Dona Luz by Juan Valera - HTML preview

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En el lugar fue un triunfo su entrada.

Para todos los primos y primas trajo regalos: para ellos puros filipinosen abundancia; para ellas, o pañolones bordados, que llaman en mi tierrade espumilla y de Manila en Madrid, o abanicos chinescos de los másprimorosos. Para D. Acisclo trajo armas japonesas, y para doña Luz unjuego de ajedrez de marfil, prolijamente labrado.

El P. Enrique se instaló muy cómoda y holgadamente en casa de losMarqueses de Villafría, donde Tomás se ofreció para cuidarle; pero el P.Enrique traía consigo un criado chino, llamado Ramón, que le cuidaba conel mayor esmero.

-VIII-

Vida del Padre en el lugar

Pasado el gran acontecimiento de la venida del P. Enrique; luego que noquedó en el pueblo nadie que no le viese, satisfaciendo así lacuriosidad; luego que le oyeron predicar en la parroquia y no hallaronque sus sermones fuesen más bonitos que los de otro Padre, sino másfáciles, más pedestres, más sencillos y con menos latines; y luego quevieron que el P. Enrique ni contaba chascarrillos ni jugaba al billar nia la malilla, ni era más entretenido que otro cualquiera, todo Villafríaentró de nuevo en su estado normal.

Como piedra que cae en estanque profundo, la cual hace muchos círculos yturba el haz del agua, y luego se desvanecen los círculos y vuelve todoa su primer reposo sin que nadie se acuerde de la piedra, así sucediócon el P. Enrique a los tres meses de estar en Villafría.

Verdad es que él procuraba eclipsarse. Si hacía obras de caridad hastadonde sus cortos medios lo consentían, era tan sin estruendo, que nadiese enteraba; si, movido a ello por compasión o porque lo juzgabaabsolutamente necesario, daba algún consejo, le daba con tal llaneza ycon tan pocos textos y autoridades, que nadie hacía caso, y aun habíaquien supusiese que no sabía aconsejar por lo fino, acostumbrado a vivirentre los salvajes allá en las Indias.

En suma, el P. Enrique, o no supo o no quiso hacerse popular. También enél se cumplió la sentencia evangélica: Nadie es profeta en su patria;también por él, si es lícito comparar lo pequeño con lo grande, pudodecirse que estuvo entre los suyos y los suyos no le conocieron.

No iba al casino, no frecuentaba la tertulia del boticario, no sabíapalabra de política, no visitaba a las señoras devotas del lugar, enfin, se aseguraba ya que no servía para nada.

Decía su misa diaria, y casi siempre estaba encerrado en el caserón delmarqués, que así le llamaban, donde andaba de continuo papeleando; estoes, bregando con libros y papeles, ora escribiendo, ora leyendo cosasque a nadie le importaban por allí.

Como Villafría era pueblo muy liberal y avanzado en ideas, acusabanmuchos al P. Enrique de hipócrita, de carlistón y de neo, y en cambio,los verdaderos neos y carlistones, que tampoco allí faltaban, mirabancon desdén al Padre, porque de nada les valía ni con ellos seespontaneaba, o más bien, no tenía de qué ni sobre qué espontanearse.

Por fortuna era tan dulce el Padre que no podía mover a odio, y tansilencioso y modesto que no excitaba la envidia. Todo se redujo a que leolvidasen, viéndole; género de olvido que ocurre con frecuencia.

Sólo en la mayor intimidad, en medio de pocas almas escogidas, y dealguna que si no lo era se dejaba llevar por el entusiasmo de las otras,se desanudaba suavemente la lengua del P. Enrique; y las narracionesamenas, los discursos elevados, los bellos pensamientos y noblessentimientos brotaban de sus afluentes labios y penetraban en loscorazones y en la mente del poco numeroso auditorio, aunque mejor seríadecir de sus pocos interlocutores, porque el Padre evitaba, cuantopodía, monopolizar la palabra y prefería el diálogo en que todoshablasen.

Sus interlocutores eran doña Luz, doña Manolita, el médico, Pepe Güeto,el cura alguna vez y don Acisclo siempre.

Cuando venía más gente en casa de D. Acisclo, aquella franquezadesaparecía, y la conversación, como por ensalmo y sin poder evitarlo,bajaba al nivel villafriesco.

