BIBLIOTECA DE «LA NACION»
ALFONSO DAUDET
CARTAS DE MI MOLINO
TRADUCCIÓN DE F. CABAÑAS
BUENOS AIRES
1911
Reservados los derechos de traducción.
Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires
INDICE
Las Emociones de un perdigón rojo
El Emperador ciego o viaje a Bavaria para buscar
o I.— El Señor coronel de Sieboldt
ACTA NOTARIAL
«Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notarioresidente en Pamperigouste:
»El señor Gaspar Mitifio, esposo de VivetteCornille, avecindado y residente en el lugardenominado Los Cigarrales;
»Quien, por la presente escritura, vende ytransfiere con todas las garantías de hecho yde derecho, y libre completamente de deudas,privilegios e hipotecas,
»Al señor Alfonso Daudet, poeta, que resideen París, aquí presente y aceptante,
»Un molino harinero de viento, situado enel valle del Ródano, en la Provenza, sobre unaladera poblada de pinos y carrascas; cuyomolino está abandonado desde hace más deveinte años e inservible para la molienda acausa de las vides silvestres, musgos, romerosy otras hierbas parásitas que ascienden por élhasta las aspas.
»Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso,con su gran rueda rota, y la plataforma llenade hierba nacida entre los ladrillos, el señorAlfonso Daudet declara convenirle el citadomolino y, encontrándolo apto para servir ensus trabajos de poesía, lo toma por su cuentay riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedorpor causa de las reformas que necesitaráintroducir en él.
»La venta se hace al contado y mediante elprecio convenido, que el señor Daudet, poeta,ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinerocontante y sonante, cuyo precio ha sidocobrado y guardado por el señor Mitifio; todoello a vista del notario y testigos que suscriben,de lo cual se extiende carta de pagocon reserva.
»Contrato elevado en Pamperigouste, en elestudio de Honorato, estando presentes FrancetMamaï, tañedor de pífano, y Luiset, aliasel Quique, portador de la cruz de los penitentesblancos.
»Los cuales firman con las partes y el notario,previa lectura...»
CARTAS DE MI MOLINO
INSTALACIÓN
¡Valiente susto les he dado a los conejos!Acostumbrados a ver durante tanto tiempocerrada la puerta del molino, las paredes y laplataforma invadidas por la hierba, creían yaextinguida la raza de los molineros, y encontrandobuena la plaza, habíanla convertido enuna especie de cuartel general, un centro deoperaciones estratégicas, el molino de Jemmapesde los conejos. Sin exageración,
lo
menosveinte
vi
sentados
alrededor
de
la
plataforma,calentándose las patas delanteras en un rayode luna, la noche en que llegué al molino. Alabrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale deestampía a esconderse en la espesura, enseñandolas blancas posaderas y rabo al aire.
Supongoque volverán.
Otro que también se sorprende mucho al verme,es el vecino del piso primero, un viejobúho, de siniestra catadura y rostro de pensador,el cual reside en el molino hace ya más deveinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo,inmóvil y erguido encima del árbol decama, en medio del cascote y las tejas que sehan desprendido. Sus redondos ojos me miraronun instante, asombrados, y, después, despavoridoal no conocerme, echó a correr chillando.¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente lasalas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores,no se cepillan jamás! No importa, tal comoes, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada,ese inquilino silencioso me agradamás que cualquiera otro, y no me corre prisadesahuciarlo. Conserva, como antes de habitarioyo, toda la parte alta del molino con una entradapor el tejado; yo me reservo la plantabaja, una piececita enjalbegada con cal, con labóveda rebajada como el refectorio de un convento.
*
* *
Desde ella escribo con la puerta abierta depar en par, y un sol espléndido.
Un hermoso bosque de pinos, chispeante deluces, se extiende ante mí hasta el pie del repecho.En el horizonte destácanse las agudascresterías de los Alpilles. No se percibe el ruidomás insignificante. A lo sumo, de tarde entarde, el sonido de un pífano entre los espliegos,un collarón de mulas en el camino.
Todoese magnífico paisaje provenzal sólo vive porla luz.
