EL PECADO Y
LA NOCHE
ANTONIO DE HOYOS
Y VINENT
MADRID
RENACIMIENTO
SOCIEDAD ANONIMA EDITORIAL
PONTEJOS, 3
1913
Es propiedad. Queda hechoel depósito que marcala ley.
Imp. José F. Zabala.—Valverde, 40, Madrid.
INDICE
El Hombre de la Muñeca Extraña
La Noche.—¿Peligroso? Yo misma no sé cómo me las compondría si algunade estas puertas de bronce se abriesen sobre el abismo... Hay aquí, todoalrededor de esta sala, dentro de cada una de esas cavernas de basalto,todos los males, todas las enfermedades, todos los horrores y todas lascatástrofes que afligen a la humanidad desde el comienzo del mundo.¡Bastante trabajo me ha costado encerrarles con ayuda del Destino, y nosin trabajo mantengo el orden entre todos esos indisciplinadospersonajes!... Ya se ve lo que sucede cuando alguno logra escapar y sepresenta sobre la faz de la Tierra.
Mauricio Mæterlinck
LAS CIUDADES SUMERGIDAS
Agua, fuego, lodo. Quiméricas nubes de maravilla que dormís sepultadaspor una venganza de la Naturaleza; ciudades en que florecieron los sietepecados, en que las manos bíblicas trazaron sus misteriosos conjuros ylas voces de los Profetas fulminaron anatemas; ciudades de pecado y deabominación en que las cortesanas bailaron desnudas en los templos y lasreinas se prostituyeron a los mercenarios; ciudades de leyenda en quereinó la Lujuria, en que los apóstoles fueron lapidados y la hija delRey de Is evocó al Demonio. Los hombres os han hecho salir a lasuperficie, han arrancado la lava que el cielo escupió sobre vosotras, ycínicas, desnudas en vuestra liviandad, vais surgiendo en los lúbricosfrescos de vuestros lupanares y en los libertinos mosaicos de vuestrosbaños patricios. Algunas veces, en las estancias recatadas de unahabitación, surge una momia en un espasmo de lubricidad grotesca.
Y su gesto es el mismo gesto de siempre.
Y el Demonio ha vuelto a reinar sobre la Tierra.
LA NOCHE DEL WALPURGIS
I
—¿Will we go in?
—As you like.
Se miraron burlones y echáronse a reír. En los ojos de ambos brillaba elmismo deseo, la misma perversa curiosidad de seguir la aventura equívocahasta el fin. Pese a los disfraces innobles que les sirvieran para, enlas propicias promiscuidades del Carnaval, embarcarse con rumbo aaquella Citerea canalla, los dos tenían una elegancia frívola, alada yaristocrática de personajes de la Comedia Italiana.
Bajo el blanco atavío de Pierrot (un Pierrot de percal, sórdido ysucio), conservaba Jimmi la nobleza de su figura vagamente andrógina,pero no afeminada, si no más bien pueril, resuelta y petulante, con unagracia de héroe niño o de arcángel insexuado.
Eso era, un arcángel. Elrostro correcto, voluntarioso; la boca pálida y sonrosada; los ojosazules, cándidos, luminosos, y los largos y lacios cabellos de oro queescapaban del gorro de punto negro, dábanle extraña semejanza con esosvagos ensueños del hermafroditismo cristiano. Revestido de larga túnicatransparente y un nimbo de oro en torno a la cabeza, pequeña y bienmoldeada, o pertrechado de argentada coraza, casco incrustado depedrerías, flamígera espada entre las manos y grandes alas blancas,hubiese servido a un Sandro Botticelli o a un Filippo Lippi para uno delos ambiguos personajes que se yerguen sobre sus cándidos paisajes, unGabriel amenazador o un vengador San Miguel.
Frente a él, Nieves Sigüenza, más actual, más perversa, más complicada,tenía un encanto ultramoderno, acre y voluptuoso de flor del mal, elinquietante encanto de esos iconos que asomando entre las vestiduras deoro muestran el rostro de marfil bajo su cabellera de negro jade. Era elsuyo de una blancura de hostia, absoluta, cegadora, sin matices niclaroscuros, sólo interrumpida por la sangrienta sonrisa de los labios,rojos como cerezas, gruesos, golosos, sensuales. Nimbando aquellaeucarística palidez, la cabellera de ébano, pesada, espesísima,retorcíase en pequeños rizos. Los ojos...