Las condiciones de entendimiento y de carácter movían a esto al P.Enrique, no por altivez, sino por timidez. Con el humilde vulgo, allá enlos pueblos más cercanos a la naturaleza, en donde había vivido, habíaacertado a explicarse por tan llano y persuasivo estilo que sus palabrassin arte, santas y sinceras, habían quedado grabadas en los corazones,llevando el convencimiento a las almas. Con sujetos de letras ydoctrina, o que por gracia, por entusiasmo, por hondo sentir poético ypor elevación de miras y de ideas, le infundían confianza y leinspiraban simpatías, su discurso le arrebataba fácil e insensiblementea las más altas regiones; pero con ciertas gentes medianas, que presumende cultas, el Padre Enrique se recogía por instinto, sentía su carenciade poder y de influjo, y ni era sencillo, ni era elevado, ni conmovíapor la candorosa expresión de los afectos, ni alzaba en pos de sí lasinteligencias, tendiendo el vuelo de águila la suya.

Villafría, población muy adelantada, producía este efecto en el P.Enrique. Nada amilanaba su corazón, ni allí tenía que temer nada; perosu entendimiento estaba amilanado y reconocía su carencia de influjo.

No afirmo yo que se establezcan corrientes magnéticas; pero, sin decirlocomo verdad, puedo decirlo como imagen; entre sus paisanos y él no habíacorriente magnética alguna. La corriente magnética sólo existía entre elPadre y las pocas personas que hemos nombrado ya, y que, durante todo elinvierno de 1860 a 1861, se reunían, sin faltar apenas una noche, entorno del hogar de D. Acisclo, en la cocina de los señores, quedejamos descrita.

En esta reunión se charlaba por los codos, y nadie hacía tanto gasto depalabras como doña Manolita, cuyos graciosos disparates movían a risahasta al Padre, a pesar de su gravedad. A veces, no obstante, sin buscartema, sin el propósito preconcebido de enredar alguna discusión sobrelas más arduas materias, la discusión venía a enredarse, y entonces donAcisclo, el cura, Pepe Güeto y hasta doña Manolita, callaban y oían, yhablaban sólo el P. Enrique, doña Luz y el médico D. Anselmo.

Reinaba allí la más amplia libertad de pensamiento; y el médico, que erael constante impugnador del P. Enrique, decía cuanto se le antojaba;pero como todo corazón generoso lleva ingénitamente en su centro labuena crianza, aunque no se la hayan dado, D. Anselmo, ni aun en la fugadel más ardiente disputar, ni en la mayor violencia de sus ataques, seolvidaba de velar y de mitigar su rudeza con la dulzura de la forma.

A través de esta forma dulce se mostraba, no obstante, la negaciónradical de toda verdad que no venga a nosotros por la experienciasensible. Con fe se puede creer en lo sobrenatural; con imaginación sepuede crear un mundo trascendente de ideas metafísicas y religiosas. Larazón, en tanto, sólo puede saber lo que ella, en virtud de sus propiasleyes, induce del estudio y observación de los fenómenos que llegan a suconocimiento por los sentidos. Esto sólo es la ciencia: lo demás serápoesía, o como quiera llamarse. Y el principio de la ciencia para D.Anselmo era que hay una sustancia infinita, la cual, en virtud de lainexplicable agitación y del prurito, que constituye su esencia, producevariedad de seres, cuya perfección relativa, dentro del período en quevivimos, y hasta donde la memoria puede penetrar en lo pasado, y laprudente previsión en lo porvenir, va siendo cada vez mayor, merced acierto proceso ascendente y a cierto desarrollo que nos parece que notermina. Cómo ello empezó y cómo habrá de acabar, sostenía D. Anselmoque se ignora y que se ignorará siempre. Era vano, en su sentir,obstinarse en ver más allá: si antes del principio de esta evoluciónhubo otra; si después volverán las cosas al reposo y a la muerte, y siluego se despertarán nuevo prurito y voluntad de los átomos, que loslleven a agruparse y a crear otro universo, y vidas nuevas, y progreso,y consciencia, y lo que llaman espíritu, y por último, muerte otra vez.Sobre todo esto, sólo podían forjarse teorías y ensueños, lanzándose enespeculaciones aventuradas, más allá de los términos y linderos hastadonde la razón nos sigue.

