Octavio lo quitó precipitadamente de la boca.
—Si no fuese porque ya está mordido, tendría placer muy grande endárselo... Pero, en fin, le quitaremos un poco del tallo... (al mismotiempo cortaba la parte que había estado en la boca). ¿Lo acepta ustedasí, condesa?
—Con mucho gusto. Mil gracias.
Estaban ya próximos á la empalizada que circuía la finca, y para novolver por el mismo sitio empezaron á caminar al lado de ella. Apenashabían dado algunos pasos, cuando sintieron por la parte de fuera unaliento jadeante, y vieron en lo alto de la estacada la cabeza de unperro, el cual cayó inmediatamente á sus pies y se puso á ladrarles, sinatender á las razones de don Primitivo, que le decía:
—Ven acá, Canelo... ¿No me conoces, Canelo?... ¿Dónde está tu amo,Canelo?...
El perro recordó que ya había visto aquella cara en otra parte, pero noquiso dar su brazo á torcer ni confesar que se había equivocado, ysiguió ladrando, aunque sin gana y por compromiso.
—¿Qué es eso, Canelo?... ¿Te olvidas de los amigos?...
— Guau, guau, guau.
—¿Dónde dejaste á tu amo, Canelo?
— Guau... guau.
—¿Venís de caza, Canelo?
— Guau...
Por detrás de la empalizada empezó á asomar una escopeta de dos cañones,y se vió un sombrero de grandes alas que ocultaba á medias el rostro deun joven moreno, el cual, con mucha presteza y agilidad, pasó ambaspiernas por encima de las puntas de las estacas, y dando un salto quedóen pie delante del conde.
—¡Hola, Pedro! ¿De dónde vienes?
—Señor conde, fuí á matar un zorro que me dijeron andaba por la matadel tío Bonifacio. En cosa de ocho días le zampó tres gallinas.
—¿Y lo traes?
—Sí, señor; aquí está vivo todavía. No le tocaron más que algunosperdigones en esta pata... ¡No se acerque usted, señora condesa, queestos animales son muy traidores!
—Hola, caballerito—dijo el conde dirigiéndose al zorro, que colgaba dela espalda de Pedro.—¿Conque entretiene usted sus ocios engulléndoselas gallinas del vecindario? ¿Y se figuraba usted que sus proezas nohabían de tener fin jamás?
—Este Pedro—dijo el cura—es un buen muchacho... es un buen muchacho.Nos va despejando la comarca de alimañas. Señor conde, tiene usted unaalhaja en este muchacho... sobre todo es mozo formal y de palabra.
—Señor cura, si no fuí á ayudarle á usted á arreglar la huerta, fuéporque estos días anduve muy ocupadado preparando las cuentas...
—Bien, hombre, bien; yo no te he preguntado nada. No hago más quereferir tus méritos y cualidades al señor conde.
—Es que entiendo bien las indirectas.
—Pedro, deja aquí el zorro y vé á casa por un poco de paja ó hierbaseca.
—¿Qué es eso, le quiere usted hacer cama á ese bicho?—preguntó D.Primitivo.
—Sí; le quiero hacer un lecho cómodo para que se cure.
No tardó Pedro en llegar con una muy bastante cantidad de hierba entrelos brazos, y así que la dejó en el suelo, ordenóle su señor que colgaseel zorro por las patas traseras de la rama más baja de uno de losárboles. La condesa, mientras se practicaba esta operación, alejósevelozmente del grupo y se perdió pronto de vista entre los árboles.Mandó en seguida el conde colocar la hierba debajo del zorro, y sacó delbolsillo una preciosa fosforera de oro.
—¡Hola, señor conde, intenta usted hacer un auto de fe? Ya concluyeronesos tiempos ominosos... ya concluyeron esos tiempos ominosos. El zorrole va á llamar á usted oscurantista, y con razón, sí señor... y conrazón.
El conde se bajó sonriendo y aplicó un fósforo encendido á la hierba.
