gobernante,
político
yparlamentario. Tales son las bases fundamentales de nuestraaristocracia.
Pero junto a ella, fundidos ya en su seno, figuran otros elementos,aquellos que han logrado la opulencia en las dos últimas décadas, en lascuales, mucho más que en el trascurso de la anterior centuria, se hadesenvuelto la prosperidad del país. Así, pues, la
«haut» resulta unpoco heterogénea, un poco mezclada y confusa, como toda nuestra vida. EnEuropa la aristocracia está nítidamente definida: la componen los quepueden ostentar un título nobiliario, otorgado, justa o injustamente,por los reyes, ya sea en antiguos pergaminos, ya en moderno y deleznablepapel de barba. Pero siempre
«papelitos cantan». Aquí no tenemos nada deeso, felizmente. Nos limitamos a decir:
«apellido conocido», «gentebien», «buena familia». Estos títulos—que acaso sean los mejores, losverdaderamente meritorios—constituyen nuestra alta clase social.
Mas,como va dicho, forman una aristocracia indeterminada, indefinible en elsentido estricto, compuesta de apellidos históricos (verdaderaaristocracia dentro de la democracia republicana), familias de largatradición de riqueza, nombres políticos del último siglo y elementosopulentos de la última hornada. Yo no sé explicar mejor el fenómeno:pero creo que lo dicho basta como esbozo de nuestro gran mundo.
Y vengamos al tema verdadero de nuestra croniquilla. ¿Cómo se entra eneste gran mundo? Aquí empieza la función del «tramitador». No es difícilesta entrada, pues nuestro gran mundo es fácil, abierto, asequible.
El «tramitador» es persona conocida, «mozo bien», hombre, en fin,perteneciente a uno de los grupos en que hemos definido nuestraaristocracia. Se puede «tramitar» un joven, una niña y aun toda lafamilia. Generalmente, aunque se empiece por una sola persona, se acabapor tramitar a todo el grupo familiar. Comienza la acción tramitadorapor grandes e hiperbólicos elogios de los tramitados, antes de lapresentación. El padre, el jefe de la familia a tramitar, es un hombrelleno de méritos; tiene una estancia de diez leguas, pobladas por élmismo, con alfalfares magníficos y animales finísimos. «Hombres asíhacen falta al país»—dice el «tramitador». Y tiene razón: estos son loshombres que hacen falta. Luego agrega que es una persona muy educada,muy discreta, muy agradable. Habla después del hijo: «es el mejorestudiante de derecho; saca siempre diez puntos y, socialmente, es de lomás fino, de lo más culto y muy amigo de sus amigos». Para la niña, parala hija del estanciero y hermana del futuro jurisconsulto que eclipsaráun día la gloria de Justiniano, tiene el «tramitador»
palabrasjustamente ponderativas: «es una monada; muy linda; toca el pianoadmirablemente; habla francés como una francesa y recita versos deRostand; interesantísima la muchacha». El «tramitador» tiene tambiénunos conceptos oportunos para la señora, para la consorte delterrateniente: «es muy sencilla, muy buena y muy caritativa». Por últimoresume así las condiciones de toda la familia:
«gente de lo más bien».
Preparado el terreno, vienen las presentaciones. El «tramitador» estárelacionado con todo nuestro gran mundo y le es muy fácil ir dando aconocer en los altos círculos a sus nuevos amigos.
Al aventajado estudiante le apadrina en su presentación de socio en elJockey y le inicia en la vida de los clubs. Quizá le organice unbanquete íntimo para celebrar sus triunfos universitarios, banquete alque asisten jóvenes muy conocidos, aunque estudian poco. No solo porestudiar son conocidas las personas. A la niña la recomienda mucho a susrelaciones femeninas y muy especialmente a unas parientas del propio«tramitador», señoritas distinguidas que figuran mucho en sociedad, lascuales toman bajo su protección a la neófita, logrando que sea invitadaa las principales fiestas de nuestro gran mundo. El «tramitador», quetodo lo prevé, tiene buenos amigos entre los cronistas sociales de losdiarios. De manera que la señorita desconocida empieza a ser mencionadaconstantemente en las crónicas, entre lo más dorado de nuestra sociedad.Tiene también el «tramitador» algún pariente que ocupa alta posición enla política o en el gobierno. Y un día le presenta a su amigo, el ricoestanciero. El terrateniente habla con el personaje político deproblemas ganaderos y agrícolas, de la situación del país, deexportaciones e importaciones, de frigoríficos, de novillos y pastos,etc. Discurre con sensatez y equilibrio, aunque sin ciencia.
