Confieso by Ramon Cerda - HTML preview

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CAPITULO VIII

-¿Qué demonios estaba ocurriendo? –se preguntó Tasio-

Miró el reloj y eran las tres y media de la madrugada. Estaba en el despacho de Héctor, con las luces apagadas y la puerta cerrada, agachado detrás del sofá porque los acontecimientos se habían disparado. Cuando se disponía a salir, la luz de la escalera acababa de encenderse, por lo que decidió esperar hasta asegurarse de si quien había entrado era un vecino del bloque, o por el contrario, cosa poco probable a su parecer, se dirigía a casa de Héctor. No era prudente esperar en el pasil o, por lo que retrocedió hasta el despacho de Héctor. En ese momento unos gritos lo asustaron, notó un escalofrío a lo largo del espinazo. Era Eloísa, al principio creyó que la estaban atacando, pronto se dio cuenta de que había sufrido una pesadil a, por lo que volvió a dirigirse al despacho. El teléfono sonó. ¿A quien se le ocurre l amar a esas horas?

Eloísa se había despertado y había salido al pasil o, fue entonces cuando sonó el teléfono. Por lo visto el único teléfono de la casa estaba en el despacho de Héctor, de manera que unos segundos después de agazaparse detrás del sofá, la puerta se abrió, la luz del despacho se encendió, el molesto sonido del teléfono seguía sonando.

Parecía una escena de la película de Hitchcock, Crímen perfecto, con el teléfono sonando, la protagonista dirigiéndose a cogerlo, y el asesino escondido detrás de la cortina, en este caso una pequeña modificación del guión hacía que Tasio estuviera detrás del sofá, y Eloísa estuviera desnuda, a diferencia de la protagonista original.

-¿Dígame? –era la voz de Eloísa, algo ronca por su reciente despertar-

-¿SÍ? –insistió-

Nadie contestó al otro extremo del aparato. Tasio podía ver los pies descalzos de Eloísa por debajo del sofá, sus uñas todavía tenían restos de esmalte rojo. Desde donde estaba apenas podía verla hasta la altura de los tobil os. Se arriesgó a asomarse por uno de los laterales del sofá, con mucho cuidado, sin hacer ruido. Eloísa estaba totalmente desnuda, Tasio sintió un cosquil eo agradable mezclado con una ansiedad insoportable por su delicada situación. Todavía sostenía con una mano el auricular del teléfono, a pesar de que daba la sensación de que no había nadie al otro extremo. La posición del brazo ocultaba sus pechos, pechos que imaginó Tasio recordando la cinta de video grabada unos días atrás en casa de Julio. Unos pechos de tamaño medio que lo habían cautivado. Ahora estaba al í, desnuda, casi al alcance de su mano. ¿Qué ocurriría si se levantaba de donde estaba? ¿Cómo reaccionaría Eloísa?

Estuvo a punto de hacerlo, su deseo de estar con el a, de besarla, de protegerla, de acariciarla, era cada vez mayor. Se imaginó a si mismo haciéndola el amor. Hubiera dado cinco años de su vida por desinhibirse de su timidez, de su prudencia, pero algo lo retuvo, pensaba en Héctor, aunque no pudo dejar de mirarla furtivamente. Las imágenes del video le venían a cada momento a la cabeza, entremezcladas con lo que podía ver desde su incómoda posición.

Eloisa colgó el teléfono, uno de sus pechos quedó al descubierto desde su observatorio secreto. Tasio casi babeaba, no se movió. Si Eloísa hubiera dirigido su mirada hacia donde él estaba, seguro que lo hubiera visto, estaba como hipnotizado.

Había pasado el suficiente tiempo como para que la persona que había encendido la luz de la escalera hubiera l egado al tercer piso. Tasio supuso que se había tratado de algún vecino que ya se habría metido en casa, quizás borracho, quizás algún amante a escondidas que iba a hacerle el amor a alguna de las vecinas, mientras su marido patrul aba por la noche, o hacía de guardia de seguridad en alguna fábrica de algún polígono cercano. Quizás alguien que había oído algún ruido y simplemente salió al rel ano y enchufó la luz para ver si veía algo extraño. Posiblemente la muchachita de las braguitas de nylon que se le había quedado mirando, con lascivia, mientras su novio la besaba y le metía los dedos en su delicado y sonrosado coñito, o el borracho que había entrado en el portal para resguardarse del viento.

