El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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VIII

Doña Antonia amaneció con un tremendo jaquecazo, enfermedad á que eramuy propensa. Tuvo, pues, que guardar cama y no pudo acompañar á paseo ásu hija Lucía; pero, como el mal no era de cuidado, y ya Lucía teníaconcertado el paseo con su amiga, se decidió que el Comendador lasacompañase.

La amiga de Lucía vivía en la casa inmediata. Un muro separaba lospatios de una casa y otra. Á la hora convenida, en punto de las nueve ymedia, pronta ya Lucía para salir y con su tío al lado, gritó desde elpatio, al pie del muro:

—Clara (así se llamaba Clori en la vida real), ¿estás ya lista?

No se hizo aguardar la contestación.

Oyóse primero la voz de una criada que decía:

—Señorita, señorita, Doña Lucía está llamando á su merced.

Un momento más tarde sonó en el patio contiguo una voz argentina ysimpática, que respondía:

—Allá voy; sal á la calle; ¿para qué he de entrar en tu casa?

Salieron D. Fadrique y Doña Lucía, y hallaron ya á Doña Clara en lapuerta.

El Comendador, á pesar de sus distracciones, miró á Doña Clara conextraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años.El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y enlos labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada ytransparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangrepor las venas azules. Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempredormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; sibien, cuando fijaban la mirada y se abrían por completo, brotaban deellos dulce fuego y luz viva. Todo en Doña Clara manifestaba salud ylozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores yacrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el moradolirio.

Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y,aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completodesenvolvimiento de la mujer. El cabello de Doña Clara era negrísimo,las manos y el pie pequeños, la cabeza bien plantada y airosa.

Ambas amigas iban vestidas de negro, con mantilla y basquiña, y algunasrosas en el peinado.

Lucía dijo á su amiga la indisposición de su madre, y que su tío elComendador, recién llegado de Villabermeja, las acompañaría en el paseo.Salvos los cumplimientos y ceremonias de costumbre, no hubo en laconversación nada memorable, hasta que los tres, que iban juntos,salieron de la ciudad y llegaron al campo.

La pequeña ciudad está por todas partes circundada de huertas. Muchassendas las cortan en diversas direcciones. Á un lado y otro de cadasenda hay una cerca de granados, zarza-moras, mimbres y otras plantas.En muchas sendas hay un arroyo cristalino á cada lado; en otras, un soloarroyo. Todas ellas gozan, en primavera, verano y otoño, de abundantesombra, merced á los álamos corpulentos y frondosos nogales, y demásárboles de todo género que en las huertas se crían.

La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse elsinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de losarroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas,violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices ylucen su hermosura.

El sol radiante, que brilla en el cielo despejado y dora el airediáfano, hace más espléndida la escena.

Increíble multitud de pájarosla anima y alegra con sus trinos y gorjeos. En Andalucía, huyendo de latierra de secano, buscando el agua y la sombra, se refugian las aves enestos oásis de regadío, donde hay frescura y tupidas enramadas.

Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dosbonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda quellaman

del medio

. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar loscolorines ó reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía granbienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.

Al llegar á sitio más ancho, no ya á otra senda, sino á un camino, lostres, que, por ser la senda casi siempre estrecha, habían ido uno en posde otro, se pusieron en la misma línea. Clara estaba en el centro. Lucíadijo entonces, dirigiéndose á su tío:

—Vamos, ya habrá satisfecho V. su curiosidad. Ésta es Clori. ¿No esverdad que merece haber inspirado el idilio?

Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave,sintió que su amiga hubiese confiado á su tío aquel secreto, y no pudoreprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo,poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillascon la vergüenza y el enojo.

Nada dijo Doña Clara, á pesar de ello; pero Lucía advirtió su disgusto yprosiguió de esta suerte:

—No te ofendas Clarita. No me motejes de parlanchina. Mi tío me pusoanoche entre la espada y la pared, y tuve que confesárselo todo. Tuveque disculparme y que disculpar á D. Carlos. Á mi tío se le metió en lacabeza que él era el viejo rabadán y que yo era Clori. Además, mi tío esmuy sigiloso y no dirá nada á nadie. ¿No es verdad tío?