Y lo que D. Anselmo afirmaba de la vida total del mundo, lo afirmaba tanbien de la vida de cada individuo. Durante dicha vida podía observarseel desenvolvimiento gradual, hasta que la vida acababa. Pero antes delnacer y después del morir, D. Anselmo sostenía que no atinaba a vernada: eran dos profundidades tenebrosas, dos insondables abismos, enmedio de los cuales se manifestaba la vida. Y las profundidades y losabismos se hallaban como cubiertos de la sustancia, de la materia, deesto que afecta nuestros sentidos, que no podemos concebir sinaccidentes y sin formas, que no podemos concebir mudando formas yaccidentes; pero que en lo esencial no puede ser aniquilado por la mentehumana. La única metafísica ineludible de aquel enemigo de la metafísicaera la eternidad de ese ser indefinido y vago. Él era el únicoinmutable.

Todo lo demás, esto es, sus apariencias y cambios, pues fuerade él nada hay, era perpetua mudanza y fluctuación sin sosiego. Claroestá que de tal ciencia no podía nacer moral alguna, ni deber, niresponsabilidad, ni libertad de nuestros actos; pero D. Anselmo, que eraexcelente sujeto, apenas se atrevía a confesar semejante diablura, ni así propio, y mucho menos a los demás; y armaba un caramillo de sutilezaspara probar que éramos libres y que debíamos ser buenos, y que habíaalgo de determinado en que la bondad consistía. De aquí que, si sobrelas cuestiones primeras reñía con el P. Enrique bravas batallas, enestos puntos prácticos quedaba siempre derrotado, y se hacía un lío, conaplauso general de todos, y más aún de su hija doña Manolita, quienterminó una vez exclamando:

—Vamos, papá, perdona mi desvergüenza filial, pero tú no sabes lo quete pescas.

Verdad es que doña Manolita dio a su padre un par de cariñosos besospara endulzar aquella mortificación de amor propio.

Hasta hubo ocasión en que D. Anselmo se sintió más mortificado y vejado.Entonces el propio P. Enrique tuvo que volver por él, afirmando que elasunto era difícil y que no merece censura, sino aplauso, el que leestudia con ahínco y con amor a la verdad, aunque se equivoque: que nodeben reírse los que no saben nadar, ni se echan al agua, de los que pornadar se aventuran y se ahogan; y que sólo yerra el que aspira, y quesólo da caídas mortales el que tiene arranque y valor para encumbrarse ysubir.

De esta suerte, encontró doña Luz un poderoso aliado para sus perpetuasdisputas con el médico, cuyo inveterado positivismo no cedía jamás nidaba lugar a una conversión, pero cuyo concepto del saber, de la elevadainteligencia y de la bondad del Padre, era mayor cada día.

Si esto pensaba el adversario y el incrédulo, ¿qué no pensarían loscreyentes, los que profesaban las mismas ideas, aquellos en cuyo favorel P. Enrique tan hábil y cortésmente peleaba? La veneración, elentusiasmo, la admiración por el P. Enrique, fueron subiendo en todasaquellas almas, y más que en ninguna en el alma entusiasta, solitaria yaislada de doña Luz.

Creíale un tesoro de santidad, un dechado de todas las virtudes, y unpozo inagotable de ciencia. Cuando el Padre hablaba, quedábase ellasuspensa oyéndole, y se apartaba de todo y se reconcentraba a fin de noperder ni un acento y de comprender el más hondo sentido de su discurso.Su afán de saber se despertó como nunca, comparándose con el Padre ynotando cuán ignorante ella era: y, aunque el Padre no hacía ostentaciónde su ciencia, ella le excitaba a que hablase, con mil preguntas, a lasque el Padre, por más que por modestia lo repugnara, tenía al fin queresponder.

La vida de las plantas, el movimiento de los astros, el sistema delmundo, la historia de los pueblos, de sus emigraciones, lenguas,creencias y leyes, todo era objeto de las preguntas de doña Luz, y atodo se veía obligado a responder el P. Enrique.