...son regard qui voltige et butine Se pose au bord de tout, prand a tout un reflet.
Sus ojos, grandes y luminosos, tenían bajo la sombra de las largaspestañas negrísimas, una líquida transparencia de ámbar.
El contrastecon las cejas aterciopeladas, de fino trazo, hacíanles aún más dorados,más claros, dándoles la cabalística apariencia de dos grandes y tostadostopacios. Y aquellas pupilas de reina fabulosa miraban unas veces conburlesco descoco de pilluelo y reflejaban otras una melancolía casidolorosa.
Y completando la figura frágil y graciosa de marquesa del siglo XVIII,en tren de aventuras, bajo el hórrido capuchón de satín rosa, lazado deverde manzana, asomaban los detalles de la mujer elegante: los zapatosde terciopelo negro, hebillados de diamantes; las medias de transparenteseda, las manos finas, blancas, cuidadas, de uñas como pétalos de rosa.
Tornaron a consultarse con los ojos y tornaron a reír. Al deseo que seleía en las pupilas de Nieves, respondían con su curioso deseo las deJimmi. Se habían quitado las caretas, y con pueril inconsciencia, comosi ignorasen los peligros que les rodeaban en el antro prostibulariodonde su enfermizo e inquieto decadentismo les llevara en busca desensaciones raras, sin prestar mientes a la curiosidad que su presenciadespertaba, ni leer
los
malos
deseos—odios,
concupiscencias,
envidias,lujurias—que se asomaban en las miradas como se asoman los criminales alas rejas de la cárcel y las fieras a los barrotes de la jaula, reíanalegres.
Los tres toreros, en pie ante ellos, esperaban su respuesta.
Eran tres figuras muy diferentes. Joselete, el matador, representabael tipo clásico del espada, el torero que pintaron Goya y Lucas: bienplantado y arrogante, pero tosco y vulgar, bronceado de rostro, de pelonegro, áspero y rizado, ojos negros y brillantes y dientes blanquísimosde salvaje; el traje de señorito que vestía despegábase del cuerpofuerte, musculoso, que perdía la mitad de su plebeya belleza encerradoen el antiestético atavío, y solo rimaban bien con su persona el gruesocalabrote de oro que pendía sobre el chaleco, sosteniendo enormeherradura de pedrería, y las sortijas con gruesos brillantes ostentadasen las manos grandes y ordinarias. El segundo, el Serranito, era untorero de Zuloaga: alto, delgado, esbelto, casi aristocrático dentro delatavío gris claro, tenía una distinción un poco cansada de raza. Surostro era enjuto, alargado, y en la morena palidez los ojos muyabiertos, grandes, negros y profundos como la noche—
ojos de petenera ode saeta—, lucían melancólicos y soñadores con la serena tristeza delalma mora. Sobre la frente noble, libre del cordobés echado a la nuca,caían los sombríos cabellos, apenas ondulados. Por último, completaba latrilogía Pepe, el Marrón, el picador. Era el tal un bruto; ni en elrostro de gruesos belfos, chata nariz y frente estrecha, a que el pelocerdoso, espesísimo, recortado en el centro y peinado en tufos sobre lassienes robaba toda nobleza, había el menor vestigio de inteligencia; nien los ojillos pequeños, turbios y saltones, vivacidad ninguna; ni en lasonrisa que rasgaba los morrudos labios de negro cimarrón sobre losdientes sucios, negros, podridos por el tabaco, el alcohol y elmercurio, la menor simpatía. Era un animal salvaje que no pensaba sinoen comer, dormir y las hembras. ¡Las hembras! A la evocación de la mujersus labios se cubrían de saliva y sus ojos rebrillaban como los de loschacales en la noche. ¡Las hembras! Ninguna idea sentimental, pasional,ni aun utilitaria, despertaba su evocación en él, sino tan sólo unalujuria feroz, rabiosa, exasperada, de fiera en celo. Vestía de corto, yel castizo atavío marcaba más lo innoble de su figura; cuadrado detorso, tenía las piernas y los brazos demasiado cortos, peludas ygruesas las manos, y el cuello de toro, ancho, formidable, con venascomo sogas.
