El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Josefina se retirabaa un rincón y hacía esfuerzos desesperados porretenerlos en la memoria. Un poco antes de comer,Concha, que era la encargada de tomárselas,se sentaba en una silla, sacaba la famosaballena y, con ella en una mano y el libro en laotra, daba comienzo a sus funciones pedagógicas.Cada tropiezo, cada palabra que la niña olvidabacostábale un ballenazo en la cara, en elcuello o en las manos. Y como su memoria noera bastante fuerte, y por otra parte el miedo sela obstruía, aquello era un incesante machaqueo.

Aún peor si se las tomaba su madrina. Conchaera fríamente cruel; no levantaba la mano sinocuando cometía la falta, como una máquina decastigar. Pero Amalia a los pocos momentos seponía nerviosa, el llanto de la niña excitaba sussentidos, entraba en furor como una pantera hambrienta,y concluía por golpear frenéticamentehasta que la dejaba trémula y ensangrentada asus pies.

Desde la carta del conde había aumentado, siera posible, su odio a la criatura; la trataba aúnmás despiadadamente. Herida en lo más vivode su orgullo por aquella diplomacia fría, protectora,insultante que en su sentir respirabanlas palabras de su antiguo amante, vomitaba larabia de su corazón sobre la hija. Además, la ideade que Luis tenía noticia de aquellos martirios,y le dolían vivamente era aliciente mayor paraprodigarlos. ¡Que sufriese ella, que sufriese él,el vil, el pérfido, que había gozado de su juventud,y cuando la halló vieja la arrojó como untrapo sucio a la barredura!

En uno de estos días de profunda y rugientecólera la vida de Josefina corrió inminente peligro.A la hora de costumbre fue llamada al comedorpara dar sus lecciones. Concha se acomodóen su silla y con no disimulado regodeo sacódel pecho la fatal ballena. Aquel día le pedía elcuerpo un razonable desahogo de golpes. Laniña se acercó a ella temblando como siempre yle entregó los libros. Y ya comenzaba a recitarcon labio balbuciente un capítulo de la historiasagrada cuando vino a interrumpirlas Manín.Entró con su eterna chaqueta verde, calzonescortos, su gran calañés mugriento, haciendotemblar el piso con los zapatones claveteados.A esta indumentaria, arcaica ya en la provincia,debía gran parte de su notoriedad y la fama deterrible cazador de osos que había tenido. Entrócon la cabeza gacha como siempre y, espatarrándosebajo el dintel de la puerta, preguntó:

—Concha, ¿no habrá de qué, que comer, porahí?

—¿Tanto te aprieta la gazuza, Manín?—respondióla costurera riendo.

El aldeano abrió desmesuradamente la bocapara reír también.

—Así Dios me salve, no puedo aguantar unmenuto más. Toos parecéis frailes descalzos enesta casa; no vos entra la gana más que cuandosuena la hora.

—Voy, voy allá, grandísimo tragón, roedor—dijoConcha posando sobre la silla el libro y laballena y dirgiéndose con paso petulante hacia elaparador.

Se entendían admirablemente. La costureraera arisca, cruel, intratable; pero el mayordomosabía recabar de ella las pocas migajas de buenhumor que tenía en el cuerpo. La requebrababrutalmente, la pellizcaba al pasar, le decía milgroseras desvergüenzas para que las comprendieraal revés. Y la microscópica doncella, queno era gentil ni bonita y en quien las asperezasdel carácter habían sofocado todo germen decoquetería, trasformándola en sacerdotisa deldolor, en una euménida fatal y despiadada,se dejaba festejar complacientemente por aquelbruto. Le hacía gracia su osadía, su rudeza, suglotonería y el modo insolente y despreocupadoque tenía de tratar a todo el mundo, inclusoal alto y poderoso señor de Quiñones. Manín eraun solemnísimo bellaco. Con aquella groseríasoez, el porte de atrevido cazador de fieras ysu estrafalario arreo había sabido vivir muy regaladamenteen este mundo, sin encallecer lasmanos, ni quebrarse los lomos allá en su aldeacon las faenas de la labranza.

