Disgustos, rabietas, lágrimas yfurores sin fin, por consiguiente. El monstruo, además, se desacredita yse hace odioso a cuantos seres existen. Así es que exclama lleno deangustia:
...............devoro
un
ultraje
perpetuo
de
los
mundos
y un eterno desprecio de los cielos.
¿Qué resolución adopta el monstruo para salir de tan abominableconflicto?
La más tremenda de las resoluciones. Con el pico de su cabezade águila, que es agudo y recio, perfora el cráneo del hipopótamo y seconsuela sorbiéndole los sesos.
Por dicha, aunque no entrevemos bien si merced a tan feroz resolución oindependientemente de ella, el conflicto pasa, las cosas toman mejorcariz, los tiempos se acercan, la esperanza luce y el poeta escribe suflamante apocalipsis y nos anuncia su Buena Nueva en no corta serie deanimados cuadros. Según él, la miseria que nos rodea es la noche
que precede a las grandes claridades.
El idilio enorme, la huelga universal y constante no tardará en llegar.El poeta conjura y evoca y convida a los seres todos para que acudan ala fiesta y contribuyan a su lucimiento.
Por convidado me doy yo también, pero recelo mucho que los preparativosde la fiesta han de ser enredosos y difíciles. La fiesta tardará, pues,en realizarse, y como ya estoy harto viejo, no podré asistir a ella apesar del convite. Me contento con el programa. Le hallo interesante yameno. Pero francamente, yo le hallaría mucho mejor si el Sr. D. EduardoMarquina, en quien reconozco y aplaudo muy altas prendas de poeta,emplease menos el acicate y mucho más el freno al dirigir a su Pegaso, ysólo llevase a las ancas cuando cabalga en él a su propia Musa, legítimay castiza, y no a la aventurera venida de tierras extrañas y cuyoprurito de llamar la atención la induce a vestirse a menudo convestiduras un poco extravagantes y con exótico amaneramiento. No estaráde sobra tampoco que el Sr. D. Eduardo Marquina cuide con mayordetención y esmero del aseo y aliño de su Musa cuando la saque a relucirnuevamente.
DON CRISTÓBAL DE MOURA
PRIMER MARQUÉS DE CASTEL-RODRIGO
I
El libro cuyo título nos sirve de epígrafe, no puede menos de llamarpoderosamente la atención por varios motivos. Es un trabajo históricollevado a cabo con esmerado tino y con la más infatigable diligenciapara allegar y compulsar documentos, poner en claro muchos puntosobscuros y darnos idea exacta y justa de los sucesos más importantes enla historia de nuestra Península desde la conquista de Granada hasta eldía de hoy.
Realzan el mérito del libro los pocos años de su autor, que no hacumplido aún los veinticuatro de su edad, y que se ha empeñado enrealizar una empresa llena de grandes dificultades, en mi sentirinsuperables algunas de ellas.
Una narración histórica, lo mismo que un poema y lo mismo que unanovela, puede considerarse como obra de arte, con unidad de acción en suconjunto y donde todos los casos que se cuentan y todos los personajesque figuran aparecen en segundo o tercer término y como esfumados paraque el héroe principal o protagonista no se confunda ni se pierda yatraiga y fije las miradas y persista en el pensamiento de los lectores.Tal debiera ser la vida artísticamente escrita de todo personajecélebre. Tales son las que escribió Plutarco en la edad antigua, y lasque entre nosotros ha escrito recientemente Quintana.
Esta condición, con todo, era imposible de cumplir, dado el asuntoelegido por el joven historiador D. Alfonso Danvila, y dado el personajeo el héroe cuyos actos se propuso historiar y ha historiado.
D. Cristóbal de Moura, hidalgo portugués, que a la edad de catorce añosentró en calidad de menino al servicio de la princesa doña Juana,conquista la estimación, la confianza y el afecto de aquella egregiaseñora, la sigue desde Portugal a Castilla, desempeña por su mandado muydifíciles comisiones y muestra en todo rara discreción y singulardestreza y tino. El prudente rey Don Felipe II reconoce entonces lacapacidad y el valer del servidor de su hermana y se aprovecha de tanaltas condiciones, empleando a aquel hidalgo portugués en los asuntosmás arduos. Hábil y dichoso D. Cristóbal de Moura, los desempeña a gustoy satisfacción del soberano, y es delicado, fino e inteligenteinstrumento de sus artes políticas y de su prudencia cautelosa.
