El Capitán Veneno-La Serie Hispana by Pedro Antonio de Alarcón - HTML preview

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—¿Y qué?—interrumpió el Capitán, frunciendo muchísimo el

entrecejo,como si, a fuerza de parecer terrible, quisiese cambiar la efectividadde las cosas.—¿No he cumplido bien[269] tales encargos? ¿He hechoalguna locura? ¿Cree usted que he despilfarrado su herencia?... ¿No erajusto costear entierro mayor a aquella ilustre señora? O ¿acaso le hareferido a usted ya algún chismoso que le he puesto en la sepultura unagran lápida con sus títulos de Generala y de Condesa? Pues lo[270]de la lápida ha sido capricho mío personal, y tenía pensado rogar austed que me permitiera pagarla de mi dinero! ¡No he podido resistir ala tentación de proporcionar a mi noble amiga el gusto y la gala de usarentre los muertos los dictados que no le permitieron llevar los vivos!

—Ignoraba lo de la lápida...—profirió Angustias con religiosagratitud, cogiendo y estrechando una mano de don Jorge, a pesar de losesfuerzos que hizo éste por retirarla.—¡Dios se lo pague austed!—¡Acepto ese regalo, en nombre de mi pobre madre y en elmío!—Pero, aun así y todo, ha hecho usted muy mal, sumamente mal, enengañarme respecto de otros puntos; y, si antes me hubiera enterado deello, antes habría venido a pedirle a usted cuentas.

—¿Y podrá saberse, mi querida señorita, en qué la he engañado austed?—se atrevió todavía a preguntar D. Jorge, no concibiendo queAngustias supiese cosas que sólo a él, y momentos antes de expirar,había referido doña Teresa.

—Me engañó usted aquella triste mañana...—respondió severamente

lajoven,—al decirme que mi madre le había entregado no sé qué cantidad...

—¿Y en qué se funda vuestra señoría para desmentir con esa frescura atodo un Capitán de ejército, a un hombre honrado, a una personamayor?—gritó con fingida vehemencia D. Jorge, procurando meter la cosaa barato y armar camorra para salir de aquel mal negocio.

—Me

fundo—respondió

Angustias

sosegadamente—en

la

seguridad,adquirida después, de que mi madre no tenía ningún dinero cuando cayó encama.

—¿Cómo que no?[271] ¡Estas chiquillas[272] se lo quieren saber todo!¿Pues ignora usted que doña Teresa acababa de enajenar una joya demuchísimo mérito?...

—Sí... sí... ¡ya sé!... Una gargantilla de perlas con broches debrillantes..., por la cual le dieron quinientos duros...

—¡Justamente! ¡Una gargantilla de perlas... como nueces, de cuyoimporte nos queda todavía mucho oro que ir gastando!... ¿Quiere ustedque se lo entregue ahora mismo? ¿Desea usted encargarse ya de laadministración de su hacienda? ¿Tal mal le va con mi tutoría?

—¡Qué bueno es usted, Capitán!... Pero ¡que imprudente a lavez!—repuso la joven.—Lea usted esta carta, que acabo de recibir, yverá dónde estaban los quinientos duros desde la tarde en que mi madrecayó herida de muerte...

El Capitán se puso más colorado que una amapola; pero aun sacó fuerzasde flaqueza, y exclamó, echándola[273] de muy furioso...

—¡Conque es decir que yo miento! ¡Conque un papelucho merece

máscrédito que yo! ¡Conque de nada me sirve toda una vida de formalidad, enque he tenido palabra de rey!

—Le sirve a usted, señor D. Jorge, para que yo le agradezca más y másel que,[274] por mí, y sólo por mí, haya faltado esta vez a esa buenacostumbre...

—¡Veamos qué dice la carta!—replicó el Capitán, por ver si hallaba enella medio de cohonestar la situación.—¡Probablemente será algunapamplina!

La carta era del abogado o asesor de la difunta Generala, y decía así:

"Señorita Doña Angustias Barbastro.

"Muy señora mía y estimada amiga:

"Acabo de recibir extraoficialmente la triste noticia del óbito de suseñora madre (Q. S. G. H. )[275], y acompaño a usted en su legítimosentimiento, deseándole fuerzas físicas y morales para sufrir taninapelable y rudo golpe de la Superioridad[276] que regula los destinoshumanos.