Sacó la costurera un plato de carne fiambre ylo puso sobre el hule de la mesa, sin servilleta nicosa que lo valga; después cortó a la mitad unpan y lo dejó, con la imprescindible botella devino blanco y el vaso, al lado de la carne. El cazadorde osos comenzó a devorar. Concha sentosede nuevo, y la niña, acercándose, repitiólas palabras que ya había pronunciado. A lospocos momentos ¡zas! un ballenazo y un gritode dolor. Inmediatamente otro golpe y otro grito.Y así sucesivamente. La costurera estaba encantadaal notar que la chiquilla tropezaba másque otras veces.

Manín engullía en silencio, volviendosólo de vez en cuando los ojos con marcadaindiferencia hacia aquella triste escena. Alpoco tiempo, como por máquina, principió amurmurar a cada golpe: «¡Dale! ¡Atiza! ¡Buenafue ésa! ¡Vaya una mano!...» y otras semejantesexclamaciones.

Terminó la lección de historia sagrada. Antesde tomar la de gramática hubo un respiro. Lacosturera se puso a bromear alegremente con elmayordomo. Estaba de un humor angelical.

—¿Qué tal la carne?

—Rica, ¡rica de verdad!

—Lo peor es que te va a quitar el apetito parala hora de comer.

Retembló la estancia con la risotada delgañán.

—¡Eso sí! ¡A mí cualquier cosa me quita lagana! Vas a tener que meterme un hierro calienteen el agua como a la señora.

—Por la panza te lo había de meter, granpuerco.

—Mira, Concha, no me busques las cosquillas,porque aunque eres una mocita de sandunga ytienes los ojos muy picarones, y la boca comouna cereza, un día te encuentras, sin saber pordónde vino, con un revés que te arrancará decuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.

—¡Calla, calla, viejote, zapalastrón! ¡Buenoestás ya para reveses! ¡Si no puedes con los calzones!¡Si estás descuajaringado!

—Eso no lo dices tú con el corazón; por esose te estima. Bien sabes que hay aquí dentromucha entraña todavía (y se daba rudos puñetazosen el pecho). ¡Si te cogiera en un maizal!

—¡Como si me cogieras en la plaza del mercado!Na. Ya no tienes más que quijadas y palique.

—Y manos para apalpar la gracia de Dios—repusoel bárbaro tomando con su manaza velludala barba de la costurera.

—¡Quita, quita! ¡Gorrinazo!

Y le pegó con la ballena un golpecito en losdedos. Volvió el gandulote a embestirla y ella adefenderse de la misma manera. Trató de agarrarlapor la cintura. La doncella se levantó ycorrió por la estancia, haciéndose la enojada.

—¡No me toques, Manín! Mira que llamo a laseñora.

Pero él no hacía caso. La perseguía lanzandogruñidos y risotadas; abrazábala aquí, soltábalaallá, recibiendo en sus carrillos, ásperos y duroscomo la piel de un elefante, las bofetadas dela doméstica, sin manifestar sentirlas. Crujíanlos muebles, retemblaba el piso, campanilleabala vajilla de los aparadores. Y él sin cejar. Cadavez más falso y zalamerón. Sabía el pícaro queaquella mujerzuela irascible y endemoniada teníadespierta la vanidad, como todos los seres humanos,y que era de capital interés para su panzatenerla contenta. Por último, lanzando un verdaderomugido de buey, consiguió agarrarla porla cintura y alzarla en vilo. Mantúvola en altosin esfuerzo alguno, como si fuera un chiquitode tres años.

—¿Y ahora? ¿Qué dices ahora, Zapaquilda?¿Dónde están esos hígados? ¿Dónde esas manos?Anda, bruja, pide perdón; si no, te dejo caercomo una rana—bramaba el cazurrón, zarandeándolaen el aire.

—¡Déjame, Manín! ¡Déjame, burro! ¡Habrácochinazo! ¡Mira que grito!

Al fin la puso delicadamente en el suelo. Ladoncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucholas cejas para aparecer más enfadada, decíacon voz anhelante:

—No tienes vergüenza, Manín. Si no fueramirando a la casa donde estamos, te tiraba estequinqué a las narices y te las rompía, por brutoy por insolentón. A lo mejor están los criadosoyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quitaallá! No me vuelvas a decir palabra, porque note contesto.

