El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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XII

De cómo Edwin Gillespie perdió su bienestar y le faltó muy poco paraperder la vida Flimnap pasó una segunda noche sin dormir. Tenía ante sus ojos á todashoras el rostro doloroso del gigante caído. Contemplaba sus manoscubiertas de sangre, su cuello surcado por dos profundos arañazos, sugesto de cólera impotente, que hacía recordar la desesperación pueril deun niño abandonado.

—¡Morir así!—murmuraba el vencido—. ¡Acabar á manos de estehormiguero de hombres-insectos!…

En medio de su desorientación, el profesor había encontrado una idea queconsideraba salvadora. Los gestos y las palabras de aquellos enviadosdel gobierno le hicieron creer que la muerte del Hombre-Montaña era cosadecidida por el Consejo Ejecutivo. Veía agitarse á Momaren como unapotencia irresistible que suprimiría todo movimiento de piedad en favordel gigante. ¿Por qué permanecer al lado del caído sin hacer nada? Elgobierno tenía enemigos y el Padre de los Maestros también. Cuando todosperseguían al Hombre-Montaña, era conveniente buscar una nuevaprotección, explotando los rencores que separaban á unos de otros.

Había abandonado á Gillespie al cerrar la noche para correr á la capitalen busca de Gurdilo. Pronto averiguó su domicilio. El famoso senadorhacía alarde de una vida austera, procurando que todos conociesen lapobre casa que habitaba.

Flimnap fué recibido por él cuando estaba terminando, con unaostentación virtuosa, su cena frugal, en presencia de variosadmiradores, todos femeninos. El áspero senador evitaba el trato con loshombres, acordándose de las desdichas de Momaren y otros personajes. Susamistades íntimas eran siempre con gente de su sexo.

Cuando Flimnap quedó á solas con Gurdilo, en una pieza modestamenteamueblada, se apresuró á hacer su propia presentación.

—Senador, yo soy el pedante de que habló usted ayer; el encargado deguardar al Hombre-Montaña.

El tribuno hizo un gesto despectivo al oir el nombre del coloso. Suopinión sobre él estaba formada, y todo lo referente á su persona lotenía guardado en una carpeta llena de papeles puesta sobre una mesapróxima.

Allí estaban los célebres datos estadísticos sobre las enormescantidades de materias alimenticias que llevaba devoradas el intruso.Todo esto pensaba emplearlo al día siguiente en el segundo discurso quepronunciaría contra el Hombre-Montaña, ó mejor dicho, contra el gobiernoque le había protegido.

—Usted no hará el discurso—dijo el universitario con autoridad—.Resulta inútil, por la razón de que mañana el gobierno va á dar muerteal gigante.

El temible senador, que se creía dueño de sus impresiones y hábil paraocultarlas en todo momento, casi dió un salto de sorpresa al escuchar áFlimnap. ¿Con qué derecho se atrevía el gobierno á disponer delHombre -

Montaña? Él consideraba al gigante como una cosa propia; se habíaocupado de su persona antes que los demás, y ahora venía el ConsejoEjecutivo á inmiscuirse en el asunto, con el malvado propósito derobarle un gran triunfo oratorio.

Pensó que tal vez este profesor mentía por defender á su protegido, ydijo fríamente:

—¿Qué interés puede tener el gobierno en suprimir al Hombre-Montaña?

—El interés de servir á Momaren—contestó Flimnap—. El Padre de losMaestros quiere vengarse del Gentleman-Montaña, no solamente por loocurrido en su fiesta, sino también porque se imagina que el giganteprotege á uno de sus mayores enemigos.

El profesor sabía lo que representaba para Gurdilo esta segundainsinuación. El ser más odiado por él en todo el país era Momaren. Desdesu juventud les separaba una rivalidad de condiscípulos. Gurdilo habíaaspirado luego al alto cargo de Padre de los Maestros, y era Momarenquien lo obtenía. También deseaba vengarse de los sarcasmos ymurmuraciones con que le había molestado este último en muchasocasiones. El grave Momaren, que parecía incapaz de mezclarse en asuntosmezquinos, mostraba una malignidad extraordinaria al hablar del famososenador. Seguro del apoyo del gobierno, no le inspiraban miedo susdiscursos, y hasta se atrevía á criticar su existencia privada, dudandode su aparente severidad y acusándolo de hipocresía.