Nutrido derealidad, su visión directa de las cosas suple con ventaja a los libros.El que siembra diez leguas de alfalfa es un economista que nada tieneque aprender de Leroy-Boulieau. Nuestro terrateniente queda muycomplacido de haber alternado con el personaje. Al poco tiempo esnombrado por el gobierno para que forme parte de una comisióninformadora sobre la extensión de la aftosa. Los diarios dan cuenta desus interesantes opiniones sobre el punto. Con tal motivo el estanciero,oscuro hasta entonces, se torna conocido para todo el país, justamenteconocido y respetable, pues tanto su labor como sus palabras contribuyenal progreso patrio. El «tramitador» no olvida nada. Por medio de unasparientas, matronas muy distinguidas y muy dadas a la caridad pública,hace que la señora del terrateniente sea incluída en la comisióndirectiva de una tradicional institución de beneficencia. Con esto laexcelente señora alcanza también aquella figuración correspondiente a suedad, a su posición y a sus gustos.
Detalles más o menos, he ahí el proceso que lleva al brillo social a unafamilia que vivió siempre en una discreta penumbra. En breve tiempo sunombre, repetido por los diversos conceptos ya señalados, viene a formarparte de nuestra indefinida aristocracia, de nuestro gran mundo. Quizáalgunas personas dadas a lo tradicional y castizo, apegadas a laranciedad, no vean con buenos ojos estas improvisaciones. Sin embargo,es una de las condiciones más simpáticas de nuestra modalidad social,pues prueba su poder asimilativo en estos rápidos procesos de remociónque caracterizan nuestra vida colectiva. Pero este es un problema desociólogos y economistas que no me corresponde ni puedo yo tratar. Quizáalguna vez cuente lo que mi marido, hombre de mucho seso, que llevaademás un apellido de largo abolengo, piensa sobre este punto.
Entretanto, terminemos estos ligeros apuntes descriptivos con unas pocaspalabras más sobre el «tramitador». ¿Qué móviles le inducen a ejercerestas tramitaciones?
¿Son ellas desinteresadas?
Muchas veces, sí. Una pura simpatía le guía. Otras veces, el espíritudemocrático, latente en nuestra sociedad, no obstante ciertos anhelos dediferenciación de algún reducido grupo, lleva al «tramitador» aconvertirse en lazo entre la burguesía que se forma rápidamente y la yaconstituída. Pero hay también «tramitadores» interesados.
Nuestro granmundo se va volviendo un poco complejo. Y existen ya figuracionesdifíciles en el orden económico, estrecheces doradas, angustiasdomésticas por no renunciar al brillo social, mantenido con arduosapuros y apreturas tristes, ocultas y silenciosas. De aquí que hayaalgún «tramitador» interesado. Alguna vez el jefe de la familiatramitada, hombre de gran poder económico, puede ayudar al
«tramitador»en sus negocios vacilantes con sus influyentes relaciones bancarias ypor los mil medios que tiene a su alcance la sólida opulencia. Otrasveces, el «tramitador»
se convierte en heredero de las diez leguasalfalfadas por medio de un matrimonio un tanto morganático, si valeexpresarse así, en que se unen el brillo del nombre y el más opaco queda el campo bien alfalfado, aunque exento de gules. La vida es unaserie de mutuos apuntalamientos, de combinación de anhelos, deasociación de aspiraciones diversas. Unos allegan o ponen el nombre;otros la sustancia. El que tiene nombre y no sustancia, quieresustancia. El que tiene sustancia y no nombre, quiere nombre. En elfondo lo queremos todo: nombre y sustancia, y también amor. Elequilibrio y la felicidad surgen de la obtención de lo complementario,de aquello que nos falta. En saber conseguirlo reside el secreto de lafelicidad. Y por eso no debe decirse que existen matrimonios desiguales,ya que cada uno pone en esta sociedad divina y humana lo que al otro lefalta, coordinándose así los deseos dispares.
