—Ya ves, la señora prohibió...—comenzó a argüir él.
Pero con extraña videncia Fuencisla adivinó los peligros.
Como si elvelo de ignorancia que cubría su pensamiento hubiérase rasgado deimproviso, halló argumentos y palabras con qué expresarlos. Si porcasualidad se efectuaba un robo, ¡qué responsabilidad para ellos! ¡Niaun sabrían lo que se habían llevado los asaltantes! La prohibición eranpalabras de la señora, que exageraban su pensamiento; lo que ella habíaquerido indicar era que no curioseasen, ni se metiesen allí; pero de esoa que no vigilaran... ¡Si la misma señora les había dicho que sóloentrasen en un caso de fuerza mayor!
Fuencisla seguía hablando; sus palabras hallaban eco en un secreto deseoque germinaba en el espíritu de José Ignacio. Al fin se dejó vencer,murmurando:
—¡Vamos allá!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . .
Al penetrar en el pequeño peristilo que servía de entrada a la casa, losdos estaban turbados y sentían latir precipitadamente su corazón. Comolos niños de los viejos cuentos que, desobedeciendo a su protectora,abren la puerta del cuarto prohibido y se disponen a explorar elmisterio, ellos, faltando a la consigna, iban a violar el secreto deaquellos muros, tras los que dormían las dolientes sombras de la condesaAgueda y de María de la Luz.
La antesala constituíala minúscula rotonda, rodeada de columnas demadera con capiteles dorados. El suelo estaba cubierto de baldosinesblancos y negros, y en el centro, un Narciso de mármol se miraba en eltazón de una fuente sin agua.
Había allí violento olor a cueva, que dabasensación penosa de abandono. Abrieron otra puerta, disimulada conespejos, y halláronse un gran salón flanqueado por dos gabinetestapizados de damasco, uno rosa, azul el otro, frívolos y galantes, delque sólo les separaban unos arcos sostenidos por pilares de cartónpiedra. Era una sala grande y baja de techo. Las paredes, pintadas deblanco y adornadas con áureas conchas y hojarascas, obedecían a la modadel reinado de Luis XV. Retratos de empolvadas damas y amaneradospaisajes imitación de Watteau y de Boucher, pendían de rojos cordones deseda; una Anfítrite surgía de las aguas en un medallón que ocupaba elcentro del techo; barrocas consolas sostenían relojes y candelabros debronce; los muebles, de dorada talla, eran grandes y amazacotados, y unpiano de cola, con el teclado abierto, aparecía semicubierto porchinesco bordado. Pero el tiempo inexorable, ayudado por el abandono,había puesto su pátina a las cosas; las paredes amarilleaban; losdorados, descascarillados y maltrechos, habían perdido su esplendor; elsuelo, de incrustadas maderas, lucía opaco, mortecino; los retratos ylos paisajes estaban cubiertos por neblinosa capa de polvo; Anfítrite,arrugado el lienzo, aparecía deforme, monstruosa; los péndulos, paradosen horas enigmáticas, inquietaban como mudas interrogaciones, y en lasbarrocas jardineras, las plantas resecas tenían un aspecto de desolaciónopresora.
Mientras Fuencisla, extasiada ante aquel lujo amable que contrastaba conlos santos macilentos, los oscuros estrados y los cortinones evocadoresde fantasmas del palacio de la señora, única riqueza que ella conocía,pasmábase de todo y en plétora de curiosidad olvidaba inquietudes, JoséIgnacio pasaba revista a las ventanas. Todas estaban intactas, cerradaslas verdes persianas. Allí no era, pues. Volvió al lado de su mujer:
—Aquí no ha sido... Y ahora ¿qué hacemos?
Tornó ella a hallar los acopios de la desconocida resolución que, comouna fuerza ciega de la naturaleza, le impelía:
—Seguir, a ver dónde...
—Pero...—objetó él, vacilante.
Ella, más resuelta, animole:
—Ya... Una vez dentro, más vale seguir adelante.
