El Deseo by Hermann Sudermann - HTML preview

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Pero también, ¿qué venís a hacer, almas codiciosas, en el templo deldolor? ¡Atrás!

XVIII

Vino la noche. Una banda roja, último vestigio del sol poniente, seextendía sobre la ciudad cuyas torres puntiagudas se destacaban negrasen el cielo de fuego. Durante largo rato seguí con los ojos lasllamaradas, que la obscuridad concluyó también por absorber.

El reloj dio las nueve y el viejo doctor entró. Permaneció mucho ratosentado en mi silla, silencioso, después me acarició la mano aldespedirse y dijo:

—Continúe usted con el fenol, toda la noche.

A la pregunta que leyó en mi mirada inquieta, no respondió sino con unvago encogimiento de hombros.

No sé dónde, dos o tres habitaciones más lejos, oí la voz de Roberto quediscutía con el anciano. Era una prueba de que él tampoco se alejaba dela cama de la enferma. «¿Pero por qué se contenta con quedarseafuera?—me preguntaba.—Casi se diría que le está prohibida laentrada.»

El reloj toca las diez, todo está solitario en los alrededores, la casaparece entregada al reposo.

El viento sacude la reja del jardín, hace el ruido de un huéspedatrasado que quiere entrar. ¿La muerte rondaría ya en derredor de lacasa? ¿Contaría ya los granos de arena en su ampolleta?

El furor de la desesperación se apoderó de mí.

Sin saber lo que hacía, me precipité hacia la puerta, como para cerrarel paso a ese demonio amenazador.

¡Desgraciada que no sospechaba que otro demonio me acechaba, instaladoantes que aquél en el umbral de la puerta!

Minutos después entró Roberto. Ni una palabra, ni un saludo, nada másque esa mirada rápida y sombría que ya me había herido una vez como unapuñalada.

Con su paso pesado y balanceante avanzó hacia la cama, tomó la mano deMarta, su mano flaca y ardiente, cuyas uñas tenían un matiz azulado, yla miró fijamente. Después se sentó en el rincón más obscuro, detrás dela estufa, y permaneció allí encogido durante dos horas, dos largashoras.

Yo esperaba, con el corazón palpitante, que él me dirigiera la palabra,pero guardó silencio como antes.

Poco después de media noche salió del cuarto.

Por mucho tiempo todavía lo oí pasearse afuera en el corredor, y elruido sordo de sus pasos me recordó otra noche en que, no menostemblorosa, había oído ese mismo ruido, dividida entre el temor y laesperanza.

Todo un mundo nos separaba de aquel tiempo, y la joven criaturainsensata que, presa del vehemente deseo de ayudar a los demás y desacrificarse, escuchaba entonces en la obscuridad, me parecía en esemomento como un ser perteneciente a una de las estrellas que centelleanallá arriba en la inmensidad.

El ruido de los pasos se atenuó: Roberto había entrado en su cuarto.

«¿Volverá?—me pregunté, aplicando el oído al ojo de lacerradura.—Seguramente no puede dormir.»

Y me estremecí de gozo al oír que el ruido se acercaba de nuevo.

Pero por mi cabeza pasó este pensamiento:

«¿Qué te importa que vuelva o no? ¿Acaso es por él por quien estás aquí?¿No tienes allí, delante, a tu felicidad, tu vida, todo lo que amas?»

Me dejé caer ante la cama, y cubriendo de besos las manos de Marta, lesupliqué que tuviera compasión de mí, quería hablarle, le decía, teníaun peso que me aplastaba el pecho, que me sofocaba: iba a ahogarme.

Ella no se despertó. Recogida en su dolor, yacía, triste esqueleto. Ensus pómulos se encendían pequeñas llamaradas. La respiración silbaba.

Por un instante sus labios se agitaron; parecía querer hablar, pero laspalabras se paralizaron en su garganta en un rumor sordo.

