El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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EL ORIGEN

DEL

PENSAMIENTO

NOVELA

POR

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

MADRID

IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G.-HERNÁNDEZ

Libertad, 16 duplicado, bajo.

1893

ES PROPIEDAD

I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII,

XIX, XX

I

Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: lamano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta seresistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo.Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas dondeuna familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte aveinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían losperiódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas,quejumbrosas, del violín.

El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos porqué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habitualesparroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por elmódico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda lanoche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos losnocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y sedaban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militaressubalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Losdomingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.

De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva ciertatranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calleMayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbrespatriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestrospadres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no vera la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo,situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácterburgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la horapresente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas queinvadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos dela capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo,numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.

Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnesy redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilabaen aquella dirección.

Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve yplácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía desonrisa, aunque pretendía serlo.

Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios yla nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo yondeado, la tez morena.

Una frente alta y despejada era lo único queprestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. Nosólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesainmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta decristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a lostertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos.

—¡Cuánto tarda hoy D. Laureano!—exclamó al fin en voz altadirigiéndose al compañero que tenía enfrente.

Era éste joven también, de rostro pálido adornado con gafas; gastaba labarba y los cabellos largos en demasía; su traje, más desaseado quemezquino. Ni respondió ni levantó siquiera la cabeza al oír laexclamación de su amigo, atento a la lectura del periódico que teníaentre las manos. Mario quedó algo confuso por aquella indiferencia, yañadió sacando el reloj:

—Las nueve y media ya... Otros días está aquí a las nueve.

El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.

Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de caféfueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdén de sucompañero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra.Pero a los cinco minutos sacó de nuevo el reloj y, sin acordarse de supropósito, preguntó:

—Adolfo, ¿sabes si D. Laureano está enfermo?

Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sinpronunciar palabra.

—Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto...

Adolfo era realmente un hombre superior, como se verá en el curso de lapresente historia. Hablaba poco, reía menos, y el espectáculo de laspasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos.Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo,traducida en vivos movimientos descompasados que hacían rechinar lasilla y ponían en peligro inminente la botella del agua y las tazas decafé, levantó los ojos hacia él, y una benévola sonrisa de compasión seesparció por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente aAdolfo, se puso colorado a hizo esfuerzos colosales para estarsequieto.

—¡Al fin!—exclamó a los pocos instantes, viendo aparecer por la puertaa un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisitaelegancia.

Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonomíaadquirió la misma expresión que si viera un fantasma.

D. Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo,adornado con pequeño bigote, la mejor prueba de los numerosos triunfossobre el sexo femenino que se le atribuían, acercose lentamente, con uncigarro puro en la boca, fijando su mirada en todas las mujeres que porallí había sentadas. Saludó alegremente a los jóvenes, con la mismalibertad y franqueza que si fuera uno de ellos, dio un par de palmadaspara llamar al mozo y dirigió unas cuantas sonrisas amicales a losparroquianos de las mesas inmediatas.

—Aquí tiene usted a Mario deshecho de impaciencia. Ya preguntaba siestaría usted enfermo—dijo Adolfo.

—¿Pues?... ¡Ah, sí!... No me acordaba que debo presentarle a suJulieta... ¡Oh! ¡La juventud!... ¡el amor!... ¡Qué pena para mí veresas cosas ya de lejos!—añadió con un suspiro.

Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigiéndose al mismo tiempo haciauna hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro queno andaban tan lejos como decía.

—Usted me permitirá que tome café, ¿verdad?—preguntó en tono de burlaa Mario.

Éste sonrió, ruborizándose.

—Tome usted lo que quiera. No hay prisa.

—Muchas gracias.

Mientras D. Laureano tomaba el café, enfilando miradas incendiarias a labelleza que había descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en lalectura del periódico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas deinteligencia con la vecinita.

