Cuentos y Diálogos by Juan Valera - HTML preview

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—En mi vida estuve en Iberia, contestó riendo Abaris.

Confiesa que miremedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado loschicos y hubieran sido capaces de morirse. Para hacer mas verosímil lahistoria, puse yo mismo por arte mágica en las espaldas de ambos lassalamandras. Todo ha sido lo que allá en los tiempos venideros, dentrode cerca de tres mil años, llamarán los sabios y pulidos un mito, ylos ignorantes y rudos, un camelo o una filfa.

ASCLEPIGENIA

diálogo filosófico-amoroso.

————

La escena es en Constantinopla. Siglo V de la Era Cristiana.

Habitación de Proclo. Es de noche. Una lámpara de siete mecheros, puestasobre un trípode o candelabro de bronce, ilumina la estancia.

Puertas alfondo y a los lados.

ESCENA I.

PROCLO, de edad de cincuenta años, seco, escuálido, consumido porvigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en unsitial. Su discípulo, MARINO, está de pié, junto a él.

MARINO.—¡Maestro! ¿Estás decidido a recibir esta noche?

PROCLO.—Lo estoy. En cualquiera otra ciudad podría yo excusarme: enByzancio no, que es mi patria. ¿Cómo privar a mis paisanos del auxilio yconsuelo de la sabiduría?

MARINO.—Difícil es; pero debieras reposar y cuidarte.

Estás que pareceel espíritu de la golosina, de puro desmedrado. Te vas a matar contantos afanes.

PROCLO.—Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera.

MARINO.—Me afliges al decir eso. ¿Qué haré yo sin ti en este mundo?Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen aconsultarte hablan siempre a solas contigo: no extrañes que note unacontradicción...

PROCLO.—Di cuál es, y te demostraré que es aparente.

MARINO.—¿No afirmas tú que se requieren largos preparativos antes decomunicar la sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te consultan?

PROCLO.—No toda la verdad, cuyo resplandor los cegaría, sino algo de laverdad, velado en símbolos. Así el sol se vela entre nubes, a fin de queojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.

MARINO.—Veo que esta noche estás expansivo. ¿Me permites que te hagavanas preguntas?

PROCLO.—Haz las que se te antojen. Si me es lícito, contestaré.

MARINO.—Pues con tu venia: ¿qué nos trae aquí desde el fondo del Asia,donde estabas estudiando los más oscuros ritos y misterios del Oriente,y desentrañando su oculto sentido? ¿Es capricho de tu alma o mandato deun numen?

PROCLO.—Hace ya años que mi alma no tiene caprichos.

Es mandato de unnumen.

MARINO.—¿Puedo saber de cuál?

PROCLO.—De Venus Urania.

MARINO.—¿La evocaste?

PROCLO.—No la evoqué. Ya sabes tú que en el día rara vez me tomo eltrabajo de evocar a los númenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienena verme, enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de lavida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a lainteligencia y a la causa soberanas, a través de todas lasmanifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero que subirpor mil grados hasta llegar a dichos númenes, y aun después, desde losnúmenes hasta el manantial inexhausto de lo celeste y terrenal, delespíritu y la naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha,yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve, por dondellego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino más hondo: por dondellego al Uno. Me abstraigo de todo lo exterior; echo a un lado sentidosy potencias; borro imágenes de la fantasía; cubro con niebla densa todolo escrito en la memoria; y, hundiéndome en el abismo del alma, hallo alque es. Allí nos juntamos él y yo. Allí él y yo no somos más que el Uno.De este modo se explica que, siendo yo simple mortal, sea tanconsiderado por los dioses.

En la ligereza de carácter, propia de laserena beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas dela mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por elprincipio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo más que un perro;por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades olímpicas; maspor la inteligencia especulativa e intuitiva, llego al Uno y dejo muydetrás de mí a los ángeles, a los demonios, a los genios y a losnúmenes. Por la unidad esencial que en mí hay, y de la cual hasta lainteligencia es emanado atributo, soy el Uno mismo. El Uno soy yo en losinstantes dichosos de entusiasmo, de conjunción y de éxtasis.

MARINO.—Por Hércules vivo, maestro, que me lleno de envidia siempre quete oigo afirmar esa unión, por la cual te pones en el Uno o teidentificas con el Uno. Se me ocurre, no obstante, cierta dificultad.