¡Qué terrible silencio reinaba en derredor nuestro! El reloj hacía oírsu tic tac; de la pared en que se encontraba la ventana venía el ligeroquejido del viento y en el interior de la habitación resonaba el ruidode los pasos de Roberto; fuera de esto, ni el menor ruido.

Y de improviso me pareció oír, en medio del silencio, que mi sangre seagitaba y hervía dentro de mi cuerpo. Escuché con atención.Evidentemente, era mi sangre que pasaba con impetuosidad por mis venas.«¿Por qué no circula apaciblemente como de costumbre—me pregunté,—ycomo lo exige mi gran resolución? ¿No he extirpado de mi corazón contodas sus raíces la idea de un crimen? ¿No lo he purificado con ayuda demil fuegos? ¿No estoy aquí para desempeñar el papel de sacerdotisa, desacerdotisa inaccesible al deseo, pura y bienhechora?»

¡Y escuché nuevamente!

«Son alucinamientos»—me dije.

Pero a pesar de ello tenía miedo de todo ese movimiento y de todo eseestrépito, que parecía aumentar a cada instante. Veía que un torrente mellevaba en sus remolinos, un torrente de sangre. De él surgía una rocade puntas escarpadas. En esa roca, una palabra estaba escrita en letrasde fuego, la palabra:

«Asesinato.»

El ruido de pasos se dejó oír más. De un salto me paré...

Roberto vino,se sentó al borde de la cama; con la mano enjugó el sudor que cubría lafrente de Marta, e hizo deslizar los cabellos de ésta por entre susdedos.

Yo lo observaba de reojo y a hurtadillas. Apenas osaba respirar. Susojos enrojecidos y fatigados brillaban en el fondo de las órbitas; suslabios apretados revelaban amargura e irritación.

Allí estaba,petrificado en un dolor mudo. El deseo de acercarme a él me sacudió comoun calofrío de fiebre. Pero, cuando quise levantarme, sentí como dosmanos de hierro que pesaban sobre mis hombros y me hicieron caer denuevo en mi asiento.

Al fin pronuncié su nombre y me sobrecogí de espanto, de tal modo que elsonido de mi propia voz me pareció extraño y lúgubre.

Él se volvió y me miró.

—Roberto—dije,—¿por qué no me hablas? Si hicieras compartir a otro eldolor que te oprime, eso te aliviaría.

Se levantó bruscamente, se me acercó y me tomó ambas manos. A esecontacto sentí que todo mi cuerpo se abrasaba y se helabaalternativamente. Pero hice un esfuerzo para sostener su mirada y lomiré con firmeza, de frente.

—Es la primera palabra bondadosa que me diriges, Olga—dijo él.

—¿Qué quieres decir con eso, Roberto?—balbucí.—¿Me he mostradodesatenta para contigo?

—¡Si sólo fuera desatenta!—replicó él.—Pero me has tratado como a unextraño, como a un intruso, me has alejado del lecho de mi mujer.

—¡Que Dios me libre de ello!—grité deshaciéndome, pues sentía que ibaa caer en sus brazos.

Y él continúa:

—Olga, si alguna vez te he hecho daño... ¿cuál, no lo sé? Pero debe deser así, de lo contrario no me rechazarías de esa manera; tu mirada, tuactitud entera, serían menos duras para mí... Si, pues, te he hechodaño, Olga, no ha sido culpa mía; nunca he tenido sino buenasintenciones para ti. He... habría querido que siempre estuvieras aquícomo en tu casa, que no tuvieras necesidad de ir a vivir entre genteextraña... entonces bajo las miradas de Marta, de aquella a quien ambosamamos...

¿Para qué pronunciaría su nombre? Sentía nacer en mí una fiera alegría,me parecía que me brotaban alas; y he ahí que su nombre me hería como unlatigazo. Me mordí los labios hasta que brotó la sangre. Pero a pesar detodo quise permanecer serena, quise desempeñar el papel de ángelprotector.

—Roberto—dije,—te has equivocado gravemente con respecto a mí: nadahe tenido nunca contra ti. Me he vuelto temerosa y arrogante en elextranjero, eso es todo. Debes armarte de paciencia para tratarme, debestener confianza en mí...

