El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Valor, Godofredo! ¡Valor, hijo de mi corazón!—exclamó la prendera.

Pero la buena mujer estaba tan necesitada como él mismo. No bienpronunció estas palabras tuvo que sacar el pañuelo para secarse laslágrimas. Ambos permanecieron silenciosos bastante rato. Al fin aquélla,enjugándose bien los ojos y sonándose con estrépito, dijo:

—Pero ¿cómo fue eso, hijo querido? ¡Explíquemelo! ¿Cómo fue?...

El candoroso joven, que siempre parecía adolescente, permaneció en lamisma actitud humilde, como si estuviese esperando el golpe de lacuchilla que había de segarle el cuello.

—Soy muy malo, D.ª Rafaela—articuló dulcemente.—No merezco lasbondades con que usted me favorece.

—No le tengo a usted por tal, querido, ni lo tiene nadie... Habrá sidouna calumnia...

—No, no es calumnia por desgracia...

Entonces el hijo predilecto de la Iglesia se acercó a la reja, y conlabio balbuciente y el rostro encendido se confesó con D.ª Rafaela.

Por no abusar más de su inagotable bondad había tenido precisión depedir seiscientas pesetas al padre Laguardia, que era quien le perseguíay le había hecho prender.

—¡Pero eso es una picardía!—exclamó la prendera sin podercontenerse.—¿Por seiscientas pesetas le deshonra a usted ese malsacerdote?

—¡Por Dios le pido que no lo califique así!—profirió el joven consemblante dolorido.—D. Jeremías es muy virtuoso y ha tenido razón paratratarme de ese modo.

Mucho más merezco yo...

—¡Qué ha de merecer, cordero de Dios!

—Sí, sí, D.ª Rafaela, por Dios, no me juzgue usted bueno... Soy muymalo... ya verá usted...

La prendera no pudo menos de sonreír llena de benevolencia al ver elcalor con que hablaba aquel inocente.

—Vamos, diga usted, criatura, diga usted. A ver qué maldades son ésas.

—¡Sí que lo son!... ¡Ay, señora! La idea de que usted me tiene pormejor de lo que soy me martiriza.

La sonrisa de D.ª Rafaela se hizo más benévola aún y más indulgente.

Godofredo le contó una historia larguísima de un cuñado comerciante quehabía dado quiebra a causa de cierta fianza. Quedó en la miseria y connueve hijos. Su hermana, no teniendo pan que darles, le escribía amenudo pidiéndole dinero. Él publicaba artículos en los periódicoscatólicos y hacía algunas traducciones; trabajaba cuando podía, peroganaba poco dinero. Los periódicos y las revistas católicas cuentan conescasos recursos. La riqueza se halla en manos de los impíos. Entonces,sabiendo que su hermana y sus sobrinos pasaban hambre, se aventuró apedir algunas pequeñas cantidades a varios amigos de D. Jeremías,esperando poder devolverlas pronto cuando en La Paz del Hogar, LaEspaña Mística y otros periódicos le pagasen lo que le debían. Hizomás. Cometió un pecado gravísimo... un pecado que le costaba trabajoinmenso confesar... D.ª Rafaela le animó a hacerlo, manifestando que elarrepentimiento borra todas las culpas.

—Pues bien, señora—profirió el joven derramando un torrente delágrimas.—Para pedir ese dinero he usado del nombre del padreLaguardia. ¿No ve usted bien claro ahora que soy un perverso?

—Ese es un pecado, hijo, pero ya sabe usted que el justo peca sieteveces al día. Si usted está arrepentido, Dios en su infinitamisericordia...

—¡Oh, sí, señora, a la misericordia de Dios he acudido ya!—exclamóLlot con un hondo suspiro que partía el corazón.—En cuanto llegué aeste sitio mandé a llamar al capellán de la cárcel, y a sus pies derodillas he confesado mis pecados.

—Pues si se ha lavado ya en el tribunal de la penitencia no tengacuidado. Ya veremos de arreglar eso con D. Jeremías.

—¡Oh! D. Jeremías ha hecho bien en perseguirme y en maltratarme depalabra y de hecho. Merezco mucho más.

