Confieso by Ramon Cerda - HTML preview

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DESENLACE

Yo estoy enamorado de Eloísa, creo que eso ha quedado patente a lo largo de todo el texto anterior. Al principio decía que una gran parte de este libro era ficticio, y solo una pequeña parte era real. Antes de continuar, quiero sincerarme con el lector, y decirle que lo que ahora va a leer, es totalmente cierto. Es una gran responsabilidad para mí, la cual asumo totalmente.

¿Acaso no quería yo también a Inés? Por supuesto. El hecho de que adorara a mi mujer no quería decir que no pudiese amar también a Inés. Una persona tiene capacidad para amar a más de una persona a la vez. Muchos son los que no están de acuerdo con estas afirmaciones, no me importa, yo sé que es cierto. Totalmente cierto.

Yo también amaba a Inés. Cierto que la dejé, la dejé porque hay amores incompatibles, y uno acaba teniendo que elegir. Mi elección fue esa. Buena elección, mala elección. Nunca sabré lo que hubiera ocurrido si hubiera elegido otra cosa. Sería necio decir que hubiera sido mejor tal o cual otra opción. Hice lo que hice porque en su momento tenía motivos suficientes para hacerlo, y no me arrepiento de el o.

No contaba con que Inés no aceptara mi abandono. Durante mucho tiempo mantuvimos el contacto telefónico, e incluso nos veíamos alguna que otra vez, como amigos, solo eso, como amigos.

Tampoco contaba con que Eloísa no pudiera aceptar esta segunda relación de amistad. Sin duda pensaba que yo podría perder seguridad en mí mismo y pudiera acabar abandonándola a el a. No se lo reprocho. ¿Qué hubiera pensado yo en esa situación?

El caso es que tuve que tomar una nueva decisión, tan amarga o incluso más que la primera. Tuve que decirle a Inés que ya nunca más podría l amarla por teléfono, ni quería que el a me l amara. Tampoco podríamos escribirnos ni vernos. Era duro, pero una vez más sabía que tenía que tomar una decisión y la tomé. Tampoco me arrepiento de el a. Tampoco me pregunto qué hubiera ocurrido si mi decisión hubiera sido distinta. ¿Para qué?

Siempre he pensado que el destino de cada persona está escrito, que sólo faltan los detal es. Los detal es son lo que uno va escribiendo día a día en su vida, pero los detal es nunca cambian sustancialmente el desenlace de la novela de cada cual. El desenlace es inevitable.

Los celos que yo creía que habían desaparecido, eran cada vez más evidentes a mi alrededor, tanto Eloísa como Inés sufrían por el o. El hecho de que yo las siguiera amando a ambas o solo a una, o incluso a ninguna, no importaba, nada tenía que ver.

Cada cual defendía su terreno, sus derechos. Poco podía yo hacer para solucionar la situación, más al á de lo que había hecho hasta entonces. Estaba atrapado, atrapado en mi destino.

Eloísa por su cuenta decidió hablar con Inés cuando yo todavía estaba en Segovia terminando mi última novela. Me enteré porque un amigo mío a quien no creo conveniente identificar, la vio entrar en su casa esa tarde. Supongo que de todos modos el a me lo hubiera contado en su momento.

Yo me temí que aquel a situación estaba tomando un cariz peligroso, y debía de hacer algo por mi cuenta para evitar cualquier problema.

Segovia no está tan lejos de Valencia, así que decidí ir a ver a Inés sin previo aviso.

Quería saber de qué habían estado hablando. Podría haberla l amado por teléfono, pero sé demasiado como son las mujeres, no me hubiera contado nada que no quisiera que yo supiese, en cambio, si me presentaba en su casa, la cosa era diferente, y yo estaba muy preocupado. Necesitaba dar una solución a este antiguo problema.

No lo pensé dos veces, cogí el BMW y me dirigí a toda velocidad hasta Valencia. No recuerdo la hora exacta, pero supongo que serían sobre las diez de la noche, o quizás un poco antes cuando l egué a casa de Inés. La encontré muy nerviosa, y sorprendida de verme.