Eloísa salió del despacho, apagó la luz, aunque dejó la puerta abierta. Tasio esperó sin moverse. Pronto oyó el ruido de la ducha, era el momento de irse.

Héctor optó por desconectar definitivamente el móvil, lo dejaría sin línea un par de horas antes de volverlo a conectar. Se sentía culpable una vez más, posiblemente Inés tuviera algún serio problema y lo l amaba a él porque no tenía a nadie más a mano que la pudiera ayudar. Su comportamiento le pareció deleznable, pero no podía hacer otra cosa. Si atendía la l amada, sabía que no podría escondérselo a Eloísa, que tendría que contárselo, o antes o después se enteraría. Si no la contestaba, quizás también Eloísa acabara averiguándolo, pero siempre le quedaba la salida de que se había comportado correctamente no contestando las insistentes l amadas de Inés.

-¿Por qué no me dijiste que te estuvo l amando? –Le diría su mujer-, pero él tendría una salida digna.

Por otro lado, no podía dejar de pensar en los motivos de tanta insistencia por parte de Inés. Le dijo claramente que no debía de volverlo a l amar. Él mismo dejó de hacerlo totalmente. Por un momento l egó a pensar que quien l amaba no era el a, al fin y al cabo en el bufete había más gente y él había trabajado al í durante algunos años, pero las l amadas posteriores, desde el teléfono de casa de el a, lo sacaron de cualquier duda razonable. Era Inés quien insistía en comunicar con él. ¿Le sucedería algo? ¿O

simplemente quería insistir en verlo? No sabía que prefería, si lo uno o lo otro. El hecho de que le sucediera algo y lo necesitase, lo hacía sentirse mal, pero se justificaba pensando que otra persona de su entorno podría ayudarla. Si lo que quería era contactar con él, si quería verlo, si quería besarlo, si quería reavivar su relación, irse a la cama con él, entonces quizás la situación fuera peor porque seguro que seguiría insistiendo, y él no podría esconderse de por vida. ¿Cuántas veces, desde que dejaron de salir juntos le había pedido que quería un hijo suyo?, cientos. El enfrentamiento final entre Eloísa e Inés sería inminente, y el más perjudicado acabaría siendo él mismo, que estaba como entre la espada y la pared con aquel a maldita situación. ¿Cómo podría acabar con esa agonía, con ese malvivir?

De pronto se imaginó a Inés tirada en el suelo, desangrada al lado del teléfono desde donde estaba l amándolo para pedirle ayuda. Alguien quería matarla y le estaba pidiendo ayuda. Ayuda que él le había negado. Su imaginación siguió su camino, de repente recordó que estaba en Segovia, al pie de la Catedral, en la Plaza Mayor, aunque hubiera descolgado el teléfono no hubiera servido de nada, no hubiera podido acudir a salvarla, pero podría haber l amado a la policía y pedir socorro en nombre de el a, hacer que se acercaran hasta su domicilio y la salvaran de aquel desalmado que la había matado.

Tenía el rostro desencajado, sus pensamientos fluían a borbotones y ya no sabía que pensar, no sabía como justificarse, no sabía lo que le ocurría a Inés, sintió angustia, una presión en el estómago, y no pudo evitar vomitar al í mismo, frente a la catedral, justo donde las gitanas venden sus encajes y sus flores, justo donde las gitanas echan sus maldiciones a aquel as personas que se niegan a comprarles sus flores cuando el as insisten en que les traerán suerte. Pero las gitanas no estaban a esas horas.

Algunas personas lo miraban desde los soportales cercanos. Pensarían que estaba borracho.

No sabía qué pensar, no sabía qué hacer, los ojos se le hicieron acuosos, se le l enaron de lágrimas, lágrimas contenidas que no l egaron a escapar de aquel os pequeños lagos gemelos entristecidos.

Se acercó a la parada de taxi, esperaba que el taxista no lo hubiera visto vomitar.

