El Comendador Mendoza - Obras Completas - Tomo VII by Juan Valera - HTML preview

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XXX

Á los seis meses de la muerte de Doña Blanca, en pleno invierno, sereunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casadel mayorazgo D. José López de Mendoza, á más de su mujer y de su hijaLucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y á vecesel padre Jacinto.

El joven D. Carlos de Atienza había estado dos ó tres veces en Sevilla áver á sus padres; pero en seguida se había vuelto. Tenía abandonada laUniversidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera.

Habíaseconsagrado enteramente á idolatrar, á consolar, á adorar á Clarita, áquien ya veía sin dificultad, de diario.

Don Fadrique y el P. Jacinto iban y venían á Villabermeja; pero estabanmás tiempo en la ciudad.

La donación de los bienes de D. Fadrique se había hecho en toda regla ycon el posible sigilo.

Don Fadrique vivía modestamente de su paga de oficial retirado.Habitaba, no obstante, en Villabermeja la casa del mayorazgo, alhajadacon los preciosos muebles que trajo cuando vino.

El carácter de D. Fadrique no había cambiado, pero se había modificado.Su optimismo natural sufría interrupciones frecuentes. Negra nube detristeza ofuscaba á menudo el resplandor de su abierta y francafisonomía.

Aunque el dolor por la muerte de Doña Blanca se había ido mitigando entodos aquellos corazones, Clara la recordaba con ternura melancólica, yel Comendador con cariño y con penoso arrepentimiento á la vez.

Sólo D. Valentín, que comía como un buitre, y que había engordado, y nohallaba quien le riñese ni quien le dominase, se creía en la obligaciónde llorar cuando menos ganas tenía. Entonces la consideración de aquelloá que se juzgaba obligado, y el ver que no le salían de adentro laaflicción y el lloro, le compungían de nuevo y producían en él elprurito y el flujo. D. Valentín era un mar de lágrimas dos ó tres vecespor semana.

Clara, viendo ya á todas horas á D. Carlos y á D. Fadrique, habíapenetrado la diferencia de los afectos que á ambos la ligaban, y cadadía los hallaba más compatibles. El Comendador le inspiraba cada día másveneración, ternura y gratitud por su sacrificio generoso. D. Carlos leparecía cada día más agraciado, bello, enamorado, ingenioso y poeta.

Pasaron así algunos meses más. Vino la primavera. Llegó el verano.Solemnizóse el primer aniversario de la muerte de Doña Blanca con llantoy con misas y otras devociones.

El escrúpulo de faltar á la promesa de ser monja se borró al fin de la mente de Clarita. Su madre, al morir, la había absuelto de la promesa.

El amor inspirado y sentido la excitaba á no cumplirla. El bueno del P.

Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula.

Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D.

Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba.

Una alambicada cavilación había detenido á Clara en dar el sí á D.Carlos. Clara juzgaba probable que D.

Casimiro muriese sin sucesión yque alguna parte de los bienes del rescate viniese á ella; pero hastaesta duda, que si bien delgada y sutil, la mortificaba, se disipó deltodo.

Nicolasa, ó mejor dicho, la señora Doña Nicolasa Lobo de Solís, esposalegítima de D. Casimiro, dió á luz un robusto infante.

Cuando el Comendador, al volver un día de Villabermeja, trajo estanoticia, fué Lucía la primera persona á quien se lo comunicó.

—Calle V., tío —exclamó la muchacha;— de seguro que el niño de D.

Casimiro será un escomendrijo; parecerá un gazapillo desollado.

—No, sobrina —contestó el Comendador;— el recién nacido Solís esfuerte como un becerro.

Así era la verdad, según hemos sabido después. El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro.

Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba llenode satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tenerpor hijo á un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarsecomo Anfitrión, pues ignoraba la mitología.

El tío Gorico, desde el casamiento de Nicolasa, había empezado á pugnarporque le llamasen Don Gregorio; habíase jubilado del oficio de Abrahamy del de pellejero, y no se empleaba más que en beber aguardiente yrosoli, y en ponderar la ventura y la grandeza de su hija, sus virtudesy la vida beata que daba á su ilustre esposo.

Después del bautismo de la criatura, iba el tío Gorico de casa en casa,refiriendo el júbilo de su yerno, quien ya se volvía hacia la cama dondeestaba Nicolasa, ya hacia la cuna donde estaba el niño, y ya se paraba áigual distancia de la cama y de la cuna, y exclamaba, levantando lasmanos al cielo:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan dichoso?

En efecto, la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en lasepultura.

Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó unavida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónicoTomasuelo, y que tuvo dos gemelos postumos, los cuales, si elprimogénito merecía llamarse Hércules, no merecían menos pasar porCastor y Pólux.

La rectitud de la conciencia de Doña Blanca y sus severos fallos,hallando un leal y decidido ejecutor en D.

Fadrique, daban así susresultados naturales, proporcionando pingüe herencia á aquellosmitológicos angelitos, vástagos lozanos de la familia de Solís.

