—¿Mamá? No, no puede ser. Te engañas, sueñas, María de Regla.
—Ni me engaño, ni sueño, niña Adelita. ¡Ojalá! Señorita ha prohibidoque ponga los pies en esta casa.
—¿Cómo es que yo no sé nada de eso? ¿Quién te ha ido con semejantecuento?
—No ha sido cuento, niña Adelita. Dolores me refirió una conversaciónque Señorita tuvo con el amo sobre mí...
—¿Ya lo ves? Dolores entendió mal. Mamá no está brava contigo. Y si no,ahora mismo voy a averiguarlo.
—No lo haga, niña Adelita, no, por el amor de Dios, replicó la esclavamuy asustada, deteniendo a la joven por un canto del vestido. Por sí, opor no, será mejor que Señorita no me vea ahora. ¿Está ahí el médico?
—Pues yo quiero verte a solas. Arreglaremos el modo. Con Dolores teavisaré. ¿Y para qué quieres al médico?
—Para un moreno que han traído del monte mordido por los perros.
—¡Mordido por los perros! repitió Adela. ¡Ay! Debe de ser muy serio elcaso cuando llaman al médico. ¡Si le habrán despedazado! Es probable.Esos perros son como fieras. ¡Qué horror, Dios mío! Mateu, añadió enalta voz, ahí le buscan.
Cosas bien extrañas en verdad empezaba Isabel a averiguar respecto de lafamilia bajo cuyo techo se hallaba hospedada y del ingenio tan ponderadode La Tinaja. Interesada vivamente en la suerte de la enfermera,antigua nodriza de su tierna amiga, ahora desterrada de la casasolariega, y conmovida, horrorizada con lo que había oído respecto delesclavo, mordido por perros feroces, cosas todas inauditas para ella,no pudo ocultar Isabel de Leonardo, ni su intenso disgusto ni sus hondasemociones.
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha dado? le preguntó él.
—No sé, contestó ella. Me siento mal.
—Me pareció, continuó Leonardo, que te había afectado el cuento delnegro herido. No seas boba. ¿Qué apostamos a que no ha sido mayor lacosa? ¿A que no pasa de unos cuantos rasguños? Si conocieras a laenfermera pensarías como yo.
Mamá no la puede ver por escandalosa. Nihay que dar nunca entero crédito a lo que dicen los negros. Todo loexageran y abultan.
—¿Qué fue, Adela? preguntó doña Rosa desde su asiento oyéndola llamaral médico.
La enfermera desapareció en un instante, y antes que Adela contestase asu madre se apareció el Mayoral a caballo, precedido por sus doshermosos alanos, para dar cuenta en voz campanuda de todo lo que habíapasado. Era éste hombre alto, enjuto de carnes, mas de recios miembros,muy moreno de rostro, ojinegro, el cabello crespo y poblado de barba,cuyas grandes patillas le cubrían ambos lados de la cara hasta tocar enlos ángulos de la boca, que por esto parecía más chica. A pesar delsombrero de ala ancha que llevaba siempre puesto, lo mismo en el campoque en la casa, al aire libre que bajo techo, pues muchas veces hacíauso de él como de gorro de dormir, cuando se lo quitó para hablar condon Cándido viose que mientras la parte superior de su frente parecía deun hombre blanco, la nariz, las mejillas y las manos nadie diría sinoque eran de un mulato; tan quemadas estaban del sol. Venía armado, comosuele decirse, hasta los dientes, de machete de cinta, puñal con cabo deplata o que brillaba como tal, y el ponderoso látigo, cuyo mango, hechode un gajo de naranjo silvestre, no era arma menos terrible por ser sólocontundente.
Comenzó diciendo:
—Santas tardes tenga el señor don Cándido con toa la compaña. Yo soy venío a participasle que han traío a Pedro brichi con algunas mordías. Se arresistió y fue preciso atojarle los perros.
—¿Quién le ha capturado? preguntó el amo con mucha calma.
