El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XXI

El destino de D. Casimiro es el más extraño y caprichoso entre los decuantos personajes figuran en esta historia. En el tejido de su vidahabía puesto él un orden envidiable y gastado poquísimo. Así es que, pormás que D. Casimiro distase mucho de ser un águila en nada, habíaatinado á darse tan buena traza con economía y juicio, que era un señoracaudalado para lo que entonces se usaba en Villabermeja. Esto se lodebía á sí mismo, y de ello podía estar con razón y estaba orgulloso. Loque debió á la casualidad, á un conjunto de hechos para élinexplicables, fué el momentáneo encumbramiento á novio de su linda yrica sobrina la señorita Doña Clara.

Con cincuenta y seis años de edad, no pocos padecimientos y la facha queya hemos descrito, don Casimiro mismo, á pesar de su amor propio, que noera flojo, había hallado, allá en el centro de su conciencia, un si esno es inverosímil que le quisiesen casar con aquel pimpollo. El amorpropio, no obstante, es ingeniosísimo, estando casi siempre su ingenioen razón inversa del ingenio de las personas; por donde D.

Casimiroimaginó pronto que en su alma había de haber tan escondidos tesoros debondad y de belleza, y que en sus modales y porte habían de transcendertal distinción hidalga y tal elegancia ingénita, que, descubierto todopor los ojos zahoríes de Doña Blanca, bastó y sobró para que ellaansiase tener á D.

Casimiro por yerno. Don Casimiro, pues, desde queempezó á ser novio de Clara, se puso más orondo y satisfecho que antes.

Terrible fué el desengaño cuando Doña Blanca le despidió. El enojointerior de D. Casimiro no fué menos terrible; pero él era encogido ymuy torpe para expresarse; Doña Blanca hablaba bien y con autoridad éimperio, y el Sr. D. Casimiro se tragó su enojo, y recibió lospasaportes, hecho manso cordero.

Como sucede á todas las personas débiles y soberbias á la par, la ira deD. Casimiro se fué aglomerando después y poco á poco en el corazón,cuando se detuvo á considerar el chasco que se le daba y el desairegrandísimo que se le hacía.

Cierto que el rival por quien Clara le dejaba era Dios mismo; pero D.

Casimiro no se aplacaba con esto.

—¿Si querrá ser monja —decía,— para no casarse conmigo? Valiera máshaberlo pensado con tiempo y no ponerme en ridículo ahora. Sin duda quepara mí es menos cruel que me deje por tan santo motivo que no que medeje para casarse con otro mortal. Yo no hubiera consentido esto último.Nos hubieran oído los sordos. Yo hubiera tenido un lance con mi rival.Pero ¿contra Dios qué he de hacer?

Don Casimiro se consolaba algo con la imposibilidad de tener un lancecon Dios, y hasta con la obligación piadosa en que se veía deresignarse.

Su encono contra Doña Blanca y contra Clarita no se mitigaba, á pesar detodo. No había quedado perro ni gato, en diez leguas á la redonda, áquien D. Casimiro no hubiera dado parte de su ventura. Ahora, su caída ysu desventura debían de ser é iban siendo no menos sonadas, y, pordesgracia, harto más aplaudidas.

La vanidad del hidalgo bermejino recibía desaforados golpes. Pero ¿cómovengarse?

—La venganza es el placer de los dioses —exclamaba á sus solas eldichoso hidalgo;— pero decididamente yo no soy un dios. ¿Qué meconviene hacer? Es refrán frailuno, y muy discreto, que la injuria queno ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada

. Disimulemos pues.También hay otro refrán que reza:

Cachaza y mala intención

. Sigamos loque prescriben dichos refranes. Lo primero que me importa es dejar verque no me afligen los desdenes de Clarita. Si ella no me quiere, otraque vale tanto como ella, más que ella, estoy seguro de que me querrá.Voy á volver á pretender á Nicolasa. No es rica, pero es mejor moza queClarita.

Sin desistir, por consiguiente, de vengarse si se presentaba ocasióncómoda para ello, D. Casimiro resolvió enamorar estrepitosamente áNicolasa, esperando que así daría picón á la futura carmelita, óprobaría al menos que tenía por amiga una mujer de mucho mérito.

Nicolasa, en efecto, lo era. Hija del tío Gorico y de su primera mujer,alcanzaba fama en casi toda la provincia por su singular hermosura,discreción y rumbo. Caballeros, ricos hacendados y hasta usías ó señoresde título, menos comunes entonces que ahora, habían suspirado en baldepor Nicolasa, la cual, con modesta dignidad, había respondido siempre enprosa aquello que dice en verso cierta dama de una antigua comedia nadamenos que al Rey:

Para vuestra dama, mucho;

Para vuestra esposa, poco.

Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas ycon su libertad y desenvoltura. Los hombres se prendaban de ella, laperseguían y se llenaban de esperanzas; pero, no bien queríanpropasarse para que se lograsen, Nicolasa se revestía de gravedad yentono, propios de la mejor heroína de Calderón, hablaba de lainestimable joya de su castidad y limpísima honra, y ponía á raya todoatrevimiento, todo desmán y todo propósito amoroso algo positivo que nollevasen por delante al padre cura.

Nicolasa había heredado de su madre ciertas prendas que valen más quelos bienes de fortuna, porque los conservan, si los hay, y suelenproporcionarlos, si no los hay. Tenía don de mando y don de gentes,extraordinaria energía de voluntad y perseverancia en sus planes. Sehabía propuesto ó ser una señorona principal ó quedarse para vestirimágenes, y, sirviéndole esto de pauta, ajustaba á ella todos los actosde su vida.

Aunque el tío Gorico había contraído segundas nupcias, y Nicolasa tuvomadrastra en vez de madre casi desde la infancia, lejos de contribuiresto á que se criase con menos mimo, había ocasionado lo contrario.

Lamadre de Nicolasa había sido tremenda, dominante, feroz: una Doña Blancaá lo rústico; mientras que Juana, la segunda mujer del tío Gorico, erala propia dulzura, sometida siempre á su marido, quien á su vez no hacíamás que lo que á Nicolasa se le ocurría. Nicolasa lo podía y mandabatodo en casa de su padre, menos impedir que el tío Gorico dejase debeber bebida blanca.

Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los veinte ylos treinta años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos susamores habían muerto al nacer. Á los pretendientes encopetados los habíaNicolasa despedido, apelando al cura. Á los pretendientes de su claselos había desdeñado cuando ya llegaban á lo serio y hablaban del curaellos mismos.

Nicolasa, no obstante, como todas las mujeres frías, pensadoras ytraviesas, había sabido retener en sus redes, en este crepúsculo deamor, que califican de platónico, á varios suspiradores perpetuos, delos que llaman en Italia

patitos

. Uno, sobre todo, pudiera servir deejemplo portentoso por su pertinacia, resignación y fervor en lasincesantes adoraciones. Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo.

Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estabacomo en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba deamor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle.En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que áningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chicohasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y daba por bienempleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros.

Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruín y tonto. Tomasuelo eralisto, despejado y fuerte: el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa lehabía hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis deaparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra solapodía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.

Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba á la vez de verse cautivo,estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para elpúblico, con notable habilidad y profundo instinto. Tomasuelo podíaentrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver á Nicolasa,requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma,servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado á censurar lo más mínimo.Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remotogrado de parentesco, Nicolasa había preconizado á Tomasuelo por suhermano. Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amorfraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, seproporcionó á Tomasuelo para consagrársele. Con frases sencillas y conánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañasrelaciones con Tomasuelo; y como Tomasuelo hacía gala de su adoraciónespiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte,todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimoy angélico lazo que estrechaba así dos almas.

Cuanto pretendiente se acercaba á Nicolasa era respetado por Tomasuelo,quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares ycoqueteos; pero si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía conmal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermanoadoptivo, celoso de la honra de su familia. Asimismo Tomasuelo se poníazahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que porcualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.

Don Casimiro había estado, antes del noviazgo con Clara, en un largoperíodo de coqueteo con Nicolasa, la cual, con exquisita circunspección,había sabido ir templando y moderando la máquina de los efectos, á finde no precipitar al hidalgo en declaraciones y demostraciones tales, queno tuviesen ya más salida que la de ponerle en la disyuntiva de prometerboda ó de abandonar la empresa. Gracias á esta conducta, que pasa dehábil y raya en primorosa, D. Casimiro no había sido despedido; susamores con Nicolasa habían sido como aurora, como amanecer poético de undía, que no llegó por haberse interpuesto el compromiso con Clarita.Roto ya este compromiso, don Casimiro pudo volver, previo el perdón desu inconsecuencia, pedido con humildad y concedido magnánimamente, almismo punto en que lo había dejado: al amanecer, á la aurora.

Las cosas estaban dispuestas con tal arte, que en lugar de escamarse unpretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era comoimpetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso,vigilante é interesado en el bien de su hermanita. D. Casimiro obtuvo laconfianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Abandonada la ciudad, y vuelto D. Casimiro á reales de Villabermeja, sepuso á galantear á Nicolasa con la imprudencia y el ímpetu deldespechado. Ella era harto discreta para no conocer que entonces ónunca: que la fortuna le presentaba el copete y que importaba asirle. D.Casimiro buscaba en Nicolasa refugio y compensación contra el desdén deClarita. D. Casimiro estaba en su poder.