A veces salía doña Luz de paseo con Pepe Güeto y doña Manolita, cuyaluna de miel se prolongaba de un modo poco común, y mientras los espososiban de burla o de risa, delante o detrás, y en interminable cuchicheo,el Padre, que los acompañaba, sostenía con doña Luz un coloquio grave,que a ella le parecía amenísimo, instructivo y sublime.

Los médicos habían amenazado al P. Enrique hasta con la muerte si volvíaa Filipinas antes de hallarse completamente repuesto. La permanencia,pues, del P. Enrique en Villafría, había de ser de dos o tres años.

Él se había repuesto mucho, pero estaba aún delicado. Aunque era hombrede cuarenta años, sus facciones finas y algo aniñadas le hacían parecermás mozo. Era blanco, si bien tostado el cutis por el sol; los ojos y elpelo negro; delgado, de mediana estatura, y de hermosa y despejadafrente. Su vida de peregrino y de misionero, haciéndole vencer ladebilidad de su constitución con la energía del alma, había prestado asu cuerpo extraordinaria agilidad y soltura.

Las mujeres son curiosísimas, y doña Luz lo era más que las otrasmujeres. Nada excita tanto la curiosidad como cualquier merecimiento ohabilidad que se oculta. Y como el Padre, sin afectación, por no serpropio de su estado, porque no gustaba de hacer alarde de cosa alguna,no se había mostrado nunca a sus ojos como jinete, doña Luz, sinmalicia, empezó primero por cerciorarse de que lo era, de que habíaviajado mucho a caballo en Cochinchina y en la India, y no paró luegohasta que logró salir con él de paseo a caballo en compañía de D.Acisclo. Doña Luz se compuso de suerte que hizo galopar al Padre y hastacorrer a todo escape, y el Padre galopó y corrió sin vanagloria dehacerlo bien, haciéndolo perfectamente, y sin dar el menor indicio deque lo hacía por complacencia galante, ni por lucirse, sino cumpliendocon un deber.

Doña Luz se aventuró demasiado y estuvo a punto de dar unapeligrosa caída al saltar una zanja.

Su caballo no llevaba ímpetubastante y hubiera caído en ella, si el Padre, conociéndolo, no hubierallegado en sazón, excitando el caballo con el látigo, y con el ejemplo,porque saltó primero.

El Padre, después del salto, con tanta dulzura y cortesía como firmeza,reprendió por sus locuras a doña Luz; dijo que podría ser motivo deescándalo el verle correr y saltar de aquel modo; prometió no volver asalir nunca más a caballo, y cumplió la promesa.

Esta misma firmeza de voluntad encantó a doña Luz, aunque iba contra susgustos y caprichos.

La paz y serenidad de espíritu del Padre la teníamaravillada, y más aún su perspicacia. Juzgábale zahorí de corazones.Todos los defectillos de ella, todas las faltas, conocía doña Luz que elPadre las notaba, y que se las censuraba con rodeos delicadísimos; sindejar por eso de advertir también cuanto en el alma de ella había denoble y de bueno, elogiándolo sin el menor empeño de serle grato pormedio de la lisonja.

Ella, entretanto, miraba en el alma del P. Enrique, y quería verla toda,como él veía la suya. Y

notaba que era clara y transparente, como la marque circunda a Andalucía, pero con un fondo de tal hondura, que a pesarde lo diáfano del agua y de la mucha luz del cielo que en ella penetra,iluminándola toda, la vista se desvanecía y se cegaba, y quedaba ainmensa distancia de los últimos senos y capas de ondas, hasta donde sefatigaba por sumergirse y calar.

-IX-

Homilía

En vida tan apacible llegó, para doña Luz y para sus compañeros detertulia, la primavera de 1861.

Durante la Cuaresma, el P. Enrique predicó varias veces, con medianoéxito, no sobrepujando la fama de los otros predicadores con quienesalternaba. El número de los fervientes admiradores del padre apenas seaumentaba con alguien que no fuese de la intimidad de D. Acisclo.

Aquel año, por lo mismo que su sobrino estaba en el lugar, D. Aciscloquiso echar el resto, en el Jueves Santo, y la cena algo profana, a quedio ocasión la salida en procesión de la Santa Cena, fue opípara yestruendosa.

Doña Luz estuvo amabilísima con todos, y doña Manolita muy alegre ychistosa.