El zorro, colgado boca abajo, permanecía inmóvil, y nadie le tuviera porvivo á no ser por sus ojos abiertos que giraban lanzando miradasrecelosas á los espectadores. La sonrisa de éstos le contrariabavisiblemente. Empezaban á sonar los chasquidos de la hierba y el fuegoiba cundiendo poco á poco por lo más interno del montón, que lanzó unabocanada de humo espeso. El zorro quedó envuelto por un instante y se leescuchó estornudar.
—Ya le sube el humo á las narices, señor conde—dijo D. Primitivo.
El viento disipó el humo espeso, y el montón comenzó á arrojar unacolumnita de otro azulado y trasparente. Quedó el zorro al descubierto,y observáronse en él señales de una inquietud que iba en aumento. Todosle contemplaban curiosamente y sin quitarle ojo, excepto Pedro, el cual,ajeno totalmente al espectáculo, se ocupaba en sacar el cartucho quemadode la escopeta y en arreglar sus llaves. Una llama brotó súbito de lahierba y rozó el hocico del animal, que sacudió la rama con violencia.
—Ya le come, ya le come, por do más pecado había—dijo riendo el cura.
Tornó á brotar la llama con más fuerza y esta vez se detuvo algún tiempoen el hocico del zorro, que lanzó un chillido áspero, ridículo.
El Canelo comenzó á ladrar furiosamente y fué necesario que su amo lediese un par de puntapiés para hacerle callar. Los espectadoresacogieron con algazara el chillido del animal. El conde no hizo más quesonreir. Por tercera vez salió la llama del montón, próximo ya áconvertirse en hoguera, y envolvió con una horrenda caricia la cabezadel zorro, el cual, tratando de huirla, principió á enroscarse, lanzandoal mismo tiempo continuos chillidos. El perro, sin hacer caso de lospuntapiés de Pedro, no cesaba de ladrar y aullar, corriendo de un lado áotro, unas veces acercándose á la hoguera con las orejas tiesas y lospelos erizados, marchando otras á ocultarse entre las piernas de algunode los presentes. La algazara había ido cesando poco á poco en elconcurso. Los rostros quedaron completamente serios. El conde seguíasonriendo como antes. Quemaba ya la hierba por todas partes ychisporroteaba arrojando pavesas inflamadas que se apagabaninstantáneamente y caían convertidas en ceniza. El día estabaconcluyendo. La mancha negra de la esquina se había extendido cual sifuese aceite por toda la pomarada. Así que la luz de la hoguera trazabacírculos luminosos en ella y corría á veces impetuosamente por debajo dela bóveda iluminando una gran extensión y prontamente se replegabaabandonando el campo á la sombra. Veíanse reflejos vivos y fugaces enlas hojas de los árboles y sentíase en el rostro el calor abrasante delas llamas. El desgraciado zorro seguía enroscándose y retorciéndosepara salvar su cabeza, pero el fuego le tostaba el lomo cruelmente. Unhedor irresistible de pelo quemado se esparció por la atmósfera. Eldolor arrancaba al pobre animal gritos cada vez más extraños ypenetrantes que resonaban de un modo siniestro en el silencio de lapomarada. Á estos gritos desgarradores respondían lúgubremente losaullidos del perro que daba vueltas en torno de la hoguera, espantado ytrémulo.
Un espectador se desplomó y cayó con ruido sordo sobre el césped. Todosacudieron á aquel sitio. Era el señorito Octavio que se había desmayado.Inmediatamente que lo levantaron recobró el conocimiento.
—No es nada, no es nada... muchas gracias... Me pasa esto confrecuencia.
D. Primitivo sacó de las reconditeces de su faltriquera un vaso de metaly corrió á un charco que estaba próximo. Cuando llegó con el vaso lleno,el joven estaba ya de pie y hablaba serenamente con el conde. Mas D.Primitivo no quiso perder el viaje y acercándose cautelosamente á él,sin darle aviso alguno le encajó toda el agua en mitad del rostro.Octavio quedó un instante sin respiración.
—Muuuchas gracias, D. Primitivo... No... había necesidad...
Aunque trató de secarse inmediatamente con el pañuelo, no pudo evitarque una regular cantidad de agua le entrase entre el cuello de lacamisa y la carne, lo cual le produjo escalofríos y estornudos para buenrato.