PROCLO.—Explánala y te la resolveré.

MARINO.—¿Por qué, si hallas al Uno, hundiéndote en el abismo del alma,te allanas a buscarle en la naturaleza? ¿Por qué no estás siemprereconcentrado y como viviendo en la eternidad?

PROCLO.—Para imitar al propio Uno. Porque el Uno y yo, además de ser elUno, somos el Bien. Es nuestra ley no quedar en el centro, absortos enel absoluto egoísmo y en la inefable contemplación de nuestra esencia.Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos activos. De él y de míemanan la voluntad, la inteligencia y la palabra, y ellas crean elmundo. Desenvuelve el Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida yla armonía y el movimiento, y cuanto es y será. Desenvuelvo yo mi idea,y nacen el arte, las religiones y la ciencia. Y la creación del Uno y micreación se compenetran y confunden y vienen a ser la misma. ¿Meentiendes ahora?

MARINO.—Me pasmo de tu claridad. Con sobrada razón mereces apellidarteel sumo pontífice de todas las creencias, el gran ciudadano de todas lasrepúblicas y el archi-metafísico de todas las metafísicas. No, Proclo,tú no eres un mortal.

PROCLO.—En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Consideradoen mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un puntoinmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se hallaparada, cifrada y reconcentrada. Considerado en el ápice de mi mente, enla inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de lasexistencias sucesivas, perpetuo tránsito, movimiento sin término,carrera sin meta, mudanza y proceso que no acaban.

MARINO.—Y dime, maestro, el sacrificio que sin duda haces al salirtedel Uno y penetrar con la mente y con el discurso y con el afecto eneste universo visible, ¿qué principal propósito lleva?

PROCLO.—Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayortrascendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en eltiempo debido para una función importantísima. Mi espíritu toma carnehacia el fin de la civilización antigua para comprenderla toda enconjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiarescreaciones, con los sueños de sus poetas desde Lino y Orfeo hasta ahora,con su pensamiento filosófico

desde

Pitágoras

hasta

Jámblico,

con

losdescubrimientos de sus matemáticos, astrónomos y físicos, y con lasenseñanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia,con los despojos ópimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de laIndia, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, todaesta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, hanvenido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente. Yafundido todo, he desechado la escoria por los bríos de mi virtudcrítica, y he guardado sólo el metal limpio y puro. Por último, por otravirtud plasmante que hay en mí he vaciado ese metal como en un molde, yhe sacado a la luz el refulgente y completo sistema de la antiguasabiduría. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio deOccidente. El imperio de Oriente sucumbirá también. Pronto vendrá labarbarie. Las tinieblas de la ignorancia cubrirán el mundo. Yo seré,desde entonces hasta que aparezca la aurora de una nueva y tal vez másrica civilización, faro luminoso que alumbre y guie al humano linaje.

MARINO.—Reconozco la importancia de tu vida y de tus obras. Pero,concretándonos al caso singular de tu venida a Byzancio, ¿qué es lo quea ello te mueve?

PROCLO.—Muéveme amor.

MARINO.—¿Amor de patria? ¿Amor de gloria?

PROCLO.—Amor de una mujer.

MARINO.—¡De una mujer! Me dejas turulato. ¿Quién había de suponer quepensabas en tales cosas?

PROCLO.—No hay motivo para que te quedes turulato.

¿Qué tiene deabsurdo que yo ame a una mujer? La amo desde que la vi: desde hacequince años. Ella tenía entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos.Entonces era como capullo de rosa: hoy debe de brillar con toda la pompay el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida. Claro estáque si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amaría; pero,volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, ¿quéhallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? ¿Quéimagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirá elsabio que valga más que la mujer hermosa? Cuando el artista quiererepresentar a la ciencia, a la poesía, a la virtud,

¿no les da forma demujer?

MARINO.—Es cierto.

PROCLO.—No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a laciencia, a la poesía y a la virtud con forma visible.

MARINO.—Ya no me maravillo. ¿Y puedo saber cómo se llama tu amada?

PROCLO.—Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco. Ya tehe dicho que la conocí quince años ha. La conocí en Atenas. Plutarco meacabó de enseñar la filosofía. Asclepigenia me inició en los misterioscaldeos, en los ritos de las orgías sagradas y en los procedimientos máseficaces de la teurgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados poramor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo paramí como dorada nube, donde se me aparecía, en reflejos fugitivos, el soleterno: toda la perfección del Ser.