—Descuide V., señorita —respondió el Comendador, encarándose con DoñaClara, que se puso más encarnada aún:— nadie sabrá por mí quién hainspirado el idilio, que es, por cierto, precioso.

El Comendador advirtió que Clara se tranquilizaba, si bien no acertó,con la turbación, á pronunciar palabra alguna.

Doña Lucía continuó:

—¡Vaya si es precioso el idilio! Créame V., tío: desde Vicente Espinelhasta nuestra edad, Ronda no ha producido más ingenioso poeta quenuestro amigo D. Carlos de Atienza, ilustre mayorazgo de la mencionadaciudad, el cual vive en Sevilla con sus padres, trata de tomar enaquella Universidad la borla de doctor en ambos Derechos, y ahoradescuida bastante los estudios por seguir á Clori, que, desde Sevilla,se ha venido aquí de asiento con su familia, á quien V. sin duda conoce.

—Sobrina, yo no sé si tengo ó no la honra de conocer á la familia deesta señorita, cuyo apellido no me has dicho. ¿Cómo un forastero reciénllegado ha de adivinar la familia de quien sólo sabe que se llama Clorien poesía y Clara en prosa?

—¡Ay, es verdad! ¡Qué distraída soy! No había yo dicho á V. cómo sellamaba mi amiga. Pues bien, tío: esta señorita se llama Doña Clara deSolís y Roldán. Y ahora, ¿qué dice V.? ¿Conoce V. ó no conoce á sufamilia?

Al oir en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la últimainocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo,que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría quehabía pasado con más fuerza á encender el rostro varonil de D. Fadrique,curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.

Lucía, sin advertir la turbación de su tío, siguió diciendo:

—Pero ¿qué digo á su familia? Á la misma Clara es posible que V. laconozca, sólo que ya no se acuerda.

Cuando era ella chiquirritita, talvez cuando ella nació, estaba V. en Lima. Clara es limeña.

Dominándose al cabo el Comendador, contestó á su sobrina:

—Mal puedo acordarme y mal puedo haber olvidado á esta señorita, áquien nunca he visto. Á quien sí he conocido y tratado mucho es á suseñor padre; y también, á pesar de la vida retirada y austera quesiempre ha hecho, tuve el gusto de tratar y ser amigo de mi señora DoñaBlanca Roldán. ¿Cómo está su señora madre de V., señorita?

—Sigue bien de salud —contestó Doña Clara;— pero, entregada comonunca á sus devociones, apenas se deja ver de nadie.

—¿Y el Sr. D. Valentín, está bueno?

—Gracias á Dios, lo está, —dijo Clara.

—Se ha retirado ya de la magistratura —añadió Lucía;— ha heredado loscuantiosos bienes de su hermano el mayor, que murió sin hijos, y viveaquí, donde tiene su mejores fincas, de que Clarita es única heredera.

Como una nueva oleada de sangre subió entonces á la cara del Comendador,enrojeciéndola toda.

Reportándose luego, dijo de la manera más natural ásu parlera sobrina:

—¿Con que esta señorita, además de ser tan guapa, es muy rica?

—Para estos lugares lo es. ¿No es verdad, tío, que es muy extraño quela quieran casar con don Casimiro?

¡Si viera V. qué viejo y qué feoestá! Vamos, es ofender á Dios. Yo, si fuera el Papa, negaba la licenciaque habrá que pedirle.

—Pues qué —exclamó D. Fadrique,— ¿son ustedes parientes tancercanos?

—Don Casimiro Solís es el pariente más cercano que tiene mi padre,—contestó Clara.

—Sería su inmediato heredero si Clara no viviese, —añadió Lucía, queno dejaba por contar nada de cuanto sabía, cuando se hallaba entrepersonas, como Clara y su tío, que le infundían tanta confianza ycariño.

Don Fadrique no llevó adelante la conversación. Quedó callado y comopensativo y melancólico.