¿quieres?

Entonces vi resplandecer en sus ojos como un rayo de sol.

—¡Te estoy tan agradecido, Olga!—dijo.—¿Por qué no había de continuarteniendo confianza en ti? Mira, desde el día en que hicimos juntos en elbosque ese paseo a caballo, ¿te acuerdas?

(¡Oh, si me acordaba!) desdeese día te he querido como a una hermana, aún más que a todas mishermanas. Y al mismo tiempo te respetaba, te veneraba como a mi ángeltutelar. Y de hecho, lo has sido, lo serás todavía en el porvenir, ¿noes verdad?

Hice seña de que sí sin decir nada y me oprimí el pecho con las dosmanos; en seguida, cuando él lo notó, las dejé caer, pero retrocedí trespasos tambaleándome y fue un milagro si conseguí mantenerme en pie.

Inquieto, él se me acercó.

—Estoy cansada—dije, esforzándome por sonreír.—Ven, vamos asentarnos, la noche es larga.

Nos quedamos, pues, sentados el uno frente al otro, separados por elangosto madero de la cama, con los brazos apoyados en el borde, mirandoal otro extremo el rostro de Marta, que un movimiento nervioso sacudía acada instante; sus párpados parecían cerrados, las sombras de suspestañas descendían hasta muy abajo en sus mejillas; pero, cuando uno seinclinaba hacia ella, veía brillar en el fondo de las obscuras cavidadesel blanco de los ojos, con un lustre de nácar pálido. Él lo notó, lomismo que yo.

—Se diría que ya está muerta—murmuró, ocultando la cabeza entre

susmanos.—Y

si

muere—continuó,—no

será

a

consecuencia de su parto, noserá de esa miserable fiebre; sólo yo seré la causa de su muerte.

—Por el amor de Dios, ¿qué dices?—exclamé, extendiendo hacia él misbrazos.

Él inclinó la cabeza sonriendo amargamente.

—Bien lo he visto durante estos tres años: es doble, triple mi culpa.Primero, la dejé esperar y consumirse durante siete años, dividida entrela esperanza y el desaliento, agotando así su energía y sus fuerzas, ¡yDios sabe que no tenía muchas!

Después la arrastré, débil de cuerpo,abatida de espíritu, a este infierno donde todo el mundo le era hostil,y aun más hostil que todos, la que mejor habría debido sostenerla. ¡Y yomismo! Si hubiera dado pruebas de valor y de alegría, si hubiera veladopara que su pie no tropezara con las piedras del camino, si hubierapuesto un poco de sol en su existencia, quizá habría podido vivir feliza mi lado. Pero con frecuencia me mostraba brusco y chabacano; juraba yechaba pestes en torno de ella sin acordarme de que me bastaba alzar lavoz para hacerla estremecer y que el menor pliegue que arrugaba mifrente, la hacía palidecer. ¡Ve ahí, delante de nosotros, ese cuerpo queno tiene más que el aliento, y mírame a mí, gigante rudo y tosco!

Más deuna vez, durante la noche, me he despertado, temblando, al pensar quequizá la había ahogado entre mis brazos. Y, finalmente, la he ahogado enrealidad. Lo que me convenía era una mujer fuerte y...

Espantado se detuvo y dirigió al rostro de Marta una mirada que pedíahumildemente perdón; pero yo completé su frase con el pensamiento.

Cuando Roberto salió de la habitación, un sentimiento de júbilo seapoderó de mí, una loca alegría que desencadenaba un huracán en micabeza, sembraba la turbación en mis sentidos y parecía quererabsorberlo todo, mi orgullo, mi independencia, el respeto a mí misma.

La atmósfera del cuarto de la enferma estaba pesada y envolvía mi cabezacomo un manto sofocante; los vapores de fenol me quemaban el cerebro; larespiración comenzaba a faltarme.

Corrí a la ventana y apoyando mi frente en el marco, aspiré el aire fríode la noche que penetraba en el cuarto por las rendijas.