—¡Ah! ¿Conque es Momaren el que desea la muerte de ese pobre gigante?

Después de proferir tales palabras, el senador se mostró dispuesto áaceptar sin resistencia todo lo que dijese Flimnap.

Éste adivinó en su mirada una repentina simpatía por Gillespie. Bastabaque Momaren y el gobierno deseasen la muerte del Hombre-Montaña, paraque Gurdilo mirase á éste como un cliente que nadie debía tocar.

En mucho tiempo no había sentido el senador un interés tan ardoroso comoel que mostró escuchando al catedrático. Creía conocer todo lo queocurría en el país, y ahora se convencía de que ignoraba lo másimportante.

Flimnap le contó los amores de Pepito con Ra-Ra; cómo éste, valiéndosede una astucia todavía ignorada, conseguía entrar al servicio delgigante, y cómo el tal gigante, desconocedor de las costumbres del país,se había dejado engañar por el joven, sin suponer sus maquinacionescontra el orden social. Al no poder vengarse Momaren del revolucionarioRa-Ra, que andaba fugitivo, quería saciar ahora su odio en el pobreHombre-Montaña. Además, su vanidad de autor atribuía una intenciónmalévola al pobre gigante, el cual, por simple torpeza, habíainterrumpido su fiesta literaria.

Cuando Flimnap describió, con arreglo á sus informes, el momento en queMomaren y Golbasto cayeron al suelo bajo el salivazo gigantesco, elsenador empezó á reir como un niño, pidiendo que le relatase por segundavez la graciosa escena.

Ignoraba que Golbasto tuviera tal motivo para odiar al Hombre-Montaña.

—Ese poeta—dijo—es un intrigante. Le conozco hace mucho tiempo, y nosé cómo me dejé influenciar por sus palabras el otro día, cuandopreparaba mi primer discurso contra el pobre coloso. Pero aún quedatiempo para hacer justicia, y Momaren no verá cumplidos sus deseos.Venga usted mañana al Senado y verá cómo el senador Gurdilo es el desiempre: un defensor de la inocencia y un enemigo de los hombres malos.

Los hombres malos eran Momaren y los señores del gobierno. La mejorprueba para Gurdilo de la inocencia de Gillespie consistía en verloperseguido por ellos.

Quedó tan satisfecho de la visita de Flimnap, que hasta quiso borrar lamala impresión que podían haber dejado en él ciertas palabras de suúltimo discurso.

—Lo de pedante y otras expresiones parecidas—dijo—no debe ustedaceptarlo como verdades indiscutibles.

Son libertades oratorias, hijasde la improvisación, que yo mismo empiezo por no creer. Los oradoressomos así. Ahora que le conozco, querido profesor, declaro que es ustedhombre de ingenio y que me ha hecho pasar un rato muy agradable. Hastamañana.

Flimnap, contento de esta entrevista, que le proporcionaba un poderosoapoyo, pasó, sin embargo, la noche en dolorosa incertidumbre, sin poderapartar de su memoria al vencido gigante.

En las primeras horas de la mañana quiso verle, y se dirigió á laGalería de la Industria. Su vehículo, al llegar á la mitad de la colina,donde estaban acampadas las tropas, fué detenido por un delegadogubernamental, que se negó á dejarle pasar. En vano dió su nombre.

—Le conozco, doctor—dijo el funcionario—; pero el gigante está presoy nadie puede verlo sin una orden del gobierno.

—Soy el presidente del Comité encargado del Hombre-Montaña. Los altosseñores del Consejo me designaron para ocupar dicho sitio.

—El Comité ha sido disuelto esta mañana, por ser yainnecesario—contestó el otro—. Puede usted leerlo en los periódicos.

Tuvo que retroceder Flimnap á la capital, paseando por sus principalesavenidas mientras esperaba con impaciencia la hora de la sesión delSenado. El despego que le mostraban las gentes había ido en aumento,convirtiéndose en franca impopularidad. Los que el día anterior fingíanno verle le miraban ahora con una fijeza hostil. Su decadencia iba unidaá la del pobre Hombre-Montaña.

Los envidiosos de su antigua gloria se aproximaban únicamente para darlenoticias alarmantes sobre la suerte de su protegido. Un compañero deUniversidad le hizo saber que el gobierno enviaría un mensaje al Senado,al principio de la sesión, pidiendo permiso para matar al colosoinmediatamente.

