El Intruso by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Algunos aún se mostraban satisfechos y agradecidos á los sacerdotes,porque proporcionaban dulce entretenimiento á sus esposas, dejándolos enmayor libertad para sus negocios y placeres.... ¡Imbéciles! El doctor seindignaba ante aquella intrusión, que había acabado por cambiar á lasmujeres de su país, matándolas el alma, convirtiéndolas en autómatas queaborrecían como pecados todas las manifestaciones de la vida, y llevabanal hogar las exigencias de una dominación acaparadora.

—Tú mismo, Pepe, que te quejas de lo que ocurre en tu casa—

dijo eldoctor,—¿qué has hecho para evitarlo?...

Sánchez Morueta hizo un gesto de extrañeza. ¿Él? ¿qué podía evitar él?¿Podía acaso cambiar el carácter de su esposa?...

—Tú has dejado, como los otros—continuó el doctor,—que tu mujerbuscase un remedio á su soledad, entregándose á la devoción. ¡Y teextrañas de que Cristina haya ido separándose de tí! Es un caso deadulterio moral, del que sois vosotros casi siempre los culpables. Secomprende lo que á mí me ocurrió: yo no soy rico, y en este país denegocios, el pobre no tiene autoridad sobre la familia. Además, junto álos prejuicios de la que fué mi compañera, estaban como refuerzo los desu madre y su hermana. Pero tú, que tienes la autoridad de la fortuna,¿cómo has dejado que fuesen apoderándose de una mujer á la que amabas,separándola de tí? Te quejas de que ya no es tu esposa; pues ese afectoque te falta y ha trastornado tu existencia lo tienen otros. En tuspropias barbas han cortejado á tu mujer y te la han robado. Sí algunavez piensas vengarte, ve en busca de los que la confiesan.

El millonario sonrió con desdén.

—¡Bah! ¡Los jesuítas! ¡Ya salió tu tema!... Efectivamente, son genteantipática; ya sabes que les tengo mala voluntad. Yo soy liberal; yo mebatí en el último sitio como auxiliar, comiendo carne de caballo y pande habas; yo tomaría el fusil otra vez, si volviesen los carlistas.¿Pero aun crees tú, Luis, en esa leyenda de los jesuítas tenebrosos,cometiendo los mismos crímenes que ellos atribuyen á los masones?...

Y Sánchez Morueta miraba con ojos compasivos á su primo, sin dejar desonreír.

—No sigas, Pepe—dijo el doctor.—Adivino lo que piensas.

Soy un cursi.Conozco la frase: es un magnífico pararrayos para desviar el odio queinstintivamente sienten todos contra esos hombres. Es cursi hablar malde los jesuítas, afirmar que constituyen un peligro. Lo distinguido, lointelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patánastuto que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa lashoras en el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando alCorazón de Jesús, que coloca por encima de Dios.

—¡Yo no digo tanto!—exclamó el millonario.—Yo no creo en ellos, yhasta me río de sus cosas. Pero reconocerás conmigo que eso del odio aljesuíta es algo anticuado. Sólo aquellos progresistas cándidos yheroicos de otros tiempos, podían ver la mano del jesuíta en todaspartes y creer en sus venenos y puñales.

—Yo no creo en su tenebroso poderío ni en sus venganzas. En esta tierranadie se atreve como yo á hablar contra ellos, y ya ves, nada malo meocurre. Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casaque dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada puedencontra mí. Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde lesayuda la imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicarélo que pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo,llegan á producir una epidemia. Si encuentran un ser débil preparadopara recibirlos, lo matan; pero si tropiezan con uno fuerte, dispuesto árepelerlos, ellos son los que perecen. No tienen fuerza para apoderarsede nada por sí mismos. El que les haga frente puede estar tranquilo deque no lo buscarán. Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontosy del sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece,diciéndoles: «Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos encambio el cielo.»

Aresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, enla grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuosera una leyenda. Había entre ellos (que eran miles) algunos que sedistinguían en las ciencias y en las artes, nada más que comoapreciables medianías. Llevando siglos de existencia, disponiendo deriquezas y viajando por toda la tierra, sus famosos sabios no habíanenriquecido á la humanidad con un sólo descubrimiento de importancia. Sutalento consistía en presentar al vulgo las medianías como genios defama universal y colocar á la mayoría restante en sitios donde no seevidenciase su vulgaridad.