MARINO.—Nobilísima manera de amar fue la tuya... ¿Y

ella, cómo teamaba?

PROCLO.—Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mía.

MARINO.—¿Y por qué te separaste de ella?

PROCLO.—Por mil razones. Ni ella ni yo queríamos contaminar la purezadel amor que para siempre nos une.

Ambos anhelábamos seguir sin tropiezoel camino ascendente que hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba.Éramos demasiado jóvenes. No estábamos aún a toda la altura a que nosimportaba estar. Decidimos, pues, separarnos por amor de nuestro mismoamor. Prometimos reunirnos cuando ya no hubiese peligro alguno.

VenusUrania me ha revelado que ya no le hay, y por eso vengo en busca deAsclepigenia.

MARINO.—Notable revelación estuvo. No hay más que verte, maestro, paraconocer que no estás peligroso.

PROCLO.—Tienes razón que te sobra.

MARINO.—La fama ha difundido, por esta gran capital, que la honras contu presencia y que recibirás en consulta a tres personas cada noche. Pormedio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene degente, han sido repartidos los billetes de entrada. Pronto irán llegandopor su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los detendrán en laantesala. Yo los conduciré luego hasta ti.

PROCLO.—Aunque Marciano profesa la religión de Cristo, es muy amigo míoy se parece a mí en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria,como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a cumplirdoce lustros, dos más que yo, dicen que se casará con Pulqueria, conquien ha de compartir, en honestidad santísima, el trono y el imperio deOriente. Del mismo modo, Asclepigenia compartirá conmigo el trono y elimperio de la filosofía. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si havenido alguien.

(Sale Marino y vuelve un instante después.) MARINO.—¡Maestro! el primero que acude a consultarte es un bellísimo yelegante mancebo, llamado Eumorfo.

Nadie se viste con tanto lujo yprimor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia ygallardía. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas másencopetadas.

PROCLO.—¿Qué pretenderá de mí ese pisaverde? Dile que pase adelante.

ESCENA II.

PROCLO y EUMORFO a quien Marino acompaña, yéndose luego.

EUMORFO.—Abismo del saber, lucero de la filosofía, archivo de todas lasnoticias divinas y humanas...

PROCLO.—Amable mancebo, déjate de lisonjas y di lo que pretendes.

EUMORFO.—Pretendo que me ilustres un poco.

PROCLO (Con cierto desdén.)—¿Y para qué?

EUMORFO.—No me desdeñes así. Confieso que no tengo por las ciencias lavocación más decidida. A ti, que todo lo penetras,

¿cómo

he

de

intentarengañarte?

Pero,

francamente, mis chistes y agudezas, mis habilidades,mis talentos de sociedad, todo queda deslucido sin algo de filosofía.La filosofía se ha puesto en moda entre las señoras de los círculosaristocráticos, a quienes sirvo, pretendo y tal vez enamoro. Me faltaeste charol; dámele, y seré irresistible.

PROCLO.—Aunque es vulgar, mezquino y un tanto cuanto pecaminoso elfundamento de tu deseo, tu deseo es bueno en sí, y me decido asatisfacerle; pero la empresa es ardua.

Por más que no quieras tomarsino una ligerísima tintura, necesitas varias lecciones: necesitasasimismo consagrar a mi servicio y asistencia un par de horas diarias, afin de que vayas recogiendo sentencias de las que se escapan de mislabios muy a menudo.

EUMORFO.—Consagraré a tu servicio y asistencia ese par de horas diariasque dices.

ESCENA III.

DICHOS, MARINO.

MARINO.—Una dama, que, si bien envuelta en velo argentino, dejatraslucir que está dotada de majestuosa hermosura; una dama, cuyo trajede seda y cuyas joyas riquísimas manifiestan lo elevado de su clase,acaba de bajar de una silla de manos y se halla en la antesalaaguardando que la recibas. Parece una diosa por el ritmo y la nobleza desu andar entonado y por el olor de ambrosia con que satura en torno elambiente. ¿Le digo que aguarde?

EUMORFO.—¡Venerando maestro! La galantería exige que recibas luego aesa dama. Yo aguardaré en otro cuarto.

PROCLO.—Bien está. (Señalando a Eumorfo la puerta de la izquierda.)Entra en aquel. (A Marino.) Di a la dama que no se detenga.