Otro profesor que era verdaderamente amigo suyo le detuvo paracomunicarle algo referente á la vida íntima universitaria. Popito habíadesaparecido, sin que el Padre de los Maestros encontrase el más leverastro de su paradero. Todos presentían que esta fuga había sido parareunirse con el rebelde Ra-Ra. Momaren se hallaba á estas horas en elpalacio del gobierno hablando con el ministro de Policía, y los aparatosde transmisión aérea enviaban órdenes por toda la República para ladetención de los fugitivos.

No se interesó Flimnap por el paradero de Popito. Lo que á él lepreocupaba era la suerte de su gigante.

Apenas se abrieron las puertas del Senado, el profesor corrió á sentarseen la primera fila de una tribuna.

Sus ojos buscaron á Gurdilo entre lossenadores. ¡Simpático personaje! El orador, enjuto, verdoso y de torvamirada, le parecía ahora de una belleza extraordinaria.

Ordenó el presidente la lectura de una comunicación enviada por elConsejo Ejecutivo. Era, como esperaba Flimnap, una solicitud para podersuprimir al Hombre-Montaña, fundándose en su falta de adaptación á lascostumbres del país y en los enormes gastos que exigía su cuidado y susustento.

Gurdilo pidió inmediatamente la palabra. Después de su último discurso,todos creyeron adivinar lo que iba á decir contra el gigante. Porprimera vez el jefe de la oposición y el gobierno se mostrarían acordes.Y como esto significaba un suceso nunca visto, los senadores y elpúblico avanzaron sus cabezas, deseosos de no perder una sílaba.

Flimnap, que era el único que sabía lo que el orador pensaba decir, seestremeció considerando lo difícil que resultaba su trabajo. ¿Llegaría áexponer con habilidad, y sin que el público protestase, todo locontrario de lo que había afirmado dos días antes?…

Su confianza renació al ver la calma con que empezaba á hablar Gurdilo.El orador no había sido nunca amigo del Hombre-Montaña; lo hacía constardesde el principio de su discurso. Si el mismo día de la llegada delgigante al país se hubiese acordado su muerte, el acto le habríaparecido muy oportuno é inspirado en una verdadera prudencia política,mereciendo su completa aprobación.

—Pero como estamos dirigidos por un gobierno inconsciente—continuó—,por un gobierno que no tiene opiniones propias y cada día obra dedistinta manera, según los consejos del favorito que está de moda, se haprocedido en este asunto del Hombre-Montaña con una torpeza que haceinoportuna y perjudicial la petición que ahora nos dirige el ConsejoEjecutivo y que yo no aceptaré nunca.

El orador, después de indicar con estas palabras el nuevo rumbo que ibaá emprender, se dedicó á la descripción de todos los gastos que llevabahechos el gobierno para el sostenimiento del intruso. Al enumerar elconsiderable personal instalado en la Galería de la Industria para lavigilancia y manutención del Hombre-Montaña, aludió al Comité encargadode dirigir este servicio costoso y á su presidente Flimnap.

Pero ahorano le llamó pedante, sino digno profesor y notable sabio, que merecíaser empleado en servicios más útiles á la patria.

Después abrió una cartera llena de papeles. Allí tenía almacenados todoslos datos estadísticos sobre el costo de la alimentación del gigante.Leerlos equivalía á apoyar al gobierno, que solicitaba precisamente ladestrucción del coloso por razones económicas. Pero el tribuno no estabadispuesto á renunciar al regocijo que su lectura provocaría en elpúblico; era duro para él privarse de un gran éxito de hilaridad, yempezó á dar á conocer los citados datos, confiando en sus habilidadesoratorias, que le permitirían emplear después esta misma lectura como unarma contra los gobernantes.

Los senadores y el público lanzaron grandes carcajadas mientras él ibadetallando su estadística alimenticia.

El Hombre-Montaña devoraba cuatrobueyes cada día, dos por la mañana y dos por la noche, además de enormescantidades de aves, pescados y frutas.