No eran éstas, sin embargo, las reuniones que agradaban a doña Luz y asu amiga, sino las poco numerosas, familiares y frecuentes, donde ellasmismas incitaban a D. Anselmo para que provocase y contradijese alPadre, obligándole así a hablar sobre puntos de religión o de filosofía.

En no pocas ocasiones, el P. Enrique había lucido, en sentir de susoyentes, una elocuencia conmovedora; pero jamás produjo tan hondaimpresión en los ánimos como la noche del Domingo de Resurrección.

Incitado D. Anselmo, después de otros menos importantes ataques, llegó adecir lo que sigue:

—Todo es hablar de caridad y devoción, pero, bien mirado, no se ve envosotros sino egoísmo.

No es la piedad, no es el amor a vuestrossemejantes quien os mueve, sino el anhelo de la salvación propia y elmiedo del infierno.

—Alambicando de esa suerte—contestó el padre Enrique—, no hay amor,por desinteresado que sea, cuya raíz no esté en el amor propio. Laspalabras mismas lo declaran. ¿Qué es la compasión? No es más que ciertacualidad, en cuya virtud padece el alma cuando ve padecer a otra como siella misma padeciera. Todo sacrificio, por consiguiente, que haga elalma compasiva, ya del reposo, ya de la vida corporal, ya de lahacienda, será considerado como egoísmo. El alma compasiva le hace paralibrarse de un padecimiento; para que el ajeno dolor no le duela comopropio; para hallar para sí la paz y el bien que apetece. Todo acto defilantropía proviene de compasión: luego proviene del amor propio; luegonace del egoísmo. Lo más que los filántropos podréis decir en vuestroabono es que vuestro egoísmo es un egoísmo bien entendido, un egoísmoprovechoso para todos.

—Ya lo ven ustedes, señores—replicó D. Anselmo—, el Padre, como nopuede ni sabe defenderse, ataca; pero sus razones no tienen fuerzacontra mí. Yo no vacilo en concederle que la virtud humana de lafilantropía proviene de la compasión y es por lo tanto egoísmo; pero

¿lavirtud divina de la caridad es menos egoísmo en su raíz y fundamento? Afin de no padecer viendo padecer a otro, hago yo, por ejemplo, un actode filantropía: le hago para ponerme bien conmigo: soy, pues, egoísta;pero el que hace una obra de caridad, por amor de Dios, para ponersebien con Dios, de quien toda su dicha depende ¿se muestra acaso menosinteresado?

Todavía se me antoja que vale más el filántropo que elcaritativo, porque al cabo es más noble y más bella la condición naturaldel alma descreída que siente como propias las penas extrañas, y con elpropósito de libertarse de estas penas obra el bien, que la condiciónalgo sobrenatural del alma creyente que obra el bien por temor decastigo o con esperanza de galardón y de premio; y no ya por amor delser miserable a quien socorre y ampara, sino por amor del ser poderosode quien todo lo espera.

—Censurar que el alma busque siempre su bien, dijo entonces el Padre,sería tan absurdo como censurar que busquen los graves su centro. Ley esésta indefectible, donde no hay libertad, donde no cabe ni mérito nidemérito. La voluntad va derecha a la beatitud, donde sólo puedeaquietarse, como la piedra, desprendida de lo alto de la torre, cae sindetenerse hasta dar en el suelo; como la bala, disparada por certerotirador, vuela a clavarse en el blanco. Lo importante, lo libre, lomeritorio está en poner bien la mira, en buscar el supremo bien donde enrealidad reside. Una vez señalado el bien, verdadero o engañoso, ¿quiénno va a él por acto tan voluntario como necesario, ya que amar yapetecer el bien es la esencia misma de toda voluntad? El amor de sípropio es de necesidad; necesidad de quien ni el mismo Dios se sustrae.

—No niego yo que sea así. Convengo en todo, Padre. Pero ¿dónde estáentonces la libertad, la responsabilidad de nuestros actos? No habrápecados ni crímenes, sino errores. La inteligencia se engañará ypresentará a la voluntad lo que es malo como bueno.

—Así sería, dijo el Padre, si fuese necesario todo error; pero el errorno es necesario siempre.

