Dulce y Sabrosa by Jacinto Octavio Picón - HTML preview

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—Todo se andará, Y escucha, prenda, que el bien y el mal nunca vienensolos. Lo que tiene gracia es que ese caballero está liado con unaseñora de alto copete, condesa creo que es, y para verse con seguridadhan puesto un cuartito..., ¡vaya un gabinete!, donde tienen sus citas.

—¿Y nosotros qué sacamos con eso?

—Ahora lo verás. Te digo que es un gabinete como una caja de dulces:¡con un lujo! Pero como ella es casada no van allí más que con grandesprecauciones... Bueno, pues nos ha venido Dios a ver.

—¿Por qué?

—Como yo antes salía poco de casa y ahora siempre falto de ella porqueestoy aquí contigo, mi mujer anda loca de puro escamada; tanto, que meha mandado seguir por un chico que afortunadamente me lo ha dicho, ycallará. Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquitaaveriguaciones, se plante aquí y nos arme la escandalera del siglo.

—Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo ladejo perniquebrá.

—Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se tratade mi señora.

—Te azvierto que de tres patás la espampirolo y te quedas másviudo que el marido de una difunta.

—Cálmate. No llegará el caso de que nos pesque, porque vamos a curarnosen salud.

—¿Tapujos?

—No, hija, sino la gran comodidad para pasar unas horitas como unosmarqueses, sin que lo sepa nadie. ¡Verás qué gabinete! Nos citamos,entramos con cinco minutos de diferencia: yo primero, tú en seguida, yal salir lo mismo.

Cuando veas el cuarto, querrás quedarte allí.

—¿Puesto con lujo?

—Así quisiera yo arreglarte uno... y ¡quién sabe! Mira, tengo laesperanza de que ese señor, por lo que me ha contado, en cuanto puedarompe con la dama, la deja plantada y... yo veré cómo me las ingenio,pero malo será que no discurramos modo de quedarnos con alfombras,espejos, muebles: en fin, todo. ¿Y

para quién será, rica del alma?

—Eso es vender la piel del lobo antes de haberlo matao. Por ahora, loque tú tienes es un miedo atroz a la fantasma de tu mujer.

—No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazónen tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡quécuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos...Nada más que mirarlo da vergüenza.

—Lo que dará serán ganas de sentarse.

—Anda, paloma, ¿vendrás?

Me se figura un disparate. De aquí nadie puede echarnos..., y deallí, ¡sabe Dios!

—Por ir una tarde, tomarnos allí media librita de jamón y unas copitas,y tirarte yo cuatro bocados, no perdemos nada. Tengo la llave; mi amigono va nunca sin que yo lo sepa. Pasado mañana está citado con lacondesa; de modo que mañana tenemos por nuestra toda la tarde. ¿Querrás,gachona?

Por fin consintió y se citaron.

—Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allíestaré para recibirte.

—Te prometo que no faltaré.

—Adiós, reina.

—Abur, capitalista.

Movida por la curiosidad y espoleada por su instinto de mujer perdida,aceptó Carola la proposición; pero lo que más inclinó su ánimo fueaquella remota posibilidad de que llegasen a ser suyos los muebles a quese refirió el vejete. Si no había mentido, y cuenta que el caso, por lovulgar, parecía verosímil, no era soñar con lo imposible. El caballeroque alquila un cuarto donde recibir a una casada, puede necesitar laayuda de otro hombre para mil cosas en que el secreto es necesario, comohablar al administrador, firmar recibo, comprar trastos, pagar cuentas,etc., etc., y puede luego tronar con la conquista y, por último, decir asu complaciente auxiliar que se quede con los muebles, que él no sabedónde guardar, o acaso se le hayan hecho aborrecibles por el recuerdo dequien se los hizo pagar. No dijo, pues, don Quintín ninguna majaderíacuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que secomponía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, amanos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguiólargo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.

Pero luego el mucho pensar, como sucede siempre, enturbió su alegría,porque de la reflexión nacieron la duda y el desasosiego.

¿Quiénesserían el caballero y la dama que tan misteriosamente se amaban? ¿Nopodía suceder también que don Quintín fuese rico y buscara medio deevitar mayores gastos, atribuyendo al capricho de otro lo que élfraguase para su seguridad y regalo?