Todo fue muy desagradable, todo salió de una forma imprevista. No voy a entrar en demasiados detal es porque me parecería cruel para la memoria de Inés.

Inés estaba furiosa. Me dijo que me largara, que no quería saber nada más de mí.

También empezó a amenazarme. Supongo que víctima del azoramiento y del nerviosismo. Estoy seguro de que nunca quiso hacerme daño.

La cogí de la muñeca con ánimo de tranquilizarla, pero en lugar de eso se apartó corriendo de mí y se dirigió a la cocina. Estaba fuera de sí. Había sufrido mucho.

Durante los últimos años sé que involuntariamente yo la había hecho sufrir mucho.

Intenté calmarla de nuevo, pero me sorprendió viniendo hacia mí, con un pequeño cuchil o en la mano. Tenía el mango negro de plástico, pero el filo resultaba aterrador a pesar de que no mediría más de diez centímetros. El cuchil o acababa en una punta amenazadora.

Me aparté. Ella volvió a atacarme. Me refugié como pude detrás de la mesa camil a que estaba en el recibidor, tropecé y me quedé sentado en el sofá marrón que recordaba que había estado siempre al í mismo. Ella se abalanzó hacia mí. Fue un acto reflejo mío. Lo juro. Juro que no quería matarla, pero al apartar violentamente su mano, la que sostenía el cuchil o. Dios mío. Cayó al suelo. Yo no sabía que hacer. En ese momento pensé que no podía verme involucrado en tal situación. Yo la quería, pero en nada iba a mejorar su situación si yo me entregaba a la policía.

Le cogí el cuchil o de la mano por si alguna de mis huel as había acabado en el mango a causa del forcejeo. Borré las huel as y lo dejé en el suelo. Salí huyendo como un cobarde de la escena. No sé si me crucé con alguien o no, estaba aterrorizado. Subí al coche y volví a Segovia. El largo trayecto me permitió pensar en lo que había hecho, en cómo me había comportado. Había sido un accidente. Sólo eso, un accidente.

Pensé en que yo había ido a casa de Inés, precisamente porque sabía que Eloísa había ido a visitarla. Sin duda habría huel as de Eloísa por todas partes. Las mías yo intenté borrarlas.

Yo estaba en Segovia. Todo el mundo sabía que yo estaba de viaje, y nadie me había visto abandonar el Hotel. Acabarían acusando a mi mujer del asesinato de mi amante.

Tendrían un móvil, los celos, una ocasión, su visita a casa de Inés, y una prueba, sus huel as. Seguro que encontrarían alguna.

Yo estaba desesperado. No sabía qué hacer. Durante horas estuve dando vueltas por la habitación. Finalmente me decidí. Por mi culpa había muerto Inés. No quería que sobre mi conciencia estuviese también la culpa de que Eloísa cargara con aquel a situación.

No tenía otro remedio. Debía de informar a alguien de los detal es de lo que había ocurrido, antes de que encontrasen el cadáver. Pensé en l amar a la policía y explicarlo, pero finalmente decidí terminar esa misma noche mi novela más auténtica, mi biografía. Detal ar en el a lo que había ocurrido. Pedir perdón públicamente por lo que había hecho, sin intención. Lo juro. No quería perjudicar a nadie, más bien al contrario, pero una vez más se ha demostrado que uno no puede huir de su destino.

Tan pronto termine de escribir, le enviaré el libro a mi editor, para que lo publique, con una nota que diga que puede entregarlo a la Policía si es necesario.

Quiero que todo el mundo sepa lo ocurrido. Quiero que todo el mundo sepa que quiero a mi mujer y que amé también a Inés. Confieso que todo lo que he incluido en este último capítulo es cierto, y espero que mis lectores no me juzguen demasiado cruelmente.

Pido comprensión.

Segovia, octubre de 2000

...

Ahora abriré el paquete que mi amigo me ha traído al hotel. Yo nunca he tomado drogas habitualmente. Alguna raya de coca y algún que otro porro en mi juventud, pero nada más. Nunca antes me había pinchado. La heroína me parecía algo excesivamente fuerte para mí, y sin duda lo era.