—¿Pero le ha maltratado de veras?—preguntó sorprendida la prendera.

—Sí, señora; días pasados, en la sacristía de San Ginés, me injurió yme abofeteó delante de varias personas.

—¡Qué escándalo!

—No, no es escándalo, señora. El escándalo ha sido el mío cometiendo undelito. El castigo ha sido muy pequeño para culpa tan grave. Le estoyprofundamente agradecido por los golpes que me ha dado y las injuriasque me ha hecho, y sólo siento que no hayan sido aún más dolorosos parapoder pagar a mi Divino Señor las ofensas que le he inferido.

D.ª Rafaela cruzó las manos y levantó los ojos al cielo con un gesto deviva admiración. Después, convirtiéndolos al cautivo, le miró conasombro y cariño largo rato, embargada por la emoción, como si estuvieseen presencia del mismo San Luis Gonzaga.

En efecto, el semblante del joven, rebosando de calma celeste yresignación, merecía un nimbo de luz. Todo era puro, inefable, en aquelsemblante radioso. Sus mejillas nacaradas parecían hechas de una materiatrasparente a fin de que pudiera verse que aquel cuerpo no conteníaninguna sustancia inmunda: todo era puro, blanco, luminoso. Lo quecaracterizaba aquel rostro, lo que resplandecía en sus ojos, en sufrente, en sus cabellos, hasta en sus orejas, era una ausencia absolutade malicia. En sus ojos límpidos, húmedos, brillaba siempre la sonrisadulce y resignada de los seres que han nacido para víctimas. Había ental adorable criatura algo de cordero y mucho también de paloma, como siestos dos animales hubiesen cedido de buen grado el uno su resignación,el otro su inocencia, para formarle.

Godofredo Llot no era un muchacho de estos tiempos, como decía muy bienD.ª

Rafaela. Merecía haber nacido en un siglo menos escéptico ymalicioso. Su naturaleza candorosa, ideal, estaba divorciada de latriste realidad presente, tenía la nostalgia de la Edad Media. En estaedad de fe y entusiasmo debía de haber vivido. Así que, como sipresintiera que aquélla era su verdadera época, Godofredo la estudiaba,la fantaseaba sin cesar. Había publicado unos estudios muy notablessobre las Cruzadas, escritos con tal fervoroso estilo que el obispo deAstorga le había mandado su bendición; y en cuantos artículos daba a laestampa seguían saliendo las catedrales góticas, de las cuales vivíaprofundamente enamorado. Y realmente su rostro angelical, destacándoseen aquel momento del tosco capuchón, parecía el de uno de esos monjesideales que cruzaban misteriosamente por los claustros de los templosgóticos para ir a postrarse ante el altar de la Virgen.

Por eso algunos de sus actos que parecían extraños no lo eran, si seatendía a que este joven vivía con el espíritu en otros tiempos másnobles y santos. Cuando D.ª

Rafaela, después de haberle confortado consentidos consuelos y haberle prometido trabajar cuanto pudiera porarreglar el asuntito, se despidió de Godofredo, éste le dijo con rostrohumilde:

—¿No me permitirá usted antes de irse besar su mano?

Esto, que sería ridículo en cualquiera, en aquel candoroso joven no loera.

D.ª Rafaela introdujo su mano derecha por las rejas mientras llevaba laizquierda a la faltriquera, preguntando:

—¿Cuánto necesita usted, querido?

Ahora bien, estos dos actos realizados simultáneamente ¿indicaban queGodofredo después de la mano pedía siempre algún metálico? Si hay algúnmalicioso que lo conjeture, allá se las haya con su conciencia.

El hijo predilecto de la Iglesia besó con respeto la mano carnosa llenade sortijas de la prendera, y todo ruboroso balbució:

—Si usted me hiciese el favor de veinte duros...

D.ª Rafaela sacó del portamonedas dos billetes de cincuenta pesetas y selos entregó.

