Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fuéen busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel deLas Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidosle hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas,gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiplesnegocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía enla villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correrde sus briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en elescritorio como si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces consus fuertes puños á los que le esperaban en la puerta, para proponerlenegocios disparatados ó pedirle dinero. Una vez en su despacho, eradifícil abordarle al través de los escribientes y criados que guardabanla escalera. A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en lacalle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la miradaatónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Losdespechados, la
turba
pedigüeña
que
en
vano
le
asediaba
y
bloqueaba,llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», queera donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad,que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo todacompañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despachootras personas que algún corredor de confianza ó los principalesempleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otroscapitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud,que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino dela fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estiloconciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos delagua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento paraexaminar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con lostítulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida porextraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao conmesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatosde los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos.En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno delhornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tanhundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía elfondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él,tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, lehacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida ydel que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.
El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. Elescritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo depiedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y ungran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primeroy segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda sufortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta,dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primerosricos de Bilbao.
Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo laresistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas delos empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirióentrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de lacasa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitánMatías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio,donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni áporteros inflexibles.
—¿Está el Capi?...—preguntó Aresti á los escribientes que trabajabantras un atajadizo de cristales.
—¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo delcorredor.
Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como lellamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con losbrazos abiertos.
—Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su vozbronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad yobligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—¡Ay, Planeta!... Te encuentro algo aviejado.
Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombresse dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas deutilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven denada, á los que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gentesimpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras;los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistasque hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecianel dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao,prefería vivir entre los brutos de las minas?
—¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lomenos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siemprecoleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho.¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!...
Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al queconsideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había quedejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.
— Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más elmar.
—Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese irtodos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!... Pero hayque despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarseel mundo y todos trabajamos como negros... Además, nos hacemos viejos,Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto,cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.
Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Erabajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia áensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo.
Su cara se habíarecocido, como él decía, en casi todos los puntos de la líneaecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de subarba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de losojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre mirabande frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas laspicardías del mundo: había pasado en su juventud por todos losdesórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros deaislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Habíabrindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentacionesdiabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos loscolores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después deuna vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esosmarinos, ascetas de los
horizontes
inmensos
que,
al
abordar
los
puertoscosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegará contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto delocéano.
El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchasveces había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta,con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin pararatención en el entrecejo de la señora que temía á cada instanteextralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual nohubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desdeel cachemerin al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entreel archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era granamigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogieseentre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con untabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo.Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco deCalifornia; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes aAustralia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, consonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, conciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo quelos aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra,gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde lascostas de África con la bodega abarrotada de negros.
Al hablar, sentíala nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminosoy diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico ylas aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo leinspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles,verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar aSuez—decía—, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban enel mar, y ahora esperan en los puertos.»
Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le habíaproporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerososbarcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales desu principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeñafortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Erabilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salirel domingo con la escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes,pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á loshijos de la villa. El mayor de los regalos era subirse, en las tardesque no tenía trabajo, á algún chacolín del camino de Begoña á saborearel bacalao á la vizcaína, rociándolo con el vinillo agrio del país. Susamigos chacolineros pasaban por el despacho para noticiarlemisteriosamente cuándo se abría pipa nueva.
—Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un chacolín dedos años.
Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre,parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja,algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buquesen las paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios queimportaban millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos,regalo de Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que másestimaba el capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre seestaba preocupando del tiempo.
—Tenía muchas ganas de verte—dijo Iriondo, ocupando de nuevo su sitioante la mesa.—¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en lasminas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada pareceque no se dedica á otra cosa.
¡Ay, Planeta! Y cómo va á alegrarse Pepecuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes sugenio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba porese tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuantomenos se habla, mejor. Su debilidad eres tú... tú y Fernandito, eseingenierete tan simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces quePepe te recuerda! Un día, hablando de tí y de tus planetadas, le oídecir. «Ese chico, ese chico debía estar á mi lado».
—Oye Capi; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina?
¿ha metidoya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?
El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra deinquietud. No podía disimular su turbación.
—No sé... la veo poco. Debe estar como siempre...
Y añadió con repentina resolución:
—Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á misbarcos, y fuera de ellos nada me importa.
Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de laesposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo quehelaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó parasubir al despacho de su primo.
—Por la escalera no—dijo el capitán.—Sube por ahí: es la escalerillainterior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de lacuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Siestás falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hastalas dos no comeremos.