—¡Eso! Grita ahora, fachendosa, después quete hice ver a Dios—roncaba Manín con sorna,mirándola de reojo y sobándose la barba.

—¡Si no te quitas de mi vista, baldragote!...—exclamabala diminuta criada, pasándole a sudespecho relámpagos de risa por los ojos.

Manín se sentó de nuevo para engullir el panque quedaba y beber otro vaso de lo blanco. Josefinamientras tanto sollozaba en un rincón, llevándoselas manos heridas a la boca, palpándoselas mejillas acardenaladas por los ballenatos.Manín se dignó echar hacia ella una mirada.

—No llores, tontina, que el dolor de los zurriagazospasará y la ciencia te quedará en lamollera para siempre—dijo cortando con su navajaun pedazo del pan y metiéndolo en la boca.—Siquieres saber mi dictamen, cuanto más tepeguen más contenta debes de estar. ¿Qué seríastú si Concha no tuviese la misericordia decastigarte duro? Una chafandina que no valdríaun celemín de bellotas, una bestia, salva sea lacomparanza.

Y ahora ¿qué serás? Una mujer patoo lo que se la pida. (Pausa mientras se cortaotro pedazo de pan y lo muele, levantando unbulto como el puño en el carrillo derecho)...Anda, que si yo hubiera tenido como tú maestrosque me alzasen el pellejo a correazos, no seríaun burro, no me llamarían Manín, sino donManuel, y en vez de ser un mísero súdito, andaríapor ahí dándome importancia, paseandopor Altavilla con las manos atrás como los señoresy leyendo las gacetas en el casino. (Otrapausa y otra amputación del zoquete)... Ponteen lo justo si tienes caletre para ello. ¿Cómoquieres aprender esas cosas tan enrevesadas sinalgunos lampreazos? ¿Quién aprendió daqué nuncasin azotes? Nadie. ¡Pues entonces! Si tuvierasconocimiento, criatura, darías gracias a Diospor haberte puesto una maestra que es como unagloria. Para too sirve la endina, para too tienelas manos finas y los pies listos, ¿verdá, tú?

Concha se había puesto grave otra vez, sentándosey haciendo un gesto imperioso a la niñapara que se acercase. Tocábale el turno a lagramática. Aquí andaba peor todavía que en lahistoria, séase por la falta de memoria o porqueel miedo la turbase.

Comenzó el vapuleo: un ballenazoahora y otro después y otro y otro. Manín,fiel a sus convicciones

pedagógicas,

aplaudíacon

la

boca

llena,

cortando

grave,

esmeradamente,en figuras geométricas los pedazos delpan antes de conducirlos con toda solemnidad alos labios. Las faltas fueron muchas; los golpesfueron otros tantos.

Pero al terminar la lección,Concha consideró que a más del castigo correspondientea cada falta, teniendo en cuenta lomal que la niña lo había hecho, convenía terminarcon un vapuleo general que las comprendiesetodas. La alzó de la silla y, blandiendo laformidable ballena, exclamó:

—Ahora, para que estudies mejor y se te despiertenlos sentidos, ¡toma!

Tantos y tan recios fueron los golpes, que lacriatura, tratando de huir aquel martirio, seagarró con las manos crispadas a las sayas desu verdugo. Sin saber cómo, tal vez por habersecolgado inconscientemente a ellas, la cinta quelas sujetaba se rompió y vinieron al suelo, dejandoa la costurera solamente con la camisa.Dio un grito de vergüenza y se apresuró a levantarlas.Pero sin pararse a atar otra vez la cinta,echando una mirada de profundo rencor a lachica, salió de la estancia sujetándolas con lasmanos.

—¡Buena la has hecho, buena, buena, buena!—exclamóManín, tallando con primor el bocadoque iba a llevar a la boca.

La criatura, paralizada de terror, no lloraba.No le dolían siquiera las heridas. Al cabo depocos momentos se presentó de nuevo Conchaacompañada de la señora. Ésta venía sonriendosarcásticamente.