En estos casos, salta a la vista que el «tramitador» se está tramitandoa sí mismo...
LOS AFEITES
Los viajeros y turistas que visitan Buenos Aires con propósito deestudiar nuestra sociedad y nuestras costumbres suelen maravillarse delo general que es aquí la belleza femenina. Llámales igualmente laatención la extraordinaria variedad en la hermosura.
No existe, como enEuropa, la uniformidad de tipo: rubias en el Norte, morenas en el Sur.En los viejos pueblos europeos se ha consagrado una copiosa literatura ala apología de estas distintas formas de belleza. Los poetas del Surdicen que Dios concedió la mujer rubia a los pueblos del Norte paraconsolarlos de la ausencia del Sol.
Los vates del Norte, por su parte,ven el infierno en los ojos negros de las mujeres del Sur. Pero sabidoes que la poesía es el arte de la simplicidad y de la exageración, o dela exageración simplista, pues las pasiones, como todo fenómenoindividual, nada tienen que ver con el color del pelo o el matiz delcutis. Y así, hay rubias muy exaltadas y volcánicas que viven entre lasneveras y témpanos de Siberia, mientras no es raro ver en los cármenesdel Mediterráneo morenas lánguidas y desmayadas, como sumidas en sueñoletárgico a compás del vaivén de las hamacas. Así como las tormentas seproducen en todos los puntos de la tierra, hay también ciclonespasionales en todas las zonas del espíritu universal. Lo único cierto esque la pasión es en el Sur más gritona, más aparatosa, más visajera;pero ello no quiere decir que sea más intensa. El loro alborota más consus pasiones que el mudo pingüino, sin ser por esto más apasionado.
Como iba diciendo, la belleza es aquí variadísima. Difícil sería decirsi hay más rubias que morenas, o más morenas que rubias. Lo que puedeafirmarse es que cada una, en su tipo propio, es trasunto y dechado dela hermosura femenina. Se atribuye ello a la fusión de razasheterogéneas en este crisol argentino. Mi marido que, como sabéis, esmuy inteligente, suele disertar de sobremesa acerca de este tópico,teniéndome a mí por amable auditorio. Según él, lo esencial de lahermosura es la salud, que ya por sí misma es una belleza. Y esta saludoriginaria la traen consigo los montañeses de todas las latitudeseuropeas que constituyen la mayor parte de la inmigración, montañeses nocontaminados de la vida urbana y decadente de los viejos pueblos. Ajuicio de mi marido, este proceso social va creando en Buenos Aires elarquetipo de la belleza física. La atención que presto a cuantodice—pues no tenéis idea de la elocuencia y solidez razonadora de miesposo—es para él un estímulo intelectual, y así sus disertacionessobre la belleza de la mujer argentina participan de la profundidad dela ciencia y del encanto del arte. Yo le escucho con gran gusto, y alsorprenderme de sus arrebatos líricos, me dice que lo atribuye al modeloque tiene delante... ¡Si es lo más gentil!...
Pero nuestras beldades, o algunas de ellas, se han empeñado en estropearo destruir con los artificios de afeites y pinturas su propia hermosuranatural. Esta pésima costumbre, que ya estaba casi desterrada, vuelve arenacer ahora en forma alarmante.
¿Qué móvil puede guiar a la mujer que se pinta? ¿Engañarse a sí misma?Esto es pueril, pues dentro de nuestra propia conciencia sabemos que labelleza pintada—
suponiendo que esta pintura lo sea—es una bellezapegadiza, falsa, histriónica. El anhelo de íntima perfección se funda,por otra parte, en no ensañarnos a nosotras mismas, ni en pensamiento nien obra. ¿Engañar a los demás? Tampoco, ya que a la legua se ve que estápintada una cara. Y aunque no se viera, la intención del engaño no seríamenos censurable. Entre la mujer que se pinta y la máscara no hay másdiferencia que de grado de enmascaramiento. La que es linda no necesitapintarse, pues nada añade la pintura a su lindeza, antes la deforma ydestruye. La que es fea, o poco agraciada, no conseguirá con inanes yfútiles ingredientes químicos aquella hermosura que le fué negada por laNaturaleza.