Salieron a un gran pasillo, decorado más modestamente, pero formando untodo armónico con el salón y los gabinetes. Allí había dos puertas más.Abrieron la primera: el cuarto de la marquesa. Frío, triste, conventual,tenía por todo mueblaje una cama con colgaduras de seda granate, unacómoda y algunas sillas, y por todo adorno un enorme Cristo. Tampocoallí faltaba nada. Volvieron a encontrarse en el corredor. Ante lapuerta de la otra habitación se detuvieron. La voz de Fuencisla tembló:
—El cuarto de María de la Luz.
Súbitamente asustado, comenzó a balbucear:
—Mejor era dejarlo.
—¡No, no! Aquí debe ser.
El pestillo habíase enmohecido y costaba trabajo franquear el paso. Alfin, en un esfuerzo de José Ignacio cedió, y los batientes se abrieronde par en par. Retrocedieron aterrados, esperando quizá una súbitaaparición infernal. Pero si el demonio estaba allí, no se dignópresentarse, y sólo se ofreció a sus ojos el más bello nido de amor queuna mujer artista y apasionada pudo soñar. Era allí donde faltaba lapersiana, y a la luz pálida que se filtraba al través de rosadascortinillas, aparecía el refugio en ideal sinfonía de sedas pálidas,terciopelos y gasas... Sobre los muros de damasco rosa muy pálido,antiguos Malinas formaban pabellones sostenidos por dorados lazos.Grabados libertinos del siglo XVIII (bellas damas de Versallessorprendidas en el recato de los boscajes por robustos faunos de patasde chivo; marquesas que en la enguirnaldada elegancia de la alcoba,desnudábanse ante los ojos concupiscentes de un negrito; gentilesdoncellitas para quienes los jardines del Trianón eran frondas de Pafosy de Citerea) pendían encerrados en dorados marcos de talla; un Psiquisde tres lunas abríase en el centro de un muro; muebles de boule llenosde cajoncitos y secretos, parecían guardar no sé qué misteriospecadores, mientras sobre sus tableros de marquetería danzaban lasfiguritas de Sajonia, y ocupando el centro de la estancia, el lecho, unlecho muy bajo de palo de rosa y bronces, era en su apoteosis debatistas, sedas y encajes, como un altar de Eros. Ante la ventana, lamesa de tocador sostenía ringleras de frascos en que se habíanevaporado los perfumes, dejando al fondo un poso oscuro, y entre peines,cepillos, bruñidores y otros instrumentos de embellecimiento, veíasecaída una coronita de blancas rosas de terciopelo, que debió de servirpara embellecer la frente de María de la Luz. Y todo aquel galanteinterior hallábase agravado de un mohoso olor a perfumes, a floresmarchitas, a éter, el angustioso olor a podredumbre e incienso de lascámaras mortuorias.
Fuencisla habíase aproximado al tocador y miraba reflejada en la lunaorlada de cincelada plata, su rostro bobalicón y sus ojos de pájaroasustado. Inconscientemente, sus dedos amorcillados apoderáronse de lacorona y posáronse sobre los cabellos lacios y descoloridos. Sonrió. Enaquel instante vio reflejarse en el azogado cristal un rostro tras elsuyo. Dos ojos negros y ardientes brillaron, y sintió unos labios defuego que se posaban en su cuello. La voz de José Ignacio suspiró:
—¡Qué maja, mi nena!
III
EL ARBOL DE LA CIENCIA
Por centésima vez, Fuencisla acercose a la puerta y escuchó; nada. Fueentonces al balcón y, apoyando la frente en los vidrios, trató deadivinar, en la semioscuridad, la silueta de José Ignacio; nada.Anochecía; desde las tres de la tarde había dejado de nevar, y un cielogris, negruzco, cubierto de espesos nubarrones, pesaba anonadante sobrela tierra. El jardín, bajo el sudario de nieve, tenía un aspecto trágicoy desolado; al otro lado de las tapias; la llanura extendíase blanca,inacabable, como una estepa inhabitable. Fuencisla, sobrecogida por elsilencio y la soledad, cerró las maderas del balcón y encendió lalámpara de petróleo, que esparció su claridad, primero amarillenta,vacilante, luego intensa, por el divino nido de amor. La lugareña echóunos troncos en la chimenea, y temerosa, inquieta, sentose a la vera delfuego.