El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales,que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelocon el despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas conmayor lujo: las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesasy taquillas de madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandeslibros de cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corríanpor las cornisas de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionabanrelojes eléctricos. Los planos de las minas, las vistas de las fábricasde la casa, adornaban las paredes.
Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho,del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, dondeSánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar supensamiento.
—¿Cómo estás, Luis?...
Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una manofirme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroeprehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á uncuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casile sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera,virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban haciaabajo una luz fría.
Una hermosa barba patriarcal que le tapaba lassolapas del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de lospómulos y las fuertes articulaciones de su mandíbula robusta yprominente como la de los animales de presa. Tenía cana la barba, grisel pelo y, sin embargo, parecía envolverle un nimbo de juventud, defuerza serena, de energía reposada y tenaz, que se comunicaba á cuantosle rodeaban. Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con lanaturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilioque las energías del músculo y del pensamiento, y acababan porposesionarse del mundo. Aresti, recordando los dos Alcides que con laporra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á losblasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se haescapado del escudo de Vizcaya».
Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamientoy la acción en continuo uso.
Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándolacon sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria enél, volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesamanejando papeles y hojas telegráficas.
—Siéntate, Luis—dijo como si le diese una orden—acabo en seguida.
Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreíaservilmente al primo de su principal y le saludaba con variasreverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que habíacomenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianzade Sánchez Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina»por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta conque él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con quesaludaba su parentesco con el amo.
Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuandoalguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón,dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrarallí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotenteSánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobrela Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papelimitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritoriocon una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellosse hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro unaantigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdoarqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de losprincipales vapores de la casa y una enorme fotografía del « Goizekoizarra» ( Estrella de la mañana), el yate de tres mástiles y doblechimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, comosi Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre lachimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rielesy piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en losaltos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses,anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería ymetalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa detrabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonarioencadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento álos potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar porlos mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez desu dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillosólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandesbuques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía áinglés.... Hasta el traje del amo».
Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos;aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamientoaparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línearecta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran comoanimales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerzapropia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respetosupersticioso.
Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder seentregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellashermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de lasangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de unpensamiento oculto.
Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento todoslos papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grandehombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á lahabitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandesestantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros demineral bajo campanas de vidrio.
—Don José, un momento,—dijo el hombrecillo;—me permito recordar áusted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.
Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinóhacia él, murmurando algunas palabras.
El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.
—Es un favor que te pide Cristina—dijo con alguna vacilación.—Alsaber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña paraver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.
Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, seapresuró á añadir.
—Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay quetener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Esuna visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos.¿Qué te cuesta darlas gusto?...
En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptómudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á supoderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el
«hijo favorito dela fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.
—Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma abajomi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.
Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentinapreocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.
Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje delmillonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirandosus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez.Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertementeteñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuestade Begoña.
Terminaba
el
desfile
de
casas.
Ensanchábase
el
horizonte,extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales detono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de lascaserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de undesgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomabauna transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde delcamino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta eltradicional branque, el ramo verde que indica la buena bebida delpaís. Eran los famosos chacolines con sus rótulos: «Se vendenvoladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.
Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto alprimo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugarescon cierto entusiasmo.
—Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud...los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no seacordará.
Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:
—¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahíestaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca,viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente loscentinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecíanlumbre... para matarse si era preciso al amanecer.
—Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—delos que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró suaspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
—¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un terciovizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis:calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegadolos ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente suscreencias, siguió hablando:
—Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y
pensar que enSomorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora yano soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos lapelleja.
—¿Pues qué son ustedes?...
—¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?...
Nacionalistas;bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser loque fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiéneshan traído á este país la mala peste de la libertad y todas susimpiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlosno es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y ademástiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yodigo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sinvirtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta
¿eh? conB alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hastamete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constaseuna vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio deuna paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios dereciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenesantiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señorasricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á pararuna parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosnacuantiosa, y los
legados
testamentarios
cubrían
de
conventos
ó
iglesiasaquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecíaextenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida queexhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre delos negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en lastorrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: seentreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil,blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciadopor este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandescatólica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y susbeguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposasde nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de donTomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiemposconfesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo sila Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesiade la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la Repúblicade Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver áéste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidadde la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más deuna vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos ciertaesperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que habíaensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podíaacostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de sudolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Pormás que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con suastucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entreaquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.
—¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen deBegoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmode la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro,con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todaslas leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubriócomo si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
—Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempode sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde quele coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yopediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y leinteresaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos deabajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durantelas guerras y al que afluían ahora todos los sentimiento