El Señorito Octavio by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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La verdad es que Carmen estaba formada de una pasta muy distinta de lade su novio. Por su natural era poco á propósito para sondear lasprofundidades más ó menos ridículas y extravagantes, pero siempreespirituales, del carácter de Octavio. Hubiera preferido, sin duda, unosamores menos alambicados, un novio más á la pata llana, que hiciera loque los demás, esto es, que la acompañara en paseos y romerías, lecontase las especies que corrían por la villa, le dijese que la queríacuando viniese á cuento y en términos lisos y llanos; y si alguna vez leentraban tentaciones de ser más tierno que de costumbre, le diesebuenamente un beso en las mejillas y no en la punta de los dedos ó en elpelo, como hacía el suyo.

Cuando los condes de Trevia llegaron al país, los amores de Octavio yCarmen contaban cerca de dos años de existencia. En este tiempo loscaprichos del uno y la resistencia de la otra habían ido cediendopaulatinamente. Ambos se habían llegado á acostumbrar y reñían conmenos frecuencia y hubieran concluído por casarse sin la aparicióninopinada en Vegalora de la condesa de Trevia. Pero esta noble señoratuvo el privilegio de resucitar inmediatamente, y á la primeraentrevista, todas las ilusiones amortiguadas de nuestro héroe,removiendo de una vez el depósito de aficiones, esperanzas y sueñosseductores que yacían desmayados en el fondo de su alma. Y en verdad quenadie que tuviera ojos en la cara y alguna inclinación artística en elcorazón lo extrañaría.

Pocas mujeres pudieran hallarse que reflejasen en su fisonomía másnobleza, bondad y ternura, ni que supiesen unir de modo más dichoso unamodestia sincera á una firmeza y elegancia en sus modales que alguna vezla hacían aparecer altiva y desdeñosa. Precisamente esta última cualidadera la que más atraía y encantaba al hijo de D. Baltasar. Avezado altrato insustancial y vulgar de las jóvenes de Vegalora, que sin motivose reían estrepitosamente ó se mostraban serias como un regidor deayuntamiento, de esas niñas que observan las corbatas que uno tiene ylas botas que trae y se enfadan si no se las saluda á una legua dedistancia, y se hacen almíbar así que un joven rico se acerca á darleslas buenas tardes, la condesa fué para él una revelación ó, por mejordecir, la realización viva, hecha carne y al alcance de la mano, de loque los libros le habían ya revelado. Cuando se acercaba á saludarla ytocaba sus dedos finos enguantados y aspiraba el perfume delicado que seescapaba de su persona, como si fuese cualidad de ella y no afeite deltocador, y escuchaba su voz siempre entonada discretamente y veía vagarpor sus labios una sonrisa distraída y melancólica, se acordaba de lasheroínas que sucesivamente habían ocupado su fantasía y se decía que lacondesa nada desmerecía á su lado. Cuando volvía de la Segada después dehaber pasado algunas horas cerca de ella y entraba por los suciosarrabales de Vegalora, nuestro señorito dejaba escapar siempre unsuspiro y se pasaba la mano por la frente. Allí se rompía el encanto. Lanube brillante que le envolvía durante el camino volaba á unirse con lasque el sol besaba antes de morir.

Una tarde se hallaban ambos asomados de bruces al balcón principal de lacasa. El conde leía un periódico. Miss Florencia paseaba por la huertacon los niños. El día estaba opaco y caluroso. Montones de nubes espesasvendaban la frente de la Peña Mayor y bajaban hasta reposar sobre lascolinas más próximas, cubriendo todo el valle de un toldo impenetrable,sin que por ello hubiese temor de lluvia ó tempestad. En estas tardes,frecuentes en los países del Norte, el silencio es más completo, el airesofocante y abrasa las mejillas. Si no fuese por el rumor del río, secreería uno sordo, pues los pájaros callan posados inmóviles sobre lasramas, los perros dormitan tendidos en los parajes más frescos, lasbestias de carga reposan en el establo ó pacen silenciosamente en losprados, los insectos no zumban y los humanos se esconden no se sabedónde. Y, sin embargo, nunca se muestra la vida tan poderosa como enestos días. Parece que por las entrañas de la tierra circula una fuenteabundosa de actividad que fecunda los gérmenes depositados en ella yprestos á salir. Hay como una concentración de fuerzas en la naturalezay un prurito irresistible de crear. Por eso la gente del país llama connotable exactitud á estos días criadores. Nuestro cuerpo sufre lamisma influencia. Advertimos en él, en medio de cierta pesadezletárgica, mayor fuerza y salud. La sangre hierve, circulandoactivamente por las venas y latiendo con inusitado brío en las sienes;las mejillas se inflaman; los labios se secan y los ojos brillansuavemente como las luces encendidas en los dormitorios.