El fuego había quemado en tanto la cuerda que sujetaba el zorro al árboly el animal había desaparecido ya en la hoguera. Las llamas fuerondecreciendo poco á poco y presto no hubo allí más que un montón decenizas.
—Me parece que es hora de ir aproximándonos á nuestro asilo—dijo ellicenciado Velasco de la Cueva.
—Tiene usted razón, D. Juan—repuso don Marcelino;—la noche se vieneencima, y de aquí á Vegalora todavía hay un paseíto.
Se pusieron todos en marcha hacia la casa. Á los pocos pasos hallaron ála condesa, que salió de entre los árboles con un niño de la mano y elclavel de Octavio en la boca.
Esta vez sintió nuestro joven un fuerteescalofrío de placer que le indemnizó con creces de los tormentos que lehabía hecho sufrir el agua de D. Primitivo. Acercóse rápidamente á ladama y se puso á darle cuenta de su desmayo.
—No puede usted figurarse, condesa, lo impresionable que soy. Esdesgracia nacer con un temperamento como el mío. El médico me dice quesoy un manojo de nervios y que debo evitar todas las emociones vivas, lomismo las tristes que las placenteras...
Pero si he de huir lasúltimas—añadió después de breve silencio y fijando sus ojos tímidos enla condesa—es preciso que no vuelva á parecer por aquí.
—¿Y por qué?
—Porque... la impresión que usted me causa es demasiado placentera.
—¿Sabe usted que sin salir de Vegalora es usted ya un cortesanoperfecto?
Octavio sintióse aún más lisonjeado por estas palabras que por el buensitio que la condesa había otorgado á su clavel, y mientras caminaban endirección á la huerta se enredó en un laberinto de explicacionesmetafísicas sobre las diferencias y afinidades que existen entre lagalantería, el amor, la amistad, la simpatía, etc., etc. Mientras tantoD. Primitivo se enteraba con profunda sorpresa de que Pedro no habíatocado siquiera en el cuadro de las lechugas. El procurador se guardó decomunicar la noticia á sus compañeros, y cuando llegaron á la huerta yse encontró frente á las malhadadas lechugas, que habían tenido laaudacia de espigar motu proprio, bajó la cabeza y pasó de largo sinconocerlas.
—Adiós, señor cura, mañana pasaré á verle en su rectoral. Adiós, D.Primitivo.
Adiós, señor Rodríguez, que no deje usted de visitarnos confrecuencia. Adiós, D.
Juan. Adiós, D. Marcelino.
Octavio se había quitado un guante apresuradamente, y al dar la mano ála señora de la casa le dijo en voz baja:
—¡Qué felices son algunos claveles, condesa!
Todos partieron. El cura les dejó á la salida del villorrio y emprendióel camino pendiente y tortuoso de la rectoral. Los cuatro vecinos deVegalora siguieron la calle de avellanos que conducía al río, salvaronel puente, y una vez en la carretera fué asunto de pocos minutos elponer el pie en la villa. Octavio apenas despegó los labios en todo elcamino. Una nube de pensamientos flamígeros daba vueltas en torno de sucabellera y le impedía ver las que se cernían en las alturas, besadassuavemente por los moribundos rayos del sol. ¡Qué cara pondrían los tresgraves señores que marchaban á su lado si dijese en alta voz lo que ibapensando!
En una de las calles dejaron á D. Primitivo, que se metió en su casa.Más adelante al licenciado Velasco de la Cueva. Por último llegaron ácasa de D. Marcelino. La tienda estaba ya iluminada.
—¿No ve usted qué amigos son de la claridad en mi casa?—exclamó eltendero en tono que no expresaba ninguna satisfacción.—¿Quiere ustedpasar, D. Octavio? No tardará la gente en llegar.
—Con mucho gusto. Pase usted, D. Marcelino.
—Pase usted, D. Octavio.
—Pase usted, D. Marcelino.
V
La tienda de D. Marcelino.