Esta tendencia de la mujer al afeite es muy remota y tiene raícespsicológicas o instintivas difíciles de descubrir. Ya en las cuevas delos trogloditas la mujer se pintaba, creyendo agregar con ello encantosa su figura. Las indias se pintaban también. Según Miranda, elhistoriador del Uruguay, las mujeres charrúas se hacían unas rayasazules perpendiculares, desde la frente a la mandíbula. No es, por lotanto, el tocado pinturero fruto de nuestra civilización moderna yrefinada. Tiene un origen salvaje. Esto debía bastar para que latendencia fuera desterrada de nuestras costumbres. En este sentido, loshombres han progresado más que las mujeres. Entre los hombres existetambién la pintura en forma de tatuaje. Pero ningún hombre distinguidola emplea. Sólo los marineros se pintan un ancla en los brazos o seestampan en el pecho el velamen y la arboladura del bergantín, la imagennáutica, en fin, del barco en que viven. Y esto es pasable, ya que talpintura es el símbolo de su oficio, el emblema de su lucha épica con loselementos trágicos de la Naturaleza.
Pero ¿es posible pintar la belleza en un rostro en que no exista? Sesimulará, por unas horas, la frescura, el color; mas no las líneas, quees donde reside la verdadera belleza. La contextura orgánica de unrostro, la armazón ósea, no hay pintura que pueda trasformarla, como losdorados de un chapitel no reforman la arquitectura de un templo torcidoo contrahecho.
Me anticipo a reconocer la inutilidad del razonamiento en su aspectofundamental estético. La mujer vana y superficial seguirá pintándose,con arreglo a los cánones que en la moda imperen. Porque también en estode la pintura existe la moda. Nos lo demuestran unos versos clásicos dela comedia de Calderón de la Barca titulada «Eco y Narciso».
«—Un tiempo se dieron
En usar ojos dormidos;
No había hermosura despierta,
Y todo era mirar bizco.
Usáronse ojos rasgados
Luego, y dieron en abrirlos
Tanto, que de temerosos
Se hicieron espantadizos.
Las bocas chicas, entonces
Eran de lo más valido,
Y andaban por esas calles
Todos los labios fruncidos.
Dieron en usarse grandes,
Y en aquel instante mismo
Se despegaron las bocas,
Y, dejando lo jasifo
De lo pequeño, pusieron
Su perfección en lo limpio
De lo grande, hasta enseñar
Dientes, muelas y colmillos.»
En estos versos del clásico dramaturgo castellano está encerrada laevolución de la moda del afeite en el trascurso de su vida.
Se ha repetido hasta la saciedad que la cara es el espejo del alma. Estedicho vulgar tiene vida permanente por la verdad que encierra.Efectivamente, el rostro y, sobre todo, los ojos, constituyen, digamosasí, el reflejo de nuestra vida interna. Las manos, los brazos, loscomponentes todos de nuestro cuerpo, no revelan nuestra personalidadpsíquica. La revelación está en la cara y en la mirada. Ahora bien:
¿quégénero de personalidad pueden acusar un rostro y unos ojos pintados? Noserá una personalidad real, con su espíritu revelado, sino unapersonalidad de farmacia o de fabricación química, esto es, lo menospersonal que puede existir. De aquí que, el pintarse la cara, espejo delalma, equivalga a pintarse el alma misma.
Las deducciones que de estas premisas se desprenden son un pocoescabrosas. No hemos de hacerlas. Sólo diremos que ni el enmascaramientofísico, ni el moral, duran en la vida, ni puede fundarse felicidadalguna en tales y tan deleznables artificios.
Con todo, puede admitirse en las jóvenes este pueril error de pretenderacentuar con afeites su propia belleza. El deseo de agradar implicasiempre una forma de generosidad. También supone egoísmo (los instintosson muy confusos y contradictorios) ya que pretende acrecer con esterecurso falso la hermosura natural.