Como quiera que fuese, toda persona delicada y noblemente orgullosa norepara en las bajezas y bellaquerías del vulgo de los mortales y en lautilidad que proporcionan: no acepta jamás, sino en sentido irónico y deburla, la picaresca sentencia de la fábula:

"Tómelo por su vida: considere

Que otro lo comerá, si no lo quiere."

Así es que D. Fadrique se reía de las consecuencias de sudesprendimiento, y no por eso dejaba de aplaudirse de haberle tenido. Loque á él le importaba era que su pura y hermosa hija no disfrutase denada que no fuese suyo ó por lo que en compensación no hubiera él dadolo equivalente con usura.

La boda de Clara y D. Carlos de Atienza se celebró al cabo en un bellodía del mes de Octubre de 1795, año y medio después de morir DoñaBlanca.

Los padres de D. Carlos vinieron de Sevilla para asistir á la boda.

Los desposados se quedaron á vivir en la ciudad donde ha sido la escenade nuestra historia.

Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, elComendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa desu hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja.

El afecto hacia Clara le atraía á la ciudad; pero, como Clara andaba muydistraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto lasmelancolías del Comendador como su rubia sobrina.

Ésta era la que llamaba al Comendador cuando se tardaba en volver deVillabermeja; la que más le escribía diciéndole que viniese, y la que leenviaba recados con el mulero y con el aperador para que dejase lasoledad bermejina.

Como Lucía estaba ya enterada de todos los secretos de su amiga Clara, ycomo tampoco ocurrían cosas importantes, no había motivo ni pretextopara acudir á cada momento al tío, preguntándole, como en otro tiempo,qué había de nuevo. En cambio Lucía, libre ya de los cuidados en que lasuerte de su amiga la había tenido, sintió despertarse en su alma la másviva curiosidad científica. La astronomía y la botánica, que antes laenojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, laentusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oir laslecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que nole pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiesedescubrir. No había estrella que no quisiese conocer.

La discípula ponía en grandes apuros al maestro, porque si se tratabadel movimiento de los astros, de su magnitud, de la distancia á que sehallaban de la tierra y de otras afirmaciones por el estilo, ella queríasaber la razón y el fundamento de las afirmaciones, y D. Fadriquehallaba disparatado y hasta absurdo enseñar las matemáticas á unasobrina tan guapa, tan alegre y graciosa; y, por el contrario, si setrataba de flores, Lucía quería que le explicase su tío lo que era lavida y lo que era el organismo, y aquí el Comendador hallaba que nohabía ciencia que respondiese á las matemáticas y que explicase algo.Sin querer se encumbraba entonces á una filosofía primera y fundamental,y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metíatambién su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y nohabla mal, toda persona de imaginación y viveza.

En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más ibacreciendo su afición y su empeño de saber. Las lecciones y conferenciasduraban horas y horas.

El Comendador se acostumbró de tal suerte á aquel dulce magisterio, queel día en que no daba lección le parecía que no había vivido.

Sus días de Villabermeja fueron disminuyendo, y alargándose cada vez máslos que pasaba con la discípula.

Siempre que volvía de Villabermeja, el Comendador traía á su discípulalibros de su biblioteca, flores y plantas de su huerto, y pájaros quecazaba vivos. Lucía gustaba mucho de los pájaros, y, merced alComendador, no había ya casta de aves en toda la provincia, ora de paso,ora permanentes, de que Lucía no tuviese un par de muestra en supajarera.

Notado todo esto por Clara y D. Carlos, daba ocasión á bromas inocentes,pero que turbaban algo al Comendador y que ponían á Lucía colorada comola grana.

Los novios hablaban á Lucía con cierto retintín de su excesivo amor á laciencia.

En fin, aunque el Comendador y Lucía no se hubieran dado, ni hubieranquerido darse cuenta de lo que les pasaba, Clara y D. Carlos leshubieran hecho reflexionar, pensar en ellos mismos y despejar laincógnita.

El Comendador y Lucía, á pesar de la diferencia de edad, estabanperdidamente enamorados el uno del otro.

Lucía admiraba en su tío la discreción, la nobleza de carácter, el sabery la elegancia natural del porte y de los modales. Le encontrabahermoso, de varonil hermosura, y no le parecía posible que hubiese otrotal hombre como él en todo el mundo.

Á D. Fadrique le parecía Lucía tan bonita, tan buena y tan inteligentecomo Clara, que era todo cuanto él podía encarecer la alabanza, allá ensu pensamiento. La alegría de Lucía concordaba además muchísimo mejorcon el carácter del Comendador que la seriedad un poco triste que Clarahabía heredado de su madre.

El Comendador, que al fin no era una criatura inexperta, conoció prontoque amaba á Lucía y que de ella era amado; pero, pensando en su edad yen el idilio de D. Carlos, no se atrevía á declarar su amor, si bien lemanifestaba con su constante solicitud en servir á Lucía.