"Dicho esto,[277] que no es fórmula oratoria de cortesía, sino expresióndel antiguo y alegado afecto que le profesa mi alma, tengo que cumplircon usted otro deber sagrado, cuyo tenor es el siguiente:

"El procurador o agente de negocios de su difunta madre, al notificarmehoy la penosa nueva, me ha dicho que, cuando, hace dos semanas, fue aponer en su conocimiento la desfavorable resolución del expediente de laviudedad, y a presentarle las notas de nuestros honorarios, tuvo ocasiónde comprender que la señora poseía apenas el dinero suficiente parasatisfacerlos,[278] como por desventura los satisfizo en el acto, con unapresuramiento[279] en que creí ver nuevas señales del amargo desvíoque ya me había usted demostrado con anterioridad...

"Ahora bien, mi querida Angustias: atorméntame mucho la idea de siestará usted pasando apuros y molestias en tan agravantescircunstancias, por la exagerada presteza con que su mamá me hizoefectiva aquella suma (reducido precio de las seis solicitudes, cuyoborrador le escribí y hasta copié en limpio), y pido a usted suconsentimiento previo para devolver el dinero, y aun para agregar todolo demás que usted necesite y yo posea.

"No es culpa mía si no tengo personalidad suficiente ni otros títulosque un amor tan grande como sin correspondencia, al hacer a ustedsemejante ofrecimiento, que le suplico acepte, en debida forma, de suapasionado y buen amigo, atento y seguro servidor, que besa sus pies,

"Tadeo Jacinto de Pajares."

—¡Mire usted aquí un abogado a quien yo le voy a cortar elpescuezo!—

exclamó D. Jorge, levantando la carta sobre sucabeza.—¡Habrá infame! ¡Habrá judío![280] ¡Habrá canalla!... Asesina ala buena señora hablándole de insolvencia, y de ejecución, alpedirle los honorarios, para ver si la obligaba a darle la mano deusted; y ahora quiere comprar esa misma mano con el dinero que le sacópor haber perdido el asunto de la viudedad... ¡Nada, nada! ¡Corro en subusca! ¡A ver![281] ¡Alárgueme usted esas muletas!—¡Rosa! ¡misombrero!...

(Es decir: ve a mi casa y di que te lo den.) O si no,tráeme (que ahí estará en la alcoba) mi gorra de cuartel... ¡y elsable!—Pero no... ¡no traigas el sable! ¡Con las muletas me basta ysobra para romperle la cabeza!

—Márchate, Rosa..., y no hagas caso; que éstas son chanzas del Sr.

D.Jorge...—expusó Angustias, haciendo pedazos la carta.—Y usted

Capitán,siéntese y óigame...—se lo suplico.—Yo desprecio al señor abogado contodos sus mal adquiridos millones, y ni le he contestado, ni lecontestaré.—

¡Cobarde y avaro, imaginó desde luego que podría hacer suyaa una mujer como yo,[282] sólo con defender de balde en las oficinasnuestra mala causa!...—No hablemos más, ni ahora ni nunca, del indignoviejo...

—¡Pues no hablemos tampoco de ninguna otra cosa!—añadió el

ladinoCapitán,

logrando

alcanzar

las

muletas

y

comenzando

a

pasearseaceleradamente cual si huyera de la interrumpida discusión.

—Pero, amigo mío...—observó con sentido acento la joven.—Las cosas nopueden quedar así...

—¡Bien! ¡Bien! Ya hablaremos de eso. Lo que ahora interesa es

almorzar,pues yo tengo muchísima hambre... Y ¡qué fuerte me ha dejado la piernaese zorro viejo[283] de doctor! ¡Ando como un gamo! Dígame usted, carade cielo, ¿a cómo estamos hoy?

—¡Capitán!—exclamó Angustias con enojo.—¡No me moveré de esta

sillahasta que me oiga usted, y resolvamos el asunto que aquí me ha traído!

—¿Qué asunto? ¡Vaya!... ¡Déjeme usted a mi de canciones!... Y, apropósito de canciones... ¡Juro a usted no volver a cantar en toda mivida la jota aragonesa! ¡Pobre Generala! ¡Cómo se reía al oírme!

—¡Señor de Córdoba!...—insistió Angustias con mayor acritud.—¡Vuelvoa suplicar a usted que preste alguna atención a un caso en que

estáncomprometidas mi honra y mi dignidad!...

—¡Para mí no tiene usted nada comprometido!—respondió D. Jorge,tirando

al florete[284] con la más corta de las muletas.—¡Para mí esusted la mujer más honrada y digna que Dios ha criado!