En el mayor acontecimiento de nuestra historia, en la realización, pordesgracia harto poco duradera, de la más alta aspiración patriótica delos españoles, D. Cristóbal de Moura interviene con pasmosa y felizeficacia. Más que a la pericia militar del gran duque de Alba, y más queal formidable ejército que conducía, se debe acaso a la buena maña ysutil diplomacia de don Cristóbal la unión de Portugal y de Castilla, ysobre todo, que esta unión se lograse con poca violencia, sangre yestrago, haciéndose así apta para contraponerse al poder disolvente delos malos gobiernos ulteriores, adormecer y calmar la enemistadinveterada entre castellanos y portugueses, y conseguir que al menosdurase sesenta años la unión de ambas naciones, a pesar de nuestrarápida y lastimosa decadencia.
La acción de D. Cristóbal de Moura es evidentísima en todo esto y suevidencia se manifiesta con perfecta claridad merced al detenido relatoque hace el Sr. Danvila, ilustrándole con gran copia de documentos, nopocos de ellos desconocidos e inéditos hasta ahora y sacados de losarchivos.
D. Cristóbal de Moura no pasa, sin embargo, de ser mero instrumento desuperiores voluntades humanas; su figura se hunde y se anega, digámosloasí, en el torrente impetuoso de los grandes sucesos, y su personalidadqueda obscurecida y eclipsada por las de aquellos príncipes y señoresque intervienen en los sucesos, que los dirigen o los determinan, ycuyos caracteres, talentos, virtudes y vicios, despiertan más nuestracuriosidad y llaman hacia ellos nuestro pensamiento con mil veces mayoratractivo. La princesa doña Juana y el rey prudente Don Felipe seinterponen casi de continuo y nos encubren o no nos dejan ver a D.Cristóbal. Hasta los personajes de tan corto valer moral e intelectual,como el rey cardenal D. Enrique y como D. Antonio, Prior de Crato,descuellan por el pedestal en que están colocados, y por la posiciónsocial que ocupan, y tapan también a D. Cristóbal de Moura.
No digo yo lo que antecede en son de censura contra el libro del Sr.Danvila.
No acierto yo a concebir cómo el libro hubiera podidoescribirse de otra manera; cómo su autor hubiera podido relegar asegundo término al rey Don Sebastián y la catástrofe de Alcazalquivir;la caída de una nación tan heroica, casi en el momento de su maravillosaexpansión y de su mayor auge. No era dable que el autor reprimiese sudeseo de pintarnos detenidamente sin dejar indicados con vaguedad en elfondo a tantos y tantos importantes personajes, a fin de que aparecieseen primer término, sin apartarse de nuestra vista y como centro yprincipal objeto de todo, D. Cristóbal de Moura, a quien, sin embargo,es menester confesar que se debió más que a nadie el buen éxito de launión de Portugal y de Castilla y que esta unión fuese menos violenta ymucho más durable de lo que hubiera podido temerse y de lo que, sinduda, Felipe II temía.
El Sr. Danvila escribe sobre una de las épocas en que es más difícilpara el historiador la imparcialidad previa, o sea escribir para contary no para probar.
La primera alabanza que debemos dar al Sr. Danvila, esporque consigue sobreponerse a todo prejuicio y retratar a lospersonajes, y narrar sus actos tales como fueron, dejando a los lectoresque juzguen, califiquen y fallen.
A menudo, no obstante, por muchos y muy preciosos datos que unhistoriador acumule y ordene, los lectores, aunque sean muy entendidos,no logran formar juicio y dictar sentencia. Contrario al del novelistaes el método que el historiador sigue. El novelista imagina a su antojoa los personajes de su novela, tontos o discretos, malvados obonachones, débiles o briosos, y luego por ineludible dialéctica losmueve a que lo digan y lo hagan todo en consonancia con lo presupuesto.En cambio el historiador ni crea a sus personajes, ni posee una llavemágica para penetrar en su corazón, para escudriñar los aposentos de sucerebro, y para descubrir y mostrarnos sus intenciones, sus sentimientosy sus propósitos. Todo esto tiene que inferirse de lo que cada personajedice y hace: inducción, en mi sentir, muy sujeta a engaños, por donde seha dudado y se ha disputado siempre no poco sobre el valer moral eintelectual de muy célebres figuras históricas.