La profanación habíase realizado. Los temores de un golpe de mano en elpalacete que abrigaba José Ignacio, lleváronles a abandonar el pabellóndel jardín para vivir allí; lo destartalado e inconfortable del resto dela casa recluyoles en el santuario.
Dormían abajo, en la pequeñaantesala, pero pasaban las veladas en el cuarto de María de la Luz. Enun principio, él opúsose a lo que consideraba abuso de confianza; peroFuencisla, tan tímida, tan cobarde, tan insignificante siempre, sentíaseatraída por una fuerza irresistible, y halló razones y palabras con quéapoyarlas.
Sin embargo, había algo a que él, en su recta conciencia,negose siempre, y ese algo era violar el secreto de aquellos muebles,abrir los cajones, los armarios, los cofrecillos, todos los sitios dondedormía el por qué del embrujamiento de María de la Luz.
Fuencisla, inquieta ante la larga ausencia de su marido, que habiendosalido para girar su visita de guardián a la posesión antes derecogerse, llevaba más de dos horas fuera, acercose a la puerta, y,abriéndola, exploró la galería, sumida en silencio y tinieblas. Unabocanada de frío y de olor a abandono, que le azotó el rostro, hízoleretroceder estremecida de misterioso pánico. Otra vez, sola en laestancia, paseó los ojos azorados por los rincones, como si esperase versurgir de ellos el secreto. Al fin detúvolos en una secretaire dericas maderas, adornadas de bronces y porcelanas. ¡Allí estaba la clave!Aproximose al mueble y lo examinó curiosamente. No tenía llave nivestigios de cerradura, que, indudablemente, quedaba oculta por losbronces.
Sus dedos, torpes, de lugareña, tantearon los adornos, y depronto, como por obra de magia, sonó un débil crujido, y la compuertaabriose lentamente, dejando ver el interior lleno de minúsculosdepartamentos, cerrados con esos cándidos secretos que tanto gustaban anuestros abuelos. Repuesta del primer pavor, la curiosidad venció almiedo supersticioso y abrió un cajón. Cartas atadas con cintas decolores, flores marchitas, pedazos de cinta... Abrió otro: unas cartas,retratos de un guapo mozo, apuesto y fanfarrón; una corona dorada condos cierres de piedras preciosas, un libro de versos... Deletreó:«Amor». Ya sólo quedaba el departamento central, que fingía la puertadorada de misterioso alcázar. Una ligera presión aún y la puertecitaabriose, dejando caer una avalancha de papeles: libros, muchos libros,estampas de gentes desnudas, grabados de un libertinaje obsceno, figurasambiguas, extrañas, inquietantes, gentes que se retorcían en posturasinverosímiles, monstruos nunca vistos... Y todo ello en una apoteosis,en una exaltación ferviente, apasionada, mística, casi diabólica de lacarne.
Fuencisla cerró los ojos para no ver aquello, pero el ruido dealguien que entraba hízoselos abrir con sobresalto. ¡Su marido!
Entró José Ignacio aterido de frío y acercose a ella, que le reprochabaquedamente:—¡Cuánto has tardado!
No contestó él, y estrechola entre sus brazos. Fue una caricia larga,voluptuosa, impregnada de deseo, en que los labios subían de la boca alos ojos en suave cosquilleo y tornaban a descender hasta la boca, paraposarse allí voraces, en un lento sorber de vida. Ella, a su vez, caídasobre el pecho del varón, abandonábase en un arrobo sensual, con undeseo loco de que la tomara allí mismo, de que la macerase, la anonadaseen una caricia de macho fuerte y vencedor. Aquello no era ya el humildeamor cristiano que santificase antaño su unión, aquello era unadelección enfermiza, apasionada y triste; era el monstruo de ciententáculos y sed inaplacable; era el abismo que no se ciega nunca; erael mar sin fondo; la cosa misteriosa e inquietante que los paganosllamaron la voluptuosidad y los cristianos el pecado. De pronto, JoséIgnacio rompió el abrazo y acercose al mueble:
—¿Por qué?...—comenzó a interpelar con el ceño fruncido.