Sabía que para un no adicto, bastaban 0,2 gramos de heroína pura para que el desenlace fuera fatal. Un adicto puede soportar hasta diez veces más, pero como digo, yo no podía considerarme adicto. La última raya de coca la esnifé hace más de diez años en una estúpida fiesta.

Decidí inyectarme todo lo que me habían traído. Era más de los 0’2 gramos que necesitaba, pero al fin y al cabo, iba a ser mi última noche.

CAPÍTULO XII

SEIS MESES DESPUÉS

Tasio todavía no podía creer lo que había ocurrido. CONFIESO había sido todo un éxito, al convertirse en una verdadera confesión publicada por un autor famoso. En menos de seis meses se habían vendido ya más de cien mil ejemplares y Adolfo estaba preparando una nueva edición. Todo el o teniendo en cuenta que no se había editado en rústica y que el libro había salido a la venta en 4.500 pesetas.

Por un lado, Tasio no podía creer que fuera cierta la confesión de su amigo Héctor, aunque realmente era creíble. Era cierto que él podría haber estado a una hora aceptable en Valencia para estar en casa de Inés, pero lógicamente a él no le cuadraba el hecho de que alguien lo hubiese avisado de que Eloísa había visitado a Inés, más, teniendo en cuenta que Héctor parecía referirse a él en la novela.

Si nadie lo había avisado, podían ocurrir dos cosas, o que de todos modos hubiera tenido pensado de antemano ir a ver a Inés, con lo cual simplemente habría mentido en algunos detal es para proteger a Eloísa. O que simplemente mintiera rotundamente en todo y no hubiera bajado a verla. En esa segunda hipótesis, el único motivo de la confesión, no cabía duda de que era el de proteger igualmente a Eloísa, aunque de una forma más clara. De ser así, era porque Héctor creía que el crimen, o el accidente, había sido provocado por Eloísa.

Era lo más probable como él mismo había informado, pero no estaba seguro. No podía dejar de pensar en que Héctor había hecho lo que había hecho, simplemente para proteger a Eloísa, por unas sospechas que el propio Tasio había puesto en su cabeza. En parte se sentía culpable por el cariz que habían tomado los acontecimientos.

Aunque Eloísa no hubiera tenido nada que ver con la muerte de Inés, cosa de la que todavía dudaba Tasio, era evidente que sí que corría un peligro cierto porque de hecho la policía la visitó al día siguiente. Habían sido muy eficientes y estaban interrogando a todas las personas aparentemente relacionadas con Inés. El nombre de Héctor estaba en el listín.

Se comprobaron las huel as, y parece ser que sí que se encontraron huel as de Eloísa.

Por suerte el a en ningún momento había negado haber estado en casa de Inés. El libro lo recibió su editor y el propio Tasio, antes del levantamiento oficial del cadáver, lo cual le dio una veracidad importante a la confesión de Héctor. Quien sabe.

Seguramente nunca nadie sabría la verdad.

Muy posiblemente Héctor tuviera razón con aquel o de que el destino de cada cual estaba escrito y solo podíamos encargarnos de los detal es. Podíamos montárnoslo mejor o peor, pero acabaríamos según estuviese programado. Nunca antes había pensado en el o, pero podría ser cierto.

Había decidido retirarse definitivamente. Al fin y al cabo, su mejor cliente ya no estaba, y se había hartado de investigar para las multinacionales. Tenía suficiente dinero para acabar de pasar su vida tranquilamente, y Eloísa lo había aceptado a su lado. Nada de sexo todavía, Eloísa todavía estaba muy afectada por la muerte de Héctor, pero su relación era muy buena. Tasio era feliz. De no ser por la muerte de Héctor, todo sería perfecto.

La policía había cerrado el caso. Parecía evidente que había habido un accidente mortal, y parecía también evidente que Héctor había confesado. Se comprobó que no hubo ningún robo ni ninguna violación, lo cual hizo todavía más creíble la versión que ahora se había convertido en un Best Sel er.