AUNQUE mucho más clara de lo que su amo hubiera deseado á tales horas,la tienda no era, á decir la verdad, un farol veneciano. Toda suiluminación se reducía á una lámpara de petróleo colgada en el centro dela estancia sobre el mostrador. Y
como quiera que la tienda era grande yla lámpara tenía pantalla, su luz blanca y crecida, en forma demariposa, no conseguía traspasar los polvorientos cristales de losarmarios. Si no supiéramos, pues, hace tiempo, que D. Marcelinocomerciaba en paños y bayetas, no era fácil que ahora nos informáramosdel contenido de tales armarios. El mostrador iba de una á otra pared álo ancho y era oscuro, y estaba resplandeciente por el uso lo mismo quesi lo acabasen de barnizar. Había clavadas en él algunas monedasfalsas, y en uno de sus extremos se veía una pecera sucia por la cualnadaban algunos pececillos colorados. Detrás del mostrador, y en unrincón de la tienda, una mesilla rodeada por un enrejado de maderapintada de verde. Era el escritorio; el paraje más temible y peligrosode la comarca. Decía Paco Ruiz á sus amigotes del café que prefería ir ámedianoche al cementerio á llegarse á las doce del día al escritorio deD. Marcelino.
El contenido oficial (digámoslo así) del establecimiento, y por el queD. Marcelino pagaba su contribución, si es que la pagaba, que no estamosseguros, eran los paños y las bayetas. Mas podemos afirmar, bajo palabrade honor, que un día hemos visto entrar á un niño pidiendo media librade fideos y se la dieron; otro día entraron varios jóvenes por cohetes ysalieron con ellos; y, finalmente, en cierta ocasión entró una mujerpidiendo sanguijuelas y observamos que satisfacían su demanda. Y si D.Marcelino no era exclusivo en la naturaleza y circunstancias de susmercancías, fuerza es confesar que aún lo era menos en el carácter yopiniones de los tertulios que cotidianamente invadían su tienda. Allíacudían, como todo el mundo sabe, personajes tan arcaicos y retrógradoscomo D. Primitivo, don Juan Crisóstomo, el cura de Vegalora y el de laSegada; conservadores partidarios del justo medio como D. Lino Pereda,D. Ignacio Valcárcel y otros; liberales templados como D. BaltasarRodríguez, el juez y el promotor fiscal, y, por último, republicanosfederales socialistas con todas sus consecuencias como Paco Ruiz y susabio amigo el joven krausista Homobono Pereda, hijo de D. Lino.Fáciles son de presumir los zipizapes de que sería teatro en muchasocasiones el establecimiento de D. Marcelino. Por fortuna éste tenía lasaludable costumbre de dar la razón á todos y cada uno de loscontendientes. De esta suerte nadie se encontraba solo en la defensa deninguna causa y la irritación nunca podía alcanzar un grado peligroso.
Cuando nuestros amigos penetraron en la tienda, las únicas personas queen ella había eran D.ª Feliciana y su hija Carmen cosiendo debajo de lalámpara, y Paco Ruiz sentado sobre el mostrador con las piernas colgandohacia fuera, que se balanceaban suavemente como dos péndulos.
—¡Hola! ¿Vienen ustedes de visitar á la ilustre familia de losTrevia?—dijo Paco Ruiz, que era un mozo guapo y arrogante, de ojosnegros expresivos, barba recortada y que á la sazón mordía, cerrando losojos voluptuosamente, un magnífico cigarro habano.
—Sí, venimos de la Segada.
—¿Repartían por allá monedas de cinco duros?
—Lo que se repartía cuando fuimos era un sol magnífico capaz dederretir las piedras.
—¿De manera que usted cree que yo no debo ir á la Segada?
Paco Ruiz dijo estas palabras con gravedad cómica. D.ª Feliciana yCarmen rieron.
—¡Siempre ha de ser usted el mismo!—repuso D. Marcelino un pocoamoscado levantando la tabla del mostrador para entrar.
Efectivamente, Paco Ruiz siempre era el mismo, esto es, siempre era unjoven más chistoso que afable y más desvergonzado que chistoso.Pertenecía á una antigua aunque arruinada familia de Vegalora. Parasubvenir á sus muchas necesidades no tenía otras rentas que el tresillo,el golfo y el monte, en cuyos juegos, al decir de la villa, era unasombro de habilidad. Cinco ó seis horas de casino todos los días lebastaban para gastar más con su persona que otros muchos con toda sufamilia.