El día apareció a través de las cortinas, un día frío y gris, sumido enla niebla. Nubes descoloridas subían pesadamente en el horizonte, yarrojaban un pálido fulgor sobre los árboles que chorreaban de humedad,y que parecían haberse despojado todavía durante la noche, de una partede sus hojas.

¡Qué noche!

¡Y cuántas otras más terribles que esa, van a sucederle! ¡Qué fantasmas,engendrados por las tinieblas, nacidos en la angustia, van a aparecer, afavor de esas noches, en mi espíritu febricitante!

Me sentí tiritar y me retiré a un rincón: tenía miedo de mí misma.

Pasaron las horas de la mañana y poco a poco me fui calmando. Elrecuerdo de esa noche se borró y con él los desórdenes de la fiebre ylos tormentos de la conciencia. Lo que había visto, lo que habíasentido, no me parecía más que un sueño. Una laxitud aplastadora meinvadió; cerré los ojos y cesé de pensar.

Luego vino un momento de felicidad. A eso de las diez, Marta abrió deimproviso sus grandes ojos azules y me dirigió una mirada llena dedulzura y de bondad. Me pareció que era el ojo de Dios que se volvíahacia mí, infeliz pecadora, y que en él leía la piedad y el perdón.

Un gozo puro, un gozo santo, me inundó. Me arrojé en los brazos de mihermana y escondí mi cara sobre su hombro.

En medio de sus dolores ella se puso a sonreír, y, posando penosamentesu mano en mi cabeza, murmuró con voz apenas perceptible:

—¿Sin duda os he asustado mucho?

Sus palabras, ligeras como un soplo, me embriagaron como un canto depaz; por un instante creí que iba a quedar libre del peso que me oprimíael pecho, pero me fue imposible llorar.

—¿Cómo te encuentras?—pregunté.

—Bien, enteramente bien—respondió ella.—¡Pero la sábana me parece tanpesada!

Era la más ligera que había podido encontrar. Así se lo dije; entoncessuspiró, diciendo que había que tener paciencia con ella.

Después se quedó completamente inmóvil, sin cesar de mirarme como en unsueño. Al fin inclinó la cabeza varias veces y dijo:

—Está bien así, muy bien.

—¿Qué está bien?—pregunté.

Ella se sonrió y guardó silencio.

En seguida le volvieron los dolores; se agitó, rechinó los dientes, perono exhaló una queja.

—¿Quieres que llame a Roberto?

Ella dijo que sí por señas.

—Traedme también al niño—murmuró.

Accedí a su pedido. Hizo colocar a la criaturita en su cama a su lado yla contempló por largo rato. Trató también de besarla, pero estabademasiado débil.

Antes de que Roberto llegara, había vuelto a caer en su sueño.

Él me dirigió una mirada de reproche diciendo:

—¿Por qué no me has hecho llamar más pronto?

—Tén la seguridad de que más vale así. Tu presencia le habría causadouna emoción demasiado fuerte.

—Tienes razón, como siempre—dijo él.

Y salió, sin notar felizmente el rubor que su elogio me había hechosubir a la cara.

Marta se hallaba de nuevo sin conocimiento, las mejillas rojas, lafrente cubierta de sudor, y siempre ese movimiento siniestro de loslabios que se agitaban y chasqueaban sin interrupción.

A eso de la una vino el doctor; le tomó la temperatura y notó unadisminución de la fiebre.

—Aumentará y disminuirá todavía más de una vez—dijo.

Tampoco compartió la alegría que nos había causado el despertar deMarta.

—No le habléis cuando vuelva en sí—agregó,—y sobre todo no la dejéishablar. Necesita de la menor porción de sus fuerzas.

Antes de marcharse me miró largamente y meneó la cabeza con expresióninquieta. Sentí que el rubor que revela a los culpables, me invadía deimproviso la cara; me parecía que su mirada penetraba hasta el fondo demi alma...