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha ésta, planteólos dos términos del fatal dilema: ó promesa formal de casamiento, ódespedida y nuevas calabazas ruidosas. D. Casimiro no pudo resistir yprometió casarse.

Espantoso día de prueba fué aquel en que supo este triunfo el platónicoTomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichosoque él. Ya le tenía. La amargura de los celos le acibaró el corazón;las lágrimas brotaron en abundancia de sus ojos.

Cuando vió á solas á Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y convoz trémula le dijo:

—¿Conque cedes al amor de D. Casimiro? ¿Conque vas á casarte? ¿Conqueme matas?

—Calla, tontito mío, contestó ella.—¿Á qué vienen esas quejas? ¿Te heengañado yo jamás?

—No; no me has engañado.

—¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principaly millonada? ¿Tan mal me quieres, egoísta?

—No porque te quiero mal, sino porque te quiero á manta, lo siento y lolloro.

Y Tomasuelo lloraba en efecto.

—Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién havisto llorar á un hombrón como un castillo?

—Pero ¡si no puedo remediarlo!

—Sí puedes; haz un esfuerzo, ten valor y sosiégate. Ten en cuenta que,de aquí adelante, no sólo hallarás en mí á una hermana, sino á unamadrina y á una protectora muy pudiente.

—¿Y á mí qué se me da todo eso? Nada. Lo que yo codiciaba era tucariño.

—Y no lo tienes como antes, ingrato? Pues qué, ¿los buenos hermanitosdejan de amarse aunque se case uno de ellos?

—No seas tramayona, no me aturrulles. Ya sabes tú que la ley que yo tetengo no puede sufrir…

—Vamos, vamos; déjate de niñerías. ¿Quién crees tú que ocupa y llena ellugar más bonito, principal y escondido de mi corazón? Tú. Mi alma estuya. Te la dí toda con el amor que en ella se cría; con afecto dehermana. ¿Qué sombra puede hacerte que sea yo la mujer legítima de D.Casimiro? ¿Por eso hemos de dejar de querernos como hasta aquí, más quehasta aquí? Nos querremos cuanto tú quieras y cuanto sea posiblequererse, sin ofender á Dios. ¿Supongo que tú no querrás ofender á Dios?Contesta.

—No, mujer; ¿cómo he de querer yo ofender á Dios? Pues qué, ¿no soybuen cristiano?

—Lo eres. Es una de las partes que más aprecio en tí. Por eso confío enque pienses que voy á ser esposa de otro y no desees nada. Sólo el deseoes ya pecado. Acuérdate de los mandamientos.

—Oye, ¿y está en mi poder no desear?

—Sí. Cállate; no digas nada á nadie, ni á tí mismo, cuando desees, y elsilencio matará el deseo.

—Me matará á mí antes.

Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían á modo delluvia, acompañadas por tempestad de sollozos.

—¡Por vida de los hombres endebles! —exclamó Nicolasa.— ¿Qué locuraes ésta? Cálmate, por Dios y ten pecho ancho.

Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propiopañuelo de ella; luego le dió tres ó cuatro palmaditas en el grueso yrobusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando ladesconsolada cara que ponía, y, por último, le pegó un afectuoso yarchi-familiar tirón de las narices.

Tomasuelo no supo resistir á tanto favor y regalo. Como rayos de solentre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos átravés de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando lablanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedóboquiabierto y como traspuesto.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió al tirón de las naricesunos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevabanal paraíso y que era el más feliz de los mortales.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D.Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar, ó sindecir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, másque por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por lostirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite delamor espiritual que á Nicolasa le ligaba.

Así venció Nicolasa los obstáculos todos y aseguró su proyectada bodacon D. Casimiro.

La fama difundió al punto la noticia por toda Villabermeja; salvó luegosu término y la llevó á la ciudad, y á los oídos del Comendador, de sufamilia y de los señores de Solís.

El Comendador había sido visitado por D. Casimiro y le había pagado lavisita. No se habían hallado en casa y no se habían visto. La frialdadde sus relaciones no hacía necesario más frecuente trato.

No bien supo el Comendador el resuelto proyecto de boda entre D.Casimiro y Nicolasa, fué á Villabermeja; visitó á la chacha Ramoncica ytuvo una larga conferencia con ella, de cuyo objeto se enterará mástarde el curioso lector. Después de esto se volvió á la ciudad D.Fadrique.