Como pasaba el tiempo y Nieves, en vez de responder, limitábase a mirara su amigo y a reír luego, Joselete reiteró su invitación:
—¿Acepta usté?... La convío con er amigo a beberse una botellitade Agustín Blázquez.
Pero venía un chulo—un chulo clásico de los de la antigua escuela:traje perla, pantalón de talle, pañuelo azul al cuello y onda rizadasobre la frente, a sacarla a bailar:
—Oiga usted, joven... ¡como me diga que sí, nos vamos a marcar unapolca usted y yo que ni los de la aristocracia!
Nieves ladeó la cabecita, estirando los labios con una muecadeliciosamente pueril, de chiquilla voluntariosa a quien ofrecen algoque desea, pero que quiere hacerse rogar. Y luego, de improviso, soltóel fresco chorro de su risa cristalina y echose en los brazos de suimprovisado galán, con una entrega absoluta, como si en lugar de laefímera posesión del baile, tratasen de otras más trascendentalesposesiones; echose con uno de esos impulsos de abandono frecuentes enella y que le hacían semejar a esas gatas mimosas que gustan de lacaricia, y al sentir la mano de su amo, cierran los ojos, esconden lasuñas y se dan con una pasividad
de
muerte.
Volviendo
el
rostro
hacia
susinterlocutores, ofreció:
—Vuelvo ahora mismo... Un par de vueltas...
Bailaban lentamente; el organillo, en un rincón, cantaba las cadenciosasnotas de una polca popular—uno de esos números zarzueleros que se peganal oído y que tararean las modistas al ritmo de la máquina y lascocineras acompañadas por el chisporrotear de los sarmientos alquemarse—, y Nieves, a los lánguidos acordes de la música, se movía conritmo voluptuoso.
El chulo mantenía uno de los brazos rígido,sosteniendo en su mano abierta la de su pareja, mientras que con laotra, colocada un poco más abajo de la cintura frágil de la dama, laoprimía contra sí. Danzaba pausadamente, muy serio, la cara casicontraída por la atención, los ojos en alto, como si desempeñase papelimportantísimo en algún sagrado rito.
Danzaba muy despacio, marcando elcompás con todo el cuerpo, deteniéndose un instante para, al atacar elpiano de manubrio una nota más viva, girar rápido y recomenzar otra vezel lento balanceo. Nieves reía ante la gravedad de su pareja, tratandode distraerle y de hacerle perder el compás. Sus ojos pícaros buscabanlos del galán, y sus labios, purpúreos y codiciables, se le ofrecían conimpudor burlón.
Pasaban las demás parejas—chulos pálidos, descoloridos, la colorenfermiza y los ojos grandes y tristes de bestias de amor, cernidos delibores; señoritos achulados, guasones, chabacanos; horteras decursilería agresiva, presumiendo de chulos, de Don Juan y de elegantes;artesanos de una alegría ruidosa, grosera, molesta, llevando entre susbrazos hembras de enjalbegados rostros, en que el bermellón de loslabios formaba un contraste casi macabro con el albayalde de lasmejillas—; y los miraban curiosamente, con ironía un tanto despectiva.
Los amplios salones de «La Dalia», sociedad recreativa de baile,hallábanse de bote en bote. Bien acreditados estaban los festejos que enhonor de madama Terpsícore verificábanse en el local; famosos eran los grandes bailes con que celebraban Gervasio, el Rubio, y FroilánCascajares, el Chicuelo, su beneficio; bailes que ellos, con singulargalantería (y advirtiendo que el ambigú corría por cuenta de losorganizadores), dedicaban
«A las señoritas siguientes: a las hermanasFrascuelo, a Rosario (la Descarada) y su hermana Petra, a Vicenta (la Modista) y sus tres primas, a Lucía R., a Juanita y su hermanaSinforiana, a Josefina Gómez, y a los señores siguientes: a los cuatroamigos de Gervasio, a Ramón (el Chofer), a la pareja de baileFuentes-Oñoro, al distinguido matador de novillos-toros el Pelusa, aDiego y Nemesio y a Don Romualdo Cazorro y a toda su distinguidaclientela.» Pero aquel no era un baile así como así, si no un festejo decarnaval, un Gran baile de trajes, organizado por la Sociedadrecreativa El Jipi-Japa, y dedicado a todas las artistas de varietés y camareras de Madrid, y como tal, la concurrencia, además de numerosaera de èlite.