—Por lo visto, a la señorita le gusta ahoradesnudar a las doncellas delante de los hombres.Estará usted contenta, señorita, ¿no es cierto?Manín habrá visto bien por todos lados a Concha.¿Verdad, Manín, que la has visto cómodamente?

Avanzó unos pasos. La niña retrocedió asustada.

—No tenga miedo, señorita. Tranquilícese usted,señorita. Yo no vengo aquí a azotarla. Esode los azotes es muy antiguo. ¡Quién se acuerdaya de azotes! Sólo vengo a invitar a usted paraque dé una vuelta por la cueva... la cueva de losratones... ya sabe usted. Allí se puede entreteneren desnudar alguna rata de las muchas que vendrána visitarla... Vamos, deme usted la manopara que la conduzca con toda ceremonia.

La niña fue a ponerse detrás de una silla; desdeallí, perseguida por Amalia y por Concha, corrióalrededor de la mesa; por último, se refugiódetrás del mayordomo.

—¡Manín! ¡Manín, por Dios me escondas!

Pero éste la sujetó por un brazo y la entregóa la señora. Tomáronla cada una por una manoy la arrastraron, apesar de sus gritos penetrantes.

—¡A la cueva no! ¡A la cueva no! ¡Madrina,perdón! Mátame primero. ¡Mira que tengo muchomiedo! ¡A la cueva no, que me comen losratones!

Los criados salieron al pasillo y presenciabanmudos y graves aquella escena. Los gritos de laniña se fueron perdiendo en la oscura y tortuosaescalera que conducía al sótano.

Amalia abrió la puerta de la terrible cueva yempujó a su hija hacia el interior. Cerró con furia;pero la niña había corrido hacia la salida, yla puerta le cogió la mano. Oyose un grito desgarrador.La valenciana abrió otra vez la puerta,dio un fuerte empujón a la criatura que lahizo caer al suelo, y echó la llave.

La cueva era un calabozo húmedo y negrodonde sólo penetraban algunos tenues rayos deluz por un ojo de buey abierto en lo alto. Sirvióen otro tiempo para bodega de vinos. Ahora nohabía allí más que botellas vacías.

La niña apenas quedó sola se incorporó, miróa todos lados loca de terror, quiso gritar y lavoz se le anudó en la garganta; por último, extendiendolas manos, acometida de un fuertetemblor, cayó desvanecida.

Al cabo de media hora el mozo de cuadra, quehabía presenciado el encierro, movido de compasión,acercose a la puerta y miró por el ojo dela cerradura. Nada pudo ver. Llamó muy quedo.

—Josefina.

La chica no respondió. Llamó más fuerte. Elmismo silencio. Asustado, gritó y golpeó en lapuerta con todas sus fuerzas sin obtener contestación.Entonces apresurose a subir para darparte de lo que pasaba, a riesgo de perder suempleo. Amalia mandó a Concha con la llavepara ver lo que ocurría. Entre ella y Paula subierona la criatura privada de sentido, fría y rígida,con los caracteres de la muerte impresosen el rostro.

Temerosa de las complicacionesque con esto pudieran sobrevenir, la esposa delmaestrante se apresuró a meterla en la cama.Tardó poco la pequeña en volver en sí, pero inmediatamentese declaró una fuerte calentura.Llamose al médico. Encontrola bastante mal.Para explicar la herida de la mano y los cardenalesque presentaba, Amalia, fértil en mentiras,inventó una historia que el doctor creyó o fingiócreer.

Estuvo entre la vida y la muerte algunos días.Amalia seguía con ojos inquietos el curso de laenfermedad. No le dolía la pérdida de aquel sersobre el cual había vertido las hieles amargasde su corazón; pero le agitaba la idea de perderde una vez su venganza. Justamente al tercerdía de hallarse en cama Josefina, tuvo noticiade que en la noche anterior había salido Fernandaen la silla de posta para Madrid, y queLuis sólo tardaría cuatro o cinco días en reunirsecon ella. Experimentó violenta sacudida.Una ola hirviente de bilis inundó su pecho.Aquella noche tuvo fiebre también. ¡Se le escapaban!No había posible venganza para aqueltraidor. Iría a Madrid, se casaría; tal vez allírecibiría la noticia de la muerte de su hija; lloraríaun poco; al cabo las caricias de su adoradaesposa se la harían olvidar. De aquellos amorestan largos, tan vivos, no quedaría más queun hombre paseando su dicha por Europa, y enLancia una pobre mujer vieja y triste sirviendode befa a los corrillos de Altavilla. Sus carnesfláccidas temblaron. Los instintos vengativos desu raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No, nopodía ser! Antes arrojarle su hija muerta a lospies, antes clavarle un puñal en el corazón.