Sobre D. Cristóbal de Moura no hay, no puede haber duda ni disputa.Hábil y fiel servidor, cumple bien con los mandatos de su amo, y su artede cortesano perfecto y de negociador discretísimo, y su flexibilidad ysu paciencia se revelan en todas sus acciones y singularmenteresplandecen en el arte con que conlleva y sufre el poco apacible humordel rey D. Felipe y conserva y acrecienta la confianza que le hainspirado. Pero, como ya hemos dicho, en el extenso cuadro trazado porel Sr. Danvila, D. Cristóbal queda, y no puede menos de quedar, relegadoa segundo y a veces a tercero o cuarto término. El cuadro encierra casitoda la historia de España y de Portugal desde 1538 hasta 1613. Ante lasfiguras sobresalientes y conspicuas de D. Juan III, la reina doñaCatalina, la princesa doña Juana, el mismo emperador Carlos V, el duquede Alba, el rey D. Sebastián, Isabel de Valois, el príncipe D. Carlos, yen fin, el propio rey don Felipe, el discreto hidalgo portugués no puedemenos de resultar obscurecido. En bastantes capítulos del libro apenasse le nombra: a veces se presume pero no se asegura que sale a laescena. Quien está siempre en ella presente y activo es el rey D.Felipe.
El libro del Sr. Danvila viene a corroborar una vez más el concepto queyo tengo de este rey, contra el cual, durante su vida y después de sumuerte, se han lanzado las más duras acusaciones y las más apasionadasinjurias, sin que yo acierte a conceder que fuese menos benigno, máshipócrita o más desalmado entre multitud de otros monarcas, príncipes ymagnates del Renacimiento.
Felipe II era la propia bondad, la dulzura yla mansedumbre personificadas, sinceramente religioso y amante de supatria y modelo de reyes paternales, si le comparamos con Juan II dePortugal, apellidado el príncipe perfecto, con Luis XI de Francia, conCatalina de Médicis y sus hijos Carlos IX y Enrique III, con EnriqueVIII e Isabel de Inglaterra y con no pocos otros que pudieran citarse,sin excluir acaso a su padre el César.
Yo presumo que la rara y excepcional perversidad que a Felipe II seatribuye toma origen y fundamento en las prendas de su carácter y enlos actos de su vida que más le ensalzan e ilustran: en la guerra sintregua que hizo al protestantismo, pugnando para que no se rompiese elalto principio que informaba, dirigía y daba unidad a la civilizacióneuropea. Si para lograr este fin se valió de la Inquisición, quemóherejes e hizo no pocas otras atrocidades e insolencias, muy mal hechoestuvo; pero ¿dónde fueron entonces los príncipes y los gobiernos másclementes y humanos? Ni en calidad ni en cantidad pueden compararse lasvíctimas sacrificadas por Felipe II a las que sin Inquisición sesacrificaron en Alemania, en Francia o en Inglaterra. No fue menester,por ejemplo, de la Inquisición de España para el suplicio de Vanini, deBruno, de Miguel Servet, de Tomás Moro y de María Estuardo. Sihiciésemos la exacta estadística de todos los herejes quemados vivos enEspaña, acaso sería menor su número que sólo el de las brujas y brujosque en Alemania fueron quemados.
Demos gracias a Dios de que ya no sequema vivo a nadie por tales motivos y de que cualquiera puede ser yaimpunemente hereje y hasta brujo; pero no acusemos a los españoles delsiglo XVI ni a su monarca don Felipe II, de más fanáticos y crueles quea la demás gente de su época.
Como cierto y aun como evidente pongo yo lo antedicho. Donde empiezanmis dudas, a pesar o a causa de la circunstanciada y minuciosa relacióndel Sr. Danvila, es en la idea que debo formar del talento político queel rey D. Felipe mostró en los tratos, negociaciones, intrigas, rodeostortuosos, lentitud y cautela con que vino al cabo a apoderarse dePortugal y a someter la completa extensión de nuestra Península bajo sudominio. Tantas idas y venidas, tantos embajadores o emisariosdiferentes, ya simultáneos, ya sucesivos, frailes, santos, grandes deEspaña y jurisconsultos, que ya se movían de acuerdo, comunicándose susimpresiones, ya se recataban unos de otros por orden del mismo rey, yase entendían directamente con éste, ya unos con un secretario y otroscon otro, porque el rey recelaba de todos, todo esto, me pregunto yo:¿era indispensable, para apoderarse de Portugal sin gran violencia y sinofender demasiado a los portugueses? ¿Se debió entonces a la raracircunspección del rey la tan deseada unión ibérica o se debió a que laocasión era propicia: a que estaba de Dios, como vulgar, sabia ycristianamente se dice?