El médico se reía igualmente de su poder. Sólo alcanzaba á los que caíanante sus confesonarios. El que cortaba toda comunicación con ellos,podía burlarse de su poder sin miedo alguno. Eran unos pobres hombrea,temibles únicamente para los que viven á su sombra.

Aresti reconocía, sin embargo, que su influencia dentro de la Iglesiaera mayor que nunca. Cuando Loyola había fundado su Compañía, las demásórdenes religiosas la despreciaban. Pero por ser la más moderna se habíaapoderado de todas, con la fuerza de la juventud. Además, los frailes,despojados de sus riquezas

de

otros

siglos,

tenían

ahora

que

copiar

losprocedimientos de los jesuítas, que tanto les repugnaban en pasadasépocas. Tenían que marchar á la zaga de ellos, imitándolos para hacerdinero, guardando la actitud humilde del pobre ante el rico. El cuartovoto de obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hechoindispensable para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podíaafirmarse que el ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado alpontificado en el trance, terrible para él, de la revolución luterana.Era la antigua fábula del hombre y el caballo, puesta de nuevo enacción. El caballo prestaba sus lomos al hombre para que le defendiese yvengase de sus enemigos, pero una vez satisfechos sus deseos, el jinetese negaba á descender, condenándolo á eterna servidumbre. La compañíahabía salvado al Papa, pero esclavizándolo para siempre. El cristianismohabía muerto con la Reforma para convertirse en catolicismo. Ahora elcatolicismo ya no era más que una palabra: la verdadera religión era eljesuitismo. El Papa que bendice seguía en el Vaticano; pero el Papa quedecreta y disciplina las conciencias, era el General, oculto en el Jesu de Roma.

—Esto á mí en nada me interesa—acabó diciendo Aresti.—Yo vivo fueradel gremio, y lo mismo me importa que lo dirija este que el otro.

Su primo hizo un gesto de asentimiento. A él tampoco. Él no hablaba conla audacia del doctor, pero vivía de hecho fuera de las prácticasreligiosas; no le preocupaban.

—A tí, sí—dijo Aresti con energía.—A tí deben preocuparte.

Crees quevives fuera de esa influencia, porque no vas á misa, ni te tratas concuras; pero todo llegará, tú irás, y hasta es posible que te arrodillesante algún confesonario de la iglesia de los jesuítas. Estás en elcírculo de su influencia: te tienen al alcance de su mano por medio dela familia; ya te agarrarán. ¡Apenas si es mal bocado el millonarioSánchez Morueta!

El aludido sonrió. ¡Bah! No eran tan terribles. En Inglaterra se reiríanoyéndoles hablar de tales gentes. Allí las despreciaban, si es quealguna vez hacían memoria de ellas.

—¿Pero es que Londres es Bilbao?—gritó exasperado el doctor.—¿AcasoInglaterra es España? Ya sé yo que se ríen de ellos en todas lasnaciones modernas y poderosas: únicamente Francia se rasca de vez encuando para echárselos lejos. Pero vivimos en España, una nación que noconcibe la vida sin la Iglesia, y lo que te dije de los individuos,puede aplicarse á los Estados. Contra los fuertes se estrellan yperecen, pero de los débiles, predispuestos al contagio, se apoderancomo una enfermedad. Eso de «cursi» podrá aplicarse al que sueñe con eljesuíta temible, en Londres ó en Berlín: pero aquí ¡vaya con la cursilería! ¡y no puedes moverte sin tropezar con ellos!...

—Sí; aquí dominan mucho—dijo el millonario con gravedad.—Yo sé que áotros menos poderosos, que necesitan para sus negocios del apoyo decapitales ajenos, los han elevado ó los han hundido, enviándoles óretirándoles los accionistas. Se meten en las casas y las dirigen...pero es allí donde les dejan entrar. Yo, afortunadamente, aunque túcreas lo contrario, estoy libre de ellos. Me han buscado por mil medios;han intentado conquistarme; me han ofrecido indirectamente apoyos que nonecesitaba. Estoy muy por encima para que puedan hacerme daño. Aquí noentrarán por más que se empeñen. Ya lo sabe Cristina: es lo único que meimpulsaría á romper con ella, á separarme, sin miedo á lo que dijese lagente. Tú que sonríes y hasta parece que te burlas: ¿has visto aquíalguna vez una sotana? ¿tienes noticia de que vengan á visitarnos esosseñores de la Residencia?

