— ¡Bueno está eso! —respondió don Quijote—. Los libros que están impresoscon licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien seremitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandesy de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados eignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género depersonas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de sermentira?; y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan elpadre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas,punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeroshicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y créame que leaconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), sino léalos, y veráel gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento quever, como si dijésemos: aquí ahora se muestra delante de nosotros un granlago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por élmuchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animalesferoces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima quedice: ' Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estásmirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas seencubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de sunegro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de verlas altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos delas siete fadas que debajo desta negregura yacen?'' ¿Y que, apenas elcaballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más encuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aunsin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Diosy a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y, cuando no se catani sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quienlos Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cieloes más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele alos ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta,que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y noaprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que porlos intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyasfrescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenasy blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá veeuna artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá veeotra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, conlas torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con ordendesordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y decontrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte,imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso sele descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son demacizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente,él es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que estáformado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, deoro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver,después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo unbuen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusieseahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; ytomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevidocaballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarlepalabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como sumadre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo conolorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, todaolorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre loshombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aunmás? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan aotra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que quedasuspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y deolorosas flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla demarfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravillososilencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamenteguisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál seráoír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta niadónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas,quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose losdientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otramucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al ladodel caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y decómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballeroy admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarmemás en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea,de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravillaa cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra vez le hedicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía quetuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decirque, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal,bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor detrabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque ha tan poco que me viencerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo,favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos díasverme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento yliberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre estáinhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunqueen sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseoes cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que lafortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, pormostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre deSancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querríadarle un condado que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo queno ha de tener habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:
— Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tanprometido de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que nome falte a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oídodecir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados delos señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado delgobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que ledan, sin curarse de otra cosa; y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego medesistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
— Eso, hermano Sancho —dijo el canónigo—, entiéndese en cuanto al gozar larenta; empero, al administrar justicia, ha de atender el señor del estado,y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buenaintención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre iránerrados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo delsimple como desfavorecer al malo del discreto.
— No sé esas filosofías —respondió Sancho Panza—; mas sólo sé que tan prestotuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo comootro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado comocada uno del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y, haciendo lo quequisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi gusto, estaría contento; y, enestando uno contento, no tiene más que desear; y, no teniendo más quedesear, acabóse; y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciegoa otro.
— No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso,hay mucho que decir sobre esta materia de condados.
A lo cual replicó don Quijote:
— Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da elgrande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; yasí, puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, quees uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijotehabía dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero delLago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de loslibros que había leído; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho,que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le habíaprometido.
Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido porla acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verdeyerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí,porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho.Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son deesquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estabansonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas unahermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ellavenía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que sedetuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida,se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó elcabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso yentendimiento, le dijo:
— ¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días depie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa?Mas ¡qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; quemal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved,volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura envuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis deguardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podránparar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron,especialmente al canónigo, que le dijo:
— Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco y no os acuciéis envolver tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra, como vosdecís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis aestorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que templaréis lacólera, y en tanto, descansará la cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejofiambre, todo fue uno.
Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, yluego dijo:
— No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, metuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecende misterio las palabras que le dije.
Rústico soy, pero no tanto que noentienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.
— Eso creo yo muy bien —dijo el cura—, que ya yo sé de esperiencia que losmontes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
— A lo menos, señor —replicó el cabrero—, acogen hombres escarmentados; ypara que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca quesin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, unbreve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite loque ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.
A esto respondió don Quijote:
— Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura decaballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así loharán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de seramigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan lossentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento.Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.
— Saco la mía —dijo Sancho—; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada,donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor donQuijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se leofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entraracaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seisdías; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí sepodrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.
— Tú estás en lo cierto, Sancho —dijo don Quijote—: vete adonde quisieres, ycome lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar alalma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.
— Así las daremos todos a las nuestras —dijo el canónigo.
Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. Elcabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernostenía, diciéndole:
— Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver anuestro apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendióella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entenderque estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó suhistoria desta manera:
Capítulo LI. Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevabana don Quijote
— «Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las másricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muyhonrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más loera él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo quele hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremadahermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y lamiraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y lanaturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fuecreciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. Lafama de su belleza se comenzó a estender por todas las circunvecinasaldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se estendió a lasapartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por losoídos de todo género de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen demilagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábaseella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a unadoncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así delpueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como aquien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saberdeterminarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y,entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieronmuchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocíaquien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edadfloreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado.
Contodas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fuecausa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quienparecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, porsalir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama larica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramosiguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a sugusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quierenponer en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas,sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto.No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo aentrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni leobligaban, ni nos desobligaba tampoco.
Llámase mi competidor Anselmo, y yoEugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en estatragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se dejaentender que será desastrado.
»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de unpobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y deotras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendomuchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertóa pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca,pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas deacero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas,de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, ydándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por puntosus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentescolores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados einvenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara quehabía hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinteplumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voycontando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, yallí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nosiba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, nibatalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tieneMarruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía,que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y detodos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gotade sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no sedivisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentesrencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba devos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre erasu brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo reyno debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocaruna guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacíahablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, yasí, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de leguay media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, estebravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas vecesde Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza.Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, quede cada uno que componía daba veinte traslados, llegaron a sus oídos lashazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablolo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en élnaciese presunción de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hayninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte eldeseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y,primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de sudeseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido yamado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con elsoldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchasque él se aplicaba.
»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticiatuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, susparientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos;tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, alcabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de unmonte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que desu casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre;preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca lahabía engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió quedejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosaciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella,mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, sele entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un ásperomonte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó tambiéncomo el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó enaquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.
»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó contantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase,no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado asu hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de quejamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre denuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que estáaquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opiniónen que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa desu culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ellafuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y muchoentendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvolturay a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, sueleser desatinada y mal compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sintener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luzque a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra,crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galasdel soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra.Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos aeste valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyasproprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vidaentre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntosalabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solascomunicando con el cielo nuestras querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se hanvenido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y sontantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia,según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde nose oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llamaantojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal laabsuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos laadoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje dedesdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta larabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, comoya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña,ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastorque sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandradondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandramurmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados,esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estosdisparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidorAnselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo sequeja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, conversos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otrocamino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de laligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de suspromesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso quetienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y éstafue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabracuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejorde todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido enel contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mimajada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otrasvarias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con larara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de susudor General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado lehabían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidadnotó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústicocabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que habíadicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos seofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue donQuijote, que le dijo:
— Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de podercomenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vosla tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna,debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y decuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para quehiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, lasleyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fechodesaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha depoder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la deotro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor yayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a losdesvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
— Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?
— ¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de laMancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de lasdoncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
— Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros decaballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merceddice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que estegentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
— Sois un grandísimo bellaco —dijo a esta sazón don Quijote—; y vos sois elvacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muyhideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio conél al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó lasnarices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas verasle maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni atodos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndoledel cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza nollegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encimade la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendocuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirsesobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces deSancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer algunasanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas elbarbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobrecaballero llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros degozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando enpendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no sepodía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo noayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantesque se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizovolver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más sealborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo delcabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
— Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenidovalor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no másde por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestrosoídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, ydon Quijote