¿No experimenta el lector cierto cansancio, a pesar de lo bien escritoque está el libro y de las curiosas y bien ordenadas noticias que nos dade personas y de cosas, al internarse por aquel laberinto de enmarañadosrodeos por donde el rey D. Felipe persigue sus fines? Seduce a muchosportugueses con promesas y compra a otros con dinero para impedir laguerra y la efusión de sangre, y sin embargo, no logra anular al Priorde Crato ni apoderarse de él, ni evitar que se rebele, y necesitasofocar la rebelión con dura mano y tremendo castigo, sin que lleguen aevitarse los abominables desafueros de un ejército invasor casi siempremal pagado y famélico en España y en aquel siglo, aunque le mandasencaudillos de tanta autoridad y energía como el duque de Alba y Sancho deAvila.
Yo nada afirmo. Me limito a dudar. Y de lo que dudo es de si en estossucesos conviene celebrar a Felipe II por circunspecto, prudente yladino, o si hay más razón para calificarle de vacilante, indeciso yenrevesado en los medios y hasta de pesado y de engorroso, si se mepermite lo familiar y bajo del vocablo.
II
Cada cual ve las cosas a su manera. La historia enseña poquísimo. Nuncaes bastante la semejanza de accidentes en dos grandes sucesos para hacervalederas y legítimas las comparaciones. Atrevámonos, con todo, acomparar, a pesar de lo inseguro. Humillado Portugal, vencido en Africapor los marroquíes, muerta allí la flor de su heroica nobleza y de susvalientes soldados, poco podía resistir a la ambición de un monarca que,para hacer valer su derecho hereditario, era señor de vastísimos reinosy provincias y estaba al frente de la nación española, preponderanteentonces en Europa. Si hemos de prestar, pues, al rey Don Felipe eltestimonio de nuestra admiración porque se anexionó a Portugal,digámoslo así, valiéndonos del verbo que hoy está en moda, ¿qué pasmo,qué asombro, no debe inspirarnos, el rey Víctor Manuel con su Cavour ycon su Garibaldi, cuando, después de tomar el Milanesado por mano defranceses y por mano de alemanes el Véneto, príncipe poco antesderrotado y multado por Austria, se atreve a derribar y derriba variostronos, sin excluir el temporal del Papa, se apodera de Nápoles y deSicilia y funda la unidad de Italia, aspiración secular jamás cumplidadesde los tiempos del rey bárbaro Teodorico?
Aunque la comparación se me rechace, negando la paridad de lascircunstancias y alegando el muy diverso carácter de las épocas, todavíainclina un poco el ánimo a tener por algo problemática la habilidad delrey Don Felipe. Su circunspección pecaba de minuciosa. Tal vezdificultaba sus empresas la abundancia de medios que empleaba paradarles cima. Algunos de estos medios eran inútiles: otroscontraproducentes o perjudiciales. Sirva de ejemplo la misión, embajada,o como quiera llamarse, de fray Hernando del Castillo al desdichado reycardenal D. Enrique. ¿A qué podía conducir sino a mortificar el amorpropio, a ofender y agriar al pobre monarca portugués el desvergonzadosermón de aquel buen fraile para persuadirle de que no debía contraermatrimonio? Buena y santa es la libertad cristiana, pero no debeconfundirse con la insolente grosería. E insolente y grosero anduvo elfraile, predicando al rey durante dos horas lo pecaminoso y escandalosoque sería su casamiento, lo inútil porque era incapaz de consumarle, ylo peligroso porque bien podría la señora reina dar al trono herederoscuya legitimidad hubiera de negarse.
Como D. Cristóbal de Moura se opuso, aunque en balde, al impolíticosermón de fray Hernando del Castillo, bien se puede afirmar que en dichaocasión, así como en algunas otras, venció en prudencia a su augustoamo.
Es singular, a mi ver, la patente superioridad del pueblo, en la épocadel mayor valer de España, sobre los príncipes que dirigieron susdestinos, salvo los Reyes Católicos. Bien supieron éstos con mano dehierro dominar la anarquía, aunar las fuerzas de la nación y dirigirlasy ordenarlas todas a su mayor engrandecimiento. En aquella labor seemplean sirviéndoles, varones eminentísimos en las artes de la paz y dela guerra: grandes capitanes, aventureros audaces, navegantes ymisioneros, astutos hombres de Estado, sabios jurisconsultos y teólogos;y, por último, para que la elegante brillantez corriese parejas con elencumbramiento político, gloriosos y fecundos poetas e inspiradosartistas.