Fuencisla explicose balbuciente. Ella no tenía la culpa; limpiando losdorados apoyó el dedo en un resorte, y el armario abriose solo... Perosu marido ya no la escuchaba. Cautiva su atención de las estampas,habíase puesto a examinarlas.
Fuencisla, lentamente, aproximose a él, yjuntos comenzaron nuevamente el registro. La Historia Sagrada, elPaganismo, los mitos del mundo antiguo, desfilaban por los cartones enuna turbadora sucesión de desnudos bellísimos o lamentables. Y
mientrasla luna visitaba a Eudimion en su encantadora gruta y Parsifae seentregaba al toro, la mujer de Putifar ofreció a José el banquete de sussenos desnudos, y los santos medioevales eran tentados por el Malo.
Había acabado la serie de dibujos, y poseídos ahora de una ansia loca desaber, era el secreto de las cartas lo que violaban con la macabravoluptuosidad de los necrófilos profanadores de sepulturas. Desatadaslas cintas, los trozos de papel, amarillentos por los años, mostrabanlos largos períodos, apasionados, tiernos, incoherentes. Con trabajo, elcampesino comenzó a deletrear al azar:
—«... No puedo vivir sin ti—decían aquellos trozos de letra nerviosa yapretada en uno de los párrafos—. A todas horas del día y de la nochetengo tu imagen adorada ante mí. No es la sensación dulce y resignadadel bien perdido: es algo tormentoso, violento, asolador; algo que secami cerebro y pone calentura en mis venas. Siento la obsesión de tusojos, de tus labios, de tu cuerpo todo; la obsesión atroz, alucinante,de la voluptuosidad exquisita, única, que brota de cada uno de tusgestos, que flota en la más leve de tus sonrisas y se deslíe en la luzverde de tus miradas... ¡Ah, la obsesión de la voluptuosidad que seexhala de tu cuerpo como un perfume perverso y embriagador!...»
Otro decía:
—«... ¿Por qué para nosotros el amor no ha sido nunca esa cosasentimental y melancólica que es para otras gentes? Para nosotros, elamor ha sido una batalla que ha tenido mucho de horror bíblico; paranosotros, el amor ha sido un fuego infernal, devorador, doloroso ysublime, inmundo y divino!... ¡Ah, el amor, tu amor, el amor único,hecho de llamas del infierno, de cieno y de luz! ¡Ah, el portentosoencanto de tu cuerpo moldeado para el placer, el sabio anhelo de tusbrazos, el arcano delicioso de tus labios!...»
En otra aún:
—«¡No puedo más! Hoy, en la horrible soledad de mi garçonière, heinvocado al Demonio, le he pedido el bien de tu cuerpo en cambio denuestras almas. Para nosotros, el alma no ha sido más que la lucecillatemblorosa que ha iluminado los ritos nefandos de la carne!... He pasadouna noche atroz. Horas y horas he llamado a Satanás. Me he revolcado enel lecho como un perro rabioso y he gemido tu nombre. ¡María de la Luz!¡María de la Luz! Te necesito: tus labios son la única fuente en quepuedo apagar mi sed de amor; tus ojos los únicos faros que puedenguiarme en la oscura noche de mi alma...»
Dejaron de leer. Un río de lava ardiente corría por sus venas; unasensación de anhelo, pleno de angustia y de delicia, desconocido hastaentonces, adueñábase de ellos. En los ojos de José Ignacio habíafulgores de vesania, y en las mejillas de Fuensanta rosetones de fiebre.Sentían el vago pavor que anuncia la presencia del Enemigo; pero unafuerza desconocida, superior a su menguada voluntad, les impulsaba aseguir, a seguir siempre por las ardorosas veredas de aquella vida enque se internaban como en un jardín maldito. Tendieron las manostemblorosas y abrieron otro cajón. En el fondo había un pequeño estuchecuadrado, envuelto en un papel, con una palabra escrita:
«Yo. María dela Luz». Apretaron el cierre y una miniatura prodigiosa se ofreció a suvista.