El éxito del libro había sido tal, que hasta él mismo lo había leído. Le parecía increíble que alguien se acusara públicamente de algo que en realidad no había hecho. Nadie mejor que él para saber que era así. Algunos detalles no coincidían, pero prácticamente todo lo que Héctor detal aba en el libro era cierto, había ocurrido así, sólo que no era Héctor quien la mató.

¿Por qué lo hizo? ¿Por qué confesó una muerte en la que nada tenía que ver?

Su conciencia lo corroía por dentro, pero al fin y al cabo había sido un accidente.

Nunca había tenido la intención de matar a aquel a mujer. Ni siquiera supo que se l amaba Inés hasta que vio su nombre en el timbre de la escalera. No la conocía de nada.

Desde que aquel o había ocurrido, él no era el mismo, estaba demacrado y apenas comía. Lo poco que comía lo vomitaba casi de inmediato. Había perdido al menos diez kilos, a pesar de que siempre había estado bastante delgado. Se había mirado al espejo, estaba ojeroso, amaril ento.

Lloraba cada día, él no era un asesino. Se sentía sucio, mal. En más de una ocasión l egó a pensar en el suicidio, pero no tenía valor para el o. En cambio Héctor lo había tenido, a pesar de no tener nada que ver con el crimen. Cuantas más vueltas le daba, menos lo comprendía todo.

Daba vueltas por la habitación, intranquilo. Miró por la ventana, estaba l oviendo, no muy intensamente pero sí de forma bastante continuada. Era un día triste, gris, más bien frío. Fumaba más de tres paquetes diarios de cigarril os, unos días Ducados, y otros Fortuna, eso cuando no los mezclaba

...

Salió a la cal e, no l evaba chaqueta y tampoco había cogido paraguas. Estuvo paseando durante más de una hora, con la única protección de los balcones de algunas viviendas. Estaba empapado pero parecía no importarle, la ropa le pesaba cada vez más, y los pies los notaba inundados dentro de las zapatil as de deporte imitación de Nike. En la mano sostenía un cigarril o que se había apagado a causa de la l uvia nada más salir de casa. La gente, con paraguas, se cruzaba con él y se lo quedaban mirando. Parecía un mendigo. De hecho no se había limpiado ni peinado desde quince días atrás. Tampoco se había afeitado, aunque mucha barba no tenía, parecía que una hilera de hormigas se paseara por su cara estropeada. Iba arrastrando los pies, salpicando al pasar por encima de los charcos, una vieja le increpó cuando le mojó las medias. Cruzó una cal e sin mirar, el semáforo de peatones estaba en rojo, los coches frenaron y se pusieron a pitarle todos al unísono. Él siguió cruzando, como flotando, como sin darse cuenta de nada. Como no importándole nada de lo que ocurría a su alrededor.

Llegó a la altura de una pequeña Iglesia, recordó que al í fue donde él tomó la comunión, o quizás no fuera al í, en realidad el recuerdo era muy vago, muy difuso, parecía más un sueño que un recuerdo. De chico iba con sus padres los domingos a Misa, a oír la liturgia o como se l amase aquel o. Entró sin ningún objetivo concreto.

Quizás solo para no seguir mojándose, para calentarse un poco.

El templo estaba vacío, era pequeño. Los bancos eran de madera, algunos de el os atacados por la carcoma. Las vidrieras eran también bonitas, aunque los colores hacía años que habían perdido su esplendor y estaban pidiendo a gritos una buena limpieza.

Pasó entre las dos hileras de bancos y se arrodil ó en el pasil o. Hizo la señal de la cruz. Cuántos años hacía que no repetía aquel gesto. Cuántos años que no pisaba una Iglesia. El ruido del agua se oía sordamente en el interior, generando una sensación de paz muy agradable. Pasó por delante del cepil o y dejó veinte duros. Se disponía a salir cuando pasó por delante de uno de los confesionarios. El Párroco estaba al í cerca.

-¿Quieres confesarte hijo mío? –le dijo el Párroco en un susurro-.