Por la tarde fui a buscar un libro a mi cuarto, cualquiera que fuese, elprimero que me vino a la mano, y traté de leer, pero las letras bailabandelante de mis ojos y la cabeza me zumbaba: se habría dicho que milmurciélagos se recreaban en él.

Necesité mucho tiempo para descifrar tan sólo el título: leía Ifigenia. Entonces, con un brusco movimiento de espanto, arrojé ellibro lejos de mí, a un rincón, como si hubiera tenido en mi mano uncarbón encendido.

Al anochecer los dolores de Marta parecieron acentuarse.

Repetidas veceslanzó un grito estridente, retorciéndose en convulsiones.

Mientras me hallaba ocupada en atenderla, durante una de esas crisis, vide pronto junto a mí a la madre de Roberto.

Al observar su mirada envenenada, al verla retorcerse las manos conafectación y bajar las extremidades de sus labios para simular un dolorhipócrita, me viene de repente este pensamiento:

«He aquí una que espera la muerte de Marta, que la desea.»

Una especie de velo rojo obscurece mi vista, mis puños se crispan, pocofalta para que le arroje su crimen a la cara.

Y mientras esa idea me deja inmóvil y helada, ella me toma por el brazoy trata de apartarme para colocarse a la cabecera de Marta. Quizáesperaba intimidarme con ese proceder brutal.

—Querida tía—dije, desasiendo mi brazo,—ya le he hecho notar a usteduna vez, que éste es mi lugar y que nadie en el mundo me lo tomará. Leruego, pues, encarecidamente, que limite sus visitas a las otrashabitaciones.

—¡Ah! ¡Eso es lo que vamos a ver, señorita!—gritó ella con vozchillona.—Voy a preguntarle al dueño de esta casa quién tiene másautoridad aquí, si su anciana y buena madre, o esta aventurera polaca.

Y se retiró sin cesar de gritar.

Temblando de cólera, comencé a pasearme por el cuarto.

Nunca me habríaimaginado que esa madre abrumada por el dolor pudiera cambiarse tanbrusca y completamente en una arpía. No le faltaba más que expresarabiertamente sus deseos más secretos.

—¡Oh, si fuera verdad!—exclamé, sacudida por un calofrío dehorror.—¡Desear la muerte de Marta! Marta, ¿lo oyes?

¡Desear tu muerte!¿A quién has ofendido nunca? ¿A quién has estorbado nunca? ¿Hay alguienen el mundo a quien hayas demostrado otra cosa que afecto eindulgencia?... Si eso fuera verdad, si pudiera haber, paseándoseimpunemente por la tierra, un ser tan infame, ¡vaya! sería como paradesesperar de Dios y del destino.

He ahí lo que yo decía, sin poder acumular suficiente vergüenza eignominia sobre la cabeza de la vieja. Y luego tuve conciencia de que medejaba llevar de un furor indigno.

Pero sentía que eso me desahogaba, respiraba más libremente y, cuandovi, tirada en el suelo, a la pobre Ifigenia a quien yo habíamaltratado, fui a recogerla.

—¿Qué crimen he cometido—me decía yo,—para que tenga que ocultarme demi modelo? ¿He hecho otra cosa que prodigar consuelos a un desesperado?¿Hemos cambiado una sola palabra, una sola mirada que mi hermana nohubiera podido ver u oír?

Eso que me quema aquí, eso que me ruge en elfondo del pecho,

¿a quién importa si sé guardarlo para mí?

¡Me decía eso y me creía casi justificada, aun ante mi propiaconciencia, ciega de mí!

XIX

Y el crepúsculo volvió: el sol poniente abrasó una vez más el horizontepor encima de la ciudad, arrojando por las ventanas, a las habitaciones,su luz rojiza.

El rostro de Marta estaba bañado por un matiz purpúreo; en sus cabellosbrillaban pequeños resplandores, y la mano que reposaba en la colcha,parecía iluminada por dentro.

Acerqué el biombo a su cama para evitar que el reflejo de la luz lamolestara.