—La partía de don Francisco Estévez, nombráa pa coger negroscimarrones.
—¿Sabe Vd. dónde le han capturado?
—En los cañaverales de La Begoña, cerquitica de las sierras.
—¿Estaba él solo? ¿Y los compañeros?
— Náa se sabe de ellos, señor don Cándido, ni Pedro quie decislo tampoco. Me se figura que será preciso biraslo pa que cante. Por esovengo a donde el señor don Cándido pa que me diga qué hago con Pedro.Está muy emperrao...
¿Dónde le tiene Vd. don Liborio? preguntó el amo después de larga pausa.
—En la enfermería.
—¿Qué, tan estropeado está?
—No por eso, señor don Cándido. Lo tengo en el cepo de la enfermería pa mayor seguriá, y no he querío ponesle grillos por las herías;y luego dispués me se figura que tiene malas intenciones. Sus ojos sondos tomates maúros, y he reparao que cuando se le ponen asina losojos a los negros es que quieen hacer una fechuría. Yo le digo alseñor que está mu emperrao ese negro. Mire el señor si es perro, quecuando lo metí en el cepo me dijo:—el hombre no muere más que una vez,y que «ya estaba cansao de trabajar pa su amo». El señor debe desaber que luego que los negros cogen y hablan asina es porque, comodice mi compadre Moya, que está presente, se les ha metío la Guinea enla cabeza. Apuráamente ellos se tienen tragáo que cuando se ajorcan aquí van derechitos a su tierra.
—¡Aberraciones de la ignorancia! exclamó el Cura.
—Sí, señor don Cándido, continuó el Mayoral, ese negro está pidiendocuero como los muertos misa.
Se sonrieron el Cura y don Cándido, y éste dijo:
—A su tiempo, don Liborio, a su tiempo se maduran las uvas.
Por lopronto no me parece conveniente azotarle. Se pondrá bueno de lasmordidas, y entonces habrá lugar de castigarle por su falta, una de lasmás graves que pueden cometerse en estas fincas. Alzarse, fugarse elesclavo, privar al amo de sus servicios sin causa poderosa y bastante,por más o menos tiempo, es imperdonable; no sólo por él mismo, sino porel mal ejemplo a sus compañeros. Se le castigará, no lo dude. No habráquien le apadrine. En otro negro cualquiera esa misma falta apareceríaleve. A bien que Pedro puede resistir un novenario...
Tiene buenosjarretes. A otra cosa. ¿No sabía la partida de Estévez que ese negro eramío? ¿No la informó Vd. que estaba yo aquí?
—Sí, señor, sabía toito y yo le dije que viniera a la casa devivienda pa entregar el cimarrón y recebir la captura, que es undoblón de a cuatro. Mas me contestaba y dice que prefería dormir en elmonte. Además, que no quería que lo viesen los negros mansos, porque le daban el soplo a los cimarrones; además que tenía que dir donde La Angosta a ver si cogía los cuarenta negros que se le juyeron a suescelencia el señor Conde la Fernandina la semana pasáa arriba, yel Mayoral lo había mandao a ñamar...
En aquel punto desfilaban en el batey del ingenio de La Tinaja, entrela casa de vivienda y la de calderas, los 300 y más esclavos de sudotación, y el Mayoral diciendo, «con licencia», fue a ponerse a sucabeza para pasarles revista y darles las últimas órdenes por medio delos contramayorales, que eran también esclavos. Desde buena distanciales había precedido el rumor de sus conversaciones y el sonido de lasprisiones de los penados. Dos de ellos llevaban grillos, con barraatravesada y cadena de dos ramales suspendida a la cintura, y caminabancon mucho trabajo, pues para avanzar tenían que describir medioscírculos, ya con un pie, ya con el otro. Uno llevaba grillete, del cualpendía una cadena como de unos seis pies de largo, cuyo extremo inferioriba engarzado al anillo de una masa férrea como pesa de reloj, la que,al caminar, era fuerza que llevara al brazo, so pena de que el roce dela argolla moliera el hueso de la canilla, aunque se lo había abrigadocon un trapo.