—Con una de sus comidas á mediodía—comentaba Gurdilo—podríamantenerse la guarnición entera de nuestra capital; con una de sus cenashabría bastante para la alimentación de toda la escuadra del SolNaciente. Y el gobierno, que ha dispuesto este despilfarro monstruoso,nos pide ahora, de repente, la muerte de su antiguo protegido. ¿Quésecreto hay en el fondo de tal petición?… Todavía estaría derrochandoel dinero del país para sostener al gigantesco intruso, si éste, por subestialidad nativa y su ignorancia, no hubiese molestadoinconscientemente á ciertos personajes, especialmente á uno que es elconsejero secreto del gobierno y el verdadero autor de los errores quecomete.

Aquí Gurdilo se lanzó rencorosamente contra Momaren, describiéndolo sindar su nombre, relatando sus desgracias domésticas, su lucha con Popito,su odio contra el gigante, por creerle cómplice de Ra-Ra. Hasta lossenadores más amigos del Padre de los Maestros rieron francamente cuandoel senador fué relatando, con una cómica exageración, todo lo ocurridoen la tertulia literaria. La imagen de los dos poetas cayendo envueltospor el salivazo del gigante provocó risas tan enormes, que el orador sevió obligado á una larga pausa. Fueron muchos los que empezaron á ver enaquel coloso, tenido por estúpido, una bestia chusca, graciosa por susbrusquedades y merecedora de cierta piedad.

Gurdilo terminó declarando que él no podía admitir la petición delgobierno, y rogó al Senado que votase contra ella. Admitirla equivalía áservir una venganza particular. Podía haberse aceptado esta resoluciónen el primer momento de la llegada del Hombre-Montaña, cuando el Estadono había hecho aún ningún gasto; pero resultaba incongruente matarloahora, después de haber costado al país tan enormes sumas.

Una parte de la asamblea aceptó la opinión de Gurdilo; pero esta vez elorador no consiguió apoderarse de la voluntad de todos los senadores, yvarios amigos de los altos señores del Consejo se levantaron ácontestarle.

Después de una larga discusión, la asamblea quedó dividida en dosgrupos: unos, con Gurdilo, pedían que no se matase al Hombre-Montaña,pues esto representaba el derroche inútil de las sumas empleadas en sumanutención; otros defendían al gobierno, demostrando que tan enormesgastos eran la prueba mejor de la necesidad de suprimir al costosointruso para realizar economías.

Flimnap tembló en su asiento. Gurdilo iba á perder la victoria que seimaginaba haber alcanzado con su discurso. Como los defensores delgobierno hablaban de economías, la opinión se iba hacia ellos.

Vió que Gurdilo conversaba en voz baja con un viejo senador de palabrabalbuciente y aspecto caduco, el cual daba fin muchas veces á lasdiscusiones más intrincadas con una solución de sentido vulgar, conocidade todos, pero que todos habían olvidado.

El anciano, después de oir al tribuno, se levantó para formular unaproposición que podía satisfacer á los dos bandos. Era oportuno no mataral gigante, para que así no quedasen perdidas las grandes sumas quehabía costado su manutención, y era conveniente también que en adelanteno comiera á costa del Estado, consiguiéndose de tal modo la economíaque buscaban los amigos del gobierno. Para esto, lo más sencillo eraobligar al Hombre-Montaña á que viviese lo mismo que los hombresesclavos, que ganaban su subsistencia trabajando como máquinas defuerza.

—Ese gigante puede emplear sus brazos en las obras de ampliación denuestro puerto. Su enorme estatura y su vigor le permitirán colocargrandes rocas en los fondos submarinos más aprisa que lo hacen nuestrosbuzos y nuestras máquinas. De este modo su manutención puede resultarnosgratuita, y ¡quién sabe si hasta representará un buen negocio para elEstado!… Ese animal enorme, bajo una dirección severa y convencido deque no comerá si no trabaja, puede dar un rendimiento mayor de lo quecreemos.

La proposición fué admitida acto seguido por los senadores que gustabande las soluciones de carácter utilitario. El público la encontró tambiénacertada. Los pigmeos se sentían halagados al pensar que iban á infligiruna existencia de crueldades y privaciones á aquel gigante capaz deaplastarlos entre sus dedos. Esto resultaba más útil y más divertido quedarle muerte.

En vano los amigos del gobierno intentaron una última resistencia,alegando que el Hombre-Montaña se resistirá á trabajar.

—Le obligaremos—dijo ferozmente un senador—. Si no trabaja no comerá.

Además, nuestras máquinas voladoras y nuestros buques le harán obedecer.

Esta contestación enérgica fué acogida con grandes aplausos, y despuésde ella cesó toda resistencia.