Después se despidió con muy cariñosas palabras. Perotodavía antes de marcharse le pidió Godofredo otro favor: que oyese unamisa por su intención. Y la bondad de ella fue tanta que le prometió oírdos, cosa que Godofredo rechazó, como es natural; pero la buena mujerse empeñó y no hubo más remedio. El joven, embargado por elagradecimiento, rompió de nuevo a llorar.

En cuanto salió de la cárcel se fue la prendera derecha a casa de D.Jeremías. El iracundo presbítero no quiso oírla, ni aun prometiéndolesalir por fiadora de las cantidades que Godofredo adeudaba a él y a susamigos. Juraba y perjuraba que había de llevarle a presidio y prometíair a verle salir en la cuerda de presos con el mismo placer que si fuesea la misa del Papa. Desde allí fue a visitar al cura de San Ginés y alcapellán de las Adoratrices. Tampoco logró nada en favor de suprotegido. Estos presbíteros estaban ferocísimos, tanto o más que elprelado doméstico.

Cuando la buena mujer, fatigada, regresó a su domicilio, hallolo turbadopor la presencia de Mario, que después de buscarla en vano por todoMadrid había venido a esperarla. El estado del escultor era tanlamentable que la sobrina tuvo que hacer tila y sacar el frasco delantiespasmódico. Cuando D.ª Rafaela le dijo que nada sabía del niñodespués de haberle besado en el Retiro a eso de las tres, fue acometidode un desmayo. Salió de él en seguida gracias a los cuidados que leprodigaron. Y en cuanto recobró el sentido tomó el sombrero y salióacompañado de D.ª Rafaela. Fueron a su casa. Carlota estaba ya de vueltay con ella su madre, su hermana, D. Pantaleón y Timoteo. Rivera llegótambién a los pocos momentos. La casa era un campo de desolación: no seoían más que lamentos y sollozos. Todos parecían haber perdido la razónmenos Carlota. La infeliz madre, blanca siempre como una estatua, no seentregaba a vanos gritos de dolor; ocupábase en disponer los medios derecuperar a su hijo. En aquel momento hablaba con el delegado de policíadel distrito. Éste se inclinaba a creer que se trataba de un secuestro.

—Verán ustedes cómo no se pasan muchas horas sin que reciban una cartapidiendo dinero por el niño—decía.

—Le daremos todo lo que poseemos, y si no es bastante no faltará quiennos lo preste.

—Nada de eso. No hay necesidad. Como ustedes sigan mis instrucciones,yo me comprometo a rescatarlo y a echar mano a los bandidos.

—¿Para qué? Mi marido y yo nos quedamos con gusto sin nada ytrabajaremos toda la vida por nuestro hijo.

Por si la carta no llegaba convinieron en seguir la pista al cojo quehabían visto detrás del niño en el Retiro. El delegado había ya dado lasórdenes oportunas. Dos agentes llegaron a decirle que este cojo habíasalido aquella misma tarde por el ferrocarril de Arganda, montando en laestación que se halla detrás de las tapias del Retiro.

Inmediatamente Mario y el delegado tomaron un coche y se fueron a dichaestación.

El delegado interrogó al jefe y a los mozos, y todosconvinieron en que efectivamente había salido un cojo de las señasindicadas, pero convinieron asimismo en que no iba con él niño alguno.Este dato los desalentó. Mario quedó profundamente abatido y se dejócaer en un banco mientras el delegado telegrafiaba, por si acaso, a losjefes de las estaciones intermedias y al alcalde de Arganda para que entodo caso le detuviera.

Pero hallándose de aquel modo sentado con la cabeza entre las manos, oyóa un mozo decir a otro que no había visto más niño que uno que llevabauna mujer. El escultor levantó vivamente la cabeza.

—¿Qué señas tenía ese niño?

—Pues yo no he reparado bien... Era rojito él y blanco.

—¿Cuántos años tendría?

—Tampoco puedo decirle... Era pequeñito...

—¿Pero iba en brazos?

—Ca, no, señor; andaba él solo perfectamente. Lo llevaba la mujer de lamano.

—¿Tendría cuatro años?

—Por ahí... por ahí...

Mario se alzó agitado y preguntó con anheló:

—¿Qué traje llevaba?

—Un trajecito azul de pantalón corto y con las piernas al aire.