Había estado muchísimo tiempo asistiendo al café sin fijarse en ella. Undía le dijo don Laureano: «¿Sabe usted que una de las vecinitas, la másgruesa, no le mira a usted con malos ojos?» Lo dijo por bromear; perobastó para que nuestro joven fijase su atención en ella, la fuesehallando cada día más bonita, aunque en opinión de todos no fuese

másque

pasable,

se

interesase

un

poco

y

concluyese

por

enamorarseperdidamente. Mario no había conocido a su madre. Su padre, hombrepúblico importante, subsecretario, consejero de Estado varias veces,había fallecido hacía tres años. Como acaece algunas veces, más de lasque el vulgo imagina, D. Joaquín de la Costa, que había tenido tantasocasiones de hacerse rico, murió sin dejar hacienda alguna a su hijo.Tuvo que vivir éste exclusivamente con el empleo de doce mil reales quele había dado en el ministerio de Ultramar. El dinero que recabó de laalmoneda de su casa lo gastó muy pronto en una escapatoria que hizo aFrancia y a Italia. Como testimonio de respeto a la memoria de su padre,el ministro que a la sazón desempeñaba la cartera de Ultramar le habíaascendido a catorce mil reales, y tal sueldo era lo único que poseía.Alojaba en una casa de huéspedes donde por tres pesetas le dabanhabitación y almuerzo. Comía siempre en casa de alguno de los amigos desu padre. Con lo que le restaba de la paga atendía pasablemente a susnecesidades, que no eran muchas: un traje decente, una taza de café, alteatro los sábados y a los conciertos los domingos de primavera. Había,no obstante, cierto agujero por donde se le escapaban más pesetas de lasque podía destinar a sus placeres, colocándole a veces en situaciónangustiosa. Hay que decirlo en secreto, porque a Mario no le gustaba quese divulgase entre sus amigos. Era aficionado a la escultura.

Enmodelos, vaciadores y utensilios se le iban lindamente los cuartos.

Desde muy niño había mostrado afición al dibujo. Su padre, porcomplacerle, le puso maestro: llegó a dibujar muy correctamente. Luegoemprendió la pintura, venciendo sin trabajo la resistencia de su padre.Sentía éste verle malgastar tanto tiempo en las clases de adorno,dejando abandonados los estudios serios. En la pintura no hizo tantosprogresos. El color ofrecía para él dificultades insuperables. Encambio, por la amistad que trabó con algunos de los discípulos de laclase de escultura en la Academia, comenzó a ensayarse en el modelado,y se sintió desde luego tan apto que siguió trabajando con ahínco. Enpoco tiempo hizo progresos extraordinarios. Tantos le parecieron y tantole llenaron la cabeza de viento sus amiguitos, que un día tuvo laaudacia de presentarse a su padre manifestándole que quería dejar lacarrera de abogado para dedicarse exclusivamente a la escultura. No sesabe cómo D. Joaquín le dejó vivo. Su indignación estalló de tal manerafragorosa, que el pobre Mario corrió a refugiarse en su cuarto, dondelloró con abundantes lágrimas la ruina de sus ilusiones artísticas.

Mal que bien y a trompicones terminó la carrera de leyes. Pero,ocultándose cuidadosamente de su padre, seguía modelando en casa de unamigo que le facilitaba para ello su estudio. Allí perdía horas y horasmientras los tratados de derecho civil y canónico yacían en los rinconesde su cuarto solitarios, cubiertos de polvo, en ignominioso a inmerecidoabandono. Cuando su padre falleció, experimentó profunda sensación desoledad y tristeza. Había vivido siempre en total ignorancia de lascondiciones materiales de la existencia. La bondad de su padre leconsentía gastar todo su sueldo en caprichos y placeres. Era un hijo defamilia mimado que vivía en su casa como en una fonda. Al revelársele susituación quedó sumido en profundo abatimiento. Salió de él bastantecambiado. Sus pensamientos fueron más graves, más tristes, másprosaicos. Comprendió que era necesario cambiar de todo en todo suscostumbres, reducir al último grado posible sus necesidades y vivirmodestamente atenido al sueldo que felizmente la previsión de su padrele había alcanzado.