Las dos grandes salas que formaban la sociedad hallábanse adornadaspara tan trascendental acontecimiento, además de las bombillaseléctricas (pocas y de no muy rutilantes resplandores), y de loscarteles de toros que, pegados sobre el papel oscuro, con flores doradasde los muros, constituían el habitual decorado, por policromasguirnaldas, tejidas con cadenas de papel, cruzadas en todas direcciones.En el primer salón hallábase la cantina ( ambigú llamábanlopomposamente), con cuantos bebestibles inventaron la naturaleza y laquímica, y en el segundo el organillo, y a su lado Serafín, el de laPolita, que muy fachendoso, con su abotinado pantalón tórtola y sunegra americana de altas hombreras, no cesaba de dar vueltas almanubrio.
Los disfraces eran pocos y vulgares, y si de algo pecaban, no podíadecirse ciertamente que fuera de lujosos. De hombres apenas veíase algúnhorterilla vestido de patudo bebé, o tal cual tendero de comestibles,que en plena madurez ya, desahogaba su vehemente necesidad de hacer elburro, escondiendo la redonda panza en astrosa indumenta de diablillo,ocultando el curtido rostro, de grandes bigotes negros, en una careta deperro, arrastrando mugriento rabo y adornando su frente con dos cuernos(además de los que por clasificación le correspondían) de pelote ypercalina. Con el sexo débil ya era otra cosa. No que abundasen losdisfraces, pero los que había presentábanse más limpios y cuidados quelos masculinos. Fuera de unos cuantos trajes de niño chico que permitíanlucir las pantorrillas a sus dueñas, de un par de atavíos de torero entraje de calle que servían para mostrar formas de exuberancia tentadora,de algún disfraz de albañil que hacía las veces de válvula alandroginismo grosero de tal cual prójima, lo que dominaba eran losmantones de Manila. Las arreboladas rosas, los purpúreos geráneos y losclaveles de color de fuego envolvían los cuerpos, que bajo el gayo irisy entre los pliegues blandos, suaves, moldeadores del crespón, aparecíanmás garbosos, más finos, más llenos de ritmo y elegancia. Y entreaquella orgía de colorines, los rostros asomaban con una inquietantesemejanza de combinación de espejos cóncavos y convexos. Efectivamente,fuera de unas cuantas mujeres que, sudorosas, despeinadas, el moñotorcido y las ropas en desorden, bailaban, denunciando en su falta degracia, en la torpeza de sus movimientos tardos y pesados y en suantiestética indumentaria, su calidad de criadas o menegildas, y fueratambién de unas pocas que, más modositas y recatadas e inseparables deun mismo varón toda la noche, podían clasificarse entre el comerciomodesto, las demás eran iguales. Gordas o flacas, altas o bajas, rubiaso morenas, todas se parecían con un extraño aire de familia. Parecían lamisma; la misma, con zancos o en cuclillas, con peluca rubia o negra, enlos huesos o con exagerados rellenos, pero la misma siempre.
Todastenían el mismo rostro blando, fofo, embadurnado de rojo; las mismasmejillas marchitas bajo el carmín; iguales labios chorreando bermellón;idénticos ojos pintarreados; peinados semejantes.
Bailaban las unas muy lento y muy ceñido, casi con tanta solemnidad comosus parejas ventilaban las otras por los rincones sus diferencias conalgún galán; dos o tres, echándoselas de rumbosas (¡ellas tenían siemprecinco duros para gastárselos con un hombre!), obsequiaban en el bufet a sus chulos; no unos chulos así como así, a la antigua, sino chulos modernistas, de los de jersey y gorra con vistosas insignias defantásticos clubs, chulos sportsmants, como si dijésemos maestros enartes mecánicas, chauffeurs y aviadores.
Acababa la polca; el organillo emitió algunas notas vertiginosas y callósúbitamente con un golpe seco, sin que las armonías se prolongasen ensonoras ondas, como sucede con otros instrumentos musicales. Nievesvolvió al grupo en que los tres toreros esperaban su respuesta. Jimmi lainterrogó:
—Con que tú dirás... Estos señores aguardan tu contestación.