—¿Y un sombrero claro?

—Sí, señor, y un sombrero blanco.

—¡Es mi hijo!—gritó, y echó a correr al telégrafo, donde se hallaba eldelegado.

Éste, al escuchar la relación que trémulo y con palabra entrecortada lehizo, quedose pensativo, llamó al mozo y le interrogó de nuevo:

—Bien puede ser—dijo al fin—que ese cojo haya traído consigo unamujer y le haya entregado el niño para despistar. Telegrafiaremos estedato al alcalde, y mañana, en el primer tren, iremos a Arganda.

Mario se le puso delante con las manos cruzadas en actitud suplicante.

—Por lo que más quiera usted en este mundo, amigo García, le ruego quevayamos ahora mismo.

—¡Pero si no hay tren, Sr. Costa!

—No importa, iremos en coche.

Vaciló el delegado algunos instantes, puso varios reparos, pero al fin,vencido de las súplicas del desgraciado padre, se decidió a ir. El cocheque les había llevado a la estación no servía por ser de un caballo.Mientras Mario fue a alquilar otro, el delegado telegrafiaba a los jefesde las estaciones intermedias para cerciorarse de que tanto el cojo comola mujer y el niño no se habían apeado en ninguna de ellas. Se mandó unrecado a Carlota; trajeron ropa al delegado y se tomaron lasdisposiciones necesarias para el viaje. Cuando salieron de Madrid habíandado ya las doce de la noche.

Era clara y fría como suelen serlo las del invierno en la capital deEspaña. El disco de la luna resplandecía sobre la llanura árida que seextiende a entrambos lados de la carretera. La augusta serenidad delcielo tachonado de estrellas no logró mitigar la tortura del artista.Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido unprecioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la queahora sentía no hay bálsamo en la tierra.

El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballosadormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira. Suimaginación se revolvía atormentada por el dolor, presentándole milcuadros aterradores. Su hijo secuestrado, su hijo maltratado, su hijopasando hambre y frío en cualquiera cueva, su hijo llamándole con acerbollanto, mientras unas manos brutales le tapaban la boca... ¡Hijo de mialma!

Se apretaba las sienes con las manos temiendo que fuesen a estallar. Desu garganta se escapaba un débil y continuo quejido como el de un animalen la agonía. A ratos empujaba convulsivamente la delantera del coche,como si con este esfuerzo le hiciese correr más. A ratos imaginabasaltar fuera y emprender una carrera vertiginosa para llegar antes.Imposible que el infierno haya inventado un suplicio más cruel.

Las estrellas brillaban. Los árboles que orlaban las riberas del Jaramabalanceaban sus negros penachos sobre el fondo azul de la noche. Eltrote de los caballos y sus cascabeles rompían el silencio de la campiñadormida. La luna esparcía sobre ella su luz suave donde flotaban algunosjirones de niebla. García roncaba.

Llegaron a Arganda después de las tres. Mario se hallaba tan trastornadoque quería llamar en todas las casas y preguntar por el secuestrador. Eldelegado procuró calmarle. Fueron a la del alcalde, y éste se levantósolícito y se prestó a ayudarles en todas las indagaciones. Llamaron aljefe de estación y a los mozos y se averiguó en seguida el mesón dondeel cojo paraba. Fueron a detenerle con auto del juez municipal. Elhombre recibió tal sorpresa que apenas podía hablar. Esto dio fuerza alas sospechas que sobre él recaían. También la dio el ser ave de paso enel pueblo, pues afirmaba que iba a Colmenar, y había hecho noche allípara arreglar por la mañana cierto asunto con un comerciante de lavilla. Se avisó a este comerciante y, en efecto, vino a declarar que eracierto lo que el cojo decía, y que le trataba hacía tiempo y le teníapor una persona honradísima. Mario, a pesar de todo, ansiaba echarle lasmanos al cuello y apretarle hasta hacerle confesar dónde estaba su hijo.