Su proceder autorizaba lassospechas: le había dado dinero con gran desigualdad de plazos ydesproporción de cantidades; sus regalos fueron muy rogados oimprevistos; sus intermitencias y variaciones tenían marcado tinte detacañería. Aquel caballero,

¿sería él? ¿Tendría mucho dinero, o tal vezfuese todo una broma grosera, una venganza por las pasadas esquiveces yamenazas de mandarle noramala? ¿Y si el estanquero tuviese gato?

¡Buenatorpeza estaría el tratarle despreciativamente, pudiendo, con maña,sacarle el oro y el moro!

¿Habría en realidad otro caballero? Aquello del teatro..., salir delcoro..., ser parte..., dos o tres duros..., los muebles...

¡Era cosa de volverse loca! ¿Y si todo fuera embustería de don Quintín,que tratase de llevarla a una indecente casa de citas por miedo a sumujer?

Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón,púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que eracomo mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerróla noche.

Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más omenos, estaba en amigable diálogo con la portera.

¿Cómo se las arregló?Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas seconfunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente:

—Diga usted, señora—preguntó muy arrebujada en el mantón—, ¿ m'hace usted el orsequio de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco desarquilao?

—No lo hay.

—Pos me lo habían asegurao.

Pos l'han engañao a ustez.

—Me lo ha dicho una compañera, que trabajamos ella y yo en ca eltapicero que ha traído muebles al entresuelo, pa ese señor que hapuesto el cuarto.

No fue necesario más. La portera, que había visto alquilar el piso,ignorando el objeto, traer los muebles sin saber de dónde, y quedarluego la casa cerrada, ardía en deseos de aclarar el enigma: de suerteque, al oír a Carola, quien por su astucia parecía enterada de algo, enseguida entró en conversación con ella.

—Pues esa oficiala, compañera mía—hablaba Carola—me ha dicho que por loschicos que trajeron los muebles sabe que hay un sotabanco de cincuenta riales.

—No hay tal; son guardillas trasteras de los enquilinos..., buenasfamilias.—Y fue enumerando cuanta gente había en la casa, hasta llegaral cuarto entresuelo.

—Sí, al señor del entresuelo le conozgo yo: es alto, flaco, viejo, debigote recio—dijo Carola detallando las señas de don Quintín.

La portera comenzó a negar moviendo la cabeza.

—¿Cómo que no?

—Como que no; ese caballero anciano que usted dice, y que también havenido por aquí, debe de ser el mayordomo u cosa tal, de otro másjoven, que es quien ha puesto el cuarto.... por cierto que ahora loquita.

—¡Cómo que lo quita!

—Quitándolo y llevándose los trastos. Ya me olí yo que se trataba de unatrapisonda, vamos, de un señor arrimao con una señora. Verá usted:primero vino el joven y tomó el cuarto, luego volvió con el viejo eseque usted dice, que le trataba al joven con mucho miramiento, dejándolepasar siempre por delante...; no, amigos no son, más parecen amo ymayordomo. El joven le dio una de las dos yaves para que golviese a inspecionar; pero crea usted que, según les he visto yo de hablar,uno manda y otro calla y obedece.

—¿Y no ha venido nadie más?

—Nadie. Y ya va pa cinco semanas que trajeron los muebles.Indudablemente esto era con ojebto de traer una mujer casá y luegose les habrá torcío el carro, ú pa una de esas ofecinas que dantimos. En fin, la última vez que estuvieron los dos, el joven le dijo alviejo aquí en el portal: «no importa nada; total, un trimestre dealquiler y los muebles, que como son pocos y buenos no estorban; lasemana que viene me los llevaré a mi casa y servirán para renovar elgabinete..., o por si algún día me caso.»

Carola, rabiosa y despechada, pero disimulando el enojo, preguntó:

—¿De modo que el viejo es un lacayón alcahuete, cochino?

—No digo tanto; pero me malicio que hacen de él repoquísimo caso; vamos,es un criado antiguo de esos que hay en las casas grandes.

Carola sabía cuanto deseaba. Todo quedó explicado. Don Quintín estabasirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles,luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre talfundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas.Resumen: el estanquero era un imbécil chocho, sin una peseta y además lioso y trapalón que, viéndose amenazado de calabazas, pretendía ganartiempo...

y tener querida de balde. Se puso furiosa. Aquel hombre dequien, por lo menos esperó el cuarto pagado, algún vestido, cenas ychucherías, era un farsante tronado, ganguero, sinvergüenza. Tuvoahorrillos, se los gastó, y aquí paz y después gloria. En una palabra:no era proporción para conservada, ni había que esperar de él cosabuena. «Lo mejor—se decía Carola—es despedirle pronto, cuanto antes, demodo que no volvamos a vernos, lo cual que hay que armarle un tiberio mu gordo. Los muebles..., vaya una guasa..., me la tié que pagar.Demasiado sabía que no habían de ser para él.