(Vanse Eumorfo y Marino.)

ESCENA IV.

PROCLO, ASCLEPIGENIA.

(Eumorfo asoma la cabeza de vez en cuando, ve, escucha y hace gestos deasombro durante toda esta escena.) PROCLO.—¡Deslumbrante aparición! ¿Quién eres? ¿Eres mortal o diosa?

ASCLEPIGENIA. (Alzando el velo y descubriendo el rostro.)—¿No mereconoces, Proclo?

PROCLO.—¡Asclepigenia de mi corazón! ¡Cuán bella estás! Como el mediodía vence al albor de la mañana, tu beldad de hoy vence a la beldad conque hace quince años resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma sehabrá mejorado y hermoseado también.

ASCLEPIGENIA.—No lo dudes. También mi alma se ha mejorado y hermoseado.

PROCLO.—Sea mil veces enhorabuena. ¿Y de quién es tu alma?

ASCLEPIGENIA.—En su unidad es del Uno. En todas sus facultades,virtudes, potencias y demás atributos, es siempre tuya.

PROCLO.—¿Conque me amas?

ASCLEPIGENIA.—Te amo. Apenas supe que estabas aquí, he venido abuscarte.

PROCLO.—Ya no hay peligro.

ASCLEPIGENIA.—Lo veo.

PROCLO.—¿Viviremos juntos?

ASCLEPIGENIA.—¿Y por qué no? Poseo un magnífico palacio dondealbergarte. Serás mi filósofo. Contigo, por medio de la contemplación,en alas del entusiasmo y del amor sin mácula, me arrobaré, me extasiaréy me perderé en el Uno.

PROCLO.—Así sea.

ASCLEPIGENIA.—Ahora tengo que dejarte. No puedo faltar esta noche en mipalacio, donde aguardo visitas. Ve a instalarte allí desde mañana.

PROCLO.—No aspiro a otra cosa.

ASCLEPIGENIA.—Como supongo que no te habrás venido sin los utensiliosde tu profesión, mis criados se presentarán aquí con un carromato parala mudanza de todos los libros y trastos de hacer milagros, hablar conlos muertos y atraer a los genios y demonios.

PROCLO.—Eres mi providencia terrenal. ¿Cómo pagar tanto cuidado?

ASCLEPIGENIA.—Amándome.

PROCLO.—Con el alma toda.

ASCLEPIGENIA.—Para despedida, te permito que me des un casto beso en lafrente.

PROCLO. (Besándola con timidez respetuosa.)—Es la vez primera que latocan mis labios. ¡Cuán regalado favor!

ASCLEPIGENIA.—¡Adiós, amadísimo Proclo!

(Vase)

ESCENA V.

PROCLO, EUMORFO.

EUMORFO.—¿Sabes lo que digo, maestro?

PROCLO.—Di, y lo sabré. No quiero tomarme el trabajo de adivinar tuspensamientos.

EUMORFO.—Pues digo que se me van quitando las ganas de estudiarfilosofía.

PROCLO.—¿Y por qué?

EUMORFO.—Porque la filosofía vuelve tonto a quien la estudia.

PROCLO.—Te equivocas. Lo que hace la filosofía es reforzar las prendasque cada uno tiene. Al tonto no le vuelve discreto, ni al discretotonto; pero al discreto le hace discretísimo, y al tonto tontísimo.

EUMORFO.—Salvo el merecido respeto, te declararé entonces que tú propiote condenas.

PROCLO.—¿De qué suerte?

EUMORFO.—Porque mostrándote ahora tontísimo con toda tu filosofía,debiste de ser tonto en tu vida precientífica: tonto de nacimiento.

PROCLO.—¿Y qué prueba he dado yo de esa tontería superlativa de que meacusas?

EUMORFO.—La prueba es tu amor sublime por Asclepigenia.

PROCLO.—¿Qué sabes tú de eso?

EUMORFO.—Conozco a Asclepigenia muy a fondo.

PROCLO.—Te alucinas. Quiero dar por supuesto que conoces las potenciasde su alma, las cuales, en su efusión, han creado para ella un cuerpotan hermoso; pero la esencia eterna de esa alma misma, que es lo que yoamo y por lo que soy amado, está en un punto inaccesible para ti.

EUMORFO.—¿Consientes que me valga de un símil?

PROCLO.—Valte de cuantos símiles se te ocurran.

EUMORFO.—¿Quién es más dueño del mundo, la emperatriz Pulqueria que legobierna, o tú que le comprendes?

PROCLO.—Yo, que le comprendo. Aunque Pulqueria poseyese, no ya sóloeste planeta que habitamos, sino todos los demás planetas, y los astros,y los cielos, no poseería más que un burdo remedo del Universo, tal comoel Demiurgo le contempla en el Paradigma, antes de sacar la copia o eltraslado. Pero me inclino a sospechar que eres un majadero, y que noentiendes ni entenderás jamás estas cosas.

EUMORFO.—No te sulfures, maestro. Si yo no entiendo esas cosas,entiendo otras más fáciles y agradables de entender. Asclepigenia tendráquizá su Demiurgo y su Paradigma misteriosos que tú entiendes y posees;pero sus cielos, sus planetas y sus estrellas, son míos desde hacealgunos meses.

PROCLO.—¿Qué palabra dijiste?

EUMORFO.—Dije que Asclepigenia filosofa contigo; que contigo no quiereni quiso nunca peligrar; pero que conmigo no hay peligro que noarrostre.

PROCLO.—Por las divinidades superiores e inferiores, que en larga serieproceden del Uno, confieso que me duele lo que acabas de descubrirme.Sin embargo, todo se explica satisfactoriamente dentro de mi sistema.Las cosas son como son; y no pueden ser mejores de lo que son, porque,como son, son perfectas según su grado.

EUMORFO.—Consuélate con ese trabalengua.

PROCLO.—¿Y por qué no consolarme? Asclepigenia y yo, con el librealbedrío de nuestras almas, dispusimos amarnos, y nos amamos y seguimosy seguiremos amándonos eternamente, ayudados del favor divino, que acudea nosotros en virtud de la plegaria. Contra esto nada puedes tú; nadapueden tus iguales. Hay, a pesar de todo, en la efusión de las potenciasdel alma, algo de corporal que está sujeto al hado. Esto es lo que heperdido en Asclepigenia. La fatalidad me lo roba. El libre albedrío deella no ha sido bastante brioso para defenderlo con heroicidad. Pero ladiscordia entre el libre albedrío y el hado será al fin dominada por laProvidencia, la cual lo purificará todo, reduciéndolo a la celestial ymaravillosa armonía, que casi toca y se confunde con el Uno hiperhipostático.

EUMORFO.—Tu discurso suena tan peregrino en mis profanas orejas, que meinduce a creer o que eres un prodigio de prudencia semi-divina, o queestás loco de atar.

ESCENA VI.

DICHOS, MARINO.

MARINO.—Un respetable anciano pide permiso para entrar a hablarte. Sellama Crematurgo. Es el más rico capitalista del imperio. Ha hecho delmodo más filantrópico la mayor parte de sus riquezas. Ha traficado encierta clase de individuos, que ya dirigen en los alcázares los negociosmás difíciles, ya sirven sin infundir recelos a los maridos celosos, yacantan como serafines en las iglesias.

Retirado ahora de estafabricación y comercio, se dedica a prestar al gobierno y a losparticulares al cincuenta por ciento al año. Con tales virtudes,excelencias y servicios, no debe chocarnos que haya merecido el favor dela emperatriz y de sus ministros, los cuales le colman de distinciones.Ya le han nombrado conde Palatino y se anuncia que van a crear para élel título singular y nuevo de Sebastocrátor.

PROCLO.—¿Y qué pretenderá de mí ese tunante? Vamos, dile que entre y leoiremos.

(Vase Marino.)

EUMORFO.—Y yo ¿qué hago?

PROCLO.—Escóndete de nuevo donde estabas.

(Vase Eumorfo.)

ESCENA VII.

PROCLO, CREMATURGO.

CREMATURGO.—¡Oh

faro

de

las

más

altas

especulaciones! ¡Oh déspota delos genios y demás poderes sobrenaturales!...

PROCLO.—Está bien. No me adules. Di qué pretendes de mí.

CREMATURGO.—Tú, que lo sabes todo, ¿no podrías decirme de qué medio mevaldré para que mi amada sea mía, solamente mía?

PROCLO.—No llega tan lejos mi saber. Si llegara, le hubiese yo empleadoen favor mío, que buena falta me ha hecho.

CREMATURGO.—Veo que tu saber no vale un comino.

Harto me lo sospechabayo.