Se indagó el paradero de la mujer y el niño. Nadie daba razón de ella;nadie la había visto. Se trabajó asiduamente. El pueblo se había puestoen conmoción y muchos vecinos, aunque todavía era noche, salieron a lacalle para enterarse. Cuando amaneció las calles se llenaron de gente ytodos se convirtieron en agentes de policía para averiguar el paraderodel niño secuestrado. El asunto preocupaba sobre todo a las mujeres queno cesaban en sus comentarios. De tal suerte, que en menos de una horacorrieron tres o cuatro novelas por el pueblo. El niño fue hijo de ungran señor que daba diez millones por su rescate; fue un expósito aquien su madre, no pudiendo reclamarlo, hacía secuestrar; fue unhuérfano al cuidado de aquel señor que allí estaba y que unos tíosquisieron hacer desaparecer, etc., etc. En los corrillos se saboreabancon deleite estas noticias de gusto romancesco.

Pero en uno de ellos, cerca del cual se hallaban Mario y el delegado,una mujer que acababa de acercarse dijo:

—Pues ayer tarde he venido de Madrid con el niño de D. Ricardo y no hevisto esa mujer.

Todos los rostros se volvieron hacia ella. El delegado preguntóinmediatamente:

—¿Pero ha venido usted ayer de Madrid con un chico?

—Sí, señor.

—Pues usted es la mujer del niño.

—¡Yo, señor!—exclamó la infeliz asustada.—¡No lo crea usted! ¡No locrea por Dios, señor!

—Sí; usted es la mujer del niño... del niño de D. Ricardo... Vamos aver a ese D.

Ricardo ahora mismo.

Y volviéndose a Mario añadió:

—Me parece, Sr. Costa, que ya nada tenemos que hacer aquí. Hemosseguido una pista falsa. Vamos a cerciorarnos de ello y en seguidaemprenderemos la marcha otra vez.

En efecto, aquella misteriosa secuestradora no era otra que el ama degobierno de D.

Ricardo Fanjul, un rico propietario viudo. El niño era suhijo, que había pasado algunos días en Madrid en casa de una hermana.

La novela quedó deshecha en un instante. En su vista el delegado y Mariotornaron el tren de la mañana para la capital, por ir más de prisa. Elcojo quedó detenido por si acaso, y se dio orden para que se letrasladase a Madrid.

Mario, profundamente abatido, guardaba silencio mientras el tren seacercaba velozmente a la capital. Las lágrimas corrían a menudo por surostro pálido y ojeroso.

García permanecía silencioso también. Unaarruga profunda cruzaba su frente, signo de intensa meditación. Al cabo,cuando ya se aproximaban al término del viaje, preguntó con afectadaindiferencia:

—¿Hace mucho tiempo que ustedes conocen a esa prendera que se llama D.ªRafaela?

—Sí, señor, hace ya algunos años que somos amigos—respondió el artistacon voz alterada.

Y súbito, sin poder contenerse, apretó la muñeca al delegado diciendo:

—Sea usted franco, García... Empieza usted a tener sospechas de esamujer.

—No tengo por qué ocultarlo—replicó aquel con sosiego mirando por laventanilla.—La circunstancia de ser la última persona que ha habladocon el niño me da mucho que pensar... Luego, esa visita a la cárcel...

—Pues bien—manifestó Mario con creciente agitación,—le confieso queyo vengo también pensando en lo mismo hace largo rato. Pero al mismotiempo me parece tan absurdo, tan insensato, que procuro desecharlo dela cabeza como una tentación. D.ª

Rafaela es una excelente amiga, unamujer buenísima...

El delegado, sin abandonar su actitud reflexiva, alzó los hombros condesdén.

—¡Ps! Eso no significa nada. Todos los delincuentes han sido buenosantes de dejar de serlo. Hay cosas tan misteriosas en materia decrímenes que nadie puede explicárselas. Allá los médicos. Lo que puedodecirle es que después de lo que he visto en mi carrera ya no me asustanada.

Mario volvió a sentirse acometido de una inquietud insufrible. Queríaque volase el tren. En cuanto llegaron corrió a su casa por si se teníannoticias o habían recibido alguna carta. Nada se sabía. Habían llegado,sí, muchas personas a enterarse, porque la prensa hizo circular lanoticia y el escultor tenía bastantes amigos. Pero ni un rayo de luz.