Y actualmente, ¿cómo he de echar de menosese París ruidoso y obscuro?
¡Estoy tanbien en mi molino! Este es el rinconcito queyo anhelaba, un rinconcito perfumado y cálido,a mil leguas de los periódicos, de los cochesde alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas lindascosas me rodean! No hace más de una semanaque me he instalado aquí, y tengo llenaya la cabeza de impresiones y recuerdos. Ayertarde, por no ir más lejos, presencié el regresode los rebaños a una masía situada al pie dela cuesta, y les juro que no cambiaría ese espectáculopor todos los estrenos que hayan tenidoustedes en esta semana en París. Y si no,juzguen.
Sabrán que en Provenza se acostumbra enviarel ganado a los Alpes cuando llegan los calores.Brutos y personas permanecen allí arribadurante cinco o seis meses, alojados al sereno,con hierba hasta la altura del vientre;después, cuando el otoño empieza a refrescar laatmósfera, vuelven a bajar a la masía, y vueltaa rumiar burguesmentelos grises altozanosperfumados por el romero.
Quedábamos en queayer tarde regresaban los rebaños. Desde porla mañana esperaba el zaguán, de par en parabierto, y el suelo de los apriscos había sidoalfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamabala gente: «Ahora están en Eyguières,ahora en el Paradón.» Luego, repentinamente,a la caída de la tarde, un grito general de ¡ahíestán! y allá abajo, en lontananza, veíamosavanzar el rebaño envuelto en una espesa nubede polvo. Todo el camino parece andar con él.Los viejos moruecos vienen a vanguardia, conlos cuernos hacia adelante y aspecto montaraz;sigue a éstos el grueso de los carneros, las ovejasalgo fatigadas y los corderos entre las patasde sus madres, las mulas con perendenguesrojos, llevando en serones los lechales de undía, meciéndolos al andar; en último término,los perros, sudorosos y con la lengua colgantehasta el suelo, y dos rabadanes, grandísimostunos, envueltos en mantas encarnadas, queles caen a modo de capas hasta los pies.
Desfila este cortejo ante nosotros alegrementey se precipita en el zaguán, pateando conun ruido de chaparrón. Es digno de ver elmovimiento de asombro que se produce en todala casa. Los grandes pavos reales de color verdey oro, de cresta de tul, encaramados en susperchas han conocido a los que llegan y los recibencon una estridente trompetería. Las avesde corral, recién dormidas, se despiertan sobresaltadas.Todo el mundo está en pie: palomas,patos, pavos, pintadas. El corral andarevuelto: las gallinas hablan de pasar en velala noche.
Diríase que cada carnero ha traídoentre la lana, juntamente con un silvestre aromade los Alpes, un poco de ese aire vivo delas montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de esa algarabía, el rebaño penetraen su yacija. Nada tan hechicero como esainstalación. Los borregos viejos enternécenseal contemplar de nuevo sus pesebres. Los corderos,los lechales, los que nacieron durante elviaje y nunca han visto la granja, miran enderredor con extrañeza.
Pero es mucho más enternecedor el ver losperros, esos valientes perros de pastor, atareadísimostras de sus bestias y sin atender a otracosa más que a ellas en la masía. Aunque elperro de guarda los llama desde el fondo desu nicho, y por más que el cubo del pozo, rebosandode agua fresca, les hace señas, ellos seniegan a ver ni a oír nada, mientras el ganadono esté recogido, pasada la tranca tras de lapuertecilla con postigo, y los pastores sentadosalrededor de la mesa en la sala baja. Sólo entoncesconsienten en irse a la perrera, y allí,mientras lamen su cazuela de sopa, refieren asus compañeros de la granja lo que han hechoen lo alto de la montaña: un paisaje tétricodonde hay lobos y grandes plantas digitalespurpúreas coronadas de fresco rocío hasta elborde de sus corolas.
LA DILIGENCIA DE BEAUCAIRE
En el mismo día de mi llegada aquí, habíatomado la diligencia de Beaucaire, una grancarraca vieja y destartalada que no necesitarecorrer mucho camino para regresar a casa,pero que se pasea con lentitud a todo lo largode la carretera para hacerse, por la noche, lailusión de que viene de muy lejos. Íbamos cincoen la baca, además del conductor.