No obstante, estos sanos propósitos estaban tan frescos que se borraronal contacto de las ocho o diez mil pesetas que la almoneda de su casa leprodujo. En vez de guardarlas como reserva para cualquier apuro o sacarde ellas algún interés, así que las tuvo en la mano surgió en su cerebroel pensamiento de hacer un largo viaje.

Aprovechando la compasión delministro obtuvo licencia ilimitada y recorrió durante cuatro meses lasprincipales ciudades de Italia y algunas de Francia, Alemania aInglaterra. Era el sueño de su vida. Conocer los monumentosarquitectónicos y ver los mármoles auténticos de la antigüedad paganaera una aspiración intensa que en su espíritu exaltado había llegado aconvertirse en fiebre. Al subir los escalones del peristilo del museodel Louvre y descubrir al final de larga sala, arrimada a un cortinajerojo, sola sobre su pedestal la célebre Venus de Milo, sintioseposeído de una emoción indefinible: las piernas quisieron doblársele, ysi no le detuviese el temor al ridículo, hubiera caído de rodillas antela majestad de la diosa, a semejanza de los marinos griegos, que alarribar a la costa de Milo se apresuraban a rendir adoración a lahermosa Aphrodita. El mismo sentimiento de alegría y respeto que aellos les embargaba embargábale a él. Si no la creía como ellos nacidade la espuma del mar, fecundada por la sangre de Urano, juzgábala nacidade la mente divina de un artista que hasta ahora nadie igualó jamás.Algo semejante, aunque no con tal fuerza, le acaeció en presencia delApolo del Belvedere, y el Fauno de Praxíteles en Roma, de la Niobe y laVenus de Cleomenes en Florencia.

Al regresar a Madrid y tocar nuevamente la prosa de los expedientes y lavida mezquina de la casa de huéspedes, experimentó una sensación detristeza mortal como si le hubiesen condenado a presidio. Disgustose dela práctica de la escultura. Después de ver las obras maestras, laestatuaria de sus compañeros le parecía tan afectada, tan pobre, tanridícula, que por no parecerse a uno de ellos, halló mejor abandonarenteramente los palillos y el cincel. Comenzó a pasar horas y horas enel café y se aficionó con frenesí a la música. Gozaba también conescuchar las disputas científicas y filosóficas que su amigo Morenomantenía con cualquiera que le llevase la contraria. Jamás intervino enellas. Pero divertían su espíritu de la muchedumbre de pensamientosmelancólicos que constantemente se cernían sobre él.

Asistía ordinariamente a la misma mesa del café, además de Moreno y D.Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista,secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre decarácter festivo y alegre conversación cuando no abatía su espíritu elrecuerdo de un terrible pesar que había experimentado. Iban asimismo uncaballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado D.Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonomía dulce a interesante querespondía por Godofredo Llot.

D. Laureano no daba señales de recordar el compromiso contraído. Mariosentía al mismo tiempo pesar y alegría de este olvido porque, sianhelaba acercarse a su ídolo, temía el instante de la presentación comoun trance apuradísimo.

—Buenas noches, señores—dijo una voz bronca, profunda.

—Hola, D. Dionisio, ¿cómo estamos?—preguntó distraídamente D.Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que habíadescubierto.

—Medianamente; horriblemente fatigado—respondió el caballero queacababa de sentarse.

Y adoptó una actitud tal de cansancio hundiendo la cabeza en el pecho,dejando pendientes las manos y respirando con anhelo por su bocaentreabierta, que en realidad parecía deshecho por una serie deesfuerzos colosales. Paseó su mirada lánguida por los circunstantesesperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D.Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en lalectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedómirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible enaquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.

—Diez y siete cuartillas.

—¿Cómo?

—Diez y siete cuartillas. He terminado el capítulo onceno.

—¡Ah!

—Es un trabajo espantoso. En veinte días llevo escritas cerca detrescientas cuartillas.

—Trabaja usted demasiado, D. Dionisio—dijo con gesto de aburrimientoMario.