Este mismo se detenía de cuando en cuando y alzaba la vozen tono melancólico y timbre argentino, que resonaba por todas partesdiciendo:—«Aquí va Chilala, cimarrón».
Penados o no, varones o hembras, todos traían algo a la cabeza, ya hacesde cogollo, ya de ramas de ramón de que tanto gustan las caballerías enCuba, ora racimos de plátanos verdes o maduros, ora de palmiche paralos cerdos; éste una calabaza, aquel un brazado de leña. Unos pocos,quince o veinte, llevaban camisa y calzón de cañamazo nuevos o de pocosmeses de uso y estaban enteros; el traje de los restantes se componía deharapos, a través de cuyos agujeros se les veían las carnes negras y sinlustre. Ninguno calzaba zapatos, uno que otro, abarcas de cuero sincurtir, ajustadas al pie por cordones de majagua, bien de arique deyagua que no son menos resistentes. Las hembras, de treinta a treinta ycinco por todas, sobre andar revueltas entre los hombres, apenas sedistinguían por otra cosa que por la especie de saco talar de cañamazocon que se cubrían el cuerpo desde los hombros hasta un poco más abajode las rodillas, sin mangas; para que no faltase nada a la toscaimitación de la túnica romana.
— ¡Ajilar! gritó don Liborio con su voz de trueno, recorriendo acaballo las desordenadas filas como un general que ordena una evolución.Con lo cual, sin tropiezo, por el mero hábito, la mayor parte formó;pero los perezosos, los torpes, los impedidos por las prisiones, por lademasiada carga o por la prisa que se dieron los delanteros a cerrar lasfilas, ésos se quedaron detrás, menos visibles que los otros. Contraestos infelices estalló la cólera del Mayoral. Enarboló el látigo yempezó a repartir latigazos a diestro y a siniestro, sin distinguirinocente de culpable, hasta lograr la formación deseada.
Si así es como se ha razonado con el esclavo en todos tiempos y países,¿podría esperarse que fuesen una excepción a esta regla general losseñores del ingenio de La Tinaja? De ninguna manera. En su opinión,como en la de la mayoría de los amos, no era el negro la cosa de quehabla el derecho romano. Había bastante diferencia. Para ellos, queentendían por derecho únicamente aquello que no torcía el cumplimientode sus pasiones y caprichos, el hombre-cosa de la antigua Roma tal vezno pensaba, era una máquina de trabajo; al paso que el hombre-cosaactual, estaban plenamente convencidos, pensaba al menos en tres cosas:en el modo de sustraerse al trabajo, en quemarle la sangre a sudetentor, y en obrar siempre en oposición a sus miras, deseos eintereses.
Para el amo en general, el negro es un compuesto monstruoso deestupidez, de cinismo, de hipocresía, de bajeza y de maldad; y el solomedio de hacerle llenar sin murmuración, reparo ni retraso la tarea quetiene a bien imponerle, es el de la fuerza, la violencia, el látigo. Elnegro quiere por mal, es dicho común entre los amos. Por eso, enconcepto de éstos, aquel Mayoral que no disimula ni perdona falta, quecomo rayo hiere al que delinque, que en todas ocasiones tiene enterezabastante y valor para «meter en cintura» a gente tan perversa eingobernable, ése es más meritorio, más digno de consideración yrespeto. Siempre se ha admirado más al inquisidor que más herejesmandaba al quemadero.
Así se explica por qué, luego que el Mayoral dio la orden de tumba, ytodos soltaron la carga a sus pies, no importa si de forraje o defrutos, de cuyas resultas éstos se reventaron con la caída, dandoocasión a que el Mayoral hiciese nuevo uso del látigo, los señores delingenio de La Tinaja aprobaron y celebraron el castigo; porque eraclaro que los culpables habían procedido de malicia y no por torpeza yofuscación a causa del anterior vapuleo.