Ocurriosele una idea singular y terrible: contárselotodo a su marido. Ignoraba lo que estodaría de sí, pero por lo pronto provocaría un escándalo.D. Pedro era violento, gozaba de granpoder y prestigio. ¿Quién sabe el destrozo quela bomba podía causar?

Cierto que estaba paralíticoy no podía tomar venganza por su mano;pero ¿no se le ocurrirían a aquel hombre tan altivoy puntilloso medios de volver el mal que lecausaran? Ella caería entre las ruinas, pero caeríacon gusto si el traidor pagaba de algún modosu perfidia.

Después de mucho batallar con este pensamiento,no arriesgándose a hacer la confesiónde palabra ni a escribirla bajo su firma, remitióa D. Pedro, disfrazando la letra, una carta anónima.«La niña que usted ha recogido hace seisaños es hija de su esposa y de un caballero quefrecuenta su casa y a quien usted llama su amigo.No le digo a usted el nombre. Busque ustedy no tardará en hallar al traidor.— Un amigoleal. » Echola al correo y esperó con ansia elefecto que producía.

D. Pedro la recibió delante de ella y la leyó.Su rostro se contrajo fuertemente y se cubrió depalidez cadavérica.

—¿Quién te escribe?—preguntó ella con naturalidad.

El maestrante se repuso inmediatamente y,doblando la carta y guardándola, respondió haciendoesfuerzos por asegurar su voz, que temblaba:

—Nada, un recomendado mío que se queja deque le han dejado cesante... ¡Ese gobernador!No tiene memoria ni formalidad ninguna.

Inquieta ya y esperando con ansia los acontecimientosse retiró a su gabinete. Por la tardellegó Jacoba con misterio y le entregó un billetede parte del conde.

—¿Qué quiere de mí ese hombre?—preguntósorprendida y en tono despreciativo.

—No lo sé, señorita. Escribió la carta en micasa y allí espera contestación.

El billete del conde decía:

«Amalia, sé que nuestra hija se halla en peligrode muerte. Por lo que más quieras en estemundo, por la salvación de tu alma, concédemeuna entrevista. Necesito hablarte.

Si esta tardeya no puede ser, ven mañana por la mañana acasa de Jacoba.—Tuyo, Luis

—¡Tuyo! ¡tuyo!—murmuró con amarga sonrisa.—Hassido mío, sí, pero has cambiado dedueño. Te costará caro.

—¿Llevo contestación, señorita?

Quedó pensativa unos momentos; dio algunasvueltas por la estancia, completamente abstraída;se acercó al balcón y miró por los cristales.Al fin dijo, volviéndose a medias y congran sequedad:

—Bueno, iré mañana a la hora de misa.

—Me ha preguntado con grandísimo interéspor la niña.

—Dile que sigue lo mismo.

Marchose la entremetida, y ella permaneciólargo rato mirando a la calle, al través de loscristales, sin verla.

Desde las siete de la mañana del día siguienteestaba Luis aguardándola en la casucha de Jacoba.No había allí más que una cocina en la plantabaja y una salita arriba con alcoba, tan bajas detecho que el conde con sombrero tocaba en elcielo raso.

En esta salita daba paseos furiososcon las manos en los bolsillos, mirando con precaucióna cada momento por los visillos de laúnica ventana que tenía. Hasta las nueve no acudióla dama. La vio llegar con la mantilla echadapor los ojos, el devocionario en la mano y elrosario colgado de la muñeca, con el paso firmey sosegado, como si viniese a dar algunos encargosa su antigua protegida. Cuando oyó suvoz en la cocina, le dio un vuelco el corazón, sepuso a temblar como un azogado y se le borraronpor completo las palabras que tenía preparadas.