—¡No basta serlo para usted! ¡Es necesario que opine lo mismo todo elmundo! Siéntese usted, pues, y escúcheme, o envío a llamar a su señorprimo, el cual, a fuer de hombre de conciencia, pondrá término a lavergonzosa situación en que me hallo.

—¡Le digo a usted que no me siento! Estoy harto de camas, de butacas yde sillas... Sin embargo, puede usted hablar cuanto guste...—replicó D.Jorge, dejando de tirar al florete; pero quedándose en primeraguardia.

—Poco será lo que le diga...—profirió Angustias, volviendo a su graveentonación,—y ese poco... ya se le habrá ocurrido a usted desde elprimer momento. Señor Capitán: hace quince días que sostiene usted[285]esta casa; usted pagó el entierro de mi madre; usted me ha costeado loslutos; usted me ha dado el pan que he comido... Hoy no puedo abonarle loque lleva gastado, como se lo abonaré con el tiempo...; pero sepa ustedque desde ahora mismo...

—¡Rayos y culebrinas![286] ¡Pagarme usted a mí! ¡Pagarme ella!...—gritó el Capitán con tanto dolor como furia, levantando enalto las muletas, hasta llegar con la mayor al techo de la sala.—¡Estamujer se ha propuesto matarme!—¡Y

para eso quiere que laoiga!...—¡Pues no la oigo a usted! ¡Se acabó laconferencia![287]—¡Rosa! ¡El almuerzo!—Señorita: en el comedor laaguardo...—Hágame el obsequio de no tardar mucho.

—¡Buen modo tiene usted de respetar la memoria de mi madre! ¡Biencumple

los encargos que le hizo en favor de esta pobre huérfana! ¡Vayaun interés que se toma por mi honor y por mi reposo!...—exclamóAngustias con tal majestad, que D. Jorge se detuvo como el caballo aquien refrenan; contempló un momento a la joven; arrojó las muletaslejos de sí; volvió a sentarse en la butaca, y dijo, cruzándose debrazos:

—¡Hable usted hasta la consumación de los siglos!

—Decía...—continuó Angustias, así que se hubo serenado—que desde

hoycesará la absurda situación creada por la imprudente generosidad deusted.

Ya está usted bueno, y puede trasladarse a su casa...

—¡Bonito arreglo!—interrumpió don Jorge, tapándose luego la boca

comoarrepentido de la interrupción.

—¡El único posible!—replicó Angustias.

—¿Y qué hará usted en seguida, alma de Dios?—gritó el Capitán.—

¿Vivirdel aire, como los camaleones?

—Yo... ¡figúrese usted!... Venderé casi todos los muebles y ropas de lacasa...

—¡Que valen cuatro cuartos![288]—volvió a interrumpir D. Jorge,paseando una mirada despreciativa por las cuatro paredes de lahabitación, no muy desmanteladas, a la verdad.

—¡Valgan lo que valieren![289]—repuso la huérfana conmansedumbre.—

Ello es que dejaré de vivir a costa de su bolsillo deusted, o de la caridad de su señor primo.

—¡Eso no! ¡canastos! ¡Eso no! Mi primo no ha pagado nada!—rugió elCapitán con suma nobleza.—¡Pues no faltaba más, estando yo en elmundo![290]—Cierto es que el pobre Álvaro...—yo no quiero quitarle sumérito,—en cuanto supo[291] la fatal ocurrencia se brindó a todo..., esdecir,

¡a muchísimo más de lo que usted puede figurarse!... Pero yo lecontesté que la hija de la condesa de Santurce sólo podía admitirfavores (o sea hacerlos ella misma, en el mero hecho de admitirlos) desu tutor D. Jorge de Córdoba, a cuyos cuidados la confió la difunta.—Elhombre conoció la razón, y entonces me reduje a pedirle prestados, nadamás que prestados, algunos

maravedises,[292] a cuenta del sueldo quegano en su contaduría.—Por consiguiente, señorita Angustias, puedeusted tranquilizarse en ese particular, aunque tenga más orgullo que D.Rodrigo en la horca.[293]

—Me es lo mismo...—balbuceó la joven—supuesto que yo he de pagar aluno

o al otro, cuando...

—¿Cuando qué?—¡Ésa es toda la cuestión!—Dígame usted cuándo...

—¡Hombre!... Cuando, a fuerza de trabajar, y con la ayuda de

Diosmisericordioso, me abra camino en esta vida...