—No hay más remedio—murmuró modestamente el caballero.—Paraconseguir una plaza en la república de las letras, es necesario trabajarmucho.

Era D. Dionisio Oliveros un antiguo empleado del ministerio de Ultramar,jefe del negociado donde servía Mario, que ya muy tarde, cuando pasabade los cuarenta, se sintió irresistiblemente llamado a conquistar lagloria de la literatura. Y

comprendiendo, con admirable instinto, quehabía perdido mucho tiempo, quiso compensar a las musas de su largoalejamiento por medio de una constancia y una adhesión ilimitadas. Todoel tiempo que le dejaban libre los expedientes le parecía escaso paracortejarlas. Dramas, comedias, poemas grandes y chicos, novelas, cuantosgéneros comprende la bella literatura, salían en atropellada procesiónde su pluma. Vivía en una verdadera fiebre de producción. Habíapublicado dos o tres cositas, en cuya impresión agotó sus cortosahorros. Ahora se dedicaba a buscar editor o empresario, pero sinabandonar por eso su labor incesante. Esperaban, guardadas en legajos yadmirablemente copiadas en letra inglesa, que llegase el día de ver laluz, cuatro novelas, siete dramas, un poema, cinco comedias y un númeroconsiderable de poesías líricas, que según sus cálculos podrían formartres tomos voluminosos.

—Oiga usted, D. Dionisio—dijo Miguel Rivera, que no quitaba dellaborioso poeta sus ojos risueños.—¿No le han pasado a usted recadonunca los vecinos?

—¿Por qué me lo habían de pasar?—preguntó sorprendido Oliveros.

—¡Toma! Por el ruido que usted hará en las altas horas de la noche alfabricar sus poemas.

—Yo no hago ruido ninguno—repuso el otro, amoscado.

—¡Ah! Pues yo pensaba que esas redondillas tan vigorosas necesitabangrandes martillazos.

D. Laureano y Mario volvieron la cabeza para reírse. Adolfo Moreno metióla cara por el periódico para hacer lo mismo.

—Usted siempre de broma, amigo Rivera—dijo el poeta, avergonzado.

El café estaba en su momento álgido. Las luces, el humo del tabaco, elaliento de los centenares de personas allí reunidas, formaban unaatmósfera espesa donde sólo respiraban bien los seres adaptados a elladesde largo tiempo. El violín exhalaba sus notas arrastradas,lamentables, quejándose siempre de un dolor tan amargo como misterioso.La mayor parte no le comprendían; pero había algunos seres privilegiadosy poéticos, casi todos ellos del ramo de sedería, en quienes suslamentos hallaban eco y simpatía. Dejaban de intervenir en laconversación de sus compañeros, se echaban hacia atrás en la silla, yenteramente abstraídos, con los ojos entornados, daban claro testimoniode la delicadeza de sus sentimientos. ¡Qué contraste con los del ramo deultramarinos, hombres por lo general incultos y zafios, incapaces dedistinguir un nocturno de una barcarola!

D. Laureano andaba conmovido con los ojos hermosísimos de aquella chulasentada cerca del mostrador. Mientras tomaba el café a breves sorbos noapartaba la mirada de ella, sin atender poco ni mucho a la conversaciónde sus compañeros. Así que dio fin a la taza, levantose de la silla, ysin decir adiós se alejó a paso lento, solapado, balanceando el troncoesbelto de su figura al través de las mesas y las sillas, en direccióndel mostrador.

—Ya empezó el ojeo. Matusalén toma vientos—dijo Rivera mirándole concuriosidad.

Los demás volvieron también la cabeza y sonrieron.

—¡Qué hombre tan singular!—murmuró Adolfo Moreno.—¡A su edad tenerlas pasiones tan despiertas! Indudablemente es un caso de anomalíaorgánica: el exceso de nutrición se ha prolongado mucho más que en eltipo común.

Miguel Rivera le echó una mirada de reojo donde se leían mil cosasirónicas y, poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:

—¡Bien, técnico, bien! Advierto con placer que cada día penetra ustedmás adentro en los misterios de la morfología.

Adolfo hizo un gesto de mal humor, mientras los demás sonreían. Lemortificaba profundamente el apodo que Rivera le había puesto y lasbromas constantes que le merecían sus aficiones científicas.Calificábalo por detrás de hombre frívolo, ignorante, y periodistainsustancial; pero nada se atrevía a replicarle, en parte, porque Miguelle llevaba bastantes años y, en parte también, porque temía a suproverbial causticidad.

D. Laureano había llegado al mostrador y, arrimado a él, hablabasecretamente con el encargado. ¿Por qué le llamaba Matusalén Rivera?Porque, aunque parezca maravilloso, increíble, D. Laureano tenía cercade sesenta años. Nadie le supondría más de cuarenta y cuatro o cuarentay seis. Era un hombre alto, esbelto, de cabellos negros y rizados dondesólo se advertía tal cual hebra plateada, la tez fresca y sonrosada,

elpequeño

bigote

retorcido

hacia

arriba,

la

dentadura

perfectamenteconservada. Vestía con suprema elegancia, con una distinción tan pocoafectada que aun las formas más extravagantes impuestas por la modasobre su cuerpo parecían sencillas y adecuadas. Hacía cuarenta años quellevaba la misma vida de joven alegre y elegante. Jamás había trabajadoen nada. Dos hermanos, que ya se habían muerto, honrados comerciantesque tuvieron un almacén de tejidos en la calle de la Montera, habíanprovisto con cariño a sus necesidades y hasta a sus vicios mientrasvivieron. A su fallecimiento le dejaron por heredero de una regularhacienda.

Le llevaban bastantes años, y más que hermano fue siempre paraellos un hijo mimado. Complacíanse en verle montar a caballo, guiar unfaetón, alternar con los jóvenes de la aristocracia, y se engreíaninfinitamente cuando oían hablar de su elegancia, de sus queridas, delos triunfos que obtenía en sociedad. Aquellos dos pobres hombres,encerrados en su oscura tienda, haciendo números y midiendo telas todoel día, no tenían con los goces de la existencia otro contacto. Una solacondición ponían a este sacrificio: que no se casase. Formando nuevafamilia rompía aquel lazo filial, dejaba de ser su orgullo; la olaperfumada del mundo ya no llegaría al tétrico rincón de su almacén. D.Laureano hacía valer mucho esta prohibición para sacarles lindamentelos cuartos: en realidad, importábale tan poco que jamás se le habíapasado por la mente enajenar su grata libertad. Aborrecía de muerte elmatrimonio y la familia. Cuando algún amigo se casaba, considerábalecomo un suicida. Las enfermedades y los caprichos de la esposa, losgastos exorbitantes de la casa, el llanto de los chiquillos, lasexigencias de la nodriza, todas las miserias y contrariedades de la vidamatrimonial en suma, se ofrecían a su imaginación con tal relieve ysabía describirlas tan gráficamente que, escuchándole, a nadie leentraba en apetito el probarlas.

Tenía alquilado un cuarto en la plaza de la Independencia, con un solocriado a su servicio. Comía fuera de casa, generalmente en el Casino.Cuando iba a alguna reunión o le tocaba el turno del Real, el criado letraía la ropa en un cajoncito expresamente fabricado con este objeto, yen el mismo Casino se mudaba.

Como hombre enteramente resuelto a gozar todos los placeres de laexistencia, no limitaba sus relaciones a un círculo determinado. Teníaamigos y amigas, más particularmente amigas, en todas las clases de lasociedad. Era tertulio del club aristocrático de los Salvajes, delCasino, del Suizo, de la cervecería Inglesa y del café del Siglo. Entodos estos lugares había un grupo de jóvenes o de viejos que lejuzgaban parte integrante de la tertulia. No había tal. D. Laureano nose entregaba a ninguna sociedad; saltaba de una a otra con la mayorindiferencia. Cuando se hallaba entre los viejos del café Suizo no seacordaba de que le aguardaban los jóvenes bulliciosos de la Gran Peñapara perpetrar alguna terrible broma; cuando charlaba con sus amiguitosdel café del Siglo, gente de humilde posición, parecía ignorar laexistencia de sus compañeros los duques del club de los Salvajes.Asistía ocho días seguidos a cualquiera de estas sociedades: de repentese cansaba y tardaba en venir un mes.