Necesitaba dormir, necesitaba la cama de su habitación en el Parador, necesitaba pensar, quizás mañana las cosas estuvieran más claras, quizás mañana podría escribir más que hoy, quizás mañana Inés volviera a l amar y él se atreviera a coger el teléfono. Posiblemente lo volvería a dejar sonar, sonar, sonar...

Se había acostado tarde y no podía dormir, había l egado a casa casi borracho, a pesar de que solo había tomado dos cervezas, aunque eso sí, de las grandes, de las de medio litro, pero no estaba acostumbrado a ningún tipo de alcohol. Lo más, un vasito de vino cuando comía en casa de sus padres, pero con aquel as copiosas comidas, platos repletos de pael a, el alcohol desaparecía sin dejar rastro. Pero esa tarde, cuando salió del trabajo, se sentía deprimido, se sentía solo y se metió en un bar, un bar bastante oscuro, como en el que tomaba Homer Simpson sus cervezas con los amigotes de la Central Nuclear.

Pidió una cerveza que bebió rápidamente, y enseguida pidió otra que le duró algo más, aunque no mucho, posiblemente le habían hecho tanto efecto y se le habían subido a la cabeza porque las había tomado muy rápidamente, porque además, no había probado bocado desde el desayuno de la mañana, no había comido por el mediodía, no tenía hambre, y quizás porque no acostumbraba a beber. Quizás por una mezcla de todos estos factores. El caso es que l egó hecho polvo a su casa, aunque tarde porque estuvo paseando durante horas por la ciudad, como un borracho más entre tantos otros. Curiosamente no se le pasaba el efecto del alcohol. Quizás si comía algo –pensó-, pero no comió nada, no tenía hambre.

Cuando finalmente l egó a casa, se echó sobre la cama y durmió un poco, aunque se despertó enseguida y ya no pudo volver a dormir. Así estuvo hasta pasadas las dos de la madrugada, todo le daba vueltas, la lámpara del techo aparecía y desaparecía, primero estaba en el techo y luego se escapaba hasta debajo de la cama dibujando una parábola casi perfecta en el aire, para volver a salir de inmediato de debajo de la cama y situarse de nuevo en el techo. El armario también parecía tener vida, se movía y con su ojo de cíclope lo miraba. Sí, era un cíclope, aunque su ojo no estaba en el centro de su frente, estaba a un lado, era un cíclope deforme. Rió.

Julio se levantó, estaba todavía mareado, pero algo había hecho que parte de su abotargamiento se desvaneciera. ¿Qué era aquel ojo en el armario?

Se subió encima de una sil a y lo pudo ver de cerca, sí, aquel o era una maldita cámara. Lo estaban vigilando. ¿Desde cuándo estaría al í instalada? Pensó en Eloísa, primero pensó en que debía avisarla, debía decirle que los habían estado espiando y que quizás estuviera en peligro. Luego pensó que no debía decirle nada, pensó que era el a quien lo vigilaba, quien había instalado al í la cámara para grabarlo, para grabarlos juntos cuando hacían el amor, para controlarlo si lo hacía con alguna otra, o simplemente para ver cómo se desesperaba por las noches cuando el a no estaba y acababa masturbándose.

Pero si era así, el a lo había traicionado, de ser así, también tendría que decírselo, no solo decírselo, sino pedirle explicaciones. Quería saber más de el a, qué pretendía de él. ¿Acaso lo estaba utilizando? ¿No estaría utilizando las grabaciones para su posterior comercialización? ¿No estaría en manos de alguna organización criminal dedicada a la pornografía y Eloísa sería una de sus prostitutas? Aunque eso no cuadraba con lo que días antes había averiguado.

Si ya se sentía mal por su extraña situación, por su no saber qué ocurriría con Eloísa, con su lasciva relación, todavía empezó a sentirse peor ante tanta duda, ante tanta sospecha. ¿Qué haría si averiguaba que el a estaba detrás de todo? Si el a era la que había instalado la cámara, ¿Cómo reaccionaría? Posiblemente ahora mismo lo estuviera controlando, quizás lo había visto l egar borracho y había visto cómo se levantaba para coger la cámara de su sitio. Si era así, estaría ya advertida.