La condesa llevó una mano á la frente y separó un poco los rizos que lecaían.

—¡Qué calor tan sofocante! Prefiero los días de sol; ¿y usted?

—Antes también los prefería. Hoy me he pasado á los nublados.

—¿Y por qué?

—Por algo extraño que está acaeciendo en mi espíritu y que no acierto áexplicarme.

He cambiado mucho de gustos de poco tiempo á esta parte,condesa.

—Pues yo voy á explicarle en dos palabras lo que le sucede. Usted estáenamorado, Octavio.

—Puede ser—respondió ruborizándose.

—Sí, sí, estoy enterada de todo. Ayer me la han enseñado. ¡Es preciosa!Lo que es en este asunto le aconsejo que no cambie de gusto.

—¿Y si cambiase?

—Iría usted perdiendo en el cambio probablemente.

—¿Y si no perdiese?

—Haría usted mal de todos modos.

La condesa vaciló un instante antes de responder así. Octavio, alobservarlo, sonrió levemente. Los dos callaron hundiendo sus ojos enaquella gasa impenetrable de vapores. La condesa buscaba el sol. Octaviobuscaba una fórmula. La condesa principió á tararear piano la famosafrase il sol de l'ánima de Rigoletto. Octavio la escuchaba conarrobamiento: sintió húmedos sus ojos y apretada la garganta. Cuando ladama distraídamente quiso pasar á otra melodía, la interrumpióexclamando:

—No puede usted figurarse, condesa, qué impresión tan honda me causa lafrase que acaba usted de cantar. De todas las melodías que hasta ahorahe escuchado, ninguna expresa más vivamente el triunfo del amor. Haycantos donde se pinta mejor el amor inocente y puro; los hay también quereproducen con más verdad las amarguras del amor desgraciado ó losgritos desesperados de una pasión tempestuosa y loca; pero ninguno dondeel amor se muestre tan feliz y embriagador, henchido de alegría ycargado de perfumes; donde el alma y los sentidos reposen con másdeleite. ¡Oh! Es el amor con que sueña la juventud; que enciende elcorazón sin consumirlo; que inunda nuestro espíritu de luz y de armonía,y penetra, cual bálsamo dulcísimo, por todos los poros del cuerpo.

—¡Está usted elocuente!—dijo la condesa mirando con sorpresa al joven,que daba muestras de hallarse conmovido.

—Lo que estoy es ridículo espetándole á usted un discurso sobre el dúode una ópera—repuso él sonriendo y calmándose repentinamente.

—Nada de eso; habla usted perfectamente, y sobre todo, el calor con quese expresa prueba que tiene usted un corazón sensible.

—Lo cual es una desgracia, condesa.

—No lo crea usted. Aunque se sufra mucho, vale más sentir que nosentir. Siempre es preferible ser hombre á ser piedra.

—No me atrevo á disputarlo, porque mi causa es antipática; pero creausted que hay momentos en que daría uno cualquier cosa por ser piedra.

—Nada, nada, Octavio, está usted enamorado; se le conoce á lalegua—dijo la condesa con alegría infantil y familiar capaz detrastornar á cualquiera.

—Sí que lo estoy—repuso Octavio con firmeza y clavando sus ojos en ladama;—

pero no sabe usted de quién.

La condesa miró en aquel instante para la huerta y vió á miss Florenciaque parada en medio de un camino los contemplaba fijamente. Después,arrastrada por cierta fuerza misteriosa que acredita la existencia delmagnetismo, volvió la cabeza hacia la sala y halló los ojos turbios yfríos del conde que también los contemplaba. Y como si imaginase que conun arma de fuego le estaban apuntando al pecho y con otra á la espalda,dejó velozmente el balcón, dió algunas vueltas por la sala, fué, porúltimo, á sentarse delante del piano y empezó á correr los dedos por lasteclas distraídamente.