Doña Rosa, mujer cristiana y amable con sus iguales, que se confesaba amenudo, que daba limosna a los pobres, que adoraba en sus hijos, que enabstracto al menos estaba dispuesta a perdonar las faltas ajenas paraque Dios, que está en el cielo, la perdonara las suyas; doña Rosa,sentimos decirlo, al ver las contorsiones de aquéllos a quienes la puntadel látigo de cuero trenzado del mayoral abría surcos en sus espaldas obrazos, se sonreía, tal vez por creer grotesco el espectáculo, oexclamaba, exclamación en que la hacían coro las personas de que sehallaba rodeadas:—¡Hase visto gente más bruta!
También se sonrieron los caleseros Aponte y Leocadio, junto con dosmozos más, que desde el colgadizo de la gran caballeriza del ingenio,atraídos por el continuo estallar del temible cuero, presenciaban asalvo la escena y esperaban se despejase el campo para salir y recogerel forraje destinado a las caballerías de que estaban hecho cargoinmediatamente.
Si añadimos que en estas circunstancias hasta los perros del Mayoralmostraron a su modo una alegría desusada, no creemos decir nada nuevo.Ello, mientras don Liborio hablaba con los amos del ingenio, semantuvieron echados a los pies de su caballo; pero apenas se dirigió alos negros, se colocaron a sus flancos y no perdieron de vista ni susojos ni los movimientos de su brazo derecho, aguardando sin duda laorden de echarse sobre la víctima y rematarla.
Es de consignarse aquí, sin embargo, que no todas las señoras presentesse unieron al coro a que antes se ha aludido. Doña Juana, al contrario,apartó los ojos para no ver, ya que la política la vedaba retirarse yera fatal el oír los latigazos y los quejidos sordos de las víctimas. Enigual caso se hallaban las sobrinas de esta señora y las dos hijasmenores de Gamboa; pero éstas tuvieron siquiera el arbitrio derefugiarse en el patio. Allá las seguían Meneses, Cocco y Leonardo, atiempo que don Cándido llamó a este último y le ordenó acompañase almédico al hospital y se informase menudamente de lo ocurrido con elpreso. En conversación íntima a poco con el cura y el capitán, agregó:
—Quiero acostumbrarle (a su hijo) a estas cosas desde temprano, porqueyo mañana o esotro día me muero y él por necesidad habrá de reemplazarmeen el manejo del caudal; sobre todo en la administración de esta finca,que por más de un motivo le pertenece. Este ha de ser su mayorazgo.
De aquel mandato imperioso de don Cándido nació el que Leonardo,repugnándole y todo la visita, ya que no le era dado desobedecer, niexcusarse tampoco, pretendiera le acompañasen sus amigas y hermanas.Cedieron éstas sin dificultad, lo mismo que Rosa, tanto más cuanto quese brindaron a ir de la mejor gana Meneses y Cocco. Isabel de pronto senegó; mas instada y reflexionando que tal vez habría ocasión de ejerceren aquella visita uno de los actos de misericordia, cedió también, ycuando salía del brazo con Leonardo, dijo al paso a doña Rosa en tonoamable y risueño:—Me llevan.
—Bien hecho, repuso doña Rosa.
—¡Buena pareja! dijo doña Teresa, la mujer del capitán Peña, a tiempoque Leonardo e Isabel descendían por las gradas del pórtico al batey.
—¡Hermosa! dijo doña Nicolasa, la mujer de Moya.
—¿No crees, Rosa, (dijo don Cándido a la suya al paño, concordandomentalmente con la oportuna observación de aquellas dos mujeres), cadavez más acertada la idea de casar cuanto antes a Leonardo con Isabel?
—Sí, contestó doña Rosa distraídamente.
—A ella la tengo por una buena cosa. Y se conoce que está enamorada deLeonardo. Luego el matrimonio es un freno...