No sabía qué hacer, finalmente se decidió por meterse la cámara en el bolsil o y dirigirse a casa de Eloísa.

...

Llegó poco después, ya más despejado por el fresco de la madrugada. El portal estaba abierto, entró y encendió la luz. Subió las escaleras.

Cuando estaba por el segundo piso oyó unos gritos. El corazón le palpitó rápidamente.

Le pareció Eloisa. Sabía que vivía en el tercero, la había seguido un par de días antes.

Había descubierto que estaba casada y que tenía un hijo ya adulto. Su marido era rico, era un escritor famoso, Ramos, o Robles se l amaba. Se había sentido utilizado, de ahí su malestar. Parecían felizmente casados por lo poco que pudo averiguar.

¿Qué pintaba él en toda esa situación? No lo sabía. De ahí su estado melancólico, de ahí su borrachera, él, que no estaba acostumbrado a beber. Y ahora eso, la cámara. Al oírla gritar, no sabía por qué, volvió a pensar en la cámara, e imaginó que lo estaban espiando el a y su marido para el guión de alguna película, o el argumento de otra de sus asquerosas novelas. ¿Por qué lo estaban espiando? ¿Qué pretendían? Sus pensamientos eran cada vez más confusos. Nunca había sido una persona bril ante, pero en esos momentos se sentía más torpe que nunca.

Subió rápidamente hasta el tercer piso y siguió hasta situarse en el rel ano intermedio entre el tercero y el cuarto. Decidió esperar a ver qué ocurría. Oyó sonar el teléfono.

La luz se apagó. No la volvió a enchufar, se sentía más seguro, más protegido a oscuras. El teléfono dejó de sonar. Poco después le pareció oír el murmul o del agua, pero no estaba seguro, y luego aquel tipo saliendo a hurtadil as de la puerta, sin encender la luz.

Colgó el teléfono, después de que dejó de sonar había oído su voz al otro lado del hilo telefónico, era Eloísa.

-¿Dígame?

-¿Si?

Ella no se atrevió a contestar, no sabía qué decirle, las lágrimas todavía le recorrían por las mejil as. La idea del suicidio le había pasado muchas veces por la cabeza en los últimos años, pero ese día el sentimiento era más fuerte, mucho más intenso.

Sentía unas ganas terribles de morirse, estaba harta de vivir, harta de toda aquel a situación, de comportarse como una tonta como le decía su amiga Carmen. Pensó en entrar en el baño y l enar la bañera de agua caliente y luego cortarse las venas. Había oído que si se hacía con el agua caliente, la sangre salía del cuerpo sin apenas enterarse, y uno se sentía flotar hasta que moría dulcemente, como cuando se va al quirófano y lo pinchan a uno para inyectarle la anestesia. En ese momento estás mirando al techo y ves los focos del quirófano. Uno central, redondo, más grande, y otros, también redondos, más pequeños a su alrededor, como satélites del más grande. Primero los ves claramente, distingues la luz que sale individualmente de cada uno de el os, luego empiezas a verlos borrosos y se mezclan entre el os. La luz de todos se entremezcla en una única iluminación difusa, intensa, como debe de ser la entrada en el cielo. De repente la oscuridad.

¿Pero por qué tenía que quitarse la vida? Lo que debía hacer es quitar de en medio a su enemiga, a su mayor rival y más odiada hembra del universo. Si acababa con el a, Héctor acabaría en sus brazos. Posiblemente al principio estuviera muy abatido, pero se le pasaría, el tiempo todo lo cura, y al í estaría el a para consolarlo de tan enorme pérdida. Él se casaría con el a, estaba segura. Su hijo ya estaba crecido, por lo que no les daría problemas, Héctor sería totalmente para el a, no tendría que compartirlo con nadie, su espera habría valido la pena. Ahora estaba de viaje, sin duda estaría unos días fuera. ¿Por qué no hacerlo ahora? ¿Por qué no matarla ahora que no podían acusarlo a él? De nada serviría matarla si acababan acusándolo a él del crimen, al fin y al cabo, el marido siempre es el mayor sospechoso. Hasta es posible que tengan alguna póliza de seguro que lo l enase de mil ones después de la muerte de su mujer.

