El Paraiso de las Mujeres (Novela) by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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II

Noche de misterios y despertar asombroso

No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintióque este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitadosin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se diócuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso dela noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote,el oficial y el marinero habían querido pasar á ella por considerarlamás segura, abandonando á Edwin á su suerte para no cargar á la repletaembarcación con un pasajero más.

El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir desu angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo elrumbo que le aconsejaba su instinto.

Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal,pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como enla presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo suvista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeñaembarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, ó loshabía tragado el mar durante la noche.

A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones,así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Erauna suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantascosas preciosas.

Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. Elmar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugíasordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser unabarrera de obstáculos submarinos, en torno á los cuales se revolvían lasaguas, hirviendo en incesantes espumarajos.

El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eranlas crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más alláexistirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución á través de lasaguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas deolas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo,se vió en un inmenso y tranquilo circo de agua.

En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago,teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, unasucesión de tierras bajas que debían ser islas.

Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en elagua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinóque su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo teníaalgunos metros de profundidad.

Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca;pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozaseningún obstáculo. Empezaba á ocultarse el sol cuando llegó cerca detierra, y fué siguiendo su contorno á unos cincuenta metros dedistancia. Iba en busca de una bahía pequeña ó de la desembocadura de unriachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.

Como empezaba á anochecer, aceleró su exploración antes de que seextinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vió que lacosta avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, lasaguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba ciertaprofundidad. Llegó á tocar con la proa esta tierra, relativamente altaentre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de laorilla, dió un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.

Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar lacuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durantela noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, querepresentaba su única esperanza.

Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyasramas llegaban á la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo verque tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con surelativa pequeñez.

Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de estefenómeno vegetal, y se limitó á pasar la cuerda en derredor de tres delos árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no sealejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio,metiéndose tierra adentro.

La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir ála media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veíauna luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó ádescubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundíaá veces hasta la cintura.

Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración.Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidadespara su sueño que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo demarchar en varias direcciones se dió cuenta de que estaba completamentedesorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sinolas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra laorilla.

Un silencio absoluto envolvió á Edwin. La profunda calma de la nochesolamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma deárboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos demadera vigorosa.

Al salir á una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo,admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche queen la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por elcansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió variasgalletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabópor tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría delsueño.

Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él.Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche,atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorralesinmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual áun revoloteo de insectos ó un arrastre de reptiles.

—Deben ser ratas—pensó el ingeniero.

Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dió contra losmatorrales más próximos, é inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumormedroso de fuga.

Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa.No se había equivocado: eran ratas ú otros roedores del bosque dearbustos.

De nuevo empezaba á adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocadovoluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo leabanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante á la que levantanunas alas agitándose con suavidad.

—Algún murciélago—volvió á decirse.

Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más obscuro aún que pasaba,flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la nochesurgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeños focos deintensa blancura, iguales á unos ojos hechos con diamantes. Un par derayos sutiles pero intensísimos se pasearon á lo largo de su cuerpo,iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero,asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando alvacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de susojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizoperderse á lo lejos en unos cuantos segundos.

Esta visita quitó el sueño á Edwin, obligándole á sentarse sobre lapequeña pradera que le servía de cama.

Sus ojos pudieron ver entoncespor encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con unaevolución rítmica, cambiando la intensidad y el color de susresplandores.

—Indudablemente son luciérnagas—murmuró—; luciérnagas de este país,distintas á todas las que conozco.

Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricosdiamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, dezafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas laspiedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en unacontradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, seesparcían en distintas direcciones.

Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; perode pronto, como si obedeciesen á una orden, todos los fulgores seextinguieron á un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que losinsectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar conalgunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.

Pasó mucho tiempo sin que la obscuridad volviera á cortarse con la menorraya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando seconvence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo.Volvió á tenderse, buscando otra vez el sueño; pero, al descansar lacabeza en la hierba, oyó junto á sus orejas unos trotecillos medrosos yunos gritos de susto. Hasta sintió en su cogote el roce de variosanimalejos que parecían haberse librado casualmente por unos milímetrosde morir aplastados.

—Voy á pasar la noche en numerosa compañía—se dijo Edwin—. ¡Y yo queme imaginaba esta tierra como un desierto!… Mañana, indudablemente,presenciaré cosas extraordinarias y podré explicarme los misterios deesta noche. ¡Ahora, á dormir!

Y como si hubiese perdido toda curiosidad, fué sumiéndose en elsueño…. Pero antes de dormirse completamente sintió un pinchazo en unamuñeca, algo semejante á la mordedura de un colmillo único, una incisiónque pareció llegar hasta el torrente de su sangre.

Quiso mover el brazo en que había recibido esta herida y no pudo. Unatorpeza creciente se fué difundiendo por sus músculos y sus nervios,paralizando toda acción.

Pensó que tal vez había serpientes bajo los matorrales y que acababa derecibir su mordedura venenosa. Fué á mover el otro brazo, y, en elmomento que intentaba levantarlo del suelo, recibió una segundapicadura, igualmente paralizante.

—Ya no hay remedio—se dijo—. Me han mordido las víboras.

Y cayó vencido por el sueño, como si se esparciese por todo su cuerpo elsopor de un narcótico.

Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de habar dormidomuchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vió obligado ácerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad desu luz, y poco á poco fué entreabriendo el ojo más inmediato á latierra, mientras conservaba cerrado el otro.

