Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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que

no

te

duele

mi

mal?

O

no

lo

sabes,

señora,

o eres falsa y desleal.

Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos quedicen:

-¡Oh

noble

marqués

de

Mantua,

mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allíun labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una cargade trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó aél y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente sequejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua,su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance,donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperantecon su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.

El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole lavisera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, quele tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció yle dijo:

— Señor Quijana —que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y nohabía pasado de hidalgo sosegado a caballero andante—, ¿quién ha puesto avuestra merced desta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buenhombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si teníaalguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle delsuelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecercaballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza,y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro alasno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparatesque don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido yquebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando dabaunos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a queel labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que eldiablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque,en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevócautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió apreguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras yrazones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, delmesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge deMontemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que ellabrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; pordonde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar alpueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su largaarenga. Al cabo de lo cual, dijo:

— Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifaque he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho,hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean niverán en el mundo.

A esto respondió el labrador:

— Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo deNarváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestramerced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señorQuijana.

— Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo losque he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nuevede la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno porsí hicieron, se aventajarán las mías.

En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora queanochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque noviesen al molido hidalgo tan mal caballero.

Llegada, pues, la hora que lepareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual hallótoda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que erangrandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:

— ¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez —que así sellamaba el cura—, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecenél, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada demí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan deordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decirmuchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante eirse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás ya Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicadoentendimiento que había en toda la Mancha.

La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:

— Sepa, señor maese Nicolás —que éste era el nombre del barbero—, que muchasveces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmadoslibros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales,arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba acuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que habíamuerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba delcansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en labatalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano ysosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que lehabía traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo metengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparatesde mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que hallegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, quebien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.

— Esto digo yo también —dijo el cura—, y a fee que no se pase el día demañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego,porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debede haber hecho.

Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó deentender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir avoces:

— Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua,que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo elvaleroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.

A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, lasotras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque nopodía, corrieron a abrazarle. Él dijo:

— Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme ami lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y catede mis feridas.

— ¡Mirá, en hora maza —dijo a este punto el ama—, si me decía a mí bien micorazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora,que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo,sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal hanparado a vuestra merced!

Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaronninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caídacon Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los másdesaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.

— ¡Ta, ta! —dijo el cura—. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, queyo los queme mañana antes que llegue la noche.

Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otracosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más leimportaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador delmodo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con losdisparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner másdeseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a suamigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote,

Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barberohicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo

el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposentodonde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buenagana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de ciencuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, asícomo el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornóluego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:

— Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquíalgún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, enpena de las que les queremos dar echándolos del mundo.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que lefuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, puespodía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

— No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos hansido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, yhacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, yallí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte deaquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquieralos títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Loscuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:

— Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fueel primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás hantomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizadorde una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.

— No, señor —dijo el barbero—, que también he oído decir que es el mejor detodos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a únicoen su arte, se debe perdonar.

— Así es verdad —dijo el cura—, y por esa razón se le otorga la vida porahora. Veamos esotro que está junto a él.

— Es —dijo el barbero— las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís deGaula.

— Pues, en verdad —dijo el cura— que no le ha de valer al hijo la bondad delpadre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y déprincipio al montón de la hoguera que se ha de hacer.

Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volandoal corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.

— Adelante —dijo el cura.

— Este que viene —dijo el barbero— es Amadís de Grecia; y aun todos losdeste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.

— Pues vayan todos al corral —dijo el cura—; que, a trueco de quemar a lareina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a lasendiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre queme engendró, si anduviera en figura de caballero andante.

— De ese parecer soy yo —dijo el barbero.

— Y aun yo —añadió la sobrina.

— Pues así es —dijo el ama—, vengan, y al corral con ellos.

Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos porla ventana abajo.

— ¿Quién es ese tonel? —dijo el cura.

— Éste es —respondió el barbero— Don Olivante de Laura.

— El autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín deflores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es másverdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste iráal corral por disparatado y arrogante.

— Éste que se sigue es Florimorte de Hircania —dijo el barbero.

— ¿Ahí está el señor Florimorte? —replicó el cura—. Pues a fe que ha deparar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadasaventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo.Al corral con él y con esotro, señora ama.

— Que me place, señor mío —respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba loque le era mandado.

— Éste es El Caballero Platir —dijo el barbero.

— Antiguo libro es éste —dijo el cura—, y no hallo en él cosa que merezcavenia. Acompañe a los demás sin réplica.

Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título ElCaballero de la Cruz.

— Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar suignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo"; vayaal fuego.

Tomando el barbero otro libro, dijo:

— Éste es Espejo de caballerías.

— Ya conozco a su merced —dijo el cura—. Ahí anda el señor Reinaldos deMontalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los docePares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy porcondenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen partede la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela elcristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla enotra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en suidioma, le pondré sobre mi cabeza.