Sin duda el cura había visto en su cara la amargura de la carga de conciencia que arrastraba desde hacía seis meses.

Él asintió con la cabeza. El cura entró en el pequeño habitáculo de madera muy oscura y vieja. Era marrón inicialmente aunque en algún tiempo se había pintado de negro y la pintura había sido lijada con posterioridad. Volvía a ser marrón. Tenía muy mal aspecto. También había sido atacado por la carcoma. En aquel silencio, hasta le pareció oírla actuar en las interioridades de aquel a madera. Se arrodil ó en el exterior, todavía recordaba dónde había que colocarse para confesarse. Lo que no recordaba era lo que tenía que decir antes de empezar a nombrar sus pecados. El Párroco abrió la pequeña ventanil a interior, aunque no se le podía ver el rostro desde esa posición.

Sin duda se dio cuenta de que el hombre no sabía lo que tenía que decir.

-Dime, hijo mío. ¿Qué te ocurre? ¿Has pecado?

-Sí, padre –su voz sonaba ronca, imperfecta, l evaba varios días sin hablar con nadie.-

-Cuéntame tus pecados.

-He matado.

El Párroco sintió un escalofrío en su espina dorsal, aunque no lo dejó entrever, ayudado por la oscuridad del confesionario.

-¿Cómo ha sido eso hijo mío?

-Fue un accidente, hace ya mucho tiempo, casi una eternidad para mí, porque no vivo desde entonces.

El hombre parecía haberse soltado ya y siguió hablando.

-Tuve unos encuentros íntimos con una mujer mayor que yo, y l egué a sospechar que el a era quien grababa aquel os encuentros. Encontré una cámara en el armario de mi habitación. Esperé unos días a que el a volviera a venir a mi casa para preguntarle por qué lo había hecho, pero como no vino, finalmente decidí ir a su casa y seguirla hasta encontrar un sitio donde poder hablar a solas con el a.

La seguí hasta la casa de otra mujer. No fui el único, otro tipo la seguía también. Yo ya había visto a ese hombre en otra ocasión, salía de casa de la mujer.

Cuando el a salió de casa de esta otra, esperé a que el tipo se marchara, no quería que me viera seguirla. Al tener que esperarme, ya no la pude seguir, de manera que decidí subir a casa de la otra mujer para preguntarle si sabía dónde podía encontrarla.

Subí y el a me abrió. Empecé a preguntarle, posiblemente algo nervioso porque comencé a hablarle de la cámara y de que estaba harto de que me espiaran, y no sé cuantas cosas más, como si el a tuviera algo que ver con aquel o que me atormentaba. La mujer se asustó. Yo le dije que no pasaba nada, que no iba a hacerla daño. Sólo quería saber dónde había ido la otra mujer. Metí mi mano en el bolsil o para sacar la cámara y que viera que era cierto lo que yo estaba diciéndole. Por lo visto creyó que iba a sacar una pistola, o a saber qué. Ella hurgó en el bolso que tenía encima de la mesa, el bolso cayó al suelo, pero primero había sacado de su interior un cuchil o pequeño. Me amenazó con él. Yo le dije que me iba, que no quería nada de el a, que no quería hacer daño a nadie.

Sólo quería saber por qué me espiaban, qué es lo que habían hecho con aquel as películas, si las habían vendido o las habían publicado en Internet, o si querían hacerme chantaje con el as. Yo no estoy casado, ¿sabe?, pero posiblemente querían chantajearme con decírselo a mi madre, no lo sé, siempre me ha costado bastante pensar.

Yo no quería hacerle daño a nadie. De verdad. Tenía miedo, el cuchil o estaba cada vez más cerca, y yo no encontraba la puerta, era como si me hubiese perdido, como si aquel a casa fuera enorme. Sabía que no lo era, pero yo no encontraba la puerta para salir.