No sabía don Liborio contar de cálamo currente[46] más de una decena.Pero tenía feliz memoria y era buen fisonomista; de modo que,exceptuando los siete esclavos prófugos, ocho enfermos en el hospital ylos veintiocho adscritos a las diversas dependencias de la finca,carpinteros, albañiles, herreros, mozos de cuadra y sirvientes, losdemás, hasta el número de 306, varones, hembras, solteros, casados,grandes y chicos, no le quedó género de duda que uno tras otro habíanpasado por delante de sus ojos y entrado en el barracón. Satisfechosobre este particular cerró la portada, pasó el cerrojo horizontal defigura de T, y le echó la llave; la cual, junto con el látigo colgó deun clavo fijo en la jamba de la puerta de su casa, por la parte fuera,debajo del colgadizo.
Si hubiera leído el Quijote, habría podido decir con el caballeroandante: «Nadie las mueva, que estar no pueda con Roldán a prueba.»Porque al pie de esos símbolos del poder señorial cubano, lloviese,ventease, hiciese calor o frío, dormían los feroces alanos del Mayoral y¡ay del sin ventura que osase acercarse para desprender la llave o ellátigo!
Después de comer solo, porque la familia estaba de visita en laestancia, don Liborio a pie, con machete y puñal al cinto, acompañado desus perros, se dirigió de prisa a reunirse con el médico en el hospital.Para llegar a él, allá en los confines del plano o cuadrado donde sehabían erigido todas las fábricas del ingenio, había que pasar por juntoal ángulo de un seto de piñones que protegía un cañaveral en flor. Allílos perros se separaron de su amo y en el vano empeño de traspasar elobstáculo, gruñeron, o más bien gimieron de aquel modo que suelen cuandohusmean la presa cercana. Pero ya hemos dicho que el Mayoral estaba deprisa, y siguió adelante llamando a sus perros.
Apenas penetró en la enfermería, bajó por la guardarraya al batey unnegro a caballo, lo atravesó de un lado a otro, entró en el colgadizo dela casa del Mayoral, observó bien por todas partes, vio que no había luzni gente, y sin apearse de la yegua flaca y desvencijada que montaba enpelo, cogió la llave, descorrió con ella el pestillo de la cerradura yla volvió a su sitio.
Después de esta hazaña, siguió a la casa devivienda y solicitó ver a sus amos, los cuales, hallándose aún en elpórtico, no tuvieron embarazo en recibirle.
No se desmontó, se deslizó por los costados de la bestia al suelo noteniendo estribo en que apoyar el pie. Su primer cuidado fue quitarse elgorro de lana con que se cubría la cabeza, y hecho todo un arco sucuerpo y tembloso, se echó de rodillas delante de doña Rosa, y en su malespañol dijo:
— La bendició, mi suamita.
—¡Ah! exclamó dicha señora algo asustada. ¿Eres tú, Goyo?
Dios te hagaun santo. ¿Cómo estás?
— Mala, mi suamita.
—¿Qué te duele, Goyo?
Contestó con muchos rodeos y perífrasis ininteligibles las más, que yale pesaba el cuerpo demasiado; que le faltaban las fuerzas y deseabadescansar en el cementerio; que estaba muy viejo; que el padre de doñaRosa le había sacado del barracón de La Habana cuando esta señora nohabía nacido; que fue uno de los esclavos fundadores del ingenio LaTinaja, uno de los primeros en derribar los montes con el hacha. Todoesto, que se tenía harto sabido la señora con quien hablaba, parainformarla, en medio de aspavientos y circunloquios, que sabía donde sehallaban ocultos algunos de los esclavos prófugos, quienes deseabanpresentarse desde que supieron que sus amos habían llegado de La Habana,porque estaban casi seguros que no se les castigaría por la faltacometida, en gracia de ser la primera vez; mayormente si el guardiero,que tan largos servicios había prestado en la finca, pedía perdón paraellos a la señora.