Sobre el fondo clásico de un jardín pagano, una mujer toda desnuda, enel triunfo de su belleza admirable, jugaba con un cisne. Era blanca comola leche, grácil, aérea, casi irreal. En sus pupilas verdes dormían lasaguas de un lago misterioso. Tenía los senos firmes, suave la línea deltorso, largo y fino el cuello y rubio el cabello, prendido por doradacorona a la moda de Grecia. Poseía la gracia de Venus, la altivez deJuno y la resolución de Minerva.
Los dos permanecieron mudos, extáticos, ante la aparición. De improviso,los ojos de José Ignacio claváronse, alucinados, en Fuencisla, mientrasmurmuraba:
—¡Se parece a ti!
Halagada en su femenil vanidad, sonrió ella, y, sin saber lo que hacía,buscó maquinalmente la corona vista antes en el museo de recuerdos. Laencontró y colocósela sobre las ásperas greñas.
El paleto contemplola embebecido, y preso en una fiebre de deseo, gimióimplorador:
—¡Desnúdate!
No se sublevó el pudor de la campesina. Lejos, muy lejos de toda ideaconvencional, perdida en un extraño laberinto, obedeció.
Fue una escena ridícula y caricaturesca; una de esas atroces ironíasconque los humoristas flagelan los desvaríos humanos, agravada ahora porla exquisita elegancia del fondo. Las burdas prendas de la indumentariapuebluna iban cayendo: primero, la toquilla color naranja y el delantalde percal azul; luego, los refajos, polícromos, huecos y abultados; trasellos, el cuerpo de lana negra; siguioles el corsé gris, deforme yremendado, las rojas medias de punto, la camisa de arpillera, y, al fin,libre de velos, lamentable y repulsiva como una monstruosa deformaciónde la divina imagen de María de la Luz, el espejo reflejó la figuradesnuda de la paleta. La cara y el cuello, rojos, ásperos, curtidos porel aire y el agua fría; los brazos, hinchados; las manos, juanetudas:los pechos, flácidos; el vientre, hinchado, hidrópico; las piernas,zambas, y los pies, deformes, aplastados, anchos como remos de unpalmípedo; tenía la figura una repulsión alucinante de pesadilla Goya.
José Ignacio, los ojos brillantes y las manos temblorosas, saltó sobreella y la tendió sobre el lecho de sedas y encajes.
IV
EL JARDIN DE HÈCATE
—¡Jesús! ¡Jesús! Si Dios quiere que no les haya pasado nada a esascriaturas, le aseguro a usted que regalo la casa para fundar un conventode la Trapa o de alguna Orden bien severa, donde no haya cuidado de queel Malo haga de las suyas. Y la marquesa abanicose precipitadamente.
Don Rosendo, el venerable capellán, instalado a su lado en el viejo landeau
que
les
llevaba
al
Laberinto,
sonrió,
asegurandotranquilidad:
—No les habrá pasado nada. Cálmese la señora.
—¡Dios le oiga! Pero le aseguro a usted que tiemblo cada vez que meacuerdo de mi pobre hija! ¡Si aquella casa está embrujada! ¡Ha sido uncrimen, un verdadero crimen mío enviar a esas criaturas ahí!
Siempre conciliador, aseguró el anciano:
—No habrá pasado nada; pero, de todos modos, a la señora no le cabeculpa ninguna. La guió la mejor intención: la de hacerles un bien...
Callaron, y durante un largo espacio de tiempo permanecieron sumidos ensus meditaciones. Hacía un calor tropical, y un sol calcinador caíaimplacable sobre los yermos campos de Castilla.
El desvencijado vehículoavanzaba por la blanca carretera entre nubes de polvo; los mosconeszumbaban con pesadez obsesionada, y de tarde en tarde un pájaro cruzabasobre el cielo añil en la bochornosa quietud de la atmósfera. Unasensación de invencible sopor pesaba sobre todo y sobre todos, y loscampos de
tojos
y
trigales
parecían
asolados
por
una
hecatombegeológica.