Octavio, en la misma postura y absorto en sus pensamientos, no parecíahaber notado su marcha brusca ni escuchar las caprichosas notas quesalían del piano. Los dedos de la dama, cansados sin duda de vagar á laventura por el teclado, empezaron á señalar delicadamente una melodía.Era il sol de l'ánima. Á Octavio le dió un vuelco el corazón y volviórápidamente la cabeza. La condesa, con la sonrisa en los labios y losojos medio cerrados, le miraba por entre sus negras y largas pestañascon expresión picaresca. Después que hubo cesado, Octavio se dirigió áella, apretó su mano un poco más que de costumbre y se despidió hasta eldía siguiente. El rostro del mancebo, al enderezar la marcha haciaVegalora, parecía decir á los árboles que sombreaban el camino: «Amigosmíos, esto es hecho».

VIII

La romería.

EL conde dijo á la condesa:

—Si tienes gusto en ir á esa fiesta, vé, querida mía. Me has depermitir, sin embargo, que no te acompañe. Esos recreos campestres nodespiertan en mi corazón los tiernos y bucólicos sentimientos que en eltuyo.

Lo dijo con la sonrisa de siempre. Estaban presentes el cura de laSegada y el licenciado Velasco de la Cueva. El conde de Trevia guardabaá su mujer delante de gente el respeto y atención que la más egregiadama pudiera exigir de su marido. Aun, en este punto, iba más allá de loque ordinariamente se practica en el mundo. Ora fuese resultado de sucarácter extravagante, ora procediese de un prurito de resucitar añejasy olvidadas costumbres de la nobleza, ó simplemente por apartarse delvulgo, lo cierto es que su excelencia rodeaba á la condesa públicamentede un aparato de ceremonia y homenaje que recordaba los buenos tiemposde la caballería ó la refinada cortesanía de los salones de Luis XIV.

La servidumbre y los amigos íntimos sabían, no obstante, á qué atenersesobre esta cortesía.

La condesa quiso ir á la romería de su parroquia. La idea de presenciarnuevamente una fiesta donde tanto había gozado cuando niña, lalisonjeaba en extremo. Pedro, por su parte, no dejaba de mentar á menudoesta romería, que era también la suya, y de prometérselas muy felicespara cuando llegase, lo cual aguijaba más y más el deseo de su señora.Decidió por fin ésta, con la venia de su marido, acudir á ella y dijo áPedro:

—Si no fuese porque no quiero impedir que te diviertas á tu sabor, túserías mi acompañante en la expedición.

—Y lo seré, señorita, si es que usted no me echa de su lado. La mejordiversión para mí hoy es ver honrada la romería de mi parroquia por laseñora condesa.

—¿Lo dices de veras?

—Señorita, le hablo con el corazón.

—No te creo.

El mayordomo hizo mil protestas á cual más exagerada para que lecreyese.

—Gracias, gracias. Ven conmigo, pero ya sabes que no te lo exijo.

—Señorita, por Dios, no me ofenda...

Después de haber hablado algún tiempo sobre ello, decidió la condesa irá pie para confundirse con la muchedumbre de los romeros y participar detodos los placeres y molestias de este género de regocijos.

Salieron poco después de almorzar. Laura llevaba un gracioso traje cortode rayas blancas y verdes, ligeramente descotado en forma de corazón. Lacabeza descubierta y sueltas sobre la espalda las dos esplendidastrenzas de su cabello castaño. Pedro vestía pantalón apretado de colorlila, chaqueta negra, también ceñida, sombrero de paja, un pañueloblanco de seda al cuello y faja morada. En la mano llevaba un garrote deacebo muy pintarrajeado con una cinta para colgar de la muñeca. ElCanelo, con el rabo enroscado, marchaba delante, unas veces cerca, otraslejos, y parándose con frecuencia á ver si sus amos le seguían.