¡Marranote! ¿Cómo haría yopara que me dejase en paz? Lo seguro es que lo sepa su mujer y lo matede un sofocón.»

Siguió muy cavilosa andando hacia su calle, y poco antes de llegar, comoquien acaba de adoptar una resolución, entró en una lonja deultramarinos, donde compró un pliego de papel y un sobre.

«Es lo mejor—pensaba—, una marimorena espantosa, y se acabó.»

Su plan era canallesco, pero terrible y de seguro resultado.

Llegó a sucasa, buscó una pluma, un resto de tinta clarucha que tenía en unajícara y, desfigurando la letra, escribió en el papel recién compradolas siguientes palabras:

«Doña Frasquita, si quiere ustez saber lo que es el pérdis de sumarido, baya ustez mañana a las cuatro y media, calle de Belén, 78, pisoentresuelo, que allí estará él con una bribona (esta palabra la tachó yluego la volvió a poner) que es la que te tié esmirriao y le saca loscuartos, y a plique ustez remedio porque es una mala vergüenza, y se loavisa quien bien la quiere, y rascarse agüela.»

Escrito el anónimo, puso el sobre a doña Frasquita, y llamando a unmuchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo:

—Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona,preguntas por esta señora, la entregas la carta en propia mano,teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr.

*

* *

A las tres y media de la tarde siguiente llegaba don Quintín a la casade la calle de Belén.

—Dentro de un rato—advirtió a la portera—, vendrá una señora; nonecesita usted preguntarle a qué cuarto sube.

—Corriente—repuso ella, pensando para su capote—: «ya pareció el peine.»

Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capauna botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamónen dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso,una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillobajo, todo miga. En seguida salió para pedir a la portera un vaso, unosolo; pues, sin haber leído a Béranger, sabía que los amantes debenbeber en la misma copa: y tornando a encerrarse, encendió la chimenea, ypaseo arriba, paseo abajo por el corredor, esperó.

«¡Ah, infame don Juan; empiezas a pagármelas! ¿Conque muebles,alfombras, almohadas, sedas, palitroques dorados y silla en forma deocho para traer a mi sobrina? ¿Pues ahora verás! Tú lo gastas y yo loaprovecho. Y si puedo, te caso.

¿Cómo? Todavía no lo sé, pero yaveremos.»

Estas y análogas majaderías se repetía mentalmente por vigésima vez,cuando sintiendo pasos tras la puerta de la escalera, abrió antes quellamasen. No se había equivocado: era Carola, que acababa de pasar delargo sin corresponder al saludo porteril.

El estanquero recibió a su amada con un largo beso. Luego ella, conmiradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe queaquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo,en su interior, quedó maravillada y envidiosa.

Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos. Dosbutacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas ymadroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo conancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix ybronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llenade las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante lachimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo,para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandesalmohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blancacuajada de rosas amarillentas.

Carola, pensando que todo aquello pudo ser y no sería jamás suyo, locontempló despreciativamente, escupió sin mirar dónde, y encarándose condon Quintín, dijo con gran sorna:

—Este es lujo para mujeres malas. Oye, galán, ¿y que has traído en esospapeles?

Deshizo él los paquetes, destapó la botella, y extendiendo la mano,repuso triunfalmente:

—Mira.

—¡Vaya una merienda para un cuarto como éste! ¿No te da vergüenza?¿Cuándo me llevas estos trastos a casa?

—Veremos...

—Dijo el ciego, y nunca vio.

—Rica, dame un beso, y toma un bocadito de estas golosinas.

Carola, dejándole con la palabra en la boca, recorrió las demáshabitaciones en que no había muebles, y volvió al gabinete diciendo condesapudorada malicia:

—Chico, ¿sabes que aquí falta un mueble muy importante?: aquel que senos desvencijó a nosotros, ¿ u es que el caballero amigo tuyo trata ala señora como santo de barro, que se mira y no se toca?

—Déjate de eso, y pensemos en nosotros.

—¡Mira, mira qué cortinas!

—Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como unperrito; luego nos iremos a tu casa.

—Salimos acaloraos y nos da un aire...

—Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho milbesos.