Gillespie se libró de la muerte, pero fuécondenado á trabajo perpetuo.

Gurdilo, medianamente satisfecho de su triunfo, miró á las tribunas,descubriendo al doctor Flimnap. Éste bajó á un salón donde le esperabael célebre senador.

—No he podido hacer más—dijo—; pero en fin, algo es haberle salvadola vida…. Afortunadamente, el gobierno no será eterno, y el día que yole suceda me acordaré de mejorar la suerte del pobre gigante.

Flimnap se hallaba en una situación igual á la del senador. Sentíacontento porque el amado gentleman no iba á morir, pero se aterraba alimaginarse su nueva existencia.

No intentó en el resto de la tarde ni durante la noche subir á la colinadonde estaba el prisionero; pero fué en busca de los periodistas que leperseguían días antes con sus elogios y ahora le trataban con ciertaprotección compasiva, como si viesen en él otra vez á un pobre profesoralgo maniático. Estos sujetos podían darle noticias del Hombre-Montaña.

Por ellos supo que una comisión de médicos había sido enviada para quecurasen al gigante las heridas de las manos y los pies producidas porlos cables metálicos. Ya estaba más tranquilo y parecía resignado á sunueva situación. Las máquinas voladoras continuaban teniéndolo sujeto alextremo de sus hilos, obligándole con crueles tirones á obedecer lasórdenes del jefe de la escuadrilla. El interior de su antigua viviendaestaba ahora ocupado por las tropas. El coloso permanecía á laintemperie día y noche, pues así sus guardianes aéreos podían hacerlesentir más pronto sus mandatos.

Un antiguo discípulo de Flimnap, que hablaba incorrectamente y conbalbuceos el idioma del gigante, era ahora su traductor. El gobiernohabía prescindido del bondadoso universitario, considerándolo pocoseguro.

Según los periodistas, el Hombre-Montaña sería conducido al puerto en lamañana siguiente para que empezase sus trabajos.

Así fué. El desconsolado profesor le vió trabajando en la orilla delmar, lo mismo que un esclavo. Ya no llevaba su traje nuevo, igual al queusaban las mujeres antes de la Verdadera Revolución. Iba medio desnudo,como los atletas embrutecidos que servían de máquinas de fuerza. Sóloconservaba las antiguas prendas de su ropa interior.

Le vió metido en el agua azul hasta la cintura, inclinándose paracolocar dos pesados sillares que llevaba en ambas manos. Estas masasenormes las movía con tanta soltura como un niño maneja un guijarro.Después de tomarlas en la orilla con las puntas de sus dedos, avanzabamar adentro, yendo á colocarlas en el extremo de un malecón que seestaba construyendo para el resguardo del puerto hacía muchos años. Estaobra colosal había sufrido grandes retrasos á causa de las dificultadesque ofrecía; pero ahora, gracias á Gillespie, sus directores esperabanterminarla con rapidez.

Flimnap tuvo que mantenerse lejos de su amigo, pues un cordón desoldados cerraba el paso á los curiosos.

Los grupos reunidos á espaldasde la tropa comentaban con asombro la rapidez del trabajo del gigante.En dos horas había hecho lo que antes costaba varias semanas. El malecóncrecía por momentos. Todos alababan el acuerdo del Senado. Pero elprofesor sintió deseos de llorar al ver á su amado en esta situaciónenvilecedora.

Sobre su cabeza flotaban continuamente unas cuantas máquinas aéreasllevando colgantes sus cables, flácidos y muertos en apariencia. Almenor intento de rebeldía estos hilos amenazadores podían animarse yretorcerse, haciendo presa en el coloso. Por las inmediaciones de laescollera iban y venían en incesante navegación dos buques de laescuadra, interponiéndose entre el prisionero y el mar libre.

El profesor tuvo que retirarse sin poder hablar á su antiguo protegido.Únicamente por los periodistas tuvo noticias de su nueva existencia.Dormía sobre la arena de la playa, sin una manta que le sirviera delecho, sin una lona que le defendiese del rocío de la noche. ¡Cómo debíaacordarse el pobre gentleman de su cama mullida, allá en la Galería dela Industria, que el presidente de su Comité hacía preparar todas lasnoches con tanta minuciosidad!…

La comida del coloso daba motivo á nuevas lágrimas del profesor. Variosdesalmados de los que pululan en los puertos eran los que preparaban sualimento, en una de las grandes calderas traídas de su antigua vivienda.Esta gente inquietante y zafia reemplazaba á la selecta servidumbre quehabía trabajado para él en la cumbre de la colina.