—Bien, dijo doña Rosa habiendo consultado con una mirada la opinión desu marido. Está bien, Goyo. Ve. Di a tus ahijados que pueden presentarsesin miedo; que por ti se les hará justicia...
¿Oyes?
Con dirigirse a doña Rosa para pedirla el perdón de los prófugos, dio aentender el guardiero que a lo menos podía concebir su cerebro dos ideasbien definidas. La una, que juzgaba más capaz de caridad el corazón dedoña Rosa, por el hecho de ser mujer, que el de don Cándido; la otra,que siquiera por ama legítima del ingenio, pues le había heredado de supadre, había de ser ella más indulgente con las faltas de sus esclavosque él, quien, aunque señor de hecho, no lo era de derecho.
El pensamiento así expuesto parece demasiado abstruso para caber en lacabeza de un negro doblemente estúpido por sus largos años deesclavitud. Pero fuéralo o no en efecto, de esta manera fue como donCándido interpretó el discurso del esclavo, hiriéndole en lo vivo, de unlado, que prescindiera de él en su embajada; del otro, la odiosadiferencia que marcó entre ama y amo. Es que llovía sobre mojado, comosuele decirse, y cogió la ocasión por los cabellos para vengarse delinsulto y recobrar, ante las personas testigos de la escena, la que élcreía rebajada dignidad del señor amo. En esta disposición de ánimo, ycuando el anciano todo tembloso hacía los mayores esfuerzos para ganarde nuevo el lomo desnudo de su mansísima yegua, dijo don Cándido:
—Lindos estaríamos si por el primer zopenco que se interpone,hubiésemos de perdonar, no ya sólo las faltas más graves, sino hasta losdelitos de nuestros esclavos.
Mirole asombrada doña Rosa, y luego dijo con aparente calma:
—¿Pues no estabas tú de acuerdo con mi decisión?
—Tal vez.
—¿Luego...?
—Luego es preciso que se haga justicia a esos bribones que osaronfugarse cuando más necesidad teníamos de sus servicios.
—¿Qué entiendes, Gamboa, por hacer justicia?
—Entiendo, repuso él con sorna, dar a cada quisque su merecido,castigar cual se debe al que delinque.
—Pero eso no sería hacer justicia.
—¿Cómo que no? pregúntale a tu hijo que estudia leyes, qué se entiendepor hacer justicia. Recuerda, si no, cómo rezan los edictos de losfiscales de la comisión militar permanente que publica con frecuencia El Diario. «Yo, Fulano de tal, capitán del ejército por S. M., etc.,cito, llamo y emplazo por éste mi primer edicto, a Zutano de Cual, paraque se presente en la cárcel pública de esta ciudad dentro delimprorrogable plazo de tantos días, a descargarse de la culpa que leresulta en la causa que le sigo por asalto y robo en despoblado o porinfidencia; cierto y seguro de que si compareciere dentro del términoseñalado, se le hará cumplida justicia...» ¿Oíste? Cumplida justicia.Me le sé de memoria.
—No creo yo que la comisión militar, o como se llame, castigue a todoel que cita para hacerle justicia.
—Tienes que creerlo, porque por fas o por nefas, así sucede.
¿Cómo esque por más que le citen, llamen y emplacen, nadie se presenta de motuproprio? Claro, porque lo de hacer justicia no pasa de ser jarabe depico. Puede ser el emplazado tan inocente como un recién nacido; contodo, si le pillan, de seguro que mamá cárcel por tres o cuatro años, yya esto es un castigo... que de buena gana le daría a todos los que mequieren mal.
—Bien, Cándido, está bien todo eso; el caso es que yo no hablé en elsentido que dices. En resumidas cuentas, prometí el perdón que Goyo vinoa pedirme para sus compañeros.
—Pues ahí está el engaño tuyo, Rosa. Tú no has prometido tal perdón nicalabazas. Ni si hubieras prometido era posible cumplir...
—Pero es que mi palabra está empeñada.