En silencio continuaron, pues, paseando hasta que llegaron al nacimiento

. En mitad de un bosque de encinas y olivos, que ponetérmino á las huertas, se alza un monte escarpado, formado de riscos ypeñascos enormes, que parecen como suspendidos en el aire, amenazandoderrumbarse á cada momento.

Higueras bravías, jaras de varias especies, romero y tomillo, musgo,retama y otras mil hierbas, plantas y flores, nacen en las hendiduras deaquellas peñas ó cubren los sitios en que no está pelada la roca viva, yhallan alguna capa vegetal donde fijar y alimentar las raíces.

Los peñascos horadados abren paso á diversas grutas ó cuevas en no pocossitios del cerro, á cuyo pie, más bajo aún que el nivel del camino,están como socavadas las piedras, formando una gruta mayor y de másgrande entrada que las otras. En el fondo de esta gruta, que se ve todosin penetrar allí, brota de una grieta, sin hipérbole alguna, unverdadero río. Por eso se llama aquel sitio el nacimiento del río, ósencillamente

el nacimiento

.

El agua que mana de entre las peñas cae con grato estruendo en unestanque natural, cuyo suelo está sembrado de blanquísimas y redondaspiedrezuelas. Por aquel estanque se extiende mansa el agua, creando ydesvaneciendo de continuo círculos fugaces; mas, á pesar de loscírculos, son las ondas de tal transparencia, que al través de ellas seve el fondo, aunque está á más de vara y media de profundidad, y en élpueden contarse las guijas todas.

En la margen del pequeño lago crecen juncos, juncia, berros y otrasplantas acuáticas.

El estanque ó lago llena la gruta y se dilata buen espacio fuera deella, reflejando el cielo en su cristal. Á

derecha y á izquierda hay dosacequias, por donde el agua corre, dividiéndose después en infinitosarroyuelos, y yendo á regar las mil y quinientas huertas que hacen deltérmino de aquella pequeña ciudad un verde y florido paraíso.

Como todo por aquellas cercanías es terreno quebrado, el agua baja á lashondonadas con ímpetu brioso: á veces se precipita en cascadas, y áveces pone en movimiento aceñas, batanes y martinetes. No obstante,cerca del nacimiento el agua va por tierra llana, con sosegada corrientey apacible murmullo, sin que haya ruido mayor en aquella amena soledadque el que produce el nacimiento mismo; el golpe del agua que brota dela peña y cae dentro de la gruta.

Á la orilla del estanque rústico hay varios sauces, y junto al troncodel más alto y frondoso un poyo ó asiento de piedra. Allí estaba sentadoel poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, susobrina y Doña Clara.

Don Fadrique, como si anhelase apartar de sí tristes y enojosospensamientos, impropios de su carácter y risueña filosofía, se pasó lamano por la frente, y creyendo que recobraba su serena y alegrecondición, dijo en voz alta:

—Hola, ilustre poeta, ¿qué nuevo idilio compone V. en estas soledades?

Don Carlos se levantó del asiento, y yendo hacia los recién venidos,dijo:

—Buenos días, Sr. D. Fadrique. Beso los pies de Vds., señoritas.

El Comendador le allanó el camino para que se viniese con él y con lasniñas y los acompañase un rato en el paseo. Habló á D. Carlos de susestudios, le ponderó lo mucho que le agradaba la poesía, le encomió elidilio y se le hizo repetir.

No podía haber dado mayor gusto á D. Carlos, ni mayor satisfacción deamor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito óescribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo á recitarlosen presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinabaá calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.

Don Fadrique miró con disimulo, pero con mucha atención, á Claritamientras que D. Carlos recitó el idilio.

Si aun le hubiera quedado lamenor duda de que Clara era Clori, la duda se hubiera disipado. ÁClarita, valiéndonos de una expresión en extremo vulgar, si bien muypintoresca, un color se le iba y otro se le venía mientras los versosduraron. Ya se ponía pálida, ya se cubrían de púrpura sus mejillas.Hasta cuando exclamó D. Carlos recitando:

"Pues¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba

De amor?"

vió ó imaginó ver D. Fadrique que los párpados de Doña Clara secontraían más de lo ordinario, como para recoger y ocultar indiscretaslágrimas, que ansiaban por brotar de los hermosos ojos.

Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa,apenas se acercó á Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólocon Lucía habló en voz baja y como en secreto.

Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo á la ciudadpor otro camino, en medio de una frondosísima alameda. Allí Clara, óadelantándose ó quedándose atrás y dejando al Comendador con su sobrina,hubiera podido hablar á su placer con D. Carlos; pero no parecía sinoque le tenía miedo, que temblaba de oir su voz sin testigo, y quedeseaba demostrar á los ojos del Comendador que no quería pertenecer áD. Carlos, sino á D. Casimiro. Ello es que en los lugares más agrestes,Clara no se apartaba del lado de D. Fadrique, como si temiese quesaliese una fiera á devorarla y buscase en él su amparo y defensa.

¿Quién sabe lo que pasaba en aquellos instantes en el alma delComendador? Lo cierto es que casi no se atrevía á hablar á Clara; perode repente, en una ocasión en que D. Carlos y Lucía se adelantaron y seperdieron de vista entre los árboles, el Comendador detuvo á Clara, lacontempló de un modo extraño y dulce, y tomando su semblante unaexpresión solemne y en cierto modo venerable, exclamó:

—¡Hija mía! Es V. muy buena, muy hermosa… inocente de todo; Diosbendiga á V. y la haga tan feliz como merece.

Y diciendo esto, alzó las manos como para bendecir á la muchacha, tomósu cabeza entre ellas y le dió en la frente un beso.

Clara halló, sin duda, muy raro todo aquello, fuera del uso y delestilo común; pero la cara de D. Fadrique estaba tan seria, y suexpresión era tan simpática y noble, que, á pesar de las ideas con quepersonajes devotos habían manchado precozmente la conciencia de la niña,hablándole de pecados y faltas, Clara no pudo ver allí ningúnatrevimiento liviano.

Más aún se afirmó en la idea de lo puro é impecable del extraño éinesperado beso, cuando le dijo el Comendador:

—Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho?

Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no suporesistir.

—Le he amado mucho —contestó,— pero yo acertaré á no amarle. He sidomuy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no lequerré. Seré buena hija. Obedeceré á mi madre. Ella sabe mejor que yo loque me conviene.

Don Fadrique no se atrevió á replicar ni á hacer un discurso subversivode la autoridad materna.

Á poco volvieron á reunirse, en un solo grupo los cuatro.

Antes de entrar de nuevo en la ciudad, D. Carlos se despidió del Comendador y de las dos señoritas, y se fué por otros sitios.

Apenas Lucía y su tío dejaron á Clara á la puerta de su casa, el tíopreguntó á la sobrina:

—¿Qué te ha dicho D. Carlos?

—¿Qué ha de decir? Que está desesperado; que Clara le desdeña, que lerechaza, y que, por obedecer á su madre, se casará con D. Casimiro.

—Y D. Valentín, ¿qué hace?

—Nada. ¿Qué quiere V. que haga? Pues qué, ¿ignora V. que D. Valentín esun gurrumino? Una mirada de Doña Blanca le confunde y aterra; unapalabra de enojo de aquella terrible mujer hace que tiemble D.

Valentíncomo un azogado.

—De suerte que Doña Blanca es quien ha decidido el casamiento de Claracon D. Casimiro.

—Sí, tío; en esa casa Doña Blanca es quien lo decide todo. Ella manda ylos demás obedecen. No se atreven á respirar sin su licencia. No sepuede negar que Doña Blanca tiene mucho talento y es una santa. Sabe másde las cosas de Dios que todos los predicadores juntos. Reza muchísimo;lee y estudia libros piadosos; lleva una vida ejemplar y penitente, yhace muchas limosnas á los pobres y á las iglesias; pero, á pesar detantas virtudes y excelentes prendas, nada tiene de amable. Antes alcontrario, es terrible. Á mí me pone miedo.

—No lo dudo, sobrina; ya era como tú la describes cuando yo la conocí.

—¡Ay, tío! ¿Y la veía V. con frecuencia?

—No con frecuencia, sobrina; pero al fin la traté algo.