Pero ¿qué decir de las señoras deedad, casadas, con prole, quizá con nietos, que se pintan? Una dama,entrada en años, luchando con el tiempo en su tocador, constituye elespectáculo más grotesco y risible que pueda darse. Las canas y lasarrugas ennoblecen a quien sabe llevarlas. ¡Anular el tiempo conafeites! Debajo de la pintura está visible la realidad; y el aparentartreinta años, cuando se tiene cincuenta, sólo revela que los veinte dediferencia no han dejado en nuestro espíritu la gravedad de pensamientoque da el tiempo. La impresión de ridiculez que nos produce una viejapintada dimana de que sus ideas no concuerdan con el reposo y laserenidad correspondientes a los años que tiene. En las jóvenes lapintura es, en el fondo, una coquetería, y queda muy mal el coqueteo acierta altura de la vida. El rasgo esencial de la vejez es un tranquilodesengaño, y causa risa ver una mujer engañándose a sí misma de que aunno está desengañada. Según Schopenhauer (la cita va por cuenta de mimarido, que lee filosofía alemana) las ideas y los sentimientos debenser concordes con la edad y la experiencia adquirida en la vida. Elafeite en las viejas viene a ser algo así como una chochera pictórica. Yla chochez, respetable cuando es natural, resulta risible cuando seopone vanamente por medio de estos artificios a los estragos del tiempo,pidiendo a la química de tocador la juventud y la belleza que huyeron.
Nada más bello que el rielar del alma en el rostro, revelando nuestroestado emocional, el pudor, el sonrojo, la dulce alegría, todos losmovimientos espontáneos de nuestro espíritu. La pintura es una ficciónteatral, histriónica, cosa, en fin, de la farándula. Todas las artistasse pintan, a fin de dar la sensación de los distintos personajesrepresentados. Pero una señorita distinguida no debe representar más queun solo papel, el suyo, el natural, el que le asignó la Providencia alcrearla. Su carrera natural es el matrimonio, y la vida íntima yfamiliar no debe convertirse en una comiquería. Si yo fuera hombre no mecasaría con una señorita que cambia de color su pelo. Tendría missospechas de que un día pudiera cambiar también su condición espiritual,y aun su misma adhesión; que quien no es constante consigo misma, con supropia naturaleza, con sus propios atributos físicos, puede extender acosas más graves su frívola veleidad. En la propensión a lo teatral haysiempre algún peligro. En la Edad Media se hacía un mundo aparte delmundo teatral. No todo era absurdo en los tiempos medioevales, digan loque quieran los historiadores y sociólogos modernos.
La mayor hermosura es la sinceridad, en la cara y en el alma, en lafigura moral y en el espejo que la refleja. Y vaya, para terminar, estehumilde consejo: el mejor afeite es el agua fresca. Nos la echan paracristianarnos. Usémosla siempre cristianamente...
LAS PACES
Las paces, así, en plural, constituyen un problema no menos arduo que lapaz, en singular.
La paz se refiere al retorno a la tranquilidad y al sosiego de dos o másnaciones en lucha, o de varios partidos enzarzados en guerra civil yfratricida. Las paces aluden a la avenencia y reanudación del amor en elmatrimonio después de la discordia.
Aunque a primera vista parezca lo contrario, es más fácil hacer la pazque «hacer las paces». Ya oigo exclamar: ¡Qué paradoja! No hay talparadoja; espero demostrarlo. Lo que ocurre es que la diferencia demagnitud entre ambos conflictos, el conyugal y el internacional, hacecreer a los espíritus superficiales que este último tiene un arregloinfinitamente más difícil que el primero. Esto es un error de juicio,que consiste en atribuir a la extensión de la trifulca o peloterainternacional móviles más irreductibles a concordia que aquellos quedeterminan las disidencias y ciscos conyugales. Las guerras no son másduraderas porque sean más grandes. Hay guerras chicas que no se acabannunca. Ninguna guerra internacional dura treinta años, mientras existenmatrimonios que llegan como el perro y el gato a las bodas de diamante.Basta este hecho para probar que es más fácil hacer la paz que «hacerlas paces».