Un guarda de Camargue, hombrecillo rechonchoy velludo, que trascendía a montaraz,con ojos saltones inyectados de sangre y conaretes de plata en las orejas; después dos boquereuses,un tahonero y su yerno, los dosmuy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficosperfiles, dos medallas romanas con la efigiede Vitelio. Finalmente, en la delantera yjunto al conductor, un hombre, o por decir mejor,un gorro, un enorme gorro de piel de conejo,quien no decía nada de particular y mirabael camino con aspecto de tristeza.
Todos aquellos viajeros se conocían unos aotros, y hablaban de sus asuntos en voz alta,con mucha libertad. El camargués refería queregresaba de Nimes, citado por el juez de instruccióncon motivo de un garrotazo que habíadado a un pastor. En Camargue tienensangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No pretendíandegollarse nuestros dos boquereuses apropósito de la Virgen Santísima? Parece serque el tahonero era de una parroquia dedicadade mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a laque los provenzales conocen por el piadoso nombrede la Buena Madre y que lleva en brazos alNiño Jesús; el yerno, por el contrario, cantabaante el facistol de una iglesia recién construiday consagrada a la Inmaculada Concepción,esa hermosa imagen risueña que se representacon los brazos colgantes y despidiendorayos de luz las manos. De ahí procedía lainquina. Merecía verse cómo se trataban esosdos buenos católicos y cómo ponían a sus patronascelestiales.
—¡Está buena tu Inmaculada!
—¡Pues mira que tu Santa Madre!
—¡Buenas las corrió la tuya en Palestina!
—¡Y la tuya, tan horrorosa! ¿Quién sabelo que habrá hecho? Que lo diga si no SanJosé.
Para creerse en el puerto de Nápoles, nofaltaba más que ver relucir las navajas, y a femía, creo que efectivamente la teológica disputahubiera parado en eso, si el conductor nohubiera intervenido.
—Déjennos en paz con sus vírgenes—dijoriéndose a los boquereuses;—todo eso son chismesde mujeres, y en los que los hombres nodeben intervenir.
Cuando concluyó hizo restallar la tralla conun mohín escéptico que afilió a su opinión atodos los viajeros.
*
* *
La discusión estaba terminada, pero, disparadoya el tahonero, necesitaba desahogarsecon alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro,silencioso y triste en un rincón, preguntole conaire picaresco.
—Amolador, ¿y tu mujer? ¿Por qué parroquiaestá?
Es necesario creer que esta frase tendría unaintención muy cómica, puesto que en la bacatodo el mundo se rió a carcajadas. El amoladorno se reía. Al ver esto, el tahonero dirigiosea mí.
—¿No conoce usted, caballero, a la mujerdel amolador? ¡Vaya con la picaruela de lafeligresa! En Beaucaire no existen dos comoella.
Redobláronse las risas. El amolador no semovió, limitándose a decir en voz baja, sin alzarla cabeza:
—Cállate, tahonero.
Pero al demonio del tahonero no le acomodabael callarse, y prosiguió acentuando laburla:
—¡Cáspita! No puede quejarse el camaradade tener una mujer así. No hay medio de aburrirsecon ella un instante. ¡Figúrese usted!Una hermosa que se hace robar cada seis meses,siempre tendrá algo que referir cuandovuelve. Pues es igual. ¡Bonito hogar doméstico!Imagínese usted, señor, que todavía no hacíaun año que estaban casados cuando ¡paf!va la mujer y se larga a España con un vendedorde chocolate. El esposo se queda solitoen la casa gimoteando y bebiendo. Estaba comoloco. Después de algún tiempo regresó alpaís la hermosa, vestida de española, con unapandereta de sonajas. Todos le decíamos:
—Ocúltate, porque te va a matar.
Que si quieres, ¡matar! Volvieron a unirsemuy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar lapandereta.
Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantarla cabeza, murmuró de nuevo el amoladordesde su rincón:
—Cállate, tahonero.