Mientras no salvaron el puente caminaron en silencio. La condesaobservaba con el rabillo del ojo y sonriendo picarescamente la actitudencogida y espantada de su acompañante. Al llegar á la carretera tuvocompasión de él y le dirigió la palabra.

—¿Sabes que es un garrote tremendo ese que llevas?

—No es malo, señorita, pero lo que importa es manejarlo bien cuandollegue el caso.

—Dámelo, y toma. Yo llevaré el palo y tú la sombrilla, que no me hacefalta.

Y empezó á caminar apoyándose en él con mucho donaire. Al cabo de unrato dijo con gesto de fatiga:

—Mira... Llévalo tú, que no puedo. Está visto que hoy no he de darningún palo en la romería.

Pedro sonrió. Quiso decir algo, tal vez una galantería; movió un pocolos labios; se puso encarnado... y no dijo nada.

—Por más que disimules, Pedro, no puedes ocultar que vas á disgustoconmigo.

Vamos, dí la verdad, ¿no hubieras preferido ir solo?

Trató de convencer á su señora por cuantos medios le sugirió suimaginación de que iba contentísimo. La condesa le contradecía, riendoal verle tan sofocado: celebraba con mucha algazara los disparates queal pobre muchacho se le ocurrían para demostrar su tesis.

—¿Y qué dirá tu novia cuando vea que no bailas con ella? Procuraré quetengas un rato libre.

—Pero si no tengo novia... ¿Quién le dijo á usted eso?... Apuesto á quefué Manuel de María... Pues que se ande con cuidado ese charlatán conlas bromas, que bien sabe cómo las gasto...

Dieron un corto rodeo para no pasar por la villa y tornaron á seguir lacarretera, siempre á orillas del Lora. La tarde estaba apacible ylímpida: sólo algunas nubes festonadas asomaban la frente por encima dela crestería de las montañas. El sol no les molestaba sino á ratos, y sufuerza estaba deleitosamente mitigada por un vientecillo fresco que elrío traía sobre su corriente. Según se alejaban del palacio y de suscontornos, crecía pasmosamente la locuacidad de la condesa. Empezó ádescargar una nube de preguntas sobre la cabeza del mayordomo. ¿Habíaestado en la romería el año anterior? ¿Había venido con alguna muchacha?¿Qué casa era aquella que se veía del lado allá del río? ¿Habríasalmones en el pozo que tenían á sus pies? ¿Cuántas veces se habíabañado ya desde que empezó el verano? ¿Cuántos años tenía el Canelo?¿Era buen cazador?—Á todas iba contestando Pedro con la gravedad yfirmeza que le caracterizaban, satisfaciendo la curiosidad de su señoray esclareciendo su inteligencia sobre las diversas cuestiones quesometía á su decisión. Paulatinamente se había ido despojando del temory cortedad que le embargaban.

La pobre Laura, con su figurilla menuda y agraciada, con sus manos ymejillas de clavel, los ojos claros y húmedos, los labios rojos ysonrientes, y sobre todo, con las palabras amables que dulcemente fluíande ellos sin compostura, no era á propósito para inspirar temor á nadie.Quizá en los salones de la corte, fastuosamente ataviada, cuandoaquellos ojos garzos rasgados se clavaran con ceño, y aquellos labiosfrescos y cándidos se plegaran duramente con una sonrisa fría, pudieraaparecer altiva (y tal era la opinión que de ella tenían formadamuchos). Pero la dama orgullosa y severa se había quedado por allá. Aquíno estaba á la sazón más que una hermosa mujer que charlaba por loscodos y marchaba sin compás, unas veces á brincos y otras arrastrandolos pies, bajándose á lo mejor para tomar una piedra y arrojarla al río,ó pegando golpecitos con la sombrilla en las ramas de los árboles.

Pronto divisaron la casa solariega de los Estrada encima de la carreteracomo á unas cien varas. Allí desembocaba en el Lora un riachuelo.Nuestra pareja abandonó la carretera y emprendió la marcha por laestrecha cañada que este riachuelo seguía. Al pasar por debajo de sucasa, la condesa alzó los ojos hacia ella y sacó el pañuelo para enjugarunas lágrimas.

—Pedro—dijo señalándola con el dedo,—ahí ya no queda nadie.