—No: no vienen—dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico.—¿Y paraque habían de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tupermiso. ¿A quién habían de buscar en tu casa? ¿A tu mujer y á tu hija?Ya les ahorras esa molestia enviándolas tú mismo á donde ellos lasaguardan. Les cierras la puerta de tu hotel, pero antes les entregas lafamilia....

—Me has repetido lo mismo varias veces: son ilusiones tuyas.

Ya conocesmi carácter. He dicho que no entran y no entrarán.

Sería un buen golpepara ellos apoderarse de Sánchez Morueta; pero pierden el tiempo.

Aresti estaba pensativo y parecía no oírle.

—El otro día—dijo con lentitud, como si reconcentrase su memoria—leíun drama en francés y me acordó de tí. Era La Intrusa de Mæterlinck,¿Conoces eso?...

El millonario movió la cabeza: él no tenía tiempo para la literatura.

—La Intrusa—continuó el médico,—es la Muerte, que entra en lascasas sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso.

Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de lamesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde.En la alcoba cercana está una enferma, con el sopor de la gravedad:fuera de la casa, á lo lejos, se oye afilar una guadaña, rayando elcristal negro de la noche con su chirrido. Alguien debe haber entrado enel jardín. Se asoman y no ven á nadie. Los cisnes graznan asustados,ocultando la cabeza bajo las alas como si pasase un peligro: los pecesdespiertan en el tazón de la fuente, ocultándose temblorosos: las florescaen deshojadas, las piedras crujen como si las pisasen unas plantas deinmensa pesadumbre... y sin embargo no se ve á nadie. Ya suenan pasos enla escalinata: la puerta se abre, á pesar de que no sopla el viento.Hasta la noche parece haber enmudecido sobrecogida. Intenta la familiacerrar las hojas y no puede, como si tropezasen con un cuerpo invisible,con alguien que asoma y se detiene indeciso, antes de orientarse. Ydespués, el ser misterioso avanza por la sala. Nadie le ve, pero seadivinan sus pasos sobre el tapiz, presienten todos que algo pasa antela lámpara verde. Levanta una mano invisible la cortina del cuarto de laenferma y vuelve á caer sin que nadie haya entrado. ¡Un gemido!... Laenferma acaba de morir. Es la muerte que ha llegado hasta su camaatravesando todos los obstáculos; la Intrusa, para la que no haypuertas, que avanza invisible, haciendo sentir en torno su ocultapresencia.

Y Aresti, después de relatar la obra de Mæterlinck, miraba silencioso ásu primo, que parecía no comprenderle.

—En tu casa ocurre lo mismo—dijo tras larga pausa.—Crees que eseenemigo no ha entrado, porque no le ves de carne y hueso sentarse á tumesa y ocupar un sillón en la hora de las visitas. Pues hace tiempo quellegó hasta tu misma alcoba. Tú te lamentabas de ello hace poco. Todoslos días vuelve, siguiendo los pasos de tu mujer y tu hija cuandoregresan de la Iglesia de los jesuítas ó de sus juntas de Hijas deMaría. ¿No presientes la proximidad de ese enemigo invisible? Nopercibes su roce? El último de tus criados lo ve y tú estás ciego. Temira á todas horas y conoce tus acciones. Sus ojos son ese secretarioque tienes y ese señorito pariente de Cristina, que busca unirse á tí,pensando en tus millones más que en Pepita. Sus manos son tu mujer y tuhija. Ellas te agarrarán cuando te sientas débil; aprovecharán uninstante de desaliento para empujarte dulcemente en brazos del Intruso.Te crees libre de él y ronda á todas horas en torno tuyo.

Sánchez Morueta reía ruidosamente.

—Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura teha trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... ydemonios coronados? En resumen, todo es porque dejo en libertad á mifamilia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretengacon esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de haceryo, si eso las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano decomedia, y diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misaque la que diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotel?» Eso nolo hago yo, Luis. Yo soy muy liberal: tal vez más que tú.

Hablaba con una firmeza británica de su respeto á la libertad.

Él noquería violentar la conciencia ajena: cada cual que siguiera suscreencias y que le dejaran á él con las suyas. Libertad para todos. Yrecordaba su educación en Inglaterra, la amplitud religiosa del pueblobritánico, con sus diversas confesiones, sin que los individuos de unamisma familia se molesten ni enemisten por practicar diversos cultos.