Y el fenómeno se explica fácilmente. Para hacer la paz hay reyes,diplomáticos, cancilleres, ministros, políticos, gobernantes, etc.,todos los que han lanzado a los pueblos a la pelea. Para «hacer laspaces» no hay acción intermediaria y pacificadora, porque losguerreros—los cónyuges—empiezan por ocultar su propia guerra. En lasguerras internacionales los combatientes sienten el orgullo y el honorde la pelea.
En las guerras conyugales, por el contrario, se siente lavergüenza de mantenerlas. Y
por eso se ocultan. Los cónyuges simulan lapaz sin estar hechas las paces, ofreciendo al exterior una dulceconcordia, mientras la guerra civil arde en casa. Esta incomunicación dela guerra con el medio exterior es precisamente lo que dificulta
«hacerlas paces». Así, pues, los contendientes, los cónyuges, han de buscar,en medio de su contienda, los métodos y las maneras de apaciguar sudiscordia. Y aquí está, precisamente, la dificultad. ¿Cómo sersimultáneamente, guerreros y diplomáticos, actores e intermediarios?¿Cómo suspender las hostilidades? Dicho sin metáforas, en lenguajedirecto: ¿Quién ha de ceder primero? ¿Quién de los dos se anticipará aofrecer el beso o el abrazo de reconciliación, forma protocolar de losarmisticios conygales?
Ya se ve, pues, que no hemos exagerado al decir que es más fácil hacerla paz que
«hacer las paces».
Ahora bien: discurramos un poco sobre los mejores métodos para concertararmisticios conyugales y llegar a la armonía definitiva. Se trata de unpunto psicológico complicado, del cual depende el renacimiento de ladicha eclipsada.
Desde luego, sólo aludiremos a desavenencias exentas de gravedad. Noqueremos referirnos a esos conflictos insolubles dimanados de ladeslealtad, de haber faltado a la fe jurada ante los altares de Dios ylas leyes humanas. He aquí—volviendo a nuestro primer argumento—uno delos casos en que es más difícil «hacer las paces» que hacer la paz.Ninguna paz es irrealizable, mientras que hay paces que son imposiblesen absoluto.
Un disgusto por causa sin importancia puede agrandarse hasta latragedia. La intemperancia en las palabras, la ira, la cólera, unconcepto envenenado, un gesto desdeñoso, pueden convertir una frusleríaen odio ardiente, en sordo rencor, en desamor repentino,irreconciliable. Del amor al odio, aunque parezcan estados de ánimoantípodas, no hay más que un paso. Y cuanto más sensibles y másespirituales son los cónyuges, más rápidamente se pasa de un estado aotro. Los temperamentos arrebatados lo mismo se arrebatan hacia laderecha que hacia la izquierda. A una gran capacidad de amor correspondeuna gran capacidad de rencor y de odio; pues en los espíritus ricos ensensibilidad y emoción, cada sentimiento tiene su contrafigura.
Quienes capaz de amar mucho es también capaz de odiar sin límites. Sólo en elteatro se ven personajes cuyos sentimientos tienen una sola dirección;es lo que se llama unidad de carácter. Pero la vida es muy distinta decomo se ve en el teatro, cuya literatura es la más inferior y simplista.No hay tal unidad en la vida psíquica de ninguna persona real, de carney hueso, con su espíritu complejo, ondulante y variable, con suspasiones en lucha consigo mismas y con las pasiones, anhelos y deseos delos demás. Una sensibilidad muy fina, como flor del aire, nos puedehacer muy felices, pero también muy desgraciados: nos dará grandesilusiones, contentamientos exultantes y desbordados, y también tristezasagobiadoras y melancolías profundas. A un alma muy amorosa y tierna lehiere una injusticia, una mala palabra, un concepto descortés, un actoegoísta, en una forma mucho más aguda que a los seres de sensibilidadnormal. Y así su ternura y su exquisitez sentimental reaccionarán alpunto violentamente en sordo rencor. No se confunda el rencor con lavenganza; se puede ser rencoroso sin ser vengativo. La venganza espasión baja, innoble; el rencor, metido como un ascua en el alma, es unsentimiento producido por una ofensa a las mejores cualidades de nuestroespíritu. Y siendo éste bueno, será rencoroso, pero no vengativo, puesla propia idea de su figura moral, de su noble condición, le impedirádar escape al rencor en venganza.