Siguieron marchando. Bien pronto la variedad amena del camino divertió ála condesa de los tristes recuerdos que le asaltaron á la vista de suantigua morada. La garganta por donde caminaban era estrechísima.Formábanla dos enormes montañas calizas cortadas verticalmente, desuerte que era tan estrecha por arriba como por abajo. Aquellasmonstruosas paredes eran blancas, pero estaban salpicadas por grandesmanchas de musgo.

—¡Qué atrocidad! ¡Qué altura tienen estas montañas, y qué cercanasestán! ¡Si parece que se vienen encima!

—¿Ve usted, señorita, aquel agujero que tiene la peña allá arriba?

—Sí.

—Pues antes había allí un nido de buitres, y yo entré de chico una vezá cogerles los huevos.

—¿Y por donde te encaramaste allá?

—Por una cornisa que forma la peña y que apenas se ve desde aquí. Porcierto que cuando llegué delante del agujero salió de repente el pájaroy me dió un aletazo en la cara que me hizo vacilar.

—Si te hubieras caído, adiós romerías, ¿verdad, Pedro?

—Iría á las romerías del cielo, que deben de ser mejores que éstas.

—Tienes razón. ¡Qué hermosas serán las fiestas que los ángeles celebranen honor de Dios! ¿No hubiera valido mucho más morirse de niño, sinhaber pecado, para ser uno de esos ángeles que están á los pies de laVirgen?... Pero ahora... ahora ya no puede ser... Debemos contentarnos,si somos buenos, con ir al cielo y estarnos allí muy quietos, gozandocon ver á Dios, y nada más...

Siguieron hablando de cosas del cielo algún tiempo, pero no comopersonas graves, sino como niños. Aquella charla pueril parecíarefrescar á la condesa. La niña cándida y bulliciosa volvía á nacerdentro de ella, y salía lanzando dulces carcajadas á la luz, olvidándosede la oscura prisión en que había yacido once años. Hablaba por hablar,como los niños; preguntaba las cosas más sencillas y menudas,complaciéndose en humillar su inteligencia cultivada y en trocar susmaneras cortesanas por otras rudas y campesinas.

Mas era de observar cómo, á medida que esta trasformación se operaba,cambiábase también el encogimiento y temor del mayordomo en franqueza ylibertad.

Insensiblemente Pedro empezó á tratar á su señora como á unacompañera, hasta reirse algunas veces de sus preguntas inocentes ydisparatadas. La condesa reía también, así que las hacía; pero le dabagolpecitos con la sombrilla, llamándole burlón y cazurro. Si ladespojasen de su ropa y la pusiesen un traje de aldeana, hubieran pasadomuy bien por novios ó hermanos. Cuando encontraban una saltadera, elmuchacho saltaba primero y alargaba su gran mano endurecida á lacondesa, que sumía dentro de ella la suya breve y fragante como un botónde rosa. Otras veces, si era demasiado alta y la señorita gritaba desdearriba que tenía miedo, la tomaba por la cintura y la depositaba en elsuelo con la misma delicadeza que si fuese un objeto de cristal. «¡Quéfuerza tienes, Pedro! le decía ella. Si me dieses un golpe con esasmanazas, me matarías.» El mayordomo sonreía á modo de sultán acariciadoy se encogía de hombros con desdén.

Poco á poco se iba estableciendoentre ellos la relación trazada por la naturaleza: ella, como ser débil,delicado y menesteroso, sometiéndose; él, como fuerte y enérgico,dominándola y protegiéndola.

El camino estaba sombreado por avellanos, que con sus haces de troncosdelgados, formando á modo de enormes canastillos, salían de los pradosvecinos. El verde claro y deslumbrador de éstos resaltaba y hacíacontraste con el oscuro de aquéllos, regalando la vista y convidando áreposar. El río corría murmurando por el fondo de la cañada. En uno delos prados que bordaban el camino, corría también un arroyo que servíapara mover el molino que blanqueaba entre los árboles. Era cristalino ypuro, y se desataba tan gentil y suavemente que daba gloria verlomarchar por la pradera. La condesa significó el deseo de reposar uninstante en su orilla. Estaba cansada y le placía en extremo mirar elcurso del agua. Además, tenían tiempo de sobra para estar en la romería.Sentáronse sobre el manto de césped salpicado de florecillas blancas, yempezaron á contemplar con ojos extáticos la serpiente de plata que searrastraba perezosamente á buscar su guarida en el molino. La condesa sebajaba, metía la mano entre sus escamas y la sacaba mojada y la sacudíariendo sobre la cara de Pedro, el cual reía á su vez y no se tomaba eltrabajo de limpiarse. Pero no por marchar suavemente dejaba de murmurarla cristalina sierpe algunas cosas al oído de nuestra pareja. Alprincipio la condesa pensaba que decía siempre lo mismo.