Vestía con lujo, pero caprichosamente y sin someterse á lamoda: traía sortijas de valor en los dedos y fumaba los mejores cigarrosde la provincia. ¿Por qué era republicano?
Nunca hemos acertado ácomprenderlo. Verdad que se reía de las preocupaciones nobiliarias ydecía muy buenos chistes á propósito de los conservadores; pero con todoeso, puede dudarse que hubiese en el fondo hombre más orgulloso ylinajudo que Paco Ruiz. Es posible que este muchacho encontrase muyoriginal el ser demócrata perteneciendo á una familia aristocrática, yque sólo buscando la belleza de tal contraste hubiera venido á dar consus huesos en el partido liberal más avanzado.
Octavio pasó también con D. Marcelino al interior de la tienda y sesentó al lado de Carmen, y le dijo en voz baja algo al oído. La niña lerespondió igualmente en voz baja, con mucha amabilidad.
Carmen era una niña hermosa, infinitamente más hermosa que su padre.Acababa de cumplir los diez y ocho años, y era blanca como la leche yrubia como el oro. Su madre también lo era. Tenía los ojos azules,oscuros y profundos como el mar, y como en éste, también fingía la mentedetrás de su misterio palacios encantados de cristal y jardinesdeslumbradores. ¡Parecía increíble que tal pimpollo fuese hijo delpuerco espín de D. Marcelino! Cuando más niña, la llamaban en la villa el angelito. Ella se incomodaba mucho y solía venir á casa llorandocuando al salir de la escuela los chicos la seguían apodándola de estemodo. En efecto, era difícil imaginarse nada más lindo y más aéreo queCarmen á los doce años. Con la edad, y al hacerse mujer, los contornoscelestes y angélicos se habían borrado un tanto, pero nada había perdidopor eso su belleza. Sobre las líneas puras y gloriosas del querubín, lanaturaleza había trazado otras más curvas y terrenales que le iban ámaravilla.
Además, tenía un modo de mirar dulce, rápido y lleno de timidez queseducía á la gente joven de la villa. Cuando lanzaba una de esas miradasfugaces y vivas como un relámpago de estío, parecía que el alma seasomaba un instante á los ojos, poníase al tanto de todo y se entrabaotra vez, y velozmente, en su retiro. Hablaba poco y sonreía á menudo.Los tertulios viejos de D. Marcelino no tenían boca bastante paraelogiar su modestia y afabilidad. Los jóvenes no hallaban términossuficientes para exaltar su belleza.
—Conque diga usted, D. Marcelino, y no se ofenda, ¿el conde viene tanloco como se fué?
—Vaya, vaya, veo que está usted de mejor humor que yo.
—Me han contado cosas graciosas de su vida en Madrid. Últimamente le hadado, según me han dicho, por bañarse todos los días en una porción deaguas, hasta que la última quede siempre tan cristalina como antes demeterse en ella. El mejor día le van á salir escamas al pobre señor,aunque ya me parece que vive escamado... y hace bien, porque su mujervale lo que pesa.
—Vamos, Paco, no sea usted malo—exclamó D.ª Feliciana con una muecaque revelaba la influencia fascinadora que sobre su alma ejercía lamurmuración.
—Si usted fuera á dar crédito á todo lo que se dice, Paco—añadió D.Marcelino,—
pasaría la vida escuchando necedades.
—Pero, hombre de Dios, ¿quiere usted decirme á mí lo que es esecaballero? ¿Pues no le he visto soltar un tiro á una yegua que le habíacostado diez mil reales, porque se le encabritó cerca del puente nuevo?¿Y no recordamos todos cuando andaba por esas calles vestido de drilblanco en el mes de Enero?
—Á mí me contó Dolores, la doncella que dejaron aquí—apuntó D.ªFeliciana,—que recién casado con Laura la obligaba á sentarse en unamecedora y él se sentaba frente á ella en otra, y pasaba horas enterasmeciéndose, sin quitarla ojo.
—¡Estaría divertido, como hay Dios!... Pero eso también lo hacía D.Marcelino con usted.