Aresti pareció irritado por la calma serena con que su primo hablaba dela libertad.

—Yo también creo lo mismo—exclamó;—pero en un país como ese de quehablas, que apenas si ha conocido la intolerancia religiosa y lapersecución por delitos de conciencia.

Además, hay allí creenciasdiversas, y unas á otras se equilibran, amortiguando los efectos. Es unaespecie de federalismo religioso que no sale de los templos, ni pretendedominar al Estado y dirigir las familias. ¿Pero hablar de libertadabsoluta en este país, que es famoso en el mundo por la Inquisición ypor ser patria de San Ignacio?... Llevamos sobre las costillas cuatrosiglos de tiranía clerical. La unidad católica no está consignada en lasleyes, pero ya se encargan muchos de que perdure en las costumbres.Vivimos en guerra religiosa permanente. Los pocos que se emancipan hande estar sobre las armas, dando y recibiendo golpes. ¡Y vienes tú conesa pachorra inglesa hablándome de libertad y de respeto á todas lascreencias!... Eso puede ser en otros países; podrá ser aquí, cuandoexista esa España nueva, cuyo nacimiento se aguarda hace cerca de unsiglo, que saca la cabeza y luego se oculta, sin decidirse á salir porcompleto de las entrañas de la Historia. No: yo no soy liberal: yo soyun hombre de mi tiempo, tal como me han formado las circunstancias de mipaís, no como me lo enseñan los libros. Yo soy un jacobino; yo quieroser un inquisidor al revés, ¿me entiendes?, un hombre que sueña con laviolencia, con el hierro y con el fuego, como único remedio para limpiará su tierra de la miseria del pasado.

Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando.

Latía en suspalabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida,hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituiruna familia. Él amaba la libertad; pero era la libertad para elmejoramiento y bienestar de la especie humana; para ir adelante, hacialos nuevos ideales marcados por la ciencia: no para retroceder,abrazándose á instituciones que estaban muertas desde hacía siglos.Además, ¿por qué conceder las ventajas de la libertad á los que habíanempleado antaño su inmenso poderío combatiéndola, arrumbando escombrossobre su tallo naciente y ahora, al verla vigoroso árbol, querían serlos primeros en gozar de su sombra? No: él no reconocía derecho paraexistir á unas creencias que eran la negación de la vida; no podíaconceder la libertad á los tradicionales enemigos de esa misma libertad.

Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera queen su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de susbarcos, el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, ladesaparición total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No losexpulsaría, indignado? Pues esto deseaba él para los enemigos de lavida, para los que maldecían como pecados las más gratas dulzuras de laexistencia; para los que adoraban la castidad antipática de la virgensobre la soberana fecundidad de la madre; y ensalzaban la perezacontemplativa, considerando el trabajo como un castigo; y hacían laapología de la vagancia y la miseria convirtiéndolas en el estadoperfecto; y tenían el hambre como signo de santidad y apartaban á lasgentes de las felicidades positivas de la tierra, haciéndolas dirigirlas miradas á un cielo mentido; y anatematizaban el amor carnal comoobra del demonio. Eran, en una palabra, los que divinizaban todas lasmiserias, todos los rigores que martirizan al hombre, marcando, encambio, con el sello de la execración las únicas alegrías que están á sualcance.

Aquellos enemigos de la vida, la insultaban llamándola valle delágrimas. ¿No deseaban salir de ella cuanto antes? Pues á darles gusto yque dejaran el sitio libre á los pecadores, á los malvados que aman estemundo y se conforman con todos sus defectos y tristezas, sabiendo quemás allá no existe otro mejor.

Aresti hablaba con una vehemencia feroz, brillándole los ojos con fuegohomicida.

—Eres un inquisidor—dijo su primo soriendo.—Parece mentira que unhombre moderno como tú se exprese de tal modo.