—¡Qué pesadez! Siempre el mismo ru, ru... ¡llega á marear! ¿Noobservas con qué gravedad murmura esta gran culebra?... Parece unmaestro que nos está sermoneando, sin cansarse jamás de darnosconsejos... Escucha ahora sin embargo... ¡Qué notas de flauta tanhermosas!... Ya vuelve al ru, ru... Otra vez la flauta... Parece queinterrumpe su sermón para hacernos una caricia...

Pedro con sus grandes ojos abiertos seguía la corriente del agua.

—¡Qué serio te has puesto, Periquillo!... ¿Te vas aprovechando de losconsejos del agua?... ¡No pongas esos ojazos, hombre, que me asustas!

La joven reía sin cesar y sin motivo, como quien se desquita de largoayuno. Eran sus carcajadas sonoras y claras, pero no en tono agudo, sinograve. Las notas firmes y llenas que de su garganta se escapaban cuandoreía, contrastaban un poco con la pureza y trasparencia de su mirada.Salían teñidas de cierta sensualidad punzante que agitaba los sentidos.Era una risa dulce y amarga á un mismo tiempo, como la de una bacante.La cándida Laura estaba muy lejos de sospechar los misterios amables desu risa. Si los conociese, tal vez notaría el brillo inusitado de losojos de sus amigos cuando la dejaba correr por su garganta y seruborizara.

—Mire usted, señorita, cómo se inclinan estos avellanos sobre elarroyo... Parece que arden de sed los pobres. ¡Qué pena debe de sermirar el agua tan cerca y no poder beberla!... Mire usted, mire usted,sin embargo, aquella rama... ya consiguió besar la corriente... ¡Cómo sepondrá ahora el cuerpo de agua!... ¡Calle, ahora salimos con que nosestaba escuchando aquel lagarto!...

En efecto, uno de estos animales de pintada piel había asomado primerola cabeza al ruido de la conversación por entre dos piedras, y no tardóen salir todo él, quedando inmóvil, según su costumbre.

—¡Ah maldito!—gritó el mayordomo arrojándole una piedra con todas susfuerzas.—¡No escucharás más tiempo!

La piedra cayó sobre el lomo del animal, partiéndolo en dos. La cola diótodavía algunos brincos sobre la arena.

—¡Pobrecillo!—exclamó la condesa.—¡Para qué lo has matado!

—Señorita, dicen que estos animaluchos hablan con las brujas y lescuentan todo lo que oyen. Parece increíble, ¿verdad?... Pues á mí dechico me sucedió que una vez hablé mal del maestro con otro compañero, yprometí vengarme de él cuando fuese mayor. Un lagarto nos estabaescuchando. Pues al día siguiente lo supo por una bruja que llamaban latía Dolorosa. Por poco me deshace á palos. Entonces me puse á cavilar sisería el lagarto, ¡y les tomé un odio!...