—¡Ya lo creo! Nosotros los plebeyos no podemos darnos el gusto de tenerextravagancias como ustedes los aristócratas.
—¡Adiós! Ya se enfadó D.ª Feliciana.
—¡Buena tonta sería en enfadarme por una simpleza como ésa! Me pareceque ya debía estar acostumbrada á sus ocurrencias.
— Nosce te ipsum, D.ª Feliciana. Usted está enfadada y no lo conoce.Meta usted la mano en el pecho y se hará cargo...
—¡Cállese usted, hombre!—exclamó la señora riendo.—Á usted hay quemeterlo en salmuera para que no se pierda.
—Está visto, D.ª Feliciana no puede enfadarse conmigo.
Y así era la verdad. El espíritu de aquella señora guardaba en susadentros notables afinidades con el del jugador. Ambos se comprendíanadmirablemente. Para D.ª
Feliciana, encerrada noche y día detrás delmostrador y ocupando todas las horas de su existencia en ir levantandopoco á poco y ochavo á ochavo la fortuna de su marido, Paco Ruiz, consus dichos picarescos, á los cuales daba realce la constante gravedad desu fisonomía, representaba el teatro, el baile, las joyas, los vestidos;todo lo que constituye el recreo y á menudo la felicidad de una mujer.Para el jugador, D.ª
Feliciana era un ser despreciable, como todos losde la creación, pero que le comprendía, alcanzando el valor de susfrases. En muchas ocasiones, pues, y cuando se enredaba en los plieguesde un humorismo harto sutil, Paco se veía en la necesidad de hablarsólo para doña Feliciana. El resto de la tertulia adivinaba de un modovago la malignidad de que estaban cargadas las palabras, pero no ibahasta el fondo de su significado.
Llegó, en esto, á la tienda un señor como de sesenta años de edad, alto,delgado, vestido todo de negro y con sombrero de copa. Y á propósito delos sombreros de copa, hay que decir que en Vegalora sólo había sietepersonas que lo gastasen á diario, entre las cuales se contaban ellicenciado Velasco de la Cueva, el juez, D. Ignacio Valcárcel y elcaballero de las patillas blancas, que ahora da las buenas noches á lospresentes
con
una
reverencia
protectora
que
indica
claramente
la
enormerespetabilidad de que gozaba.
—Buenas noches, D. Lino—dijo Paco.—¿Dónde ha dejado usted á Homobono?
D. Lino tosió dos ó tres veces, se sentó con mucha calma y se dignóresponder al cabo de algunos instantes:
—Homobono, entregado al estudio con harto más ahinco de lo que aconsejala higiene y la prudencia, no vendrá hasta dentro de un rato.
—Tiene usted un hijo de mucho provecho, don Lino. Bien que, siendorepublicano, no hay para qué añadir que es un joven excelente.
D. Lino tosió otras tres veces y dejó trascurrir bastante espacio entrela tos y el discurso.
—¿Qué se os alcanza á vosotros todavía sobre los altos asuntos de lapolítica? Como sois unos muchachos (Paco tenía treinta años), camináisdesenfrenados persiguiendo un ideal de todo punto imposible. (D. Linovuelve á toser y prosigue su oración firme y pausadamente, como hombreque posee una renta de cinco mil duros en bienes raíces.)—¿Nuncaobservasteis cómo el hombre que corre mucho para llegar á un punto ámenudo cae y se inutiliza y no consigue jamás su propósito? ¿Y cómo elque á su lado camina lenta pero seguramente suele dar cima á su empresay logra ver colmados sus deseos?...
—Pero, D. Lino, ese argumento no tiene fuerza, porque...
—Espera, hombre, espera; déjame terminar; los jóvenes sois muyprecipitados.
(Nueva y prolongada pausa.) Pues de la misma suerte queentre estos dos caminantes el segundo es el juicioso y el primero elinsensato, y el uno consigue su intento, mientras el otro derrochaestérilmente sus fuerzas y las consume, así en el gobierno de lasnaciones...
Enredóse una discusión política que se prolongó bastante tiempo.Repitiéronse hasta la saciedad todos los lugares comunes que á la sazónllenaban las columnas de los periódicos.