En el error puede haber libertad, y porconsiguiente pecado. A veces las pasiones, que no queremos dominar,ofuscan el entendimiento y le llevan a que yerre; a veces el donsobrenatural de la gracia no acude a nosotros porque nos hacemosindignos de él, y entonces también se turba y se engaña elentendimiento. Pero no creo que disputamos hoy sobre el libre albedrío yla fatalidad, sino sobre si el alma al amar es desinteresada, porquebusca su propio bien, aunque este propio bien estribe en el amor mismo.

—Así es—dijo doña Luz.

—Esa es la cuestión de hoy—añadió doña Manolita.

—Figurémonos—prosiguió el padre Enrique—, a un enamorado, a uncaballero a la antigua, que por complacer a su dama, y para darle gloriay contento, padece insufribles trabajos, se expone a los mayorespeligros y lleva a feliz término las más dificultosas aventuras.Figurémonos que todo esto lo hace por una dama de quien recela con razónque jamás será amado. Y

figurémonos, por último, que todo lo hace porservirla y sin esperanza de recompensa. Todavía según el modo dediscurrir de D. Anselmo, podremos tildar este amor de interesado, ya queel alma de aquel caballero halla deleite grandísimo en hacer cuanto hacepor la dama, aunque la dama sea ingrata; o ya que, si no halla deleite,halla consolación, considerándose mil veces más infeliz si nada hiciesede lo que hace y si no diese de su amor tan valientes y generosaspruebas.

Pero ¿qué mucho si el mismo amor mal pagado suele ser causa deventura y de gozo íntimo para el amante que prefiere amar, aun sincorrespondencia, a que se desprenda y aparte el amor de su alma,dejándola solitaria, seca y vacía? Queda, pues, demostrado así que todoes egoísmo, si bien es fuerza convenir en que hay egoísmos sublimes ymerecedores de perpetua alabanza.

—Acepto—replicó don Anselmo—, el ejemplo de esa dama y de esecaballero andante de los buenos tiempos antiguos que el P. Enrique nospresenta; pero dudo mucho de que el caballero haga sus proezas con laesperanza de galardón ya perdida. La misma alta opinión en que tiene ala señora de sus pensamientos le persuade de que no ha de ser ingrata.El caballero se aventura, pues, y se afana interesadamente, esperandogalardón; pero, supuesto el caso extraño de que no le esperase, ya nopodría equipararse con el cristiano caritativo, en quien jamás ha desuponerse que la esperanza fallezca. En el concepto que tiene de su Diosva implícita la idea de su bondad, de su omnipotencia y de su justicia,y en ellas libra la seguridad de la paga. Vuelvo, pues, a mi tema.

Todavirtud mundana será egoísmo; pero lo es más la caridad, ya que se fundaen firme creencia y en esperanza clara y evidente de que serárecompensada. A pesar de todo, no desdeñaría yo esta virtud, y juzgaríasoberanamente benéficas la esperanza y la fe de que procede, si nodejara nunca de ser, aunque por fines interesados y egoístas, causa debuenas obras; pero la caridad tiene un camino, cuando se extrema, paralograr su objeto, no ya sirviendo, sino olvidando, desdeñando ymenospreciando al prójimo y a cuantos seres hay en este universovisible. El alma que se retira dentro de sí, que se hunde en el abismoinsondable de su propia esencia, donde se une o cree unirse con su Dios,¿qué vale a los hombres? ¿Qué amor les consagra? ¿Qué criatura terrenalpodrá existir por cuya suerte se interese? El alma que así se endiosa,encastillada en su recogimiento soberano, lo desdeña todo, menos supropio centro, donde vive identificada con el eterno amante a quienadora y de quien recibe bienaventuranza completa.

Con dulzura insinuante y con el reposo debido, a fin de hacerse entenderbien y de poner en sus ideas orden y claridad, contestó entonces el P.Enrique a los argumentos de D. Anselmo; mas, a pesar del dominio quetenía sobre sí y sobre su palabra, la emoción que embargaba su ánimovenía a revelarse en su acento, en el brillo de sus ojos y en elencendido color de sus mejillas, pálidas de ordinario. Todo ellocontribuía a infundir en el razonamiento que hizo aquella singularpersuasión que cautiva los corazones y somete a blando yugo las mássoberbias y rebeldes inteligencias.

¿Cómo reproducir, sin alterarle o sin debilitar su energía y empañar suesplendor celestial, el sencillo e inspirado discurso que entoncespronunció el Padre Enrique?

