeen lo hondo una voz que grita: «No, no hay habitación en esta casa».

—¿Sabe usted?—me dice el zagal—. Es que ha llegado una estudiantina,y están todas las fondas ocupadas.

Vuelve a rodar la tartana por las calles desiertas. Se oyen, a lo lejos,dos campanadas largas. Son las dos y media. Otra puerta torna a seraporreada formidablemente. Tampoco hay habitación en esta casa. Y hayque volver al siniestro paseo por la enorme ciudad solitaria... Lasluces brillan mortecinas; un perro aúlla en la lejanía. Y cuando,golpeada la tercera puerta, nos han abierto, yo he bajado de la tartanaperplejo y asombrado. Sí, sí que hay habitación. Y esta habitación estáallí cerca, a la derecha de la puerta, recayente al patio, al final delzaguanillo de cuadrilongos ladrillos rojizos.

La casa es de dos pisos, enjalbegada de yeso blanco, con rejas coronadaspor elegantes cruces de Santiago. El patio está formado por unaanchurosa y cuadrada galería, sostenida por ocho columnas dóricas,bordeada por una vetusta barandilla, sombreada por saledizos alerosnegros.

Dos de los lados han sido tapiados para formar habitaciones; los otrosdos permanecen al descubierto.

Mi cuarto es hondo, lóbrego, estrecho, bajo; las paredes están rebozadasde cal blanca; la puerta, ancha y achaparrada, está compuesta porcuadrados y cuadrilongos cuarterones; en el centro, abierto en talla,entre dos flores de lis campea un escudo; sobre el dintel, unaventanilla aparece cerrada por diminuta reja, formada con una redondacruz santiaguesa. Dentro hay una silla, un espejo, una microscópicapalangana. Y sobre dos banquillos, que sostienen cuatro tablas, uncolchón angosto y retesado.

Me acuesto sobre el duro alfamar, apago la luz. Y oigo en la lejaníatres campanas, que caen lentas, solemnes, y una voz casi imperceptiblepor la distancia, que grita en un plañido largo: Ave María Purísima...

*

* *

Las casas de Valdepeñas son blancas y bajas.

De rato en rato, al paso, se columbra por las puertas entreabiertas elpatio clásico con las columnas dóricas y el zócalo azul, con el evónimusraquítico y el canapé de enea. Una ancha faja de añil intenso encuadralas portadas; sobresalen adustos los viejos blasones; se destacan lasafiligranadas rejas con la blancura de los muros. Y en la calle,empedrada de punzantes guijarros, entre el ángulo de la pared y el piso,al pie de los zócalos rosas o azules, corre una cinta de espesa y alegrehierba verde.

El cielo está radiante, limpio, de un azul pálido. Llegan lejanossonoros repiqueteos de fragua. El sol refulge en las fachadas. Cantanlos gallos. Y de pronto la enorme diligencia parte, con formidableestrépito de herrumbres, en dirección a Infantes, donde expiró Quevedo,hacia «el antiguo y conocido campo de Montiel», por donde Cervantes hizocaminar a Alonso Quijano la vez primera...

XIII

EN INFANTES

Cuando me despierto oigo en la calle, a través de las maderas cerradas,voces, ruido continuo de sonoros pasos, campanadas, trinos de canarios,ladridos de perros. Me levanto; por los cristales veo, enfrente, unaringla de casas bajas enjalbegadas, con las ventanas diminutas, con unossoportales vetustos formados por pilastras de piedra. En una tablacolocada en un balconcillo, a manera de banderola, leo, escrito engruesas letras: Parador Nuevo de la Plaza—de Juan el Botero—Pajasuelta, agua

dulce.

«Cervantes—pienso—dice

que

la

posada

delSevillano, en Toledo, se veía muy concurrida por la abundancia de aguaque se hallaba siempre en ella. El agua, en estos pueblos secos, es unseñuelo hoy como en los tiempos de Cervantes.»

El cielo está límpido, radiante. Salgo. Camino por las blancas calles dealtibajos solados con guijarros. De cuando en cuando aparece un caserónenorme, dorado, negruzco, rojizo, con la portalada monumental desillería. Dos columnas dóricas a cada lado de la puerta sostienen ellargo balconaje de ancho saliente; otras dos columnas a una y otra bandadel hueco rematan en un clásico frontón triangular con las cornisas deenroscadas volutas.

Y a una y otra parte de la fachada, en los grandesparamentos de los muros blancos, resaltan sendos y afiligranadosblasones pétreos.