Miguel Rivera solía compararlo a Milord, un famoso perro que asistía con su amo al café del Siglo.Mientras le daban terrones de azúcar se mostraba muy solícito ycariñoso. En cuanto observaba que los platillos quedaban vacíos, sealejaba de la mesa afectando no conocerles siquiera. D. Laureano noestaba con ellos sino mientras le divertían.

Pues si pasamos al sexo femenino, aquí sí que se dilatabadesmesuradamente la esfera de sus conocimientos. Tan pronto se le veíaasiduo galanteador de una marquesa averiada, como festejando a algunahermosa horchatera. Una noche formaba el encanto de alguna tertuliacursi y enamoraba a cualquier zagalilla de quince años, dulce y tímida;a la siguiente se le veía cenando en algún colmado con dos rameras.

Suamor no reconocía clases, ni estados, ni edades.

Tenía un carácter apacible y su trato era cortés y afectuoso. Nodisputaba jamás, pero gozaba oyendo disputar a los otros. Poseíainteligencia bastante lúcida y una ilustración que, aunque superficial,le servía para no hacer papel desairado en ningún sitio. Tocaba el pianomedianamente, leía muchas novelas francesas y hablaba con algunacompetencia de pintura. Toleraba fácilmente los defectos del prójimo yse hacía perdonar los suyos por la frescura y la gracia con que losconfesaba. Se refería a sus vicios y se jactaba de ellos con suavecinismo que a algunos hacía gracia y a otros repugnaba. De todos modos,era un compañero agradable y hombre con quien había seguridad de notener choque alguno por palabra de más o de menos. En todas partesinspiraba alegría su presencia, la alegría serena, apacible que surostro reflejaba constantemente.

—Manuel, vas a decirme en seguida quién es esa chiquilla que está aquísentada a la derecha con un viejo—dijo al encargado del caféinclinándose y metiéndole los labios por el oído.

—No puedo darle muchas noticias, Sr. Romadonga. Son padre a hija y meparece que los conoce Remigio, uno de los mozos... Aguarde usted unpoco.

Llamó el encargado a Remigio y éste les manifestó que eran vecinos suyosy vivían en la calle de Lavapiés. El padre era viudo, de oficio silleroy no tenía más hija que ésta. La muchacha estaba aprendiendo a peinar.Buena gente. El sillero un infeliz. La chica muy trabajadora y muyrecatada, pero con un genio de dos mil diablos. Armaba cada pelotera devez en cuando con la vecina del segundo, que la casa temblaba.

—¡Así me gustan a mí!—murmuró D. Laureano atusándose con mano trémulael bigote y devorando con los ojos a la hermosa chula,—¡Que muerdan yarañen como los gatos!

No habían pasado inadvertidas para aquélla ni las miradas apetitosas delbizarro señor ni el conciliábulo que celebraba con el encargado y elmozo su vecino. Bien entendió que se trataba de ella y que el elegantecaballero la encontraba muy de su gusto. Moviose con inquietud en lasilla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano ala cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta deinteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen conla vista.

—¡Preciosa criatura!—añadió como hablando consigo mismo.—¡Qué ojos!¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura!... Las formas superiores. Debe deser muy joven... Lo más que tendrá serán veinte años.

—Atiende, Concha—dijo entonces el mozo en voz alta dirigiéndose a lachula.—

¿Cuántos años tienes?

—¿Qué te importa?—replicó la joven.

—A mí nada... pero este señor...

—Le importa menos.

—Eso no lo sabe usted—dijo D. Laureano en voz a