Sonriendo picaresca, mientras los ojos de princesa remota les desafiabancínicos y tentadores, formuló:
—¿De veras tienen tanto empeño en que vaya?
Joselete se encargó de dar una respuesta galante:
—¡Figúrese usted!... ¡Siempre hay ganas de ver una mujer bonita decerca!
Conquistada por el piropo rió, aceptando.
—¡Pues vamos allá!
II
Joselete palmoteó:
—¡Chico!... ¡Vino!—Y como el camarero, previniendo el objeto de lallamada, entrase trayendo en una bandeja de zinc dos botellas de Agustín Blázquez y algunos chatos y empezase a romper los lacrestrabajosamente para descorchar, el torero se la arrancó de las manos:
—¡Esto se jace así!
Formó un anillo con los dedos, y, girando rápidamente la botella, saltóel lacre.
Nieves, encantada de todo aquello, conceptuándolo muy castizo, muytípico y hasta muy chic, palmoteó:
—¡Bravo! ¡Bravo!
La Ansiosa, sin hacer caso de los demás, prisionera por completo de sunuevo amor, inclinose hacia Jimmi, descansando sobre el brazo delPierrot la enorme mole de sus ubres bovinas:
—¡Chaval! ¡Gitano! ¡Que te voy a querer!...—Y en el rostro enharinadode luna llena, los ojos grandes y salientes, voltearon voluptuosos.
Sin entusiasmo ninguno por su conquista, sino por el contrario, hartode su pesadez, Jimmi se dejó besar. Una aceituna disparada con certerotino por la Pechuguita, que pueril, cínica y procaz, con su rostropálido y demacrado de cortesana enferma de tuberculosis, su flequillo depaje y sus ojos burlones de golfo callejero, atalayábase entre DonSimeón y Gorritua, vino a interrumpir el idilio, acompañado de amicalesapóstrofes:
—¡Ladrona! ¡Ansiosa!
Habían salido del baile Nieves y Jimmi con los tres toreros, cuatroprójimas que estaban con ellos, más algunos amigos que se lesincorporaron. Ambularon por unos cuantos callejones silenciosos ydesiertos para llegar por fin al colmado que había de ser escenario dela juerga. Una vez allí, en vez de penetrar por la tienda, cruzaron elportal, internáronse por un pasillo largo y oscuro, atravesaron unpatinillo lóbrego, húmedo y sórdido, donde, de unas cuerdas, pendía ropapuesta a secar; luego otro pasillo, otro patio, y, por fin, llegaron alos reservados, construidos al fondo de la casa para mayor garantía dediscreción. Al ver el lugar, casi temeroso, donde les conducían, elArcángel anunciador buscó con sus ojos inquietos los de su amiga, peroella, posando de valiente, sacole la lengua con un gesto delicioso deburla, y se echó a reír.
Ahora, en el gabinete con tabiques de madera que les servía de cenáculoy en que apenas cabían las trece personas que formaban el elenco, a lamenguada luz de la bombilla eléctrica, prensábanse en torno de la mesacargada de botellas.
Nieves, deliciosa de inconsciencia, en sus labios carmesíes una sonrisade chicuela que, prisionera en la jaula de las fieras, creyese dominar alos leones con una caricia de sus manitas de marfil, presidía entre Joselete y el Marrón. Frente a ella, Jimmi era disfrutado como unapresa—presa de juventud, de gracia y de vida—por la Ansiosa y Pilarla Redicha. La Ansiosa ponía en la conquista toda la abundosaexuberancia de sus pechos colosales y de sus caderas formidables; laPilar, en cambio, no era fea; un poco agarbanzada también, tenía, sinembargo, una arrogancia castiza, una gracia muy madrileña, que vivía enel ritmo entero de su persona, en sus ojos de gacela, grandes y oscuros,y en su boca fresca y reidora. El Serranito, sentado junto a suquerida, permanecía mudo, melancólico y soñador, con los ojos fijos enel espacio y los labios plegados por un rictus casi doloroso. Ella, la Vinagre, era una mujer alta y delgada, artificialmente rubia; teníalos ojos grises, fríos; la nariz larga y recta y los labios crueles;arropada en el mantón alfombrado parecía friolenta; era muy antipática;apenas bebía, y hablaba escupiendo las palabras con chasquidos secos,como si siempre estuviese irritada con una irritación contenida,rabiosa. Los demás—un sastre aficionado a los toros, un pelotaribilbaíno, de cabeza amelonada, pelo rizado, apenas cubierto por la boinade inverosímil pequeñez, rostro enjuto y anguloso y lacios bigotes, ydos chulos sietemesinos, esmirriados y descoloridos—habíanse instaladoa la buena de Dios.
