Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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navego

confuso,

el

alma

a

mirarla

atenta,

cuidadosa

y

con

descuido.

Recatos

impertinentes,

honestidad

contra

el

uso,

son

nubes

que

me

la

encubren

cuando

más

verla

procuro.

¡Oh

clara

y

luciente

estrella,

en

cuya

lumbre

me

apuro!;

al

punto

que

te

me

encubras,

será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no seríabien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y aotra parte, la despertó diciéndole:

— Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír lamejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo queDorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir,por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que elque cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como side algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándoseestrechamente con Teodora, le dijo:

— ¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que elmayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados losojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

— ¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo demulas.

— No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mialma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitadoeternamente.

Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndoleque se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; yasí, le dijo:

— Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más ydecidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voztan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quieroperder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al quecanta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.

— Sea en buen hora —respondió Clara.

Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que tambiénse admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio queproseguían en esta manera:

-Dulce

esperanza

mía,

que,

rompiendo

imposibles

y

malezas,

sigues

firme

la

vía

que

mesma

te

finges

y

aderezas:

no

te

desmaye

el

verte

a

cada

paso

junto

al

de

tu

muerte.

No

alcanzan

perezosos

honrados

triunfos

ni

vitoria

alguna,

ni

pueden

ser

dichosos

los

que,

no

contrastando

a

la

fortuna,

entregan,

desvalidos,

al

ocio

blando

todos

los

sentidos.

Que

amor

sus

glorias

venda

caras,

es

gran

razón,

y

es

trato

justo,

pues

no

hay

más

rica

prenda

que

la

que

se

quilata

por

su

gusto;

y

es

cosa

manifiesta

que

no

es

de

estima

lo

que

poco

cuesta.

Amorosas

porfías

tal

vez

alcanzan

imposibles

cosas;

y

ansí,

aunque

con

las

mías

sigo

de

amor

las

más

dificultosas,

no

por

eso

recelo

de no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cualencendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave cantoy de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que lequería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no laoyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oídode Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así ledijo:

— Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reinode Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mipadre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa conlienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni loque no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en laiglesia o en otra parte.

Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio aentender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantaslágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que mequería.

Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano conla otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo meholgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quiéncomunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuandoestaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo ola celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que dabaseñales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mipadre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo.

Cayó malo, alo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nuncapude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dosdías que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada deaquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tanal natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposibleconocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre,de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en loscaminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y consideroque por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre,y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene,ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente,porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestramerced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo sacade su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y haymás: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y mesobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento denuestros deseos.

En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, lequiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todolo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado; que ensola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sinoseñor de almas y lugares, como yo os he dicho.

— No digáis más, señora doña Clara —dijo a esta sazón Dorotea, y esto,besándola mil veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevodía, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, quetengan el felice fin que tan honestos principios merecen.

— ¡Ay señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre estan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada desu hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo harépor cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y medejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamosse me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedioque me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sidoesto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tanmuchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edadmesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de SanMiguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.

No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara,a quien dijo:

— Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios ymedraremos, o mal me andarán las manos.

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio;solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, lascuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estabafuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron lasdos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempooyéndole sus disparates.

Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese alcampo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera.A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijoteestaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tandolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se learrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada yamorosa:

— ¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y rematede la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y,ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay enel mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura lasmientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte,de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria delas tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, opaseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta depechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad ygrandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazónpadece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y,finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol,que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salira ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes;pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, quetendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata quetanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberasde Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso yenamorado.

A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimerorazonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y adecirle:

— Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.

A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de laluna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujeroque a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que lastengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; yluego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez,como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo,vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por nomostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y sellegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:

— Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosasmientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestrogran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserableandante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar suvoluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, lahizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos envuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, queyo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en míotra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yoos juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente,si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todosculebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.

— No ha menester nada deso mi señora, señor caballero —dijo a este puntoMaritornes.

— Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? —respondió donQuijote.

— Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, por poder deshogarcon ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de suhonor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuerala oreja.

— ¡Ya quisiera yo ver eso! —respondió don Quijote—; pero él se guardará biendeso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en elmundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamoradahija.

Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habíanpedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó delagujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento deSancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que donQuijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar ala ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, aldarle la mano, dijo:

— Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de losmalhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra demujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo micuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contesturade sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad desus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo quetal mano tiene.

— Ahora lo veremos —dijo Maritornes.

Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y,bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajarmuy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en sumuñeca, dijo:

— Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no latratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad oshace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo.Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque,así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y ledejaron asido de manera que fue imposible soltarse.

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo elbrazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, congrandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o aotro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimientoalguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podíaesperar que estaría sin moverse un siglo entero.

En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habíanido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento,como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moroencantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso,pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se habíaaventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballerosandantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, esseñal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienennecesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, porver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebasfueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante nose moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podíasino estar en pie, o arrancarse la mano.

Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza deencantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue elexagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allíestuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba;allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue elllamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendidosobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de lamadre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, quele ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y,finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramabacomo un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita,porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y

hacíale creer estover que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte,sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta queaquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabioencantador le desencantase.

Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer,cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos yaderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de laventa, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por donQuijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogantey alta dijo:

— Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para quéllamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a taleshoras, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirselas fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaosafuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o noque os abran.

— ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo uno—, para obligarnos aguardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, quesomos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgadurasy pasar adelante, porque vamos de priesa.

— ¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? —respondió donQuijote.

— No sé de qué tenéis talle —respondió el otro—, pero sé que decísdisparates en llamar castillo a esta venta.

— Castillo es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda estaprovincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona enla cabeza.

— Mejor fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y lacorona en la mano. Y

será, si a mano viene, que debe de estar dentro algunacompañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas ycetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tantosilencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona ycetro.

— Sabéis poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos quesuelen acontecer en la caballería andante.

Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio quecon don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue demodo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; yasí, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que unade las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler aRocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sinmoverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecíade leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba ahacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaronlos juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él enel suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor quecreyó o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porqueél quedó tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los piesbesaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco quele faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábasecuanto podía por alcanzar al suelo: bien así como los que están en eltormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos soncausa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse,engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que seestiren llegarán al suelo.

Capítulo XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo depresto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quiéntales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes,que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, sefue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a donQuijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de loscaminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales vocesdaba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y,levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró sulanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:

— Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como miseñora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, lerieto y desafío a singular batalla.

Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote,pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era donQuijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.

Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchachode hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, detales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. Elventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado dever en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche dondehabía venido el oidor, dijo:

— Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen quesigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; yaun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no sefuese por las bardas de los corrales.

— Así se hará —respondió uno dellos.

Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue arodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para quése hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquelmozo cuyas señas le habían dado.

Ya a esta sazón a