Esas cosas siempre las tienen en cuenta los policías. ¿Quién se beneficia del crimen?

Es la primera pregunta que se hacen. Se levantó de la cama y cogió un cuchil o de la cocina, uno pequeño pero el más afilado. Salió de casa con el pequeño cuchil o en el bolso.

...

Cuando l egó cerca de casa de Héctor, a un par de cal es de distancia, se cruzó con alguien que subía a un pequeño Corsa. Se miraron. A el a le sonaba esa cara, estaba segura de haberlo visto en alguna ocasión, sí, creía recordar que lo había visto con Héctor alguna vez.

Eloísa se sentía muy extraña. Aquel sueño la había intranquilizado mucho, ahora estaba ya más relajada, el agua recorriendo su cuerpo la tranquilizaba, pero sentía cosas raras, sentía como si un montón de personas estuvieran pendientes de el a, a su alrededor, el teléfono también la había intranquilizado. ¿Quién habría l amado? Si Héctor hubiera contratado aquel servicio de telefónica para saber quien l ama, ahora no estaría tan intranquila. Pero notaba auras de otras personas cerca de el a, y no eran los vecinos, los vecinos estaban durmiendo, aunque quizás alguno se había despertado con sus gritos y el posterior timbre del teléfono. Pero lo que notaba era distinto, pero no sabía interpretarlo. ¿Sería que Héctor estaba en peligro? A veces notaba esas cosas, cuando alguien cercano a el a le pasaba algo, el a se ponía alerta.

Unas veces acababa averiguando lo que sentía, pero la mayoría de las veces simplemente sentía cosas, así, sin más.

Llevaba muchos meses leyendo cosas sobre magnetismo, brujería blanca y un sinfín de cosas relacionadas con la psique, porque quería controlar su magnetismo si es que realmente lo tenía, o lo que fuere aquel o que el a sentía en su interior. Ella sabía que era mucho más sensible de lo normal, a las cosas, a los sentimientos de los demás.

Héctor nunca había podido engañarla, el a siempre sabía cuando mentía. Incluso notaba si estaba con otra.

La semana pasada había leído que algunas personas tienen un magnetismo especial porque ya de antaño, cuando las personas estaban en mayor contacto con la naturaleza, el estar expuestos a los rayos de las tormentas era más habitual que ahora. Dicen que cuando a alguien le cae cerca un rayo, a menos de cincuenta metros, parte de la electricidad del rayo carga a la persona como si fuera una batería.

Y no solo eso, sino que algunas de esas cargas de energía se transmiten por los genes de una generación a otra. Por eso los radiestesistas son tan sensibles, y les basta con utilizar medios sencil os como varil as de madera, alambres o péndulos, que simplemente utilizan para canalizar su magnetismo.

Cuando el a leyó eso, un escalofrío le recorrió el cuerpo, porque sintió que podía ser una explicación a su sensibilidad, a sus sentimientos tantas veces incomprendidos por los demás. Recordó que su madre le había contado muchas veces que de niña, estando en el patio del colegio, le cayó un rayo a pocos metros que destrozó una encina. La mujer, niña entonces, estuvo varios días sin apenas poder ver nada debido al fuerte fogonazo. Quizás esa era la explicación de porqué el a sentía cosas. Cosas de las que Héctor se burlaba porque no las entendía. La l amaba brujita, pero sabía que no la tomaba en serio.

Ahora estaba sintiendo muchas cosas, sentimientos contrapuestos, pero casi todo negativo, y estaba relacionado con el a. Con el a y posiblemente con Héctor. Se sentía espiada.

Salió de la ducha y se secó rápidamente. Entró nerviosa a la habitación y cerró las ventanas. Corrió las cortinas e hizo lo mismo en las otras habitaciones. Encendió las luces de toda la casa. Sentía ojos por todas partes.

CAPÍTULO IX

Había l egado agotado a casa la madrugada anterior, por lo que no tuvo ganas de ponerse a comprobar si las copias de los archivos eran recuperables desde su ordenador. Había l egado pasadas las cuatro de la madrugada y estaba muy nervioso.