Vi entonces, suspendida del biombo, una corona de yedra que no habíavisto hasta ese día, una corona igual a la que yo tenía costumbre deenviar los días de gran fiesta a la tumba de mis padres. Quizá proveníade allí. En ese momento parecía trenzada de llamas; todo en ella tomabauna vida fantástica. Y, cuando la miré con más atención, me parecía quese ponía a dar vueltas lanzando una cascada de chispas, como unaverdadera girándula.

—Vamos, ahora vas a ponerte a tener visiones—me dije; y traté derecobrar las fuerzas paseándome por el cuarto. Pero tuve que apoyarme alos respaldos de las sillas, de tal modo me tambaleaba. La respiraciónme faltaba.

¡Oh! ¡Ese olor de fenol, ese vapor dulzón, repugnante! Me daba elvértigo, ponía como un velo sobre mis pensamientos y esparcía unpresentimiento de muerte y de espanto.

El anciano doctor llegó; me miró a la cara y me ordenó, con ese tono ala vez paternal y brusco que le era habitual, que saliera en el acto arespirar aire fresco: él mismo cuidaría a la enferma hasta mi regreso.

Quise resistir, pero él me empujó hacia afuera.

Si hubiera sospechado lo que me esperaba, no hay poder en el mundo queme hubiera hecho pasar el umbral de ese cuarto.

Salí, pues, al patio, respirando el aire a pleno pulmón. El viento de latarde produjo sobre mis mejillas ardientes el efecto de un baño helado.

El último fulgor del día desaparecía. Una noche de otoño descendía sobrela tierra y la envolvía con un velo de niebla azulada.

Los dos molosos saltaron a mi encuentro, y volvieron a partir al galopehacia las ruinas del castillo.

Maquinalmente, seguí la dirección que ellos habían tomado, caminandomedio dormida, pues los vapores que llenaban el cuarto de la enferma mehabían aturdido.

Un olor de humedad, de hierbas marchitas y de piedras en ruinas, sedesprendía de las paredes. Una vieja puerta extendía por sobre mí elarco de su bóveda.

Penetré en el interior. En todo mi derredor se alzaban las paredes,destacándose negras en el cielo de la noche, cuya luz azulada brillabaaquí y allí por encima de mi cabeza.

Cerca de mí vi, agazapada en la sombra, en medio de los escombros, unaforma humana, cuya silueta reconocí en seguida.

—¡Roberto!—grité sorprendida.

Él se paró de un salto.

—¡Olga!—gritó a su vez.—¿Me traes acaso malas noticias?

—No—le dije.—El doctor me ha mandado a tomar aire.

Y, de repente, creí sentir que el suelo cedía bajo mis pies.

—¡Tén cuidado!—me gritó para advertirme.

Pero, en el mismo instante, resbalé y caí en un hoyo obscuro, tanprofundo como para sepultar a un hombre, arrastrando conmigo algunaspiedras que se desprendieron y rodaron.

—¡Por el amor de Dios, no te muevas! De lo contrario caerás todavía másabajo.

Medio aturdida, me apoyé en las paredes del foso. A mis pies entreví unaestrecha banda de tierra sobre la cual estaba en pie; detrás el abismonegro, sin fondo...

A mi lado, vi a Roberto que venía a socorrerme, bajando lentamente y conprecaución las gradas de lo que me parecía una escalera.

—¿Dónde estás?—gritó él.

Y al mismo tiempo sentí que su mano, buscándome, avanzaba hacia mí.

Entonces me arrojé contra él y me aferré a su cuello. En seguida mesentí levantada, suspendida entre sus brazos. Me parecía que me habíanabierto las venas: creí, en ese instante de abandono y de embriaguez,que mi sangre ardiente se esparcía sobre mí hasta la última gota.

Sentía en mi cara el calor de su aliento. Por un instante tuve laimpresión de que había rozado mi frente con un ligero beso.

Después regresamos en silencio a la casa. Yo me apartaba de él lo másque podía, pero en el fondo de mi corazón resonaba este grito de gozo:

«¡Me ha tenido en sus brazos!»