Sin dejar de hablar, levantáronse y emprendieron nuevamente la marcha.No tardaron en salir de la áspera y estrecha cañada y desembocar en unvalle relativamente ancho. Era casi circular y alcanzaría dos kilómetrosde diámetro. Nada más fértil y frondoso que aquel pedacito de tierrallana circundado de altísimas montañas. Todo él estaba dedicado ápradería y semejaba una alfombra donde los setos guarnecidos deavellanos trazaban los dibujos. El río corría por el medio más sereno ytranquilo que en la cañada. Á la entrada encontraron la casa de Pedro,quien se empeñó en que su señora descansara en ella un instante. Laurano osó negarse. La casa estaba habitada solamente por la madre de Pedroy por un hermanito de doce años. El padre había muerto. Allí fueron deoir las exclamaciones de la buena mujer al ver á la señora condesa encompañía de su hijo. No sabía lo que le pasaba. Corría de un lado á otroponiéndole dos sillas á un mismo tiempo para que se sentase. Hacía milreverencias ridículas y no se cansaba de repetir «¡que cuándo podíaesperar ella que la señora condesa se dignara entrar en una choza tanmiserable!» El joven escuchaba las zalamerías de su madre conindiferencia: Laura, con semblante risueño y agradecido. La pobre mujerno podía ofrecer nada más que una taza de leche y torta de borona, pero«¡cómo había de comer cosa tan ruin la señora condesa!»

—Que lo coma para que sepa cómo viven los pobres—dijo Pedro concierto énfasis brutal.

La condesa, lejos de ofenderse, le dirigió sonriendo una mirada humildey aceptó de manos de su espantada madre la taza de leche y la torta.Comió, si no con gran placer, al menos sin hacer ningún asco, mientrasel mayordomo la contemplaba fijamente con expresión triunfal. El Caneloparticipó también del festín, y bien lo tenía ganado, pues por milagrono se le desprendió el rabo á fuerza de menearlo.

—Vamos, vamos, que ya es hora de ir llegando á la fiesta.

Y otra vez emprendieron la marcha, alargando el paso. Salvaron casi todoel valle caminando por una de las laderas. Á la mitad de él próximamentesintieron el lejano y débil repiqueteo del tambor. Algo más adelantepercibieron un murmullo ó rumor vago y confuso que despierta siempredulce emoción en los que asisten á esta clase de regocijos. La romeríaestaba cerca. Caminaron todavía algunos minutos por un espeso maizal quelos ocultaba enteramente, y llegaron por fin á un sitio desde el cualvieron á corta distancia el campo donde se celebraba. Era un vasto pradode verde claro, todo circuído de avellanos.

El espectáculo que ofrecía era á par sorprendente y deleitoso. Porencima de él hormigueaba una muchedumbre compuesta principalmente demujeres, cuyos pañuelos de diversos y vivos colores, al moverse,mareaban y turbaban la vista. Los hombres en su mayoría se hallabanrecostados debajo de los árboles, bebiendo pésimo vino y cantandodesentonadamente. Escuchábanse los gritos desafinados de los pregoneros,ofreciendo agua de limón, sangría de vino tinto y avellanas tostadas, ylos sonidos agudos y gangosos de la gaita, siempre acompañada deltambor. Esparcidas por diversos parajes del campo veíanse algunas mesasvestidas de lienzo blanco y atestadas de ciertos confites peculiares dela fiesta, como mazapanes, amargos, florones, madamitas, crucetas que sellevaban los ojos de los niños y los cuartos de las madres. Pocos se vande las romerías sin algunos de estos dulces en un pañuelo, los cualestoman el nombre de perdones, por ser la ofrenda que los romeros hacená su familia en recompensa de haberse quedado en casa mientras ellos sedivierten.

En uno de los ángulos del prado se hallaba el grupo de los bailadoresque movían las piernas con ligereza al son de la gaita y el tambor,rodeados de otro grupo más numeroso de curiosos. Pero lo que más atraíala vista era un gran nogal, colocado casi en el centro del campo, quepor lo espeso de sus hojas y lo bien recortado semejaba una enormeplanta de albahaca. Debajo de él una cantina, donde los cueros hinchadosque guardaban el vino yacían insolentemente sobre las mesas, inmóvilescomo borrachos. En torno de la cantina y del árbol se había formado unadanza que daba vueltas pesadamente, cantando las baladas del país.

Nuestra pareja se introdujo entre la muchedumbre. Inmediatamente sevieron rodeados por una porción de aldeanas conocidas de Laura en otrotiempo, quienes prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa y placer,saludándola con muestras de un regocijo espontáneo, y prodigándola milepítetos cariñosos de los que tanto abundan en la lengua rústica yprimitiva de estas comarcas, tales como «botón de rosa, lucero, corazónde manteca, reitana y palomina sin hiel». Ninguna, sin embargo, seatrevía á llamarla de tú, ni