Mientras tanto el delegado fue a dar parte al juez de susinvestigaciones. Se llamó a doña Rafaela a declarar. Cuando huboterminado la declaración, el juez le dijo:

—Señora, no se asuste usted. Me veo en la precisión de dejarla a usteddetenida.

La infeliz mujer, al escuchar estas palabras, cayó desmayada. Despuésvertió un torrente de lágrimas y protestó con tan sentidas palabras desu inocencia que logró conmover a los que presenciaban la escena. Se latrasladó a la cárcel de mujeres.

En todo aquel día el juzgado no cesó de trabajar. Se tomó declaración acuantas personas pudieron haber tenido relación con el niño en aquellosdías, a las niñeras que le habían visto en el Retiro, a los chicos, asus padres, etc. Mario y Carlota recorrían llorosos, anhelantes lascasas de todos los conocidos buscando alguna noticia. Al llegar la nochenada se sabía aún. Todos los trabajos que se hicieron para hacerdeclarar otra cosa a D.ª Rafaela resultaron infructuosos.

Cuando regresaban a su casa tropezaron a D. Dionisio Oliveros que salíade ella. El poeta venía a ponerse a disposición de sus amigos. Abrazóconmovido a Mario, y éste tuvo la satisfacción de escuchar de su bocaestas palabras aladas:

—¡Qué tremenda desgracia pesa sobre su cabeza, amigo Costa! La vidaofrece tragedias bien dolorosas. Tengo la esperanza de que al cabodespués de tanta peripecia conmovedora el nudo de la horrible intriga sedesatará; logrará usted hallar a su hijo sano y salvo. Si esto sucede,como yo confío, le ruego guarde en la memoria y me reserve todos losincidentes de esta misteriosa trama. Nosotros los poetas modernosnecesitamos inspirarnos en la realidad. Cuando tropezamos casualmentecon una acción de un interés tan palpitante como ésta, lo consideramoscomo un hallazgo y hay que evitar que otro se aproveche... Quizá despuésque todo se haya arreglado felizmente tendrá usted la satisfacción dever, sobre las tablas, reproducidos los sentimientos que ahora agitan sucorazón, y derramará usted abundantes lágrimas.

Pero estas lágrimasserán dulces como lo son siempre las que el arte nos hace llorar.

Esto dijo el bardo del ministerio de Ultramar con voz ronca. Carlota lemiró con ojos coléricos; pero Mario, trastornado por el dolor, se abrazóa él sollozando.

—¡Gracias, D. Dionisio, gracias!

—No lo dude usted, amigo Costa. Más tarde o más temprano tendrá ustedesa satisfacción—replicó con profunda convicción el poeta.

Y sin pronunciar otra palabra, aquel hombre magnánimo, instruído por lasmusas, se aleja gravemente, feliz porque tiene la conciencia del altodestino que la Providencia le ha asignado.

¡Qué noche terrible para los desgraciados padres! Aunque les obligaron aacostarse algunas horas, el sueño no cerró sus párpados ni un instante.Al amanecer estaban en pie, con el semblante descompuesto, los ojoshundidos y rodeados de círculo oscuro, testimonio de su acerbo padecer.

Y otra vez emprendieron aquel fatídico calvario por las calles,recorriendo las oficinas de policía, el juzgado de guardia, las casas delos conocidos. Tampoco hallaron noticia alguna. Las tinieblas másespesas seguían envolviendo aquel misterioso secuestro. El juez parecíadesalentado. Ni las declaraciones de D.ª Rafaela ni las del cojo deArganda arrojaban luz ninguna. Nueva pista no se presentaba.