Aresti no quiso protestar. No le infundía repugnancia el mote de suprimo. ¿Inquisidor? sea. Toda la España, ansiosa de algo nuevo, sentíalo mismo que él, sólo que no llegaba á razonar sus impulsos. En otrospueblos más adelantados, la crisis religiosa, el paso de la Fe á laRazón, se había verificado dulcemente, en medio del respeto y lalibertad. La Reforma, con su espíritu de crítica y libre examen, habíaservido de puente. Pero en esta tierra había que dar un salto violento,pasar, sin puente alguno, desde las creencias de cuatro siglos antes,aún en pie y poderosas, á la vida moderna. El tránsito había de ser rudoy brutal. Era un ensueño querer guiar al pueblo mansamente, pasito ápaso: había que correr, que saltar, derribando lo que aún quedase pordelante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia triste que pesasobre este pueblo: su educación intolerante que databa de ayer. En unoscuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de reflejo, no sepodían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa. Todo españollleva dentro un inquisidor. Bastaba ver cómo el más leve atentado queturbaba la paz pública, hasta las clases más elevadas y cultas, pedíanla suspensión del derecho y la intervención de la fuerza.

Los ricosaplaudían á la guardia civil cuando daba tormento, resucitando losprocedimientos salvajes de la Inquisición; los pobres admiraban alfuerte, al audaz, viendo muchos de ellos la suprema gloria en la bombade dinamita; los gobiernos, ante el más insignificante motín, abominabande la libertad como si fuese un fardo abrumador... En otros tiempos, loscatólicos rancios presentaban sus pruebas de pureza de sangre parademostrar que estaban limpios de todo origen judío ó mahometano. ¿Quiénpodría jurar hoy que no circulaba por sus venas sangre de fraile ó defamiliar del Santo Oficio?

Y el doctor, que había asistido á muchas reuniones populares, recordabala gradación de los sentimientos y tendencias de la gran masa. Aplaudíancon un entusiasmo algo forzado, por costumbre más que por espontáneoimpulso, los ataques al régimen político. Los reyes estaban lejos, y lagente pensaba en ellos como en una calamidad casi del pasado, que aún nose había extinguido, pero que debía desaparecer fatalmente, más pronto ómás tarde, sin grandes esfuerzos. Les interesaba la cuestión social comoalgo positivo relacionado con su bienestar; pero por más esfuerzos quehicieran los oradores por exponer las generosidades de la sociologíarevolucionaria, la gente sólo veía la ventaja de aumentar en unoscuantos reales el jornal y trabajar alguna hora menos... Pero se hablabadel jesuíta, del fraile, del cura, y la muchedumbre se poníainstintivamente de pie, con nervioso impulso, y brillaban los ojos conel fulgor diabólico de una venganza secular, y sonaba estrepitoso eltrueno del aplauso delirante, y se levantaban los puños amenazadores,buscando al enemigo tradicional, al hombre negro, señor de España.

Lashuelgas por cuestiones de trabajo se desviaban para apedrear iglesias:las manifestaciones populares silbaban é insultaban á toda sotana quecruzaba la calle: hasta los motines contra el impuesto de Consumostenían por final la quema de algún convento.

—Y es que el pueblo—continuó Aresti—adivina por instinto cuál es elenemigo más próximo, el primero que debe acometer al despertar, y no sejunta para algo que no dirija contra él sus iras.

El doctor, guiado por un deseo de imparcialidad, reconocía que enapariencia ningún odio ni temor debían sentir las masas contra laIglesia. Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban;vivían separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían detemerle? Los jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de losricos y no podían esperar los pobres que se introdujeran en susmiserables tugurios. ¿Por qué, pues, odiarlos? Era que la masa, porinstinto, adivinaba en ellos la barrera opuesta á toda tentativa deavance. Estancando la vida del país, cortaban el paso á los de abajo.Ellos eran los que les habían tenido en la ignorancia durante siglos,haciéndoles ver que el pobre carece de otro derecho que el de lalimosna, inculcándoles

un

respeto

supersticioso

para

el

potentado,obligándoles á creer que deben aceptarse como dones celestes lasmiserias terrenas, pues sirven para entrar en el cielo.

Y el pueblo, quesólo conseguía ventajas en fuerza de rebeldías y revoluciones, sevengaba del engaño de varios siglos persiguiendo á los impostores.

Además, existía un impulso de fuerza tradicional. Da las entrañas de lahistoria patria se desprendía un hálito de santo salvajismo. El braseroinquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubesde hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entresermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo queprovocan hoy las corridas de toros. Del fondo de la tierra clamabanvenganza miles de seres achicharrados: ancianos cuyo único delito fuécomentar la Biblia, mujeres trastornadas por enfermedades nerviosas, quedespués ha explicado la ciencia, niñas inocentes que seguían con lainconsciencia de la juventud las creencias de sus padres.