— Pues yo le tengo en italiano —dijo el barbero—, mas no le entiendo.

— Ni aun fuera bien que vos le entendiérades —respondió el cura—, y aquí leperdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hechocastellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todosaquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, pormucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al puntoque ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, ytodos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen ydepositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha dehacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otrollamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar enlas del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.

Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad,que no diría otra cosa por todas las del mundo.

Y, abriendo otro libro, vioque era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerínde Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

— Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della lascenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosaúnica, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en losdespojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poetaHomero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso undiscreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguardason bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, queguardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad yentendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sinhacer más cala y cata, perezcan.

— No, señor compadre —replicó el barbero—; que éste que aquí tengo es elafamado Don Belianís.

— Pues ése —replicó el cura—, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienennecesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y esmenester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otrasimpertinencias de más importancia, para lo cual se les da términoultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia ode justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas nolos dejéis leer a ninguno.

— Que me place —respondió el barbero.

Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama quetomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tontani a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojópor la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies delbarbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historiadel famoso caballero Tirante el Blanco.

— ¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una gran voz—. ¡Que aquí esté Tiranteel Blanco!

Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él untesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón deMontalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y elcaballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con elalano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores yembustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada deHipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo,es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, ymueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosasde que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digoque merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa yleedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.

— Así será —respondió el barbero—; pero, ¿qué haremos destos pequeños librosque quedan?

— Éstos —dijo el cura— no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo,creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

— Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán eldaño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sinperjuicio de tercero.

— ¡Ay señor! —dijo la sobrina—, bien los puede vuestra merced mandar quemar,como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tíode la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacersepastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo quesería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable ypegadiza.

— Verdad dice esta doncella —dijo el cura—, y será bien quitarle a nuestroamigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana deMontemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todoaquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todoslos versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de serprimero en semejantes libros.

— Éste que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda delSalmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

— Pues la del Salmantino —respondió el cura—, acompañe y acreciente elnúmero de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como sifuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa,que se va haciendo tarde.

— Este libro es —dijo el barbero, abriendo otro— Los diez libros de Fortunade Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.

— Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que, desde que Apolo fue Apolo,y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatadolibro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y elmás único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el queno le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran unasotana de raja de Florencia.

Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

— Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares yDesengaños de celos.

— Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglardel ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.

— Este que viene es El Pastor de Fílida.

— No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano; guárdesecomo joya preciosa.

— Este grande que aquí viene se intitula —dijo el barbero— Tesoro de variaspoesías.

— Como ellas no fueran tantas —dijo el cura—, fueran más estimadas; menesteres que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre susgrandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto deotras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.

— Éste es —siguió el barbero— El Cancionero de López Maldonado.

— También el autor de ese libro —replicó el cura— es grande amigo mío, y susversos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la vozcon que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lobueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese queestá junto a él?

— La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.

— Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es másversado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte quepromete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahorase le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestraposada, señor compadre.

— Que me place —respondió el barbero—. Y aquí vienen tres, todos juntos: LaAraucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado deCórdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.

— Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que, en versoheroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los másfamosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tieneEspaña.

Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todoslos demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamabaLas lágrimas de Angélica.

— Lloráralas yo —dijo el cura en oyendo el nombre— si tal libro hubieramandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, nosólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas deOvidio.

Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote dela Mancha

Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:

— Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza devuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo.

Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutiniode los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sinser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos delEmperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estarentre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tanrigurosa sentencia.

Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, yproseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses atodas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubososegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:

— Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nosllamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria destetorneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventurerosganado el prez en los tres días antecedentes.

— Calle vuestra merced, señor compadre —dijo el cura—, que Dios será servidoque la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atiendavuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estardemasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.

— Ferido no —dijo don Quijote—, pero molido y quebrantado, no hay duda enello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con eltronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy elopuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si,en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos susencantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que másme hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.

Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos,admirados de su locura.

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y entoda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuosarchivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; y así,se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos porpecadores.

Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para elmal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros,porque cuando se levantase no los hallase —

quizá quitando la causa, cesaríael efeto—, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y elaposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días selevantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a

ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado,andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener lapuerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo,sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama quehacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estababien advertida de lo que había de responder, le dijo:

— ¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento nilibros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.

— No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre unanube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y,apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y nosé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por eltejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo quedejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muybien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo enaltas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquelloslibros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después severía.

Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.

— Frestón diría —dijo don Quijote.

— No sé —respondió el ama— si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabóen tón su nombre.

— Así es —dijo don Quijote—; que ése es un sabio encantador, grande enemigomío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo devenir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero aquien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, ypor esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo quemal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.

— ¿Quién duda de eso? —dijo la sobrina—. Pero, ¿quién le mete a vuestramerced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico ensu casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin conside