Lo alimentaban con arreglo á su trabajo. Cada piedra se la pagabanechando un pescado más en la caldera; pero como los cocineros vivían dela misma alimentación del gigante, ésta experimentaba considerablesmermas. Gillespie, acostumbrado á las abundancias de su primeralojamiento, debía sufrir hambre.

—¡No poder hacer yo nada por él!—murmuraba el profesordesesperadamente.

Los representantes de la autoridad no le dejaban aproximarse algentleman; pero aunque le permitieran atender á su alimentación, ¿quépodía hacer un catedrático de tan escasa fortuna como era la suya? Losdos bueyes que necesitaba para un solo plato costaban una cantidad igualá la que recibía él por dos meses de cátedra; tres almuerzos delHombre-Montaña acabarían con todos sus ahorros…. Y convencido de queno podía remediar su hambre, se entregó á la desesperación.

Gillespie, en realidad, era menos digno de lástima que lo imaginaba elprofesor. Convencido de que su triste situación no tenía remedio, sehabía sumido en ella con una calma fatalista. El embrutecimiento delcontinuo trabajo borraba todos sus conatos de rebeldía.

Después de haber sido arrastrado y maltratado por las máquinasvoladoras, ya no despreciaba á los pigmeos y tenía por menos vil laesclavitud á que le habían sometido.

Como sólo le daban á comer parcamente, con arreglo á su trabajo, seesforzaba por que cada día su labor resultase más grande. Era imposibletodo intento de fuga, pues ni por un momento cesaba la vigilancia entorno de él. Al llegar á la punta de la escollera donde colocaba susrocas podía ver todo el puerto de la capital. El bote que le habíatraído estaba en mitad de él, como un navío de dimensionesinverosímiles, rodeado de las unidades de la escuadra del Sol Naciente.Unos cuantos pasos en el agua le bastaban para llegar á su antiguaembarcación, y un día sintió la curiosidad de verla de cerca.Representaba un consuelo en medio de su esclavitud tocar con sus manoseste bote, que le hacía recordar el mundo de sus semejantes.

Pero apenas intentó avanzar hacia el interior del puerto, uno de losbuques de guerra que le vigilaban forzó sus máquinas para cortarle elpaso, colocándose ante él. La tripulación de pigmeos braceaba sobre lacubierta, gritándole para que volviese atrás, y como tardase enobedecer, una gran flecha disparada por el buque pasó cerca de su narizá guisa de amenazadora advertencia.

Otro día, aburrido de la monotonía de sus continuos viajes entre laorilla de la playa y la punta de la escollera, el Hombre Montaña quisopermitirse una ligera diversión. Sentía el deseo de nadar un poco enaguas más profundas, pues el mar sólo le llegaba á la cintura en susidas y venidas. Y después de acarrear cuatro piedras en vez de dos, seechó de espaldas en el agua, nadando mar adentro.

Este simple juego produjo gran alarma en los buques y las máquinasaéreas, que hasta entonces habían evolucionado mansamente. Los navíos selanzaron en su persecución, y al ver que el gigante se ocultaba bajo elagua en una de sus cabriolas de nadador, como todos ellos eransumergibles, le imitaron, sumiéndose igualmente en las profundidadessubmarinas.

Antes de que Gillespie volviese á la superficie se sintió aprisionadopor las patas de un pulpo, que le inmovilizaban, acabando por tirar deél. Eran los cables vivientes de los sumergibles, que le habían cazadoen el seno del mar. Salió á la superficie remolcado por estos lazos, quese clavaban en sus carnes, y para evitar su cruel mordedura hizo pie enla arena, procurando correr hacia la costa con una velocidad igual á lade los buques.

Su nuevo traductor, que estaba en la punta de la escollera paratransmitirle las órdenes de los constructores, le habló con la dureza deun carcelero.

—Esclavo-Montaña—dijo—, no vuelva á repetir esos juegos de mal gusto,so pena de morir estrangulado por las máquinas aéreas ó de que laescuadra del Sol Naciente le rompa el cráneo enviándole una nube depiedras con sus catapultas.