—¿Cómo está usted, conde?—dijo ella congran naturalidad al entrar, tendiéndole unamano.

—Bien, ¿y tú?

Levantó la cabeza como sorprendida de oírsetutear y respondió mirándole fijamente:

—Perfectamente.

—¿Y la niña?

—Algo mejor.

Despejose al oír esto la fisonomía del caballero.Brilló un rayo de alegría en sus ojos y dijotomando de la mano a su ex-querida y atrayéndolahacia el pobre sofá de paja que allí había.

—Sentémonos, Amalia. Aunque sea un atrevimientopor mi parte, te ruego que me permitasseguir tuteándote cuando estemos solos... Yo noolvido, no podré olvidar jamás cuántas horas dedicha te debo, cuánta felicidad has vertido enmi vida triste y monótona. Tú me has reveladolo más dulce y más íntimo que existía en mi corazónsin que yo lo sospechase siquiera. Para tíhan sido los primeros impulsos de mi alma.

Sólotú has penetrado hasta ahora en ella, la has sondeadoy conoces sus melancolías, sus flaquezas,y sus ternura. Si me separo de ti, si digo adiósa nuestro amor, no creas que es porque he dejadode estimarlo: obedezco solamente a una leyde la naturaleza que nos empuja a todos a crearuna familia. No tengo en el mundo más que a mimadre, una pobre anciana que muy pronto medejará solo... No debe parecerte mal que quieraformar un hogar y poseer un heredero de mi nombrey mis títulos... Además, el grito de la concienciame perseguía...

El conde, regocijado con la mejoría de la niña,se mostraba expansivo y más locuaz que de costumbre,sin poder ocultar la felicidad que le embargaba,pensando que todo estaba arreglado amedida de sus deseos. Josefina dichosa al ladode su madre; él dichoso al lado de Fernanda;Amalia resignada y tributándole siempre un cariñodulce y cada día más acendrado.

Ésta le miraba con cierta curiosidad burlona.Cuando terminó, dijo sonriendo benévolamente:

—Sobre todo desde la noche en que viste aFernanda con aquel precioso vestido descotado,ese grito debió de hacerse insoportable.

El conde sonrió también, avergonzado.

—No lo creas, Amalia; siempre he sentido remordimientos.Claro está que al hacerse unoviejo ve las cosas con más claridad. Mi barba yablanquea por varios sitios, como estás observando.Lo que en un joven puede disculparse como locura,como expansión irremediable del fuego quecorre por las venas, en un viejo se llama crimen.El amor, a la edad en que yo estoy, no debe taparcon sus alas la luz de la razón, y si la tapamerezco el calificativo de insensato. Mi resoluciónpodrá sernos amarga a los dos. A mí melo es mucho; me cuesta trabajo desprendermede una pasión que a fuerza de tiempo casi se haconvertido en costumbre. Existe, además, pordesgracia, entre los dos un lazo imposible deromper por completo. El Destino ha hecho nacerdel fango de nuestro pecado una flor hermosa,una cándida azucena.

Apartemos el crimende su frente: ya que ha sido engendrada por unamor ilegítimo, no la manchemos con nuestraconducta vituperable. Hagámonos dignos de ellaviviendo como cristianos.

—Está muy bien todo eso. Sólo siento que esecurso de doctrina cristiana haya venido tan tardey haya coincidido con la llegada a esta poblaciónde tu antigua novia.

Porque parece así comosi tuvieras olvidado por completo el catecismo, yella viniese a refrescarte la memoria. Pero, en fin,en eso no debo meterme porque no me concierne.El resultado es que te casas. Haces bien. Elhombre está mal solo, y cuando halla una compañeradigna, como tú has hallado, no debe perderla ocasión. Fernanda es una buena muchacha;segura estoy de que te hará feliz. Tendréismuchos hijos y, después de una vida larga y dichosa,iréis al cielo.

Sorprendiole a Luis aquella resignación y nopudo menos de sentir alguna inquietud.

—¿Y tú serás también feliz?—le preguntó tímidamente.