—No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, ytenemos que largarnos pronto.

El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía enmovimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas porla estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilatabanlas ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por elmundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ellaque, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre yremiendo? De repente, clavando los ojos en don Quintín, lanzó sobre elpobre vejete toda la envidia acumulada en sus cuarenta y muchos años dedeslices, caídas por capricho y complacencias cobradas muy barato parapoder vivir. ¿No era irritante que algunas compañeras suyas hubiesenhallado imbéciles que de buenas a primeras les pusieron coche, y ella,con haber rodado tanto, viera llegar la vejez sin pan y sin lumbre? Unascuanto más se venden, más caras valen, y otras... Se acordó del anónimoy comenzó a desasosegarse. Doña Frasquita lo habría recibido la vísperaal anochecer... No tardaría en llegar. El escándalo iba a ser mayúsculo,pero así acababa todo de una vez.

¿Qué podía esperar del vejestorio? Nidinero ni placer. Nada. Si fuese un señor rico como el que había pagadotodo aquello... La suntuosidad de la estancia le inspiró envidia, y laenvidia amargura, porque la más abominable de las pasiones torpes llevaen sí propia su castigo.

Don Quintín se mostraba resplandeciente de alegría. Las sedas, losrasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a lavoluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y lapresencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura deRubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados lossentidos. A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarretatenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo supeso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propiadignidad de su enemigo.

Alardeando de fino, colocó los almohadones ante la chimenea, y dijo aCarola:

—Anda, gachona, ven y siéntate aquí conmigo, en el suelo, como losmoros; nos calentaremos los pies, que estoy hecho un sorbete.

—Burro, ¡mira que tener frío junto a mí!—Y en seguida, con pérfidapremeditación, añadió—: ¡Vaya una fogata que has armao!... Me ahogo...yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco,que luego, en la calle, te hielas.

Dicho lo cual, se desabrochó el cuerpo del vestido enseñando la chambray el nacimiento del pecho, para que quien les sorprendiese supusiera queestaban entregados a impuras y culpables caricias.

Don Quintín se desabrochó también el chaleco, mostrando la pechera de lacamisa. Después, alargando una mano, según estaba sentado, cogió desobre el velador la botella de Jerez, hizo que Carola empinase, y enseguida pretendió que, con los labios húmedos, le besara.

—¿No te dan gusto este vinillo y ese fuego tan cariñoso?

—¡Vaya un hombre, que tié al lado una mujer y se pone en cuclillasjunto a la chimenea!

—¿Qué te parece el cuartito? ¡Mira que si pudiéramos quedarnos, esdecir, quedarte con todo esto!

De repente, sonó un campanillazo. Don Quintín tembló de miedo, como losconvidados de Tenorio al oír el aldabonazo del Comendador. Carola sedijo: «a lo hecho, pecho.»

Ambos guardaron medroso silencio.

Siguió un segundo campanillazo, y entonces dijo él:

—Nosotros no abrimos: ya se cansarán.

Panoli, ¿tienes miedo? Yo iré, que a mí no me conocerán, y diré queno hay nadie.

Adivinando lo que había de suceder, se puso el mantón, cogiódisimuladamente el velo para estar dispuesta a la fuga, y se dirigióhacia el pasillo.

Transcurrió un minuto; aún rechinaban los goznes de la puerta, cuandodon Quintín oyó el timbre de una voz que le dejó trémulo de espanto;apenas sus labios acertaron a balbucear un nombre:

—¡¡Es Frasquita!!

También sonó la voz de Carola:

—Buena mujer—decía—, aquí no vive ese señor.

—¡Ya lo sé, ya lo sé!—repetía la voz espantable—; pero ahí dentro está;¡déjeme usted pasar!

—¿Es usted su criada?

—¡Es mi marido!

Carola, fingiendo tremenda ira, comenzó a gritar:

—¿Marido? Embustera, vieja, estantigua, si lo que paece usted es laestampa de las cuarenta horas.

Y vuelto el rostro hacia dentro, añadió:

—Quintinito, hijo, mono, sal y pega un empellón a esta fiera.

Al mismo tiempo retrocedió con malicia por el pasillo, dejando avanzar ala exasperada Frasquita, que al fin penetró en el gabinete, desencajaday colérica.

Era alta, flaca, barbipeluda, huesosa, sin pecho, recta de caderas; lafigura espantable, los ademanes ridículamente trágicos. Venía todavestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por sutraje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñascalderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes,vigilar mozas y asustar chiquillos.