Lo que atine a poner aquí el profano, frío, escéptico y pobre narradorde esta historia, no debe mirarse, cuando más, sino como informebosquejo de lo que dijo aquel hombre entusiasta y creyente. El P.Enrique dijo así:

—A fin de dar cumplida contestación a los argumentos de D. Anselmosería menester desenvolver ahora las doctrinas todas de una altísimaciencia. Lo que diga yo, por lo tanto, en breves palabras, no puedemenos de ser desordenado y de pareceros oscuro. Voy a poner en cifra yresumen lo que requiere, para que se entienda bien, severo método yreposo. Supongamos, por un instante, que abstraída el alma de todo loterreno, en suspensión de potencias y sentidos, en silencio maravillosoy quietud envidiable, goza del supremo bien, sin salir de esta vidamortal, y absorta y como hundida en la contemplación de su Creador, nocuida ya del prójimo ni de las otras criaturas. Pero antes de alcanzartanta dicha, antes de subir a tanta alteza, ¿qué pruebas de bondad nohabrá dado el alma? ¿Por qué áspera senda no habrá tenido que trepar,activa, atenta y persistente? Para ganarse la voluntad de su Creadorhabrá hecho obras de misericordia, consolando y amparando a losinfelices y desvalidos, y con sus oraciones y penitencias, humildad ymansedumbre, habrá sido pasmoso ejemplo y provechoso estímulo a todo serhumano. No se conquista de otra suerte el amor de Dios. No hay otra víamás cómoda y llana para llegar a él.

Claro está, pues, que, aunsuponiendo que el alma es ya inútil para las otras almas al llegar a esetérmino, es utilísima mientras no llega. Y no obstante, cuando el almallega, cuando se recoge en su centro, donde Dios mora, y allí le conocey con él se une, ¿cómo imaginar que por eso se aniquila o se haceinútil? Tal vez, al anegarse en aquel abismo de luz, no ve sinotinieblas. Tal vez los ojos del alma no pueden resistir tantoresplandor. Tal vez la inteligencia limitada no comprende aquellasperfecciones infinitas e inenarrables. Pero si la inteligencia, en elalma que llega a Dios, no ve ni comprende todo su ser, bástale conpercibir algún atributo para no quedar perdida y aniquilada en suventura. Bástele ver a Dios, para ver en Dios el mundo y las criaturasque le llenan y hermosean, y para verlo todo, por más cabal ycomprensiva manera que cuando lo veía con sólo los sentidos comoapariencias fugitivas que los hieren. El alma ve entonces las cosastales como son y no tales como aparecen; las ve, no en su manifestacióntransitoria, sino en su idea pura y eterna; no ya en lucha constante,desligadas, sin concierto, en guerra de exterminio, sino que las veatadas por lazo de amor, subiendo en concorde armonía hacia la luz yhacia el bien, y encaminándose, por atracción suave y divina, a lajustificación providencial de todo. Y como el alma ama a Dios y todoestá en Dios, el alma lo ama todo amándole. Y lo ama todo, no yainteresadamente, como lo amaba antes, sino con desinterés, porque quientiene a Dios ¿qué más quiere ni desea? Así el alma ama a las criaturascomo Dios las ama, y quiere que todas se vuelvan a Dios y le amen, y queel tesoro del amor divino sea para todas ellas. Y entonces el amor delalma, conforme, identificado con la voluntad de Dios, abarca el universoy cuanta hermosura espiritual y corporal en sí contiene. Y

lejos dequedar el alma, al unirse con Dios, inerte y como vacía y sinconciencia, logra conciencia más clara y distinta, y arde en amor másvivo que todos los amores mundanales. Y no hay excelencia en lo creado,cuyo valer no estime y pondere en lo justo; ni beldad en quien sinconcupiscencia no se complazca, porque tiene ya hartura y plenitud dedeleites purísimos; ni riquezas que no mire sin codicia, porque estáagraciada y como heredada de los más preciosos dones; y ama sin celos alamor que da Dios a las criaturas, por que las comprende en su mente eimagina que todo el amor que vierte Dios en ellas, le recibe y le guardapara sí propia. ¿De qué sacrificio, de qué obra estupenda de caridad, dequé proeza de amor, de qué dev