Ella no atinaba, entre tanto, á comprender la timidez del Comendador, áquien juzgaba enamorado.

De aquí que se dijesen toda clase de requiebros y finezas, queliteralmente podrían tomarse por efecto de amistad tiernísima, pero queocultaban el fervoroso espíritu de verdadero amor.

Don Fadrique, á más de sus años, creía tener otro inconveniente, que ensu delicadeza no le permitía aspirar á ser amado de Lucía. Este otroinconveniente era su pobreza; pero Lucía, precisamente por esa pobreza ypor el motivo que la había causado, amaba y admiraba más al Comendador.El descuidado desdén, la alegre calma y el nada trabajoso ni lamentadoabandono con que D. Fadrique se había desprendido de más de cuatromillones, valían más de mil en la poética y generosa mente de Lucía.

Ésta llegó á veces á preguntar á su tío (sabido es que tenía el defectode ser muy preguntona) que por qué no se casaba.

Cuando el tío le contestaba que porque era viejo, Lucía le aseguraba queera mozo ó que estaba mejor que los mejores mozos. Cuando el tíocontestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficialretirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estabapoderosísima con lo que había ahorrado, é iba á dejarle por heredero, yque, por último, podía casarse con una rica.

Todo esto lo decía Lucía con mil rodeos y disimulos; pero el Comendador,si bien lo comprendía, juzgaba aún que ella podía engañarse y tomar poramor otros sentimientos de respeto y afección casi filial; por donde nohallaba justo ni honrado prevalerse tal vez de una alucinación deaquella linda muchacha para lograr lo que consideraba una felicidad paraél.

En esta situación se hallaban Lucía y el Comendador la noche en que secelebró la boda de Clara y de D.

Carlos en casa de D. Valentín.

El Comendador estuvo alegre, aunque hondamente conmovido, en aquellasolemne ocasión, en que una persona tan querida de su alma se unía conlazo indisoluble al hombre que debía hacerla dichosa.

Don José y Doña Antonia se volvieron temprano á su casa.

Lucía permaneció al lado de Clara hasta más tarde. También se quedó conella el Comendador.

Juntos y solos volvieron ambos á la casa. La noche estaba hermosísima,la calle silenciosa y solitaria, el ambiente tibio y perfumado, el,cielo lleno de estrellas y sin luna.

Lucía iba callada, contenta, pensado en la ventura de su amiga.

No estaba D. Fadrique menos soñador é imaginativo.

El tránsito de una casa á otra era cortísimo; pero, sin reflexionar, lealargaron ellos, parándose en medio de la calle y contemplando la bóvedainmensa del firmamento, como si quisiesen interrogar á las eternasluces, que allí fulguraban, sobre la suerte de los recién casados yquizá sobre la propia suerte.

Lucía, dando un suspiro, dijo al fin:

—¡No lo dude V… serán muy felices!

—Alégrate sólo y no estés envidiosa —respondió el Comendador;— túhallarás también un hombre que te merezca, que te ame y á quien ames túcon toda la energía de tu corazón.

—No, tío, no me amará —replicó Lucía.— Yo soy muy desgraciada.

Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, á la dulce y escasa luz de losastros, vió entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillasde Lucía. La luz de los astros se quebraba en aquellos líquidosdiamantes y daba reflejos de iris.

El Comendador no fué dueño de sí mismo. Acercó su rostro al de Lucía ypuso los labios en una de aquellas lágrimas. Luego exclamó:

—¡Te amo!

Lucía no contestó palabra. Echó á andar hacia su casa; llamó, abrieron,y entró seguida del Comendador.

Al llegar á la escalera, se volvió y le dijo:

—Buenas noches, tío. Adiós, hasta mañana. Mamá me estará aguardando.

El Comendador puso la cara más afligida del mundo, viendo que tansecamente respondía la muchacha, ó mejor dicho, no respondía á surepentina y vehemente declaración.

Ella se apiadó entonces, sin duda, y añadió sonriendo:

—Hable V. mañana con mamá…

—¿Y qué?… —interrumpió D. Fadrique.

—Y pida V. la licencia á Roma.

Dicho esto, muy avergonzada, pero muy satisfecha, Lucía subió á brincosla escalera, y dejó al Comendador no menos contento que ella iba.

Cuando supo Clara que Lucía y el Comendador habían decidido casarse, sealegró en extremo.

Don Carlos de Atienza compartió la alegría de su mujer, y recordando quedebía una especie de satisfacción al Comendador, el cual se había creídoaludido cuando le oyó leer el idilio contra el viejo rabadán, compusootro idilio en defensa de un rabadán no tan viejo y en alabanza del amorde los rabadanes.

Este segundo idilio, que viene á ser como la palinodia del primero, seconserva aún en los archivos de Villabermeja, de donde mi amigo D. JuanFresco me ha remitido copia exacta y fidedigna, que traslado aquí paraterminar. El idilio es como sigue: