malas.
Deja
el
cielo,
¡oh
amistad!,
o
no
permitas
que
el
engaño
se
vista
tu
librea,
con
que
destruye
a
la
intención
sincera;
que
si
tus
apariencias
no
le
quitas,
presto
ha
de
verse
el
mundo
en
la
pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención,volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se habíavuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era eltriste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y noanduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a unhombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuandoles contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sinsobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisade hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera,cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de sudesgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó a él, y conbreves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella tanmiserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdichamayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, librede aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así,viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledadesandaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habíanhablado en su negocio como en cosa sabida —porque las razones que el curale dijo así lo dieron a entender—; y así, respondió desta manera:— Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tienecuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yomerecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del tratocomún de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojoscon vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago,han procurado sacarme désta a mejor parte; pero, como no saben que sé yoque en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben detener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por deningún juicio.
Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se metrasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa ypuede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser parte a estobarlo,vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; yvengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestranseñales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente meseñorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho miventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas acuantos oírla quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no semaravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no medarán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima demis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intenciónque otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretaspersuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de misdesventuras; porque quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo quetomaréis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa desu daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de laque él quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballerocomenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que lahabía contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, porocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar eldecoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lodeja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidentede la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando alpaso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís deGaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía destamanera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más osestime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en lahonra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que mequiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será justoque vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.— »Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os hecontado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernandopor una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y estebillete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío seefetuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda,que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir,temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida lacalidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partesbastantes para enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yoentendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que elduque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba adecírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos queme acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yodesease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mipadre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso, ohCatilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellidotraidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativoy embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tantallaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa tehice? ¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todosencaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas,
¿de qué me quejo?,¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgraciasla corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose confuror y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, niindustria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que donFernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderosopara alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que leocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una solaoveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, comoinútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le erainconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinóde enviarme a su hermano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros parapagar seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de que meausentase (para poder mejor salir con su dañado intento), el mesmo día quese ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por eldinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer enimaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partirluego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda,y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firmeesperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella medijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurasevolver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestrasvoluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que,en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudose le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otrasmuchas que me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto,porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y midiligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar ennuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo eraengrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora:exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ellael recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno dealabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos denuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvolturaera a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, yllegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nosdividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ellalloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión ysobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras dedolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todolo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar laausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones ysospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que memostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué allugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bienrecebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a midisgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese,porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin susabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltabana su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste queme puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentartantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejadocon la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buencriado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca conuna carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porquela letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosagrande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente,pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjomeque acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, unaseñora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas,y que con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois cristiano, comoparecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta cartaal lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido,y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que no os faltecomodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atadoscien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os hedado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunqueprimero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije queharía lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo quepodía tomar en traérosla y conociendo por el sobrescrito que érades vos aquien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligadoasimesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarmede otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en diez y seis horas queha que se me dio, he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocholeguas''.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgadode sus palabras, temblándome las piernas de manera que apenas podíasostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para quehablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho.Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de laventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere,con tantas veras que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tansecreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y algunagente de casa.
Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y sios quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Diosplega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condiciónde juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que mehicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otrosdineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos,sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano.El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder laprenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, mepusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, alpunto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, ydejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado lacarta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallé aLuscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores.
Conocióme Luscindaluego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla.Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabidoel confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, porcierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: ''Cardenio, de bodaestoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor ymi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerteque de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente aeste sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, unadaga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fina mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido ytengo''. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugarpara responderla: ''Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; quesi tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defendertecon ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria''. No creo quepudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porqueel desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsosemeel sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en elentendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a partealguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para lo quesuceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa.Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con elalboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sinser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de lamesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, porentre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala sehacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientrasallí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones quehice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien quese digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otroadorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a unprimo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera,sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámaraLuscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bienaderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quienera la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar misuspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo quetraía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado yblanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo elvestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sushermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosaspiedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya conmás resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de midescanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza deaquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdesy representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiestoagravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No oscanséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena deaquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cadacircunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino queles daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, quemerecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal delcuento.
— «Digo, pues —prosiguió Cardenio—, que, estando todos en la sala, entró elcura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que ental acto se requiere, al decir:
''¿Queréis, señora Luscinda, al señor donFernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda laSanta Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre lostapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo queLuscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte ola confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,diciendo a voces!: ''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, consideralo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierteque el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ahtraidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Quéquieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar alfin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido''.
¡Ah,loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había dehacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo alrobador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como letengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es muchoque muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buenespacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, odesataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provechoredundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lomesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudoligados.
Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose lamano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Restaahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído, burladas misesperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado decobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedéfalto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hechoenemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para missuspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó demanera que todo ardía de rabia y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole sumadre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papelcerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una delas hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso lamano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a losremedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo,viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuesevisto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal,que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en elcastigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayadatraidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que loshaya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase elentendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomarvenganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío,fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena queellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara sientonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba lapena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde había dejado lamula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y salí dela ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando mevi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubría y susilencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado niconocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinday de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habíanhecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero,sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerradolos ojos de la voluntad, para quitármela a mí y entregarla a aquél conquien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad de lafuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no eramucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbradasiempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues ledaban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombreque, a no querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o queen otra parte tenía la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de subuena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera queyo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan malaelección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando nopudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo,otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes deponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo lehabía dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ellaacertara a fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseosde grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me habíaengañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestosdeseos. Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba deaquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por lascuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine aparar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allípregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras.Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención deacabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y dela hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sítan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de lanaturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien mesocorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al cabodel cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que,sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos medijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantosdisparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido eljuicio; y yo he sentido en mí, después acá, que no todas veces le tengocabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome losvestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura yrepitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discursoni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mívuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi máscomún habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir estemiserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas,movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos ypor las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así,aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer elmantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad detomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, queyo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den degrado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo seaservido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para queno me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio dedon Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejordiscurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamentetenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas parasacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle».Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si estal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéisvisto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón osdijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigolo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo querecebir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustóde ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de ladesventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con sumudanza, hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar perderme,hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por venir de que a mí solofaltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelola imposibilidad de tenerle, y en mí es causa de mayores sentimientos ymales, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como amorosahistoria. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razonesde consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimadosacentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte desta narración,que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador CideHamete Benengeli.
Cuarta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo XXVIII. Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura ybarbero sucedió en la mesma sierra
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo elaudacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tanhonrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la yaperdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, enesta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de ladulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della,que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que lamisma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspadohilo, cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar aCardenio, lo impidió una voz que llegó