—¡Qué ganas tengo de llegar!—murmuró la dama—. ¡Nunca he estado taninquieta, tan nerviosa!
—¡Paciencia!—confortó el capellán—. ¡Ya falta poco!
En la lejanía, como un oasis en el desierto, desvastado por aquel sol dejusticia, divisábanse las arboledas de la quinta. Al fin llegaron, eimpacientes hicieron repicar la campanilla. Pasó un rato sin que nadieacudiese al llamamiento. Volvieron a tirar del cordón muchas veces, peroinútilmente. La finca parecía deshabitada. Entonces Pacorro, el cochero,saltó la tapia, y ya dentro, franqueó la entrada a la marquesa y alcapellán.
En la casa del guarda no había nadie, y como permanecía cerrada a piedray lodo, en vez de perder tiempo en tratar de penetrar allí, avanzaronhacia el palacete.
El jardín, abandonado, tenía la salvaje frondosidad de una selva virgen;los caminos se habían borrado al crecer de la hierba y de las plantasparásitas; árboles y arbustos se enlazaban, formando misteriosasmurallas de verdura; en las fuentes, los líquenes y las adelfas cubríanel misterio de los quiméricos espejos, y por todas partes flotaba unasensación de abandono, sobre la que se alzaba el canto de los pájaroscon ensordecedora algarabía.
Caminaban trabajosamente, apartando los jaramagos que obstruían el pasoy les desgarraban las vestiduras. De pronto, la marquesa se detuvo,ahogando un grito, y muda de horror llevose las manos al corazón.
Por una avenida de geranios en flor avanzaba lentamente Fuencisla,arrastrando guiñapos de seda que apenas cubrían sus carnes. Como unaOfelia de pesadilla, monstruosa y grotesca, coronaba su frente de liriosy margaritas, y sus dedos deshojaban una rosa. Tras un macizo de hojas,José Ignacio, un José Ignacio primitivo, negro, desnudo, repulsivo, leacechaba.
La marquesa se santiguó. Acaba de ver reflejada por el sol la sombra del Demonio que huía.
LAS PRECIOSAS RIDICULAS
Las encontramos al través del mundo, casi siempre en la feria de losmillonarios, los reyes sin trono y los aventureros, y nos hacen unareverencia muy siglo XVIII, una reverencia que dice aún de una Arcadiade guardarropía, con pastoras de chapines de raso y Amarilis de zamarrade terciopelo azul, ocultas en los convencionales boscajes del Trianón;o esquivan con la mano un gesto de colegiala tímida, un gesto digno delas damiselas del año sesenta, que usaban miriñaque, peinaban bucles,cantaban arias sentimentales y se sabían de memoria los versos deAlfredo de Musset; o se inclinan con un saludo grave y severo, lleno deaustera dignidad.
Unas, pintadas, repintadas, llenas de gasas, sedas, tules, terciopelos,lentejuelas, flores; con grandes pelucas cargadas de rizos yempenachadas de plumas; al cuello, collares de admirables
perlas(falsas,
naturalmente);
son
mundanas,
conversadoras exquisitas,benévolas para las debilidades ajenas, discretas hasta ignorar todoaquello que no deben de saber, serviciales, decorativas. Otras, sonalocadas, con un grato barniz de diletantismo, prontas siempre a ser lamusa que recite la estrofa del poeta de moda, acompañe al piano alvirtuoso millonario, o a la heredera acometida de furor filarmónico, quese cree una Patti o una Storchio, cargue con la culpa de cualquierdesafinación e inicie los aplausos. Otras, en fin, son devotas yfilantrópicas; hablan de la caridad y del sacrificio, y en la humildadde sus atavíos de santas laicas tienen un gran prestigio derespetabilidad.