En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbadoante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochadoel chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía.

Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno.

—Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero?¿Quién es esa tía?

El pobre hombre se quedó como muerto. Carola, afinando su astutaperversidad, se había desabotonado por completo el cuerpo del vestido,deslazándose, además, la cinta de las enaguas, como si tuviera la ropaen tal desorden antes que llegara Frasquita, y al mismo tiempo,encarándose con ella, decía:

—¿Pero es usted su mujer? ¡Jesús, qué antigua! Diga usted, señora, ¿quésucedió el Dos de Mayo? Oye, Quintín, ahora te digo, que haces bien enbuscar carne fresca fuera de casa, porque tu parienta está mojama. Anda,calzonazos, échala o me marcho.

Frasquita, espantada de tales improperios y aturdida por la estúpidapasividad de su esposo, dudó un momento entre arañar al infiel oagarrarse con la desvergonzada manceba; por fin, temerosa de que ésta lamaltratase, se arrancó contra el estanquero, y a pellizcos y tirones depelos, le levantó del suelo, vociferando:

—¡Despídela, pégala, quiero que la mates!, ustez, mala mujer, ladronade hombres, ¡fuera de aquí!

Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudenciade sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujertampoco se atrevía.

—¿Qué hacíais?—preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pechode la corista pecadora.

Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín:

—¿Y es esto lo que usas pa diario? Elige pronto: la bruja o yo...;pero luego no me vengas a casa babeando.

—¡Cállese usted, so chupacharcos!—gritó Frasquita, lívida de puroencorajada.

—¿Escuchas? Ya te lo había yo anunciao, que no tendrías hígados pa decir a esta vieja en su cara lo que a mí me dices cuando tú sabes...Adiós, hombre, adiós, y que seáis felices.

¡Bueno te vas a poner dehuesos! ¡ Mia que se podían sacar hormillas de esta buena señora!—Ydirigiéndose a la esposa ofendida, añadió—: Guárdelo usted como oro enpaño, que todavía pueden ustés tener familia. En esto ha parao tantamonería, que parecías un perrito faldero—dijo—, y salió lentamente porel pasillo, mientras Frasquita, temblona de pura rabia, continuaba dandoa don Quintín pechugones, arañazos, pellizcos, tirones de pelo y, lo queera peor, dirigiéndole un interrogatorio, cuya entonación y preguntasauguraban la más espantable venganza.

—¿Por qué estaba contigo?¿Cuánto tiempo hace que os habláis? ¿Quién es?¿Quién ha pagado todo esto? Gorrinos, ¿por qué estabais desabrochados?¿De dónde sacas el dinero?

No pudo más. El sofoco había llegado a su límite; zumbáronle los oídos,tambaleose y dio con su cuerpo sobre aquellos mismos almohadones queQuintín dispuso para distinto empleo.

Al cabo de un rato, tras mucho rociarle su marido el rostro con Jerez,volvió en sí; pero enteramente transformada. Ya no era la arpía quearaña, ni la euménide que desgarra, sino una terrible y serena parcaque, extendiendo trágicamente el brazo hacia la puerta, dijo en olímpicoreposo:

—Señor mío, vámonos; en casita ajustaremos cuentas.

Después enmudeció, como si se hubiese tragado la lengua. No hubo mediode que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles yplazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable yrencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje,hasta llegar a la calle de la Pingarrona.

Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó latrampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que leseñalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo convoz reposada y grave:

—Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, comobandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera?

¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle másque conmigo!

La escuchó atónito, dejó escapar un suspiro de galeote recién sujeto albanco, y tendió la vista por la oscura mansión estanqueril, como debióde hacer, al verse abandonado de sus verdugos, aquel príncipe faraónicoa quien sepultaron vivo en las entrañas de la gran pirámide.

Tal fin tuvieron los desórdenes quintinescos, y es fama en el barrio quejamás ha vuelto el pobre viejo a salir solo.

Bien dice el Ecclesiastes: «Cada cosa tiene su tiempo y sazón, y esmucha la aflicción del hombre».

Capítulo XXII

El delirio

Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica ydesesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traíaestas palabras escritas con mano temblorosa:

«Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza deoriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a todo nobayas.

Cristeta.»

*

* *

Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio yhora que le marcaron.

En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, yhaciendo escala en la Punta del Diamante y la Garita del Diablo,viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes ydesnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entrelos árboles como grandes espectros blan