—¡Caminos, canales y puertos![294]—voceó el Capitán.—¡Vamos, señora!¡No diga usted simplezas!—¡Usted trabajar! ¡Trabajar con esas manos tanbonitas, que no me cansaba de mirar cuando jugábamos al tute!—Pues,

¿aqué estoy yo en el mundo, si la hija de doña Teresa Carrillo, ¡de miúnica amiga!, ha de coger una aguja, o una plancha, o un demonio,[295]para ganarse un pedazo de pan?

—Bien: dejemos todo eso a mi cuidado y al tiempo...—replicó

Angustias,bajando los ojos.—Pero, entretanto quedamos en que usted me dispensaráel favor de marcharse hoy...—¿No es verdad que se marchará usted?

—¡Dale que dale![296]—Y ¿por qué ha de ser verdad? ¿Por qué he deirme, si no me va mal aquí?

—Porque ya está usted bueno; ya puede andar por la calle, como anda porla casa, y no parece bien que sigamos viviendo juntos...

—¡Pues figúrese usted que esta casa fuera de huéspedes!... ¡Ea! ¡Ya lotiene usted arreglado todo! ¡Así no hay que vender muebles ni nada! Yole pago a usted mi pupilaje; ustedes me cuidan... ¡y en paz! Con los dossueldos que reúno hay de sobra para que todos lo pasemos muy bien,puesto que en adelante no me formarán causas por desacato, ni volveré aperder nada al tute, como no sea la paciencia... cuando me gane ustedmuchos juegos seguidos... ¿Quedamos conformes?

—¡No delire usted, Capitán!—profirió Angustias, con vozmelancólica.—

Usted no ha entrado en esta casa como pupilo ni nadiecreería que estaba[297]

usted en ella en tal concepto; ni yo quiero quelo esté... ¡No tengo yo edad ni condiciones para ama de huéspedes!...Prefiero ganar un jornal cosiendo o bordando.

—¡Y yo prefiero[298] que me ahorquen!—gritó el Capitán.

—Es usted muy compasivo...—prosiguió la huérfana,—y le agradezco

contoda mi alma lo que padece al ver que en nada puede ayudarme... Peroésta es la vida,[299] éste es el mundo, ésta es la ley de la sociedad.

—¿Qué me importa a mí la sociedad?

—¡A mí me importa mucho! Entre otras razones, porque sus leyes son unreflejo de la ley de Dios.

—¡Conque es ley de Dios que yo no pueda mantener a quien quiero!

—Lo es, señor Capitán, en el mero hecho de estar la sociedad divididaen familias...

—¡Yo no tengo familia, y, por consiguiente, puedo disponer librementede mi dinero!

—Pero yo no debo aceptarlo. La hija de un hombre de bien que seapellidaba Barbastro, y de una mujer de bien que se apellidaba Carrillo, no puede vivir a expensas de un cualquiera...

—¡Luego yo soy para usted un cualquiera!...

—Y un cualquiera de los peores... para el caso de que se trata,supuesto que es usted soltero, todavía joven, y nada santo.. .[300] dereputación.

—¡Mire usted, señorita!—exclamó resueltamente el Capitán, después

debreve

pausa,

como

quien

va

a

epilogar

y

resumir

una

intrincadacontroversia.—La noche que ayudé a bien morir a su madre de usted ledije honradamente y con mi franqueza habitual (para que aquella buenaseñora no se muriese en un error, sino a sabiendas[301] de lo quepasaba), que yo, el Capitán Veneno, pasaría por todo en este mundo,menos por tener mujer e hijos.—¿Lo quiere usted más claro?

—¿Y a mí qué me cuenta usted?—respondió Angustias con tanta

dignidadcomo gracia.—¿Cree usted, por ventura, que yo le estoy

pidiendoindirectamente su blanca mano?[302]

—¡No, señora!—se apresuró a contestar D. Jorge, ruborizándose hasta loblanco de los ojos.—¡La conozco a usted demasiado para suponer talmajadería!—Además, ya hemos visto que usted desprecia noviosmillonarios, como el abogado de la famosa carta...—¿Qué digo? Lapropia doña Teresa me dio la misma contestación que usted, cuando lerevelé mi inquebrantable[303]

propósito de no casarme nunca... Pero yole hablo a usted de esto para que no extrañe ni[304] lleve a mal el que,estimándola a usted como la estimo, y queriéndola como la quiero...(¡porque yo la quiero a usted muchísimo más de lo que se figura!), nocorte por lo sano y diga: "¡Basta de requilorios, hija del alma!¡Casémonos, y aquí paz y después gloria!"

—¡Es que no bastaría que usted lo dijese!...—contestó la joven conheroica frialdad.—Sería menester que usted me gustara.