—España es un país de olvido—decía el doctor.—Aún se estremecen enFrancia recordando la matanza de San Bartolomé, que duró veinticuatrohoras. ¡Y aquí es cursi decir que hubo Inquisición! Hasta cerebrospoderosos que funcionan como si estuvieran vueltos del revés se hanencargado de demostrar que sus castigos no tuvieron importancia; que fuéuna institución digna de elogios; como quien dice un jueguecito paradivertir al pueblo. En otros países levantan estatuas á los víctimas dela intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado porsegunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles demártires, ni el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.

Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado,Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad desus ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutorade una revancha histórica. Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo deaquella ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente ennombre de Dios al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanosque recordaban los ritos sangrientos de los fenicios ante susdivinidades ardientes. Y el desquite llegaba con no menos ferocidad,como el desahogo de un pueblo que se venga. Intentábase ahora, al menormotín, quemar los edificios que servían de albergue á los representantesdel pasado odioso; algún día los incendiarían de veras con todo sucontenido humano. Esto parecería brutal, pero era lógico en un paísdonde todavía no existe el hombre. Los hombres poblaban el resto deEuropa. Aquí aún no se habían presentado. El hombre sería el habitantede la España nueva; pero antes tenían que evolucionar mucho los actualespobladores del país, dignos descendientes del inquisidor, educados porél en el desprecio á la vida humana, en la facilidad de inmolarla comoholocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que mañana seríanvíctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo, formándolodurante siglos á su imagen y semejanza?...

El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de sucuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido ydefensa. El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el dela violencia. Así le habían formado y así era.

En otros tiempos, elcaparazón era negro; ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura:Él estaba orgulloso de la suya.

Frente al inquisidor del pasado, elinquisidor en nombre del porvenir. Luego, ya llegaría el hombre, limpiode todo deseo de venganza, sin miedo á enemigos tradicionales, fraternaly dulce, que levantaría el edificio moderno sobre el solar limpio deescombros.

—¡Estás loco!—exclamó Sánchez Morueta riendo.—Por eso te ponen esafama de hombre que tiene cosas. Si te tomase en serio, habría parasentir horror por lo que dices.

Aresti se encogió de hombros.

—Pero ven acá, mediquillo chiflado—continuó el millonario.—Reconozcoque esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices. Ya sabes queyo tampoco la tengo en gran estima, y me lamento del estado en que hanpuesto á nuestro país. Pero ¿á qué la violencia? Para acabar con ellosno hay como la libertad. Mueren dentro de ella como los gérmenes que seencuentran en un medio que no es el suyo. Perseguirlos y oprimirlos, estal vez darles más fuerza, demostrar que se les tiene miedo.... ¡Muchalibertad, mucho progreso, y ya verás como las costumbres de lacivilización les empujan hasta el sitio que deben ocupar, sin que osensalirse de él!

—¡Ahora me toca á mí reír!—exclamó el doctor.

Y reía mirando á su primo con ojos compasivos, mientras contestaba á susrazonamientos.... ¡Querer luchar con aquellas gentes, en la amplitud dela libertad, cuando llevaban como ventaja varios siglos de dominación,la incultura del país, la servidumbre de la mujer encadenada á ellos porel sentimentalismo de la ignorancia! ¡Cuando contaban con el apoyo delrico, de tradicional estolidez, que, atormentado por el remordimiento,compra con un trozo de su fortuna la seguridad de no ir al infierno!...Mientras aquellos enemigos existieran, serían estériles todos losesfuerzos para reanimar el país. Sólo ellos se aprovechaban de lasventajas del progreso nacional. Eran los perros más fuertes y ágiles, yse zampaban los mendrugos que la civilización arrojaba al paso, porencima de nuestras bardas, mientras el pobre mastín español soñaba enmedio de su corral, flaco, enfermo y cubierto de parásitos.

Había que fijarse en el trabajo de los padres de la Compañía, que eranlos verdaderos representantes del catolicismo, el Estado Mayor delejército religioso, el único que tenía el secreto de sus marchas yevoluciones y ocupaba las tiendas de distinción. ¿Se engrandecíaBarcelona siguiendo el movimiento fabril de Eu