El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XIV

La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa ó bufete,que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros.Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de pormedio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogaligualmente. Á más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas ála pared. Los asientos todos eran de enea. Un Ecce-Homo

, al óleo, áquien cuadraba el refrán de

á mal Cristo mucha sangre

, era la únicapintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio,otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dosfloridos rosales; dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, ycolgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres concolorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel,asido á la varilla saliente que estaba fija á una tabla de pino, volabaá cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que leaprisionaba, y volvía con mucho donaire á posarse en la varilla.

Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.

Arrimadas á un ángulo había dos escopetas de caza.

Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse lapequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde,estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde éste sacó el vinoy que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja ótesoro y biblioteca á la vez.

Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.

El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y losojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.

Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:

—Aunque yo no soy un penitente que vengo á confesarme, exijo el mismosigilo que si estuviese en el confesonario.

El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo deafirmación.

Entonces prosiguió D. Fadrique:

—El hombre de que he hablado á V., el pecador causa del engaño y delhurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidarmi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían dedimanar. El acaso… ¿qué digo el acaso?… Dios providente, en quiencreo, me ha vuelto á poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho vertodos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarseaún. Dispuesto estoy á remediarlos y á evitarlos, de acuerdo con ladoctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo paramí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscarremedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y esmenester oponerse á toda costa á que le halle. Sería una abominaciónsobre otra abominación.

—¿Y quién es esa persona? —dijo el padre.

—Mi cómplice, —contestó el Comendador.

—¿Y quién es tu cómplice?

—V. la conoce. V. es su director espiritual. V. debe tener grandeinflujo sobre ella. Mi cómplice es…

Cuenta, maestro, que jamás hehecho á nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme deescandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama deesta mujer aparece aún, después de diez y siete años, másresplandeciente que el oro.

—Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en unpozo. Yo sé callar.

—Mi cómplice es Doña Blanca Roldán de Solís.

El P. Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y sesantiguó muy deprisa media docena de veces, soltando estas piadosasinterjecciones:

—¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús, María y José!

—¿De qué se admira V. tan desaforadamente? —dijo el Comendador,pensando que el padre extrañaba que tan virtuosa y austera matronahubiese nunca sucumbido á una mala tentación.

—¿De qué me admiro?… Muchacho… ¿De qué me admiro?… Pues ¿teparece poco? Bien dicen… Vivir para ver… El demonio es el mismodemonio. Miren… y no lo digo por ofender á nadie… ¡miren con quéramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!…Con un manojo de aulagas.

Suave flor trasplantaste al jardín de tusamores… ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca…todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo! Yo… perdóneme suausencia… no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar poramor.

Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamacióninarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez ysiete años antes Doña Blanca era muy otra, y que además la misma durezade su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían másvehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegabaá sentirla.

Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto:

—Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal?

¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan?

—¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese unahija? —preguntó el Comendador.

—Don Casimiro Solís, —fué la respuesta.

—Pues por eso quiere casar á su hija con D. Casimiro.

—¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! —exclamó el padre, todo lleno deviolencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos.— ¿Quieres creerque soy tan egoísta, que el egoísmo me había cegado? Yo no había vistoen el plan de Doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural quecasase á Clarita con su tío. Yo no miraba sino á mi pícaro interés: áque nadie se llevase á Clarita lejos de estos lugares. Es menester quelo sepas… Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella,aguanto á su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, esque se quedase por aquí… para ir á verla y para que ella me agasajase,como me agasaja ahora, cuando voy á casa de su madre, sirviéndome, consus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas dealmíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yono caí en nada… no me hice cargo… pensé sólo en que, ya casada,haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de lalumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Sivieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es unprimor. La tengo abajo en el corral… y se la iba á llevar mañana.Nada… ¿has visto qué bárbaro?… sin dar la menor importancia á lo delcasamiento. Ahora lo comprendo todo. ¡Qué monstruosidad! ¡Casar aqueldije con semejante estafermo! Ya se ve… ella no lo repugna… no loentiende… ¿quién diablo sabe?… pero yo lo entiendo… y meespeluzno… me horrorizo.

—Razón tiene V. de horrorizarse… Ella lo repugna… lo entiende…pero cree que no debe resistir á la autoridad materna.

—Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá á sumadre; pero antes obedecerá á Dios.

Diligendus est genitor, sedpraeponendus est Creator

. Es sentencia de San Agustín.

—Además —dijo el Comendador,— Clarita ama á otro hombre.

—¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hechocreer? Si amase á un galán, Clara me lo hubiera confesado.

—Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.

—Vamos, sí, ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con unestudiantillo… Me las ha confesado. Está arrepentida… ¡Con unestudiantillo!… ¿Pues se había de ir Clarita á correr la tuna?

—P. Jacinto, V. chochea.

—¡Desvergonzado! ¿Cómo te atreves á decir que chocheo?

—El estudiantillo no es de esos que van con el manteo roto y con lacuchara puesta en el sombrero de tres picos, pidiendo limosna, sino quees un caballero principal, un rico mayorazgo.

—¿De veras? Ya eso es harina de otro costal. De eso no me había dichonada aquella cordera inocente.

Oye… ¿y es buen mozo?

—Como un pino de oro.

—¿Buen cristiano?

—Creo que sí.

—¿Honrado?

—Á carta cabal.

—¿Y la quiere mucho?

—Con toda su alma.

—¿Y es discreto y valiente?

—Como un Gonzalo de Córdoba. Además es poeta elegantísimo, monta bien ácaballo, posee otras mil habilidades, es muy leído y sabe de torear.

—Me alegro, me alegro y me realegro. Le casaremos con Clarita, aunquerabie Doña Blanca.

—Sí, querido maestro. Le casaremos… pero es menester que seamos muyprudentes.

Prudentes sicut serpentes

… Pierde cuidado. Harto sé yo quién esDoña Blanca. Es omnímodo el imperio que ejerce sobre su hija.

El respetoy el temor que le infunde exceden á todo encarecimiento. Y luego, ¡québrío, qué voluntad la de aquella señora! Á terca nadie le gana.

—No soy yo menos terco… y no consentiré que Clara sea el precio delrescate de nadie; que sobre ella, que no tiene culpa, pesen nuestrasculpas; que Doña Blanca la venda para conseguir su libertad. Sinembargo, importa mucho la cautela. Doña Blanca, llevada al extremo,pudiera hacer alguna locura.

Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo elComendador y el P. Jacinto, el primero se volvió á la ciudad en aquelmismo día para que su ausencia no se extrañase.

El P. Jacinto quedó en ir á la ciudad al día siguiente de mañana.

Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron paraque sobre el terreno se decidiesen.

Sólo se concertó el mayor sigilo y circunspección en todo y disimular enlo posible la íntima amistad que entre el fraile y el Comendador había,á fin de no hacer sospechoso y aborrecible al fraile á los ojos de DoñaBlanca.

Se convino, por último, en que, á pesar de la gravedad de la situación,no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica ócensurable, que el P. Jacinto llevase á Clarita la corza y se laregalara.