Mario llegó a las once de la mañana a casa de Rivera con el alma y elcuerpo deshechos. En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista lasfuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y lossollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle elpecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándoseal lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo.Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible. Vanasesperanzas no se atrevía a darle, temiendo que el golpe fuera despuésmás rudo. Al fin le dejó llorar en silencio largo rato. Quedó abstraídoen intensa meditación con los ojos fijos en el suelo. Pero lo que en sucerebro bullía reflejábase en ellos pasando como ráfagas vivas. A medidaque el tiempo trascurría estas ráfagas se fueron haciendo más recias.Algún pensamiento extraño sacudía furiosamente su alma, porque al cabode un rato, no sólo los ojos, sino todo el cuerpo, ofrecía singularinquietud. Miraba de vez en cuando a su amigo, se pasaba la mano por lafrente, rascábase la cabeza. Por último, no pudiendo vencer suagitación, alzose de la silla donde estaba y comenzó a dar vivos paseos.Mario seguía llorando con la cabeza entre las manos.

Más de una vez se detuvo delante de él como si quisiera decirle algo,pero se arrepentía antes de abrir la boca y continuaba paseando. Al cabohizo un gesto de resolución y, acercándose y poniéndole una mano sobreel hombro, profirió:

—Escucha, Mario. En estos momentos terribles es conveniente expresartodo lo que cruza por nuestro pensamiento, por disparatado que parezca.Todos los disparates imaginables caben en este mundo absurdo en quevivimos... ¿No has observado que tu suegro presenta desde hace algúntiempo señales extrañas... que ha dicho y hecho cosas muy raras... enuna palabra, que su espíritu ofrece síntomas de enajenación?...

Mario alzó la cabeza bruscamente; abrió los ojos de un modo desmesurado,mirando a su amigo con vaga expresión de terror; se puso horriblementepálido, y, alzándose del diván, salió corriendo de la estancia sinpronunciar una palabra. Rivera quedó un instante inmóvil con la vistafija en la puerta; luego salió también a la carrera en pos de él.

XIX

Don Pantaleón se hallaba en el período de fiebre que suele preceder alos grandes descubrimientos. No comía, no dormía, no sosegaba. Pasabapocas horas en el laboratorio. Los preparados y el microscopio ya lehabían dicho la última palabra. Su pensamiento corría desatado en buscadel misterioso origen, esperando una feliz casualidad como las que hanentregado muchas veces los secretos de la Naturaleza a los hombres deciencia. Discurría horas y horas al través de las calles, o por lasafueras, abstraído, ojeroso, inquieto, torturado por recónditos anhelosde indagación, incomprensibles para los seres que cruzaban a su lado.

Sin embargo, aquel largo, vueludo gabán, que el gran antropólogo gastabadesde su memorable conversión a las ciencias positivas, llamaba laatención de los transeúntes.

La llamaba especialmente cuando el viento,introduciéndose entre sus pliegues, lo agitaba. Entonces el insignefisiólogo tomaba la apariencia de un negro bergantín desplegando susvelas para alguna lejana región desconocida. Los transeúntes, al haceresta observación, se hallaban muy lejos de sospechar que tal fugazapariencia era un símbolo. Porque Sánchez, en las altas esferas de laindagación científica, marchaba osadamente a regiones jamás exploradashasta entonces.

Una cosa le preocupaba hondamente en aquellos días. Había leído en unlibro reciente que el pensamiento debía de producirse en el cerebro pormedio de continuas explosiones, trasmitidas desde las células por lasfibras nerviosas. No lo creía; más aún: lo rechazaba indignado. Yasabemos que su teoría era la de la destilación. Pero necesitabademostrarla con pruebas irrefragables, necesitaba convencer al mundo dela inepcia de los fisiólogos sus predecesores. Sólo sorprendiendo alcerebro en funciones podía lograrse este resultado, que llenaría a loshombres de felicidad y le coronaría a él de gloria.

¿Cómo alcanzar semejante sorpresa? He aquí el pequeño obstáculo en quetropezaba este gran hombre. La primera idea que se le ocurrió fuenotabilísima, como todas las que brotaban de aquel cerebro privilegiado:valerse de los reos condenados a muerte para una experimentaciónadecuada. En este sentido llegó a escribir un artículo luminoso queenvió a los Anales de las ciencias naturales, ya que sus revistas Elmundo orgánico y El mundo inorgánico no se publicaban hacía tiempopor falta de dinero. Desgraciadamente no fue posible insertarlo, ni allíni en otra revista extranjera adonde lo remiti