Si á D. Lino le faltase este cachito de discusión que por su edad yprestigio venía siempre á reducirse á un monólogo conservador, notendría ganas de cenar al irse á casa. Paco Ruiz le respetaba mucho másde lo que podía esperarse de su carácter díscolo y desvergonzado, locual no sabemos si procedía de la amistad que le unía á su hijo Homobonoó de otra mayor razón.
Durante la discusión de Paco y D. Lino, fueron entrando en la tienda ysentándose en los bancos forrados de gutapercha algunas figurassilenciosas, que resultaron ser las del juez, don Ignacio Valcárcel, elpromotor, el médico y otros dos caballeros.
Callaron buen rato y atendieron á las razones que ambos contendientes searrojaban al rostro; pero observando su escasa ó ninguna novedad, sepusieron á hablar entre sí.
D. Ignacio fué el primero que se volvióhacia sus compañeros entablando conversación.
No le gustaba escuchar, según decía, sino cuando le enseñaban algo. Poreso él, siempre que hablaba vertía raudales de ciencia enseñando á susoyentes á qué hora se había levantado, si el chocolate le habíaproducido algún ardor en el estómago, cuál era su paseo favorito, silas últimas botas que le hicieron habían resultado buenas, en quépostura dormía más á su gusto, etc., etc. Estos conocimientos no salíande la esfera de su personalidad. Si D. Ignacio fuera un poeta inspiradoó un gran filósofo ó un estadista notable, tendrían, á no dudarlo,bastante importancia, sobre todo cuando se tratase de escribir subiografía; pero, desgraciadamente, no sentía ninguna afición á lasmusas, odiaba á los filósofos, y en cuanto á la política, quedabareducida su actividad á leer El Tiempo, por lo cual no diremos más desu carácter ni de la influencia que ha ejercido sobre su siglo.
Un grupo de mujeres, abrigadas con mantones grises y envuelta la cabezaen sereneros de estambre de varios colores entró en la tienda,animándola repentinamente con una ráfaga de saludos y movimientosdesordenados. D.ª Feliciana y Carmen se levantaron y salieron árecibirlas. Hubo por breve rato besos sonoros en las mejillas, risasdescompasadas y preguntas sin fin. Todas aquellas señoras querían hablará un tiempo, todas tenían en su cabeza un mundo de pensamientosreferentes á si habían salido ó no de casa el día anterior, á si habíantraído el calzado fuerte por causa de la humedad, á si habían cenadoprimero que otras noches ó si estaban acatarradas ó no habían tenidohumor para peinarse, etc., etc., que necesitaban echar fuera cuanto másantes y sin darse punto de descanso. Ya un tanto sosegadas, D.ªFeliciana propuso que se pasara á la trastienda, y allá se fueron lashembras acompañadas de Paco Ruiz, el promotor y Octavio. Los caballerosquedáronse en sus puestos. Y es fama que en toda la noche el infeliz D.Ignacio no pudo aprender nada, gracias á la prodigiosa facundia de D.Lino.
Una vez en la trastienda, que era una sala cuadrada bastante sucia,vestida de estantería de madera llena de piezas de paño y sembrada,sobre todo hacia los rincones, de multitud de objetos polvorientos yenmohecidos, las señoras se despojaron de sus abrigos. En el centrohabía una gran mesa cubierta con tapete azul, y colgando sobre ella unalámpara idéntica á la de la tienda. Sentáronse todos con gran algazaramoviendo las sillas mucho más de lo necesario. Octavio se sentó al ladode Carmen, sin que nadie se acordase de disputarle el sitio, antes porel contrario, se observó por varias de las señoras que D.ª Feliciana,distraídamente sin duda, soltó velozmente la silla que tenía cogida allado de la de su hija cuando nuestro joven se acercó á ella.
—Venga esa bolsa, Carmelita—dijo Paco, que andaba dando vueltasalrededor de la mesa, metiendo la cabeza entre las señoras, hablando yriendo con todas;—¿dónde la ha puesto usted?
—Ahí, en el segundo estante, á la izquierda... cójala usted.