Y el Esclavo-Montaña—pues al separarse Flimnap de él había dejado deser gentleman—se sumió otra vez en su resignación servil.

Durante la noche tampoco podía pensar en fugarse. Las máquinas aéreasenviaban de vez en cuando la luz de sus faros sobre el cuerpo deGillespie, interrumpiendo su sueño. Además, los hombres que preparabansu comida dormían en torno de él.

Eran esclavos todos ellos, gente innoble y de mala catadura. Muchoshabían sido perseguidos por la policía y habitado los establecimientospenitenciarios. Además, todos ignoraban el idioma del gigante, y éstetenía que hacerse respetar empleando gestos amenazadores. Algunas nochesse veía obligado á colocarse junto á la hoguera que hacía hervir elcaldero de su comida, repeliendo con el terror de sus manos enormes átoda la chusma voraz. Sólo así conseguía que los pescados nodesapareciesen de la vasija, quedando únicamente el caldo para él.

El primer día festivo le dejaron libre de trabajo. No fué esto porhumanidad, sino porque los obreros que sujetaban con garfios de hierrolas rocas aportadas por él exigían descanso.

Gillespie pudo vagar durante la mañana por la costa inmediata al puerto.Un buque de guerra navegaba paralelo á la orilla para cortarle el pasosi se echaba al agua. Una máquina aérea le seguía con perezoso vuelo.

El gigante vió un edificio bajo, de paredes blancas, con extensascolumnatas, jardines y amplias escaleras de mármol que se hundían en elagua azul. Recordó que Flimnap le había hablado de este palacio,construído por los antiguos emperadores para sus baños de mar.

Bajo las columnatas había parterres llenos de flores. Los muros,pintados por los más viejos artistas del país, representaban elnacimiento y las aventuras de las divinidades marítimas. Después de sutriunfo, la República de las mujeres había regalado este palacio á lasamazonas del ejército, que acudían todos los días de fiesta áejercitarse en la natación.

Vió Edwin cómo algunas damas que se paseaban con sus hijas por lasterrazas del blanco palacio huían apresuradamente, cual si se acercaseun peligro. Distinguió igualmente cómo iban avanzando por la costavarias compañías de arrogantes muchachas de la Guardia. Las matronasmasculinas apresuraron el paso, sintiendo alarmado su pudor por laproximidad de estos guerreros, algo libres en palabras y costumbres.Todas ellas ordenaban á sus hijas masculinas que marchasen rápidamente,antes de que los militares se echasen al agua. No era decente permanecerallí. Algunas mamás barbudas hasta criticaban al gobierno porque nodisponía que las tropas de la guarnición nadasen en otro lugar mássolitario de la costa.

Los grupos de hombres, pudorosos y tímidos, huyeron hacia la ciudad contanto apresuramiento, que detrás de sus pasos temblaban como banderasfugitivas los extremos de velos y túnicas. Mientras tanto, varioscentenares de hembras guerreras se despojaban tranquilamente de susuniformes, y unas en simples calzoncillos, otras completamente desnudas,se lanzaron al agua, haciendo alegres suertes de natación.

El gigante, atraído por sus risas y queriendo ver el espectáculo de máscerca, se tendió de bruces en la arena, apoyándose después en ambasmanos para sacar su cabeza por encima del palacio.

Un griterío de mil voces acogió la aparición de este rostro gigantescoque iba elevándose poco á poco sobre el palacio como surge el sol pordetrás de las montañas. Después del regocijo provocado por su presencia,las amazonas quedaron como asombradas de la conducta impúdica delcoloso. ¡Era un hombre!…

¡Y este hombre, en vez de huir con el recatopropio de su sexo, osaba permanecer allí, contemplando á todo unbatallón desnudo!…

Ningún varón de sus familias hubiese hecho esto. Los militares másjóvenes sacaban el cuerpo fuera del agua, como si quisieran castigar alatrevido con la exhibición de su desnudez. Pretendían asustarlo paradespertar de este modo el olvidado pudor de su sexo; proferían palabrasde cuartel para que se ruborizase. Pero el desvergonzado gigante sonrióplacenteramente, sin pensar en huir, encontrando muy ameno elespectáculo.

Y los militares más viejos y más expertos en la vida se asombraban alpensar en el mundo de los Hombres-Montañas: un mundo absurdo, donde lossexos están