PROCLO.—Expon, no obstante, tu caso, y allá veremos si puedo remediarteo darte al menos algún consejo útil.

CREMATURGO.—Yo estoy prendado de la más hermosa mujer que hay enByzancio. Por ella hago descomunales desembolsos. No hay primor, nirefinamiento, ni objeto de arte, que ella no logre por mí. He traídopara ella telas bordadas del país de los Seras, alfombras de Ctesifón,perlas y diamantes, papagayos y monos de la India, perfumes y oro deArabia, y chales de Cachemira. Su palacio encierra muebles incrustadosde marfil y nácar, estatuas de mármol de Paros, vajillas de plata, vasosde Nola y jarrones del extremo Oriente, que tienen un barniz desconocidoen los imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa ensilla de manos lindísima, o se pasea o va al circo o al hipódromo enreluciente carroza o harmamaxa, tirada por cuatro blancos caballos. Enfin, nada le falta. ¿Cómo me compondré para que ella no me falte a mí?

PROCLO.—Lo discurriremos. Para mayor ilustración del asunto, infórmamede quién es esa dama que tan caro te cuesta.

CREMATURGO.—Es Asclepigenia, la hija del filósofo Plutarco.

PROCLO.—¡Profundos cielos! ¿Quién lo hubiera podido imaginar en lavida? Tú eres mi rival.

CREMATURGO.—¿Tu rival? Pues qué, ¿también a ti te ama? ¿Qué le das tú,esqueleto pordiosero y ambulante?

PROCLO.—El alma, la esencia eterna. Pero sabe ¡oh sátiro vetusto! quetodavía tienes otro rival. Sal, Eumorfo.

ESCENA VIII.

DICHOS, EUMORFO.

CREMATURGO.—¿Qué descaro es este? ¿Cómo te atreves, Eumorfo, apresentarte y a rivalizar conmigo? Tengo en mi poder cuatro pagaréstuyos vencidos y archivencidos, y voy a ejecutarte mañana.

EUMORFO.—Refrena tu furor, generoso magnate. Yo ignoraba queAsclepigenia te perteneciera.

CREMATURGO.—Sea como sea, lo cierto es que Asclepigenia nos ha burladoa los tres galanes. El acaso,

¿qué digo el acaso? la diosa Minerva nosha reunido aquí para desengañarnos. Vamos a ver a Asclepigenia y adecirle lo que merece. Ella me aguarda solo. Venid en mi compañía.

EUMORFO.—Vamos.

PROCLO.—Vamos. (Proclo toma su báculo de filósofo, y salen juntos lostres.)

ESCENA IX.

Estrado o parastasio rico y elegante en casa de Asclepigenia adornadocon estatuas y pinturas, e iluminado con lámparas, unas pendientes deltecho, otras colocadas sobre mesas délficas.

ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.

(La primera aparece reclinada, casi tendida lánguidamente en un esquimpodio o silla-larga. Atenais, a su lado, en un taburete.)

ATENAIS.—¿Con que has visto a tu primer amor?

ASCLEPIGENIA.—Sí, le he visto. Me ha dado lástima. Está flaco, pálido,apergaminado. Y luego ¡qué sucio! Doy por cierto que en los quince añosque ha vivido lejos de mí no se ha lavado una vez sola ni siquiera lasmanos.

ATENAIS.—Ese grave defecto tiene el espiritualismo o misticismo, queahora priva y cunde. Parece que las virtudes a la moda exigen que seanpuercos los virtuosos.

ASCLEPIGENIA.—Y no es eso lo peor, sino que se apodera de los ánimosuna tristeza vaga y sofística que los enerva; tristeza que los antiguosapenas conocieron; un menosprecio del mundo y de las dulzuras de lavida, que despuebla las ciudades y puebla los desiertos; un desdén delbienestar y de la riqueza, que roba brazos a la agricultura y a laindustria; y una mansedumbre resignada, que amengua el valor delciudadano y del guerrero. Más que Atila y todos los bárbaros, me hacenprever estos síntomas la total ruina de la civilización. Pero volviendoa la suciedad y descuido en la persona, te aseguro que me ha dado grimaver a Proclo. Ofende toda nariz medianamente delicada.

ATENAIS.—Cruel inconveniente es ese si has de vivir con Proclo.

ASCLEPIGENIA.—Yo sabré remediarle. No me meteré en discusiones ni enco