—¿Estamos ahí ahora?—bramó el Capitán, dando un brinco.—Pues

¿acasono le gusto yo a usted?

—¿De dónde saca usted semejante probabilidad, caballero donJorge?—

repuso Angustias implacablemente.

—¡Déjeme usted a mí de probabilidades ni de latines!—tronó el

pobrediscípulo de Marte.—¡Yo sé lo que me digo![305] ¡Lo que aquí pasa,hablando mal y pronto, es que no puedo casarme con usted, ni vivir deotro modo en su compañía, ni abandonarla a su triste suerte!... Perocréame usted, Angustias: ni usted es una extraña para mí, ni yo lo soypara usted..., ¡y el día que yo supiera que usted ganaba ese jornal quedice; que usted servía en una casa ajena; que usted trabajaba con susmanecitas de nácar..., que usted tenía hambre..., o frío, o... (¡Jesús!¡No quiero pensarlo!), le pegaba fuego a Madrid, o me saltaba la tapa delos sesos!—Transija usted, pues; y, ya que no acepte el que vivamosjuntos como dos hermanos[306] (porque el mundo lo mancha todo con susruines pensamientos), consienta que le señale una pensión anual, como laseñalan los Reyes o los ricos a las personas dignas de protección yayuda...

—Es que usted, señor don Jorge, no tiene nada de rico ni de Rey.

—¡Bueno! Pero usted es para mí una reina, y debo y quiero pagarle eltributo voluntario con que suelen sostener los buenos súbditos a losreyes proscritos...

—Basta de reyes y de reinas, mi Capitán...—prosiguió Angustias con eltriste reposo de la desesperación.—Usted no es, ni puede ser para miotra cosa que un excelente amigo de los buenos tiempos, a quien siemprerecordaré con gusto.

Digámonos adiós, y déjeme siquiera la dignidad enla desgracia.

—¡Eso es! ¡Y yo, entretanto, me bañaré en agua de rosas,[307] con laidea de que la mujer que me salvó la vida, exponiendo la suya, estápasando las de Caín! ¡Yo tendré la satisfacción de pensar en que laúnica hija de Eva de quien he gustado, a quien he querido, a quien...adoro con toda mi alma, carece de lo más necesario, trabaja paraalimentarse malamente, vive en una guardilla, y no recibe de mí ningúnsocorro, ningún consuelo!...

—¡Señor Capitán!—interrumpió Angustias solemnemente.—Los hombres

queno pueden casarse, y que tienen la nobleza de reconocerlo y deproclamarlo, no deben hablar de adoración a las señoritas honradas.Conque lo dicho: mande usted por un carruaje, despidámonos comopersonas decentes, y ya sabrá usted de mí cuando me trate mejor lafortuna.

—¡Ay, Dios mío de mi alma! ¡Qué mujer ésta!—clamó el Capitán,tapándose

el rostro con las manos.—¡Bien me lo temí todo desde que leeché la vista encima! ¡Por algo[308] dejé de jugar al tute con ella!¡Por algo he pasado tantas noches sin dormir!—¿Hase visto apurosemejante al mío? ¿Cómo la dejo desamparada y sola, si la quiero más quea mi vida? ¿Ni[309] cómo me caso con ella, después de tanto como hedeclamado contra el matrimonio? ¿Qué dirían de mí en el Casino? ¿Quédirían los que me encontrasen en la calle con una mujer de bracete, o encasa, dándole la papilla a un rorro?[310]—¡Niños a mí! ¡Yo bregar conmuñecos! ¡Yo oírlos llorar! ¡Yo temer a todas horas que estén malos, quese mueran, que se los lleve el aire!—Angustias... ¡créame usted porJesucristo[311] vivo! ¡Yo no he nacido para esas cosas!—¡Viviría tandesesperado, que, por no verme y oírme, pediría usted a voces eldivorcio o quedarse viuda!...—¡Ah! ¡Tome usted mi consejo! ¡No se caseconmigo, aunque yo quiera!

—Pero, hombre...—expuso la joven, retrepándose en su butaca conadmirable serenidad. ¡Usted se lo dice todo!—¿De dónde saca usted queyo deseo que nos casemos; que yo aceptaría su mano; que yo no prefierovivir sola, aunque para ello tenga que trabajar día y noche, comotrabajan otras muchas huérfanas?