Todos reían; Nieves, contenta de sentir rugiente a su lado la bestia deldeseo, aquel deseo animal, salvaje, feroz, que tantas veces evocasenostalgia ante las almibaradas palabras y las románticas razones de susadmiradores. ¡Ah, el encanto de sentirse deseada hasta la violencia,hasta el crimen! Los demás reían borrachos, estúpidos: la Vinagre, conrisa casi estridente; el Serranito, con una sonrisa pálida, que sólobrillaba en los labios, mientras las pupilas tristes seguían el vuelo deun ensueño.
Joselete y el Marrón hacían la corte a su manera a la aristocráticamuñequilla, y ella, inquietante y perversa, complacíase en excitarlescon miradas lánguidas, sonrisas prometedoras, algún furtivo apretón demanos y tal cual fortuito pisotón; pero mientras ellos, cada vez másexcitados, se inclinaban hacia ella, los ojos dorados de reina de Saba,buscaban los melancólicos ojos del gitano y tropezaban a veces con lasfrías miradas de la Vinagre.
La Ansiosa se inclinó hacia Jimmi:
—¡Tu boca, mi nene!... ¡gitano! ¡lucero! ¡cielo!... ¡me vas a querer túa mí!—Y trató de morder los rojos labios del chiquillo.
El la rechazó impaciente:
—¡No seas sobona!
—¡No me quieres!—gimió ella, con su vozarrón de vaca.
Jimmi se sintió chulo:
—¡Que te voy a querer! ¡ Amos, tú estás chalá!
Mientras tanto, Joselete formalizaba en toda regla el sitio que teníapuesto a Nieves:
—Porque si usted quisiese, prenda, iba a ver lo que es un hombre.
Ella rió hermética, y mientras el torero, en rapto de mal contenidapasión, se inclinaba para besar su mano, buscó con los ojos al Serranito.
La Vinagre, alerta siempre por los rabiosos celos que todas lasmujeres despertaban en su desconfiado espíritu de mujer madura,interceptó la mirada, y encarándose con la traviesa dama, apostrofó:
—¡Cochina! ¡puerca! ¡bribona! ¡púa!
Todos la miraron asombrados por el exabrupto, y el matador,contemplándola severo, interrogó:
—¿Qué es esto? ¡ Pa gritar a la plaza de la Cebada! ¡A ver si va apoder ser que te calles y no metas el remo!
La Pechuguita intervino a su vez:
—¡Mujer! ¡no eres tú nadie chillando! ¿Qué mosca te ha picao!
—¡Que qué mosca me ha picao! ¡Que el Serranito es mío, mío y mío, y na más que mío, y no me da la pajolera gana que venga ninguna señoracon su pan comío a camelármelo! ¿estás tú?—
Calló un instante, rojade ira, y luego, con risa epiléptica y voz chirriante, ahogándose decoraje, siguió:—¡Señoras! ¡señoras!
¡Ja! ¡Ja! ¡Aparte usted, hija, queme tizno! ¡Señoras! ¡Y luego, en cuantito que ven unos pantalones!...¡catapum! ¡adiós, señorío! ¡Señoras! ¡me río yo de tantismo señorío!¡Más señora soy yo, que me lo gano con mi cuerpo pa gastármelo con unhombre a quien quiero, que otras que yo me sé, que andan por ahípresumiendo pa luego venir a quitarnos lo nuestro!... Pues...
Joselete cortó airado, empuñando una botella en ademán de tirársela a lacabeza:
—¡A ver si va a poder ser que te calles, burra, o te rompo los morrosde un botellazo!
Y como rezongando siempre, la prójima obedeciera, se encaró galante yrendido con Nieves:
—¡Qué van a mirar estos ojitos de sol al banderillero, teniendo almatador mochales por ellos! ¿Verdad, lucero?—e inclinándose haciaella, intentó robar un beso a los labios de grana.
Pero Nieves, echándose hacia atrás rápidamente, rehuyó