Todo se había conjugado para ponerlo nervioso, todo había salido bien hasta que se dispuso a salir de casa de Eloísa. ¿Quién iba a pensar que a esas horas habría tanto tráfico? Gente entrando al portal, Eloísa despertándose violentamente a la misma hora, a gritos, el teléfono sonando, y luego aquel a mujer que lo vio subir al coche. Le estuvo dando muchas vueltas, sabía que la conocía, que la había visto en numerosas ocasiones, o quizás no tantas, pero estaba seguro de haberla visto antes. Pero hasta ese momento no cayó en la cuenta de que era Inés. Sí, estaba seguro, era Inés, Héctor se la había presentado años atrás, cuando coincidieron en una fiesta nocturna.

¿Qué hacía Inés a esas horas tan cerca de casa de Héctor? Que él supiera, el a no vivía por al í cerca, además, no eran horas para ir deambulando por la cal e.

Los nervios no abandonarían su cuerpo al menos en una semana. Esperaba realmente que los archivos estuvieran bien porque no sabía si se atrevería a volver a entrar en casa de Héctor, además, el hecho de que lo tuviera que hacer de nuevo a escondidas de él, lo ponía más nervioso todavía. No sabía si había actuado bien o no, pero ya lo había hecho y estaba dispuesto a leer cada una de las versiones y subrayar todo aquel o que le pareciese nuevo o distinto con respecto a la versión que ya había leído.

Se avergonzaba de sus deseos ocultos, de haber soñado con Eloísa, con su precioso cuerpo. La recordaba desnuda, como la había visto cuando sonó el teléfono, y la recordaba haciendo el amor con aquel maldito Julio en la cinta de video. Sentía celos, era increíble, pero sentía celos. ¿Cómo podía sentir celos de una mujer que no era la suya? De una mujer con la que nunca había tenido relación sexual alguna, de la mujer de su mejor amigo, que además, sabía que le había puesto los cuernos. El mismo Héctor no estaba celoso a pesar de saberlo, o al menos eso era lo que él decía. Tasio no estaba seguro de que eso pudiera ser, pero el hecho de que él mismo sintiera celos, todavía lo entendía menos. Nunca había tenido sentimientos tan fuertes por ninguna hembra. Esa noche incluso empezó a pensar que se había enamorado, pero desechaba aquel a idea absurda de su cabeza. Él no podía estar enamorado, no podía enamorarse de Eloísa. De Eloísa no.

-¡Dios!. Qué complicado es todo esto –pensó en voz alta mientras sacaba los disquetes del bolsil o de la chaqueta-.

Enchufó su ordenador y al oírlo vibrar ligeramente, recordó cuan ruidoso le había parecido el de Héctor rodeado del silencio de la madrugada.

Introdujo primero un disco y luego el otro y restauró las copias de seguridad sin problemas. Se sintió como un genio de la informática, orgul oso de sí mismo.

Localizó los archivos en el disco duro y abrió en el Word el que l evaba por nombre

“confieso1.doc”, suponía que era el primero. Este archivo apenas contenía cuarenta páginas del libro. Iba a leerlo en pantal a, pero finalmente decidió imprimirlo, a pesar de que su impresora era bastante lenta. De ese modo podría rayar el documento a voluntad y hacerse cuantas anotaciones al margen necesitase, y sería mucho más cómodo que estar pegado a la pantal a durante horas.

Imprimiría todos los archivos y a media mañana empezaría a leer el primero.

Sería bueno desayunar. Pensó en una buena taza de chocolate caliente con churros, humeante, dulce, con el chocolate espeso, muy espeso como se lo preparaba su madre de niño. Seguro que lo relajaría. Sí, lo necesitaba. La imagen de Eloísa, etérea, desnuda, se apoderó de nuevo de sus pensamientos, quedó como absorto, ni siquiera notó la erección incipiente debajo del pantalón.

Estaba todo hasta los topes, desde que habían inaugurado el garito unas semanas atrás, no había forma de pil ar mesa, pero sus amigos se empeñaban en quedar al í, no comprendía que perra les había entrado con el dichoso local. Nos vemos en el Krassis, Krassis arriba, Krassis abajo, ni que les regalaran la bebida.

A media tarde aquel o ya se había puesto imposible, y nada que decir a partir de las diez de la noche. Era cuestión de modas, seguro que en unos meses habrían abierto algún otro cerca de por al í y el Krassis tendría que cambiar su nombre por el de Krissis. La gente siempre ha sido muy gregaria, y le gusta ir donde más gente hay.

Basta ver un bar o un pub con poca basca, para que no se coma un rosco en toda la noche. En el momento ves movimiento, entonces empieza a apetecerte entrar, y cuanta más gente hay, más quiere entrar, es todo muy absurdo.

Sus amigos, además, no eran demasiado puntuales, siempre le había jodido que no lo fueran, él odiaba l egar tarde a ningún sitio, en eso debía de haber salido a su padre.

La puntualidad es una virtud más inglesa que española, no cabía duda, y si para más abundamiento se trataba de gente joven, entonces menos puntuales todavía. Mario, Juancho y el Migue eran de su misma edad, ya estaban todos creciditos y andaban por los veinticinco años, y como era típico de la generación de hoy, todavía estaban lejos de pensar en abandonar el nido familiar. Su padre se casó a los veinte, pero hoy en día no hay quien salga de casa antes de los treinta, al fin y al cabo, ¿Dónde se va a estar mejor que a la sombra de los padres si estos no exigen demasiado ni se meten con uno? Sus amigos, y él mismo, l egaban a la hora que querían a casa y sus padres apenas si les pedían alguna que otra explicación. Las más de las veces ni un solo comentario. Tenían tele en la habitación y hacían lo que les venía en gana. Muchas veces pasaban la noche fuera, o se juntaban en el chalet del padre de Juancho. Era un chalet cojonudo en las afueras y cuando cogían una mierda demasiado grande, entonces preferían pasarla juntos en el chalet. Juancho siempre l evaba las l aves, y el muy borde, algunas veces desaparecía, con las l aves y con alguna tía. Cuando eso ocurría, todos sabían dónde iba a beneficiársela. El padre del Migue era un poco burro y si le había dado por beber, lo mismo se metía a hostias con la Paqui, su mujer, que con el Migue si l egaba en mal momento. Pablo nunca lo había querido acompañar a casa por no arriesgar, el tío estaba zumbado. La verdad es que el Migue tampoco era muy largo que se diga, pero era buena gente, aunque una vez se le fue la mano con su chica y el hermano de esta le partió la cara, así, literalmente. Todavía se podía apreciar la larga cicatriz que le bajaba desde el lóbulo de su oreja derecha hasta el centro del mentón. El Migue estaba muy orgul oso de su cicatriz. Decía que ligaba más, que a las tías les molaban esas cosas. Pablo pasaba del tema. Mario era un poco afinado, aunque parecía ser que también le iban las tías. Nunca se sabe, hoy en día hay mucha gente a la que le va cualquier cosa, y lo mismo se lía con una chavalita rubita delicada y mona que con un negrazo de un metro noventa. Juancho era el único de la breve pandil a con algo más de dos dedos de frente, además de él mismo, claro, porque Pablo se consideraba el más inteligente, aunque no le servía de mucho en aquel ambiente. Juancho era de los primeros en clase en el instituto, de los que le daba por empol ar hasta las tantas de la madrugada, mientras los otros tres se iban de fiesta. Pablo lo solucionaba leyendo a última hora los textos. Tenía una memoria fotográfica, le duraba poco, eso sí, porque luego lo olvidaba casi todo, pero para los exámenes era una fiera. Le bastaba con leer los temas una sola vez una o dos horas antes del suplicio de las aulas. A Juancho le costaba sudor y lágrimas, pero el tío se lo ganaba, y difícil era que suspendiera alguna.

Pero a Pablo le aburría todo, desde segundo de básica la cosa de la escuela ya le empezó a cargar. Sus padres lo l evaron al psicólogo en más de una ocasión, y hasta les l egaron a decir que lo que ocurría es que su hijo era demasiado inteligente y por eso se aburría en clase, pero no era lo suficientemente inteligente como para considerarlo un niño superdotado, así que a joderse, a aguantar los rol os de los mediocres por no estar capacitado para estar con la élite. Estaba en un punto intermedio que para lo único que le servía era para aburrirse. Se estuvo