Tropecé con el bolso y me situé detrás de la mesa, el a me siguió como loca, yo volví a tropezar y me quedé sentado en el sofá, me hice daño en la espalda con el reposabrazos, el a se me tiró encima con aquel cuchil o. Yo solo me defendí, sólo quería apartarla de mí para que no me hiciera daño, para que no me matara, quería matarme, se lo notaba en la mirada, estaba furiosa. No sé lo que ocurrió, cuando me di cuenta el a estaba ya en el suelo, sangrando y con el cuchil o en la mano, yo no quería matarla, se lo prometo, pero cuando me di cuenta ya estaba muerta, en el suelo, la sangre le salía a borbotones por el cuel o. Salí huyendo de al í y estuve dando vueltas por la ciudad más de seis horas, sin saber dónde meterme, adónde ir, qué hacer. Tenía miedo. Si iba a la policía, me encerrarían, el os se creerían que había ido a robar o a violarla, qué se yo lo que me hubiera ocurrido. Nadie me iba a creer.

El hombre dejó de hablar, estaba sol ozando. El Párroco no se movía de su asiento, dudaba si creerlo o no, l egó a pensar que estaba loco e incluso temió por su vida. El hombre se levantó sin esperar la absolución, el Párroco, siguiendo con lo que creía que era su obligación, lo absolvió en silencio, con un gesto mientras el hombre salía de la Iglesia. Seguía l oviendo.

Seguía l oviendo. Había sido un día de perros, dando vueltas con el maldito autobús y sin parar de l over. Cada vez que abría la puerta para que subiese alguien se le helaban hasta las ideas. La gente lo mojaba con los paraguas. Aquel trabajo era una mierda. Aun no sabía por qué se había dejado el taxi. El taxi era más divertido, cada vez iba a un sitio distinto. En el autobús siempre la misma vuelta, una y otra vez, los mismos semáforos, los mismos embotel amientos.

La l uvia además ponía de mal humor a la gente, subían al autobús mojados, de mal humor y cargaban el ambiente. Cuando l ovía subía gente que no usaba el autobús cuando hacía buen tiempo, y se equivocaban con las paradas, se empeñaban en hacerlo parar donde no podía, y el ambiente se cargaba cada vez más.

Esa misma noche hablaba con la parienta y enviaba a los de la EMT a tomar por el culo, lo había decidido. Al carajo, se compraba otra licencia de esas que vendían ahora los que se retiraban, y a pasar de todo. Ni crisis ni leches, como el taxi no hay nada, aunque hayan subido el gas-oil esos hijos de puta de las petroleras. Si no quería subir a alguien, pues no lo subía. Era lo que hacía cuando veía a algún moro o a algún negro, no los aguantaba. En el autobús era diferente, tenía que dejar pasar a todo el mundo. Vaya mierda de país, se nos estaba l enando de piojosos de todas partes, le decía a la parienta cuando iba a casa cargado de cerveza.

Un par de meses atrás lo expedientaron por conducir bebido, no era mucho, pero el problema es que se metió con una mujer que fue a quejarse a la central. Lo l amaron y lo dejaron tres días sin empleo ni sueldo. ¿Podían hacer eso? Él no lo sabía, pero tampoco se molestó por averiguarlo. Tres días de fiesta son tres días. Los aprovechó para ponerse al día de cervezas con los amigotes.

Otra parada, otra vieja con paraguas, otra salpicadura, otro usted disculpe, pero él cada vez más helado y más mojado. A los viejos tampoco los soportaba, si por él fuera los eliminaría a todos a los sesenta años, no hacían más que estorbar y gastarse los recursos de los demás.

Dobló la esquina mientras farful aba para sí, un pequeño claro se había abierto en el cielo, vaya, a lo mejor iba a dejar de l over. Un rayo de sol entró por aquel pequeño hueco y le dio en pleno cristal. Todo fueron colores lo que vio en ese momento, la luz se descompuso en los miles de gotas que habían l enado el parabrisas. Entre tantas luces y tantos colores, apenas si l egó a ver a aquel tipo que salía de la Iglesia sin mirar. Maldita sea –blasfemó-.

Apretó el freno, pero no sirvió de nada, el enorme mastodonte de la EMT siguió avanzando justo lo suficiente como para aplastar a aquel infeliz.

Ontinyent, octubre de 2000

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