—¿Yo?... ¡Qué importa que yo sea feliz o desgraciada!—dijoalzando los hombros con ademándesdeñoso.

—¡No digas eso, Amalia! La felicidad no es lalocura a que nos entregamos durante siete años.Había un dejo amargo en ella que yo percibíahace tiempo, y que tú no tardarías en percibir.Una vida pura y digna, la tranquilidad de laconciencia, la estimación de las personas honradaste darán más contento que la pasión culpable...Además, tienes lo que yo no tengo... tienesa tu lado un ángel, un lirio tierno y fraganteque embalsamará tu existencia.

—¡Ah, sí, Josefina!... Efectivamente, ellaserá la que me ha de proporcionar los únicosbuenos ratos que pasaré en adelante.

Lo dijo con una inflexión de voz tan extraña, tanaguda y estridente, que Luis sintió un escalofrío.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que he dicho; que por fortuna tengo aJosefina para resarcirme.

—¡Es que lo dices de un modo tan raro!

La valenciana dejó escapar una risita singularque salía allá del fondo de la garganta y sonabade modo siniestro. Luis la miraba fijamente,cada vez más inquieto.

—¡Pero qué tonto eres, Luis! ¡pero qué retontísimo!El egoísmo ha puesto tales cataratas entus ojos que no ves ni lo que tienes delante. Situvieses veinte años, esa inocencia podría quizásinspirarme lástima; a tu edad no me inspira másque risa y desprecio. Pensar en que cuatro palabrillasinsolentes sobre la moral y la concienciabastarían a obligarme a aceptar satisfecha lahumillación que me impones; suponer que yo, aquien si no conoces debieras conocer, voy a consentirque me arrojes como un trapo sucio, queme arrastres como una cautiva enamorada a lospies de Fernanda para que le sirva de almohadóncuando suba a tu lecho, es el colmo de laestupidez y la fanfarronería. ¿Por qué no me pidestambién que sea tu madrina de boda?

El conde la contemplaba con los ojos dilatados,expresando la ansiedad y el espanto.

—De modo que lo que me han dicho de losmartirios que haces pasar a nuestra hija

¿escierto?

—¡Y tan exacto! Y aún no los sabes por completo...Mira, voy a referírtelos todos para queno te llames a engaño...

Y con palabra breve, incisiva, con una cruelsatisfacción que se le traslucía en la voz, pusodelante de su vista el cuadro espantoso de lasmiserias y dolores que la desgraciada criaturahabía padecido en los últimos meses. Aquelcuadro era infinitamente más aterrador que elque le había exhibido María la planchadora.

Elconde, pálido, desencajado, sin hacer el más levemovimiento, parecía la estatua de la desesperación.Al poco rato se tapó la cara con las manosy así escuchó hasta el fin.

—¡Oh, qué infame! ¡oh, qué infame!—murmurósordamente.

—Sí, muy infame, pero aún espero serlo más.¿Has oído todas estas infamias? Pues no sonnada en comparación con las que haré.

—¡No las harás tal, malvada!—profirió Luislevantándose y abalanzándose a ella.—

Antes teahogaré con mis manos.

La valenciana se escapó hacia la puerta.

—¡Si das un paso más, grito!

—¡Oh, infame, infame!—volvió a exclamarcon voz profunda el conde.—¡Y Dios consientesobre la tierra estos monstruos!

Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamentesobre el sofá. Apoyó los codos sobre lasrodillas y metió la cabeza entre las manos. Alcabo de largo silencio la levantó diciendo:

—Bueno, ¿y qué exiges de mí?

Amalia dio un paso para acercarse.

—Lo que ya debes de suponer, si es que tequeda un poco de sentido común. No exijo quenuestras relaciones continúen, porque a los términosa que hemos llegado no es posible: seríatanto como mendigar tu amor, y tengo demasiadoorgullo para ello.

Pero no quiero que nitú ni esa mujer os quedéis riendo de mí; noquiero servir de befa a los que conocen nuestrasrelaciones, que son todos los que frecuentan lacasa. Exijo, pues, como condición para que laniña vuelva a ser lo que era que rompas inmediatamentecon Fernanda y no te acuerdes másde ella.

—¡Pero Amalia!—exclamó