En el umbral de la puerta, el anciano médico salió a nuestro encuentro ynos tendió las manos diciendo:

—Marta está mejor, hijos míos, mejor de lo que esperaba.

En el fondo de mi corazón resonaba este grito de gozo:

«¡Me ha tenido en sus brazos!»

XX

¡Y ahora, la noche terrible!

Cada minuto se alza todavía ante mis ojos como una furia y clava en mísu mirada de fuego.

Esa noche, voy a evocarla y a hacerla pasar por delante de mí como seevocan fantasmas para avivar con su testimonio un asesinato sobre elcual han pasado años.

¿Y qué crimen he cometido? Ninguno.

Mis manos están puras, y en el día del juicio final, cuando se pesennuestros actos, podré presentarme osadamente ante el trono de DiosTodopoderoso y decirle: «Cúbreme con tus más blancos ropajes, pón en mishombros las alas de cisne más delicadas y déjame colocarme en la primerafila, pues poseo una hermosa voz, a la cual sólo falta un poco deejercicio para honrar al paraíso.»

Pero hay crímenes que no han sido cometidos con actos ni con palabras,que penetran en el alma como un soplo pestilencial, y la envenenan tancompletamente, que hasta el cuerpo concluye por perecer.

Era una noche poco más o menos como la de hoy. El húmedo viento de otoñopasaba por delante de la casa en cortas ráfagas, y hacía estragos en lascimas medio deshojadas de los álamos que se inclinaban con un crujidolos unos sobre los otros. Ni una sola estrella en el cielo; sin embargo,una luz incierta permitía distinguir las nubes más obscuras, quepasaban, arrastradas en rápida carrera, desgarradas en jirones.

La lamparilla no quería arder, su resplandor vacilante luchaba contralas sombras que bailaban sin interrupción en la cama y en las paredes.Frente a mí pendía la corona de yedra, negra y puntuosa; parecía unacorona de espinas.

Eran más o menos las diez, cuando Marta se puso a delirar. Se irguió ensu cama y dijo con voz clara y distinta:

—¡Verdaderamente, tengo que levantarme; esto es ya demasiado!

En el primer momento sentí que me invadía una gran alegría, pues meparecía que había recobrado su conocimiento.

—¡Marta!

Me levanté de un salto y le tomé la mano.

—Pero yo había preparado todo, las camisas, las medias y los zapatos;un ciego dormido los habría encontrado. Y tampoco necesitáis tomarmedidas; nada de ceremonias, nada de ceremonias.

Y diciendo eso me miraba fijamente con sus ojos vidriosos, como sihubiera visto un fantasma. Después, de improviso, lanzó un gritoestridente diciendo:

—Quitadme estas piedras que me aplastan el cuerpo. ¿Por qué me habéissepultado bajo estas piedras?

Tomé la sábana más delgada que pude encontrar y la extendí sobre ella enlugar de la frazada; pero eso no le procuró ningún alivio. Gritaba yhablaba sin interrupción y de vez en cuando marmoteaba con volubilidad,como una persona que estudia una lección a media voz.

Así transcurrió como una hora. Yo estaba sentada junto a la mesa, conlos ojos fijos en ella, pues en mí se agitaba el temor de ver a cadainstante surgir una nueva aparición, aún más horrible.

De rato en rato,cuando se calmaba un poco; sentía un aflojamiento en mis miembros;cerraba entonces los ojos y me dejaba ir hacia atrás, y cada vez meimaginaba que caía en los brazos de Roberto. Sin embargo, no tenía sinomuy vagamente el sentimiento de cometer una falta; mi laxitud erademasiado grande. Me parecía también ver sin cesar estallar en mi cabezaburbujas de las cuales salían rosas que producían siempre nuevas coronasde flores. Todavía después oía un silbido de un oído a otro; se habríadicho que una mecha azufrada me atravesaba la cabeza y que la habíanencendido.

Fue en ese estado de sobreexcitación nerviosa