Pero éste no hizo caso, y continuó:
—¿Pensará usted, señor, que sin duda alvolver de España permaneció quieta la hermosa?¡Quia! ¡Que si quieres! ¡Su marido habíatomado aquello con tanta calma! Eso laanimó para volver a las andadas. Después delespañol, hubo un oficial, a éste siguió un marinerodel Ródano, más tarde un músico, después,¡qué sé yo! Y lo más notable del casoes que a cada escapatoria se representaba lamisma comedia y con igual aparato. La mujerse marcha, el marido llora que se las pela, vuelveella, consuélase él. Y siempre se la llevan, ysiempre la recobra. ¡Ya ve usted si necesita tenerpaciencia ese marido! Debe también decirseque la amoladora es extraordinariamenteguapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta,muy mona, bien formada y además tienela piel muy blanca y los ojos de color deavellana que siempre miran a los hombres riéndose.¡Si por casualidad, querido parisiense,llega usted alguna vez a pasar por Beaucaire!...
—¡Oh, calla, tahonero, te lo suplico!—volvióa exclamar el pobre amolador con voz desgarradora.
En ese instante se paró la diligencia. Estábamosen la masía de los Anglores.
Allí se apearonlos dos boquereuses, y juro a ustedes queno hice nada por retenerlos. ¡Tahonero farsante!Estaba ya dentro del patio del cortijo, ytodavía se oían sus carcajadas.
*
* *
Al salir la gente, pareció quedarse vacía labaca. El camargués habíase apeado en Arlés,el conductor marchaba a pie por la carretera,junto a los caballos. El amolador y yo, cada unoen su rincón respectivo, nos quedamos solosallá arriba, sin chistar. Hacía calor, el cuerode la baca echaba chispas. Por momentos sentícerrárseme los ojos y que la cabeza se me poníapesada, pero me fue imposible dormir.Continuaba sin cesar zumbándome en los oídosaquel
«cállate, te lo suplico», tan melancólicoy tan dulce. Tampoco dormía el infeliz.
Situadoyo detrás de él, veíale estremecerse sus cuadradoshombros, y su mano (una mano paliduchay vasta) temblar sobre el respaldo de labanqueta, como si fuera la mano de un viejo.Lloraba.
—Ha llegado usted a su casa, señor parisiense—megritó de repente el conductor de la diligencia,y con la fusta apuntaba a mi verdecolina, con el molino clavado en la cúspide comouna mariposa gigantesca.
Bajé del vehículo apresuradamente. De pasojunto al amolador, intenté mirar más abajo desu gorro, hubiese querido verlo antes de marcharme.Como si hubiera comprendido mi intención,el infeliz levantó bruscamente la cabeza,y clavando la vista en mis ojos, me dijocon voz sorda:
—Míreme bien, amigo, y si oye usted deciralgún día que ha ocurrido una desgracia enBeaucaire, podrá usted afirmar que conoce alautor de ella.
Su rostro estaba apagado y triste, con ojospequeños y mustios.
Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella vozhabía odio. El odio es la cólera de los pusilánimes.En el caso de la amoladora, no las tendríayo todas conmigo.
LA MULA DEL PAPA
Entre los innumerables dichos graciosos,proverbios o adagios con que adornan sus discursosnuestros campesinos de Provenza, noconozco ninguno más pintoresco ni extraño queéste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo,cuando se habla de un hombre rencorosoy vengativo, suele decirse:
«¡No te fíes de ese hombre, porque es comola mula del Papa, que te guarda la coz sieteaños!»
Durante mucho tiempo he estado investigandoel origen de este proverbio, qué queríadecir aquello de la mula pontificia y esa cozguardada siete años.
Nadie ha podido informarmeaquí acerca del particular, ni siquieraFrancet Mamaï, mi tañedor de pífano, quienconoce de pe a pa las leyendas provenzales.Francet piensa, lo mismo que yo, que debe deser reminiscencia de alguna antigua crónica delpaís de Aviñón, pero no he oído hablar jamásde ella, sino tan sólo por el proverbio.
—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puedeusted encontrar algún antecedente—me dijo elanciano pífano, riendo.
No me pareció la idea completamente disparatada,y como la biblioteca de las Cigarrasestá cerca de mi puerta, fui a encerrarme ochodías en ella.
Es
una
biblioteca
maravillosa,
admirablementeorganizada,
abierta
constantemente paralos poetas, y servida por pequeños bibliotecarioscon címbalos que no cesan de dar música.Allí pasé algunos días deliciosos, y despuésde una semana de investigaciones (hechasde espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo quedeseaba, es decir, la historia de mi mula y deesa famosa coz guardada siete años. El cuentoes bonito, aunque peque de inocente, y voya tratar de narrarlo como lo leí ayer mañanaen un manuscrito de color del tiempo, que olíamuy bien a alhucema seca y cuyos registroseran largos hilos de la Virgen.
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* *
No habiendo visto Aviñón en tiempo de losPapas, no se ha visto nada. Jamás existió ciudadalguna tan alegre, viva y animada comoella, en el ardor por los festejos. Desde la mañanaa la noche, todo eran procesiones y peregrinaciones,con las calles alfombradas de flores,empavesadas con tapices, llegadas de cardenalespor el Ródano, ondeando al viento losestandartes, flameantes de gallardetes las galeras,los soldados del Papa entonando por lascalles cánticos en latín, acompañados de lasmatracas de los frailes mendicantes; después, dearriba abajo de las casas que se apiñaban zumbandoalrededor del gran palacio papal comoabejas en torno de su colmena, percibíase tambiénel tic tac de los bolillos que hacían randas,el vaivén de las lanzaderas que confeccionabanlos tisúes de oro para las casullas, los martillitosde los cinceladores de vinajeras, las tablasde armonía ajustadas en los talleres de guitarrero,las canciones de las urdidoras, y sobresaliendoentre todos estos ruidos el tañido delas campanas y algunos sempiternos tamborilesque roncaban allá abajo, hacia el puente.Porque entre nosotros, cuando el pueblo estácontento, necesita estar siempre bailando, ycomo por aquellos tiempos las calles de la ciudaderan excesivamente estrechas para la farándula,pífanos y tamboriles situábanse en elpuente de Aviñón, al viento fresco del Ródano,y día y noche se estaba allí baila que bailarás.¡Ah, qué dichosos tiempos, qué ciudad tan feliz!Alabardas que no cortaban, prisiones deEstado donde se ponía a refrescar el vino. Jamáshambre, nunca guerra. He aquí cómo gobernabana su pueblo los Papas del Condado.¡Tal es la causa de que los eche tanto de menosel pueblo!
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Entre todos los Papas, merece citarse conespecialidad uno que era un buen viejo, llamadoBonifacio... ¡Oh, qué muerte más lloradala suya! ¡Era un príncipe tan amable, tangracioso! ¡Se reía tan bien desde lo alto desu mula! Y
cuando alguno pasaba cerca deél, así fuese un pobrete hilandero de rubia o elgran Vegner de la ciudad, ¡le daba su bendicióncon tanta cortesía! Un verdadero «Papade Ivetot», pero de un Ivetot de Provenza, conalgo de picaresco en la risa, un tallo de mejoranaen la birreta, y sin el más insignificante trapicheo...La única Juanota que siempre se le conocióa este santo padre era su viña, una viñitaplantada por él mismo a tres leguasde Aviñón, entre los mirtos de Château-Neuf.
Todos los domingos, concluidas las vísperas,el justo varón iba a requebrarla, y cuando estabaallí arriba sentado al grato sol, con su mulacerca, y en rededor suyo sus cardenales tendidosa la bartola, al pie de las cepas, entoncesmandaba destapar un frasco de vino de su cosecha(ese hermoso vino, de color de rubí, conocidodesde entonces acá por el nombre de Château-Neuf de los Papas), y lo saboreaba asorbitos, mirando enternecido a su viña. Consumidoel frasco, al caer de la tarde volvíasealegremente a la ciudad, seguido de toda sucorte, y al atravesar el puente de Aviñón, enmedio de los tamboriles y de las farándulas, sumula, espoleada por la música, emprendía untrotecillo saltarín mientras que él mismo marcabael paso de la danza con la birreta, lo cualera motivo de escándalo para los cardenales,pero hacía exclamar a todo el pueblo: «¡Ah,qué gran príncipe! ¡Ah, valiente Papa!» Despuésde su viña de Château-Neuf, lo que másestimaba en el mundo el Papa era su mula. Elbendito señor se pirraba por aquel cuadrúpedo.Todas las noches, antes de irse a la cama, ibaa ver si estaba cerrada la cuadra, si tenía llenoel pesebre, y jamás abandonaba la mesa sinhacer preparar en su presencia un gran ponchede vino a la francesa, con mucho azúcar yaromas, que él mismo llevaba a su mula, a despechode las observaciones de los cardenales...Es necesario decir también que la bestia valíala pena. Era una hermosa mula negra salpicadade alazán, firme de piernas, de pelo lustroso,grupa ancha y redonda, que llevaba erguidala enjuta cabecita guarnecida toda ellade perendengues, lazos, cascabeles de plata,borlillas; además de estas buenas cualidades,reunía otras que el Papa no apreciaba menos:era dulce como un ángel, de cándido mirar ycon un par de orejas largas en constante bamboleo,que le daban aspecto bonachón... TodoAviñón la respetaba, y cuando pasaba por lascalles no había agasajos que no se le hiciesen,pues todos sabían que ése era el mejor mediode ser bien quisto en la corte, y que con suaire inocente, la mula del Papa había conducidoa más de uno a la fortuna. Prueba de elloTistet Védène y su maravillosa aventura.
Era al principio este Tistet Védène un descaradogranuja, a quien su padre Guy Védène,el escultor en oro, se había visto en la necesidadde arrojar de su casa, porque además deque no quería trabajar, maleaba a los aprendices.Durante seis meses viósele arrastrar susayo por todos los arroyos de las calles deAviñón, pero principalmente hacia la partepróxima al palacio papal; porque el pícaro teníadesde mucho tiempo antes sus ideas respectoa la mula del Papa, y van a ver que noiba descaminado... Un día que Su Santidad sepaseaba a solas bajo las murallas con su bestia,se le acerca de buenas a primeras mi Tistet yle dice, juntando las manos con ademán deasombro:
—¡Ah, Dios mío, gran Padre Santo, hermosamula tiene!... Permítame Vuestra Santidadque la contemple un poco... ¡Ah, Papamío, qué mula tan maravillosa!... El emperadorde Alemania no tiene otra tal.
Y la acariciaba, y le decía dulcemente comoa una señorita:
—Ven acá, alhaja, tesoro, mi perla fina...
Y el bueno del Papa, enternecido, decía parasus adentros:
—¡Qué guapo mozo!... ¡Qué cariñoso estácon mi mula!
¿Y saben ustedes lo que ocurrió al siguientedía? Tistet Védène cambió su viejo tabardoamarillo por una preciosa alba de encajes, unacapa de coro de seda violeta, unos zapatos conhebillas, e ingresó en la escolanía del Papa,donde antes de él no habían podido ingresarmás que los hijos de nobles y sobrinos de cardenales...¡He ahí lo que es la intriga!... PeroTistet no paró ahí.
Protegido ya por el Papa y al servicio de éste,el bribonzuelo continuó la farsa que tanbien le había salido. Insolente con todo el mundo,sólo tenía atenciones y miramientos con lamula, y siempre andaba por los patios del palaciocon un puñado de avena o una gavillade zulla, cuyos rosados racimos sacudía graciosamentemirando al balcón del Padre Santo,como quien dice: «¡Jem!...
¿Para quién esesto?»
Tantas cosas hizo, que a la postre el buenodel Papa, que se sentía envejecer, le confió elcuidado de vigilar la cuadra y llevar a la mulasu ponche de vino a la francesa; lo cual movíaya a risa a los cardenales.
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* *
Tampoco era esto cosa de risa para la mula.Por entonces, a la hora de su vino, llegabansiempre junto a ella cinco o seis niños de coro,que se metían pronto entre la paja con su capade color de viole