Recorro la maraña de engarabitadas callejas. Las puertas y ventanas delos viejos palacios están cerradas; las maderas se hienden, corconan yalabean; se deshacen en laminillas los herrajes de los balcones;descónchanse los capiteles de las columnas y se aportillan y desnivelanlos espaciosos aleros que ensombrecen los muros... Desemboco en unaplaza; el sol la baña vívido y confortable; me siento en el roto fustede una columna.

Enfrente se levanta un paredón ruinoso, resto de unantiguo palacio; a la derecha veo las ruinas de una iglesia, con laportada clásica casi intacta, con un arco ojival fino y fuerte, que sedestaca en el cielo radiante y deja ver, en la lejanía, entre sudelicada membratura, el ramaje seco de un álamo erguido en la llanurainmensa... A la derecha, otra iglesia ruinosa permanece cerrada,silenciosa, y se desmorona lenta e inexorablemente.

Vuelvo a mi peregrinación a través de las calles. Pasan labriegos consus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, detarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza,abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza elumbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre loshombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca ytiende su mano suplicante. Y a todas horas, por todas las calles, van yvienen viejos, con sus caperuzas y zahones, montados en asnos concántaros; viejos encorvados, viejos temblorosos, viejos cenceños, viejosque gritan paternalmente a cada sobresalto del borrico:

—¡Jó, buche!... ¡Jó, buche!

La plaza es ancha. A un lado se extiende una hilada de soportales; alotro se destaca, recia, la iglesia de sillares rojizos, con su fornida ycuadrilátera torre achatada, y enfrente, en la ringla de casas de dospisos, corta la blanca fachada, de punta a punta, todo a lo largo, unbalcón de madera negruzca, sostenido por gruesas ménsulas talladas, yencima, en el piso segundo, se destaca, salediza, una vetusta galería.

Salgo de la plaza. La calle es recta. A uno y otro lado se alzan losnegros caserones con sus rejas gruesas y balcones volados. Y

otraiglesia, también ruinosa, también cerrada para siempre, muestra sufachada con medallones y capiteles clásicos...

Andando, andando, doycon el campo. La tierra uniforme, desnuda, intensamente roja, se alejaen inmensos cuadros labrados, en manchones verdes de sembradura; unsuave altozano cierra el horizonte; una fachada blanca refulge al sol enla remota lejanía.

Camino por las afueras, bordeando los interminables tapiales de tierraapisonada. Un viejo camina con su borrico, cargado con los cántaros,hacia la fuente.

—Buenos días—le grito.

—Dios guarde a usted—me contesta.

Y hablamos.

—¿Hay muchas fuentes en el pueblo?

Él mueve la cabeza, como anunciando que va a hacer una confesióndolorosa. Y luego dice lentamente:

—No hay más que una.

Yo finjo que me asombro.

—¿Cómo? ¿No hay más que una fuente en Infantes?

Y él me mira como reprendiéndome el que haya dudado de su palabra decastellano viejo.

—Una nada más—insiste firmemente.—Y después añade con tristeza:

—Una y mala; ¡que si fuera buena...!

Llegamos a la fuente. No es fuente. Es decir, la fuente está un poco máshallá, en la plaza de las dos iglesias ruinosas y del palaciodesplomado; pero como apenas surte agua por sus caños, porque losatanores están embrozados, se ha hecho una sangría en ellos más cercaal nacimiento, y a ella vienen a llenar sus vasijas los buenos viejos.El agua cae en una fosa cavada en tierra; luego desborda y se aleja porlas calles abajo formando charcos y remansos de légamo verdoso... En elsiglo XVI había en Infantes tres fuentes: la de la Moraleja, la de laMuela y esta otra

de

la

ancha

plaza.

Los

caserones

solariegos

estánabandonados; las iglesias se han venido a tierra, y las fuentes, en estadecadencia abrumadora, se han cegado y han desaparecido...

El viejo llena sus cántaros en el menguado caño.

—¿A cómo venden ustedes el agua?—le pregunto.

—A patacón la carga—me contesta.

—A diez céntimos—dice otro viejo.

Y entonces el viejo a quien yo he preguntado mueve la cabeza con sugesto característico y replica filosóficamente:

—Lo mismo da patacón que diez céntimos.

Cantan a lo lejos los gallos. De pronto vibra en los aires unacampanada, larga, grave, sonora, melodiosa; y luego, al cabo de unmomento, espaciada, otra, y después otra, otra, otra...

—Esto es a agonía—dice una vieja.

Y el anciano torna a mover la cabeza y exclama:

—La agonía de la muerte...

Y sus palabras, lentas, tristes, en este pueblo sin agua, sin árboles,con las puertas y las ventanas cerradas, ruinoso, vetusto, parecen unasentencia irremediable.