Al extenderse esta visión única casi á ras del suelo, fué tal lasorpresa experimentada por él, que volvió por segunda vez á juntar suspárpados. Debía estar durmiendo aún. Lo que acababa de ver era unaprueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de losensueños. Dejó transcurrir algún tiempo pura resucitar en su interiorlas facultades que son necesarias en la vida real. Después deconvencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamentedespierto, volvió á abrir sus párpados lentamente, y se estremeció conla más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismoespectáculo.

Todo el lado de la pradera que llegaba á abarcar con su ojo abierto, asícomo la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sustroncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos,idénticos en sus formas á los componentes de todas las muchedumbres.Pero lo que él creía matorrales eran árboles iguales á todos los árbolesy formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamenteextraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entresu propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, asícomo los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacíanrecordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelospuestos al revés, ó sea colocando los ojos en las lentes gruesas, paraver la realidad á través de las lentes pequeñas.

Gillespie abrió y cerró su ojo repetidas veces, y al fin tuvo queconvencerse de que estaba rodeado de un mundo extraordinariamentereducido en sus dimensiones. Los hombres eran de una estatura entrecuatro ó cinco pulgadas. Personas, animales y vegetales,partiendo reducido tipo minúsculo, guardaban entre ellos las mismasproporciones que en el mundo de los hombres ordinarios.

—¡Igual que le ocurrió á Gulliver!—se dijo el ingeniero—. Debo estarsoñando, á pesar de que me creo despierto.

Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aúnperduraba en él la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó delas picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por susmiembros. Al principio, el brazo se negó á reflejar el impulso de suvoluntad; pero finalmente consiguió despegarlo del suelo con un granesfuerzo. Iba á continuar este movimiento, cuando notó que una fuerzaexterior, violenta é irresistible, tiraba de su brazo hasta colocarlohorizontalmente, y lo mantenía de este modo en vigorosa tensión. Almismo tiempo sintió en su muñeca un dolor circular, lo mismo que si unanillo frío oprimiese y cortase sus carnes.

Una explosión de regocijo estalló en torno de la cabeza de Gillespie, unhuracán de gritos, carcajadas y aclamaciones. La muchedumbre enana reíaal verle con el brazo en alto, inmovilizado por el tirón de esta fuerzaincomprensible para él.

Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre,fijándose en la muñeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vióque de esta muñeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordarlos filamentos al final de los cuales se balancean las arañas. Tambiénal extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie dearaña enorme y susurrante. Pero no pendía del hilo, sino que, alcontrario, flotaba en el espacio tirando de él.

Era del tamaño de un palomo, pero desarrollaba una fuerza impropia de suvolumen, fuerza que mantenía el hilo de plata con la tensión vibrante deuna cuerda de piano, no permitiendo que el hombre contrajera su brazo.

Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formasfantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de laEdad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Sucuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su partedelantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro águisa de ojos. Sus alas eran á modo de cartílagos erizados de púas.Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales álos que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con uncasquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.

Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos deGillespie, á unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron conun regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir eltirón que aprisionaba é inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron enel prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido ensu muñeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte doloren la articulación del hombro. Para evitar este tormento, loshombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo quepermitió á Edwin descender su brazo hasta el suelo.

Sólo entonces se dió cuenta de que alrededor de la otra muñeca, así comoen torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentossemejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando á lo alto, alcanzóá ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que semantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, á unaaltura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese paralevantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que habíasufrido. Era un esclavo de los extraños habitantes de esta tierra, ydebía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.

Mientras permanecía inmóvil fué examinando lo que le rodeaba. Lamuchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en lasprofundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba enaumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entrelos cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otroscompletamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre lanariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes deenroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas dediversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran lasluciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por susfaros, ahora extinguidos.

Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral,hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso. Asomaron entre sus alasrígidas los cuatro tripulantes, que reían y saltaban con un regocijosemejante al de las colegialas en las horas de asueto…. Al mismotiempo otros monstruos de actividad terrestre se deslizaron por elsuelo, cerca del cuerpo de Gillespie. Eran á modo de juguetes mecánicoscomo los que había usado él siendo niño: leones, tigres, lagartos y avesde aspecto fatídico, con vistosos colores y ojos abultados. En elinterior de estos automóviles iban sentadas otras personas diminutas,iguales á las que navegaban por el aire.

Parecían venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría pasorespetuosamente á sus vehículos. Estos recién llegados también reían alver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y suscarcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención deGillespie.

Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrarpenosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurandono moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á lamuchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyóautorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vió, comoá dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse.Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servíande ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.

Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendoante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba á hablarle.Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidady de respeto en la muchedumbre.

Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la deuna dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de labocina.

—Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, paralevantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con ciertasuavidad, sin poner en peligro á la muchedumbre justamente curiosa quele rodea. En cuanto á mover los brazos ó las piernas, le aconsejo unacompleta abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que suprimer intento dió mal resultado. Le ruego que no insista.

Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó,ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma,pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección,detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.

—¿Cómo sabe usted el inglés?—preguntó Edwin—. ¿Dónde ha podidoaprenderlo?…

Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luegopareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas álas preguntas, y dijo gravemente:

—¡Oh, Gentleman-Montaña!… ¡Va usted á encontrar en mi patria tantascosas extraordinarias dignas de su asombro!…