—No extrañe V. que en una semana no vengan á casa, ni para cumplir.Doña Blanca vive con la mente tan lejos de todo, y se resiste tanto áque le cuenten cosas del mundo exterior que distraigan su espíritu de lacontemplación íntima en que vive, que de seguro ni ella ni su pobremarido sabrán que V. ha llegado. D.

Valentín no creo que sea hombre muyinterior, espiritual y contemplativo; pero como tiene tanto miedo á sumujer y quiere darle gusto siempre, vive también á lo místico, apartadodel trato humano, y yo le juzgo capaz de azotarse con unas disciplinas,no tanto por amor de Dios, cuanto por amor y por miedo de Doña Blanca.

Don Fadrique escuchaba y callaba. No tenía humor de despegar los labios.Lucía, que era aficionada á hablar, soltó la tarabilla y prosiguiódiciendo:

—¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ellase irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo?No acierto á ponderar á V. los prodigios de astucia, los portentos dehabilidad, aunque esté mal que yo me alabe, que he tenido que hacer paraganarme un poco la voluntad y la confianza de Doña Blanca y lograr quesu hija se trate conmigo y salga á veces en mi compañía. Si no fuera pormí, Clara estaría como enterrada en vida, entre cuatro paredes. No sécómo ha podido entenderse con D. Carlos. Gracias á que él es muy listo ycapaz de todo. Clara ha estado con él, no diré que en relaciones, sinocasi en relaciones. Ello es que Clara le amaba. Luego ha tenidoremordimientos de amar á un hombre á escondidas de su madre, y sobretodo cuando su madre la destina para otro. Así es que ahora rechaza alpobre D. Carlos, y el infeliz zagal Mirtilo se muere de pena.

El Comendador oía con interés á su sobrina, y no ponía en laconversación ni una exclamación siquiera.

Parecía que se había quedadomudo ó que no sabía qué decir.

—Clara —prosiguió Lucía,— ahora que cree pecado amar á D. Carlos, yque no halla posible oponerse á la voluntad de su madre, piensa á vecesen ser monja; pero ni este deseo se atreve á confiar á su madre.Considera ella, en primer lugar, que no es buena su vocación; que quieretomar el velo por despecho y como desesperada; y, por otra parte, creeque decir á su madre que quiere ser monja es un acto de rebeldía, esoponerse á su voluntad de casarla con D. Casimiro. ¿Qué piensa V. de lasituación de mi desgraciada amiga?

Interrogado tan directamente el Comendador, tuvo al cabo que romper elsilencio; pero respondió con laconismo:

—Mala es, en verdad, la situación; pero, ¿quién sabe? Todo tieneremedio menos la muerte. Entre tanto —

añadió D. Fadrique, hablando conlentitud y bajo, dejando caer las palabras una á una, como si lecostasen grandes esfuerzos, y como si en vez de responder á su sobrinahablase consigo mismo y á sí propio se respondiese;— entre tanto, DoñaBlanca es discreta, es piadosa y es buena madre. Razones de mucho pesotiene… sin duda… para querer casar á su hija con D. Casimiro. Enfin, muchacha, sigue siendo buena amiga de Clara; pero no caviles niformes juicios acerca de la conducta de Doña Blanca. Voy, además, áhacerte otra súplica.

—Mande V., tío.

—Es algo difícil lo que exijo de tí.

—¿Por qué?

—Porque te gusta hablar, y lo que exijo es que calles.

—¿Y qué he de callar? Ya verá V. cómo me callo. Yo no quiero que V. sedisguste y forme mal concepto de mí.

—Pues bien; calla que me has puesto al corriente de los amores de D.Carlos y Doña Clara, y calla también cuanto sabes acerca de estosamores.

—¡Tío, por amor de Dios! No me crea V. tan amiga de contarlo todo. Elpícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni á V. le hubiera yoconfiado nada.

Oído esto, sonrió el Comendador á su sobrina; y como ya estaban en lacasa, se apartó de la muchacha, yéndose algo meditabundo y ensimismado,cual si procurase resolver un difícil problema.