*

* *

He visitado la casa en que, viejo, perseguido, amargado, expiró Quevedo.Hoy, ésta y la casa contigua forman una sola; pero aún se ven claras lastrazas de la antigua vivienda y aún perdura íntegro el cuarto donde sedespidió del mundo el autor de los Sueños... La casa era pequeña, dedos pisos, sencilla, casi mezquina, sin requilorios arquitectónicos.Tenía una puertecilla angosta, todavía marcada en el muro; por estapuerta se entraba a un zaguán, que más bien era pasadizo estrecho, deapenas dos metros de anchura y ocho o diez de largaria, por el quediscurre, soterrado, un arbellón que conduce las aguas llovedizas desdeel patio a la calle. El patio—aún subsistente—es pequeñuelo, empedradode guijos, con cuatro columnas dóricas, con una galería guarnecida conbarandado de madera.

A la izquierda, conforme se entra en la casa, cerca de la puerta de lacalle, se abre otra puerta chica. Y esta puerta franquea una reducidaestancia, cuadrada, de paredes lisas, húmeda, de techo bajo, con unadiminuta ventana.

Y una vieja, una de esas viejas de pueblo, vestida de negro, recogida,apañada, limpia, la cara rugosa y amarilla, me ha dicho:

—Aquí, aquí en este cuartico es donde dicen que murió Quevedo...

*

* *

¿Cómo este pueblo, rico, próspero, fuerte en otros tiempos, ha llegadoen los modernos al aniquilamiento y la ruina? Yo lo diré.

Su historia esla Historia de España entera a través de la decadencia austriaca.

Infantes, en 1575, lo componían 1.000 casas; hoy lo componen 870. «Yo norecuerdo haber visto en treinta años—me dice un viejo—labrar una casaen Infantes.» Contaba el pueblo en 1575

con 1.300 vecinos; 1.000 erancristianos viejos; los otros 300

eran moriscos. Era un pueblo nuevo,aristócrata, enérgico, poderoso, espléndido. «Nunca fue mayor—dicen las Relaciones topográficas, inéditas, ordenadas por Felipe II—; nuncafue mayor; siempre ha ido en aumento y va creciendo.» En sus casasflamantes, de espaciosos salones, de claros y elegantes patiosacolumnados, habitaban cuarenta hidalgos. Y este pueblo era como lacapital del «antiguo y conocido campo de Montiel», que abarcabaveintidós pueblos, desde Montiel hasta Alcubillas, desde Villamanriquehasta Castellar.

Y en esta centralización aristocrática y administrativa ha encontradoInfantes su ruina. Los hidalgos no se ocupan en los viles menesteresprosaicos. Tienen sus tierras lejos; hoy Infantes carece de poblaciónrural; entonces tampoco la tenía. Las clases directoras poseían sushaciendas en término de la Alhambra.

Contaba entonces la Alhambra conuna población densa de caseríos y granjas. Todavía en el siglo XVIII,según el censo de 1785, ordenado por Floridablanca, eran veinticuatro las granjas situadas dentro de los aledaños de la Alhambra. Y en 1575existían en sus dominios las aldeas de Laserna, con 15 o 16

casas; laNava, con 15; el Cellizo, con 10; Pozo de la Cabra, con 15; La Moraleja,con 12; Santa María de las Flores, con 12; Chozas del Aguila, con 8...

¿Cómo era posible que teniendo los señores lejos sus tierras lascultivasen con el amor y la atención con que, en el caso de verse librede sus prejuicios antieconómicos, las hubiesen cultivado bajo suinmediata dependencia?

Tenían el eterno mayordomo, que aún perdura en las Castillas, y enAlbacete, y en Murcia; pasaban por alto las trabacuentas y gatuperiosdel delegado; necesitaban dinero para su vida fastuosa y lo pedían atodo evento. Y la ruina llegaba inexorable.

Infantes, como tantos otros pueblos del Centro, se arruinó rápidamenteen dos siglos.

Ya este sistema de explotar la tierra sin contribuir a fortalecerla,canalizando ríos, regalándola abonos, conduce derechamente alagotamiento, sin remedio. Juntad ahora a esta decadencia de laagricultura la decadencia de la ganadería.

Siempre—y éste es un malgravísimo—han andado en España dispares y antagónicas la agricultura yla ganadería. Esta separación ha contribuido a concentrar en pocas manosla riqueza pecuaria; ha impedido su difusión y crecimiento; hadificultado la cultura, en cada región, de las especies másconvenientes; ha privado, en fin, de los aprovechamientos de los ganadosal beneficio de los campos. <