Gran parte de estas reflexiones se las debo a mi marido, que es taninteligente como bueno, pues ya supondréis que yo me perdería en estascomplejidades psicológicas y en estos distingos sutiles entre venganza yrencor.
Decíamos que el máximo amor está muy cerca del repentino y máximo odio.Si Romeo y Julieta, en medio de sus coloquios y deliquios, «bajo lapálida gracia elísea de las noches de luna» hubieran tenido una palabrahiriente o un concepto depresivo, aquel su estado de gloria se habríainterrumpido al instante, y el vivo rescoldo de su amor se tornaría enllamarada de odio, o en triste y helada melancolía, o en torvo rencor,aunque luego desapareciese tal estado de ánimo para retornar al amor.
¿Cómo realizar este retorno? Aquí está nuestro problema. Hay que «hacerlas paces». Ya oigo la respuesta. Debe empezar el que tenga la culpa deldisgusto. Pero es el caso que cada uno de los cónyuges cree que la culpala tiene el otro. Y como no hay cancilleres ni diplomáticos en estaguerra, oculta entre cuatro paredes, es ella insoluble, mientras uno delos contendientes no se rinda a discreción.
Corresponde a la mujer rendirse, con razón y todo. No es voto sospechosoel voto de una mujer. El amor propio, la terquedad, el hincapié, lapersistencia testaruda, son condiciones que no favorecen a nuestro sexo.Nuestra fuerza está en nuestra debilidad.
No sé quién ha dicho que debeemplearse más presteza para sofocar un resentimiento que para apagar unincendio. Y si el resentido es el marido, la presteza debe ser mayor.Una palabra dulce calma la ira. Nuestras respuestas, sin dejar de serveraces, han de ser suaves, tranquilas, bondadosas, con arreglo a estabella fórmula de San Francisco de Sales: «Quien te dice una verdad concortesía te echa rosas a la cara».
La mujer ha de ser abeja cargada de miel y desprovista de aguijón.Nuestra mayor victoria es el dominio sobre nuestros nervios; lasensación más exquisita es regir nuestra sensibilidad. «La perfecciónestá hecha con nadas y es algo más que nada la perfección»—dice MiguelAngel, que sabía modelar, no sólo las figuras, sino también las almas—.Es una desdicha que nuestro propio carácter sea el obstáculo de nuestrafelicidad. «Nada puede hacerme daño, excepto yo mismo—dice SanBernardo—; el mal que me agobia lo llevo conmigo y jamás sufrorealmente sino por mi culpa». Alude el santo varón a los disgustos quedimanan de nuestro carácter, de nuestra irritabilidad, de nuestraintemperancia, de los enconos de nuestro pobre corazón.
Como véis, gústame leer a los escritores santos, o a los santosescritores. Y entre éstos el que más me place y divierte es San JuanCrisóstomo, un detractor furibundo del sexo femenino, que llama a lamujer «un mal necesario», «una tentación de la Naturaleza», «unafascinación mortal» y otras cosas por el estilo. San JuanCrisóstomo—perdóneme el santo varón—debió llegar a la santidad por lainfluencia desgraciada de algún desengaño amoroso. Si así fuera, debíaser más justo con nuestro sexo, ya que, gracias a los desvíos de algunaingrata, pudo alcanzar su estado de perfección y de gloria eterna.
Pero este santo misógino (así me dice mi marido que se llama a losenemigos de la mujer) era, por lo demás, hombre de mucho talento. Yo leoconstantemente su definición de la paciencia, una de las principalesvirtudes de la mujer. Esta definición encierra el mejor método para«hacer las paces», y aun para evitar toda guerra conyugal. Divide lapaciencia en nueve grados o mandamientos. «El primer grado de lapaciencia es no empezar la injusticia; el segundo, después que el otrola empezó, no vindicarse de igual manera; el tercero, no hacer al queveja lo que tú padeces; el cuarto, atribuirse a sí