Y todas son siempre las mismas. Siempre el mismo rostro, igual atavío,las mismas palabras, idénticas ideas. Jamás se les conoce ni una granpena ni una gran alegría; nunca una queja, ni una mueca de dolor, ni ungesto de fatiga, ni un ademán de impaciencia. Las decorativas, vivensiempre sobre el fondo banal de un paisaje de Boucher o de Watteau; lasrománticas, entre las páginas de La Melitona; las devotas, inflamadasen las santas palabras de la caridad cristiana. Pero ni las unas sesalen de un paso de minuetto, ni las otras del compás de una sonatasentimental, ni las últimas del cristianismo que resbala cristalino porlas páginas de Fray Luis de León o de Ruisbrook, el Admirable. Nadaque desentone, nada que rompa la armonía.
Un día desaparecen. Aun después de muertas, su recuerdo nos arranca unasonrisa. Y cuando llega la hora suprema de los balances, sabemos casisiempre que en aquellas vidas que transcurrieron a nuestro lado, y delas que veíamos lo que de un actor se ve desde la sala del teatro, nohabía nada sino un vacío inmenso, que ellas cubrían con guirnaldas deflores de trapo.
Pero también sabemos alguna vez que en ellas había ungran dolor, una gran amargura, una gran vergüenza, un vicio, y aun,raramente, un crimen.
MADAME D'OPPORIDOL
—La princesa Charlensko.
—¿Rusa?
—Rusa.
—¿Princesa auténtica?
—¡Lo más auténtica posible!
Después de saludar a la eslava, que, fastuosa en su pelliza de renardbleu y su sombrero empenachado de plumas negras, desfilaba con aireespléndido de gran señora, más de notar en el cosmopolitismo ferial del restaurant elegante, Julito Calabrés tornó a sentarse entre Olmeido yel marqués del Valle.
Estábamos en el Carlton Grill acabando de almorzar. Era día decarreras, y bajo la claridad de las luces eléctricas, que ocultas traslos cristales del techo creaban un día artificial, muy en consonanciacon el público cosmopolita que entraba y salía en incesante vaivén,veíanse mujeres a la moda, abracadabrantes en sus
extraños
atavíos,hombres
de
sport,
banqueros,
personalidades del chic mundial,cortesanos célebres... Era un desfile de Tanagras, de figuras de vasoetrusco y de jeroglífico egipcio, apenas moldeadas por crespones ybrocados, sobre los que resbalaban las pieles y las perlas.
Olmeido, tornado escéptico por sus frecuentes permanencias enCosmópolis, explicó su incredulidad:
—¡Hay tanta princesa de pacotilla por esos mundos de Dios!
El marqués del Valle quitose los lentes, y con la experiencia de susdoce años de viajes, impuestos por no sé qué historias de sadismohabidas en su tierra, aseguró:
—Yo he conocido muchas. Mujeres de teatro a quienes el capricho senilde un lord convirtió en pairesas de Inglaterra; exbailarinas yexqueridas de toreros, transformadas en grandes duquesas consortes, yhasta alguna viuda de reyezuelo medio idiotizado, que, in articulomortis, había hecho reina a una titiritera.
—¡Bah!—interrumpió Julito, incapaz de callar—. Yo también he conocidomuchas... Sin ir más lejos, madame d'Opporidol...
—¿Griega?... ¿Servia?... ¿Albanesa?—interrogó Olmeido.
—Turca; por lo menos, ella lo decía así... Pero os voy a contar lahistoria.
Bebió un sorbo de Chablis, y, entre la atención de sus amigos, comenzó:
—¡Madame d'Opporidol!... ¡Jamás he encontrado tipo más curioso yoriginal que el de aquella mujer! El primer trámite de nuestra amistadfue una reverencia. Sucedió en el hall del Austerlitz. Ya sabéis quealgunas veces, a mi paso por París, cuando estoy muy cansado o tengodemasiadas cosas que hacer, me gusta refugiarme en un hotel tranquilo,huyendo del tráfago del Magestic, del Astoria, del Ritz o el Meurice.Pues bueno: allí la conocí una tarde. Yo había pedido no sé quéaclaración sobre unas señas, en el bureau; el encargado era nuevo y nodaba pie con bola, y yo comenzaba a desesperarme, cuando una vozfemenina vino en mi ayuda. Volvime para dar las gracias, y ento