—Ese es el ajo, mi cara Rosa. En pocas palabras, tú no has prometidonada y tal fue lo que me propuse probarte para evitar mayores males. Porel mero hecho de decir se les hará justicia no se deduce queprometiste el perdón, lisa y llanamente... sin condiciones.
—Sí, pero Goyo creerá otra cosa, creerá que le he engañado.
—¿Y qué importa el quedar mal con el negro en la apariencia?
Nadietampoco guardó lealtad con los desleales a nativitate.[47]
—Tal vez no importe mucho por Goyo, que al fin es un negro viejo eignorante, y de seguro no me entendió. Pero, ¿y mi conciencia, Cándido?Mi intención fue...
—Tu intención fue perdonar, la interrumpió don Cándido. Lo sé. Por loque respecta a tu conciencia, añadió con exquisita ironía, debe estarmás tranquila y serena que una balsa de aceite, en este caso. Y si hayen ello alguna culpa, échala sobre mí. Tú sabes que el diablo las carga.Quien sintió alguna vez escrúpulos de conciencia respecto de lo que dijoo no dijo, hizo o no hizo a los negros, ese santo varón, o esa santamujer no ha debido tener esclavos jamás. ¡Escrúpulos de conciencia porsemejantes bestias! ¡Ja! ¡Ja!
A este tiempo volvieron de la enfermería las señoritas y caballeros. Elmédico dijo que el negro había recibido varias mordeduras de caráctergrave, no peligroso, en los brazos, antebrazos, canillas y carpos de lasmanos y de los pies. Parecía desgarrada la epidermis de algunos de losdedos de la mano derecha.—Pero por fortuna, agregó en su lenguajepeculiar, los incisivos de la fiera no han interesado lo bastante pararomper ningún vaso principal y no hay temor de hematosis, aunque se hapresentado la hemalopia consiguiente a la exasperación física y moral,bajo la cual viene laborando hace tiempo el enfermo.
Esto es precisocombatirlo con aplicaciones de sanguijuelas a las sienes; las que, depaso sea dicho, habrá que traer del pueblo, pues faltan en el botiquínde la finca. Por lo que hace al tétano, fácil es que se presentemediante a que el negro se ha mojado después de recibir las heridas. Coneste motivo he dispuesto se le den unturas frecuentes de sebo y aceitecon unas cabecitas de ajo majadas. Puedo decir, sin embargo, que hastaahora no aparece dañado ningún nervio...
Leonardo fue más conciso. Hablando con su madre, dijo de manera que looyese su padre: que Pedro apenas le había reconocido a él como su amo;que estaba negado a declarar; que nada sabía de sus compañeros; que,como para intimidarle y obligarle a hablar le dijese don Liborio queahora sí no se escaparía del cepo y que ahí le tendría hasta que doblaseel cogote, contestó riendo que no había nacido el hombre capaz desujetarle en ninguna parte contra su voluntad. Leonardo, lleno deindignación, le había vuelto la espalda; y, cosa extraña, agregó éste,luego que nos retirábamos, me llamó para decirme que deseaba ver a suamo, a papá.
—Lo esperaba, murmuró don Cándido alejándose. Hay tiempo mañana; no memolestaré ahora por su señoría.
Si se hubiera pedido informe a las señoritas sobre lo que habían vistoen la enfermería, habrían referido muy diferente historia de la relatadapor el médico y Leonardo. Hubieran dicho que el Hércules africanotendido boca-arriba en la dura tarima, con ambos pies en el cepo, conlos hoyos cónicos de los dientes de los perros aún abiertos en suscarnes cenizosas, con los vestidos hechos trizas, por toda almohada paradescansar la cabeza, las palmas de las manos, a pesar de tener rasgadoslos dedos y, necesariamente doloridos, Jesucristo de ébano en la cruz,como alguna de ellas observó, era espectáculo digno de conmiseración yde respeto. Su arrepentimiento de haber concurrido a aquel lugar nopodía compararse sino con el dolor que experimentaron, singularmente lapiadosa