—¿Que de dónde lo saco?—respondió el Capitán con la mayor

ingenuidaddel mundo.—¡De la naturaleza de las cosas! ¡De que los dos nosqueremos! ¡De que los dos nos necesitamos! ¡De que no hay otro arreglopara que un hombre como yo y una mujer como usted vivan juntos!—

¿Creeusted que yo no lo conozco; que no lo había pensado ya; que a mí me sonindiferentes su honra y su nombre?—Pero he hablado por hablar, por huirde mi propia convicción, por ver si escapaba al terrible dilema que mequita el sueño, y hallaba un modo de no casarme con usted..., como alcabo tendré que casarme, si se empeña en quedarse sola...

—¡Sola! ¡Sola!...—repitió donosamente Angustias.—Y ¿por qué no

mejoracompañada? ¿Quién le dice a usted que no encontraré yo con el tiempoun hombre de mi gusto, que no tenga horror al matrimonio?

—¡Angustias! ¡Doblemos esa hoja!—gritó el Capitán, poniéndose de colorde azufre.

—¿Por qué doblarla?

—¡Doblémosla, digo!...; y sepa usted desde ahora, que me comeré elcorazón del temerario que la pretenda... Pero hago muy mal enincomodarme sin fundamento alguno... ¡No soy tan tonto que ignore lo quenos sucede!... ¿Quiere usted saberlo? Pues es muy sencillo. ¡Los dos nosqueremos!... Y no me diga usted que me equivoco, ¡porque eso seríafaltar a la verdad! Y allá va la prueba.

¡Si usted no me quisiera a mí,no la querría yo a usted!... ¡Lo que yo hago es pagar! ¡Y le debo austed tanto!... ¡Usted, después de haberme salvado la vida, me haasistido como una Hermana de la Caridad; usted ha sufrido con pacienciatodas las barbaridades que, por librarme de su poder seductor, le hedicho durante cincuenta días; usted ha llorado en mis brazos cuando semurió su madre; usted me está aguantando hace una hora!... En fin...¡Angustias!...

Transijamos... Partamos la diferencia... ¡Diez años deplazo le pido a usted!

Cuando yo cumpla el medio siglo, y sea ya otrohombre, enfermo, viejo y acostumbrado a la idea de la esclavitud, noscasaremos sin que nadie se entere, y nos iremos fuera de Madrid, alcampo, donde no haya público, donde nadie pueda burlarse del antiguo Capitán Veneno... Pero, entretanto, acepte usted, con la mayorreserva, sin que lo sepa alma viviente, la mitad de mis recursos...Usted vivirá aquí, y yo en mi casa. Nos veremos... siempre delante detestigos: por ejemplo, en alguna tertulia formal. Todos los días nosescribiremos. Yo no pasaré jamás por esta calle, para que lamaledicencia no murmure..., y, únicamente el día de Finados, iremosjuntos al cementerio, con Rosa, a visitar a doña Teresa...

Angustias no pudo menos de sonreírse al oír este supremo discurso delbuen Capitán. Y no era burlona aquella sonrisa, sino gozosa, como undeseado albor de esperanza, como el primer reflejo del tardío astro dela felicidad, que ya iba acercándose a su horizonte... Pero, mujer alcabo, aunque tan digna y sincera como la que más, supo reprimir sunaciente alegría, y dijo con simulada desconfianza y con la enterezapropia de un recato verdaderamente pudoroso:

—¡Hay que reírse de las extravagantes condiciones que pone usted a laconcesión de su no solicitado anillo de boda!—¡Es usted cruel enregatear al menesteroso limosnas que tiene la altivez de no pedir, yque por nada de este mundo aceptaría! Pues añada usted que, en lapresente ocasión, se trata de una joven..., no fea ni desvergonzada, aquien está usted dando calabazas[312] hace una hora, como si ella lehubiese requerido de amores.—Terminemos, por consiguiente, tan odiosaconversación, no sin que antes lo perdone yo a usted y hasta le dé lasgracias por su buena, aunque mal expresada voluntad... ¿Llamo ya a Rosapara que vaya por el coche?

—¡Todavía no, cabeza de hierro! ¡Todavía no!—respondió el

Capitán,levantándose con aire muy reflexivo, como si estuviese buscando forma aun pensamiento abstruso y delicado.—Ocúrreseme otro medio

detransacción, que será el último...; ¿entiende usted, señora aragonesa?¡El último que este otro aragonés se permitirá indicarle!...—Mas, paraello, necesito

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que antes me responda usted con lealtad a unapregunta..., después de haberme alargado las muletas, a fin demarcharme[313] sin hablar más palabr