El fermento de decadencia y corrupción, antes que en el pueblo, aparecióen la dinastía. En la dinastía casi desde el principio se advierte. Lalocura, poetizada y llamada de amor en la reina Doña Juana, se diríaque como afección nerviosa, más o menos latente, se transmite porherencia a casi todos los individuos de la familia, hasta que semanifiesta por último con todo el carácter de notoria imbecilidad en elrey Don Carlos II. Por muy simpáticos, heroicos o virtuosos que seanalgunos personajes, siempre se trasluce en ellos algo, y a veces mucho,de insano y desequilibrado. El príncipe Don Carlos y el rey donSebastián se parecen en esto, como buenos primos hermanos. La mismaprincesa, madre de Don Sebastián, tiene no poco de extraño y demisterioso. Hermosa y apasionada mujer hubo de ser sin duda cuandoinspiró amor tan ardiente al príncipe su marido, que a separarse deella prefirió la muerte. Contra el parecer de los médicos, murió elpríncipe en los brazos de Doña Juana. Y sin embargo, esta señora era tanaustera y esquiva, que no consentía que le vieran ni el rostro. Tapadole tenía cuando daba audiencia como gobernadora del reino, hallándoseausente su hermano Don Felipe II. A veces como dudase alguien de quehablaba con ella, se descubría con rapidez, preguntaba si era laprincesa Doña Juana, y no bien contestaban que sí, volvía a taparse.
Tal vez el que tuvo menos rarezas entre todos los príncipes de aquellafamilia, el más juicioso y razonable, el que más amó a su patria y elque procuró su grandeza con mayor tenacidad, consecuencia y estudio fueel rey Don Felipe.
Ya que no por el rápido vuelo de la inteligencia ypor la pronta energía de la voluntad, Felipe II es digno de aplauso porla constante solicitud con que mira al bien de su pueblo. Lejos decreerle yo hipócrita, le creo convencido con perfecta buena fe de queera el representante de Dios sobre la tierra y de que el nuevo pueblo deDios era el de España. Considerándose Don Felipe encargado de cumplir lamisión civilizadora de este pueblo, fue el campeón de la Iglesiacatólica, y bajo sus auspicios, desplegando hasta mayor generosidad quecon España con los países sometidos, ya el mismo monarca, ya susvasallos imitándole, protegieron las ciencias y las artes, erigieronmonumentos, fundaron templos, palacios y establecimientos piadosos yfavorecieron, en vez de reprimir, todo progreso, toda mejora material ytoda teoría o sistema científico o filosófico que no se opusiese aldogma revelado, oposición entonces harto menos frecuente que en el día.Porque en el día el mismo empeño con que muchos se valen de la cienciacomo de arma para combatir la fe, vuelve sobrado recelosos a los que sonde la fe defensores y se diría que centuplican sus catorce artículos.
Ello es lo cierto que con aplicación y estudio sería fácil demostrar queen el siglo XVI apenas hubo audacia científica o filosófica, condenadaen otras naciones, que a pesar de la Inquisición no hallase acogidaentre nosotros: sistemas de Copérnico y de Galileo, transformación delas especies, generación espontánea, seres racionales distintos de laprole de Adán y de los ángeles, y en suma, cuanto a un escritor opensador se le ocurriese soñar, probar o dar por demostrado, como notranscendiera a judaizante, morisco, luterano o calvinista.
La ulteriordecadencia intelectual de España no nace, pues, de la compresión delpensamiento por los inquisidores. Otras causas tuvo. Su investigación esardua y prolija.
Incurriendo nosotros en la misma falta, que si no censuramos, reparamosen el libro del Sr. Danvila, vamos hablando de todo en estos artículos ya D.
Cristóbal de Moura nos le dejamos olvidado. Volvamos a él yrecordémosle.
Después de su campaña diplomática en Portugal, D. Cristóbal, colmado dehonores y mercedes, llega a la cumbre del crédito y del valimiento cercade su soberano. Para sostenerse en tan envidiada posición, no levalieron sólo su discreción y rara aptitud en los negocios, sino tambiénsu celo, su decidida lealtad y su profunda y sincera devoción alpríncipe a quien servía. Nunca dieron mayor razón de sí ni brillarontanto estas prendas como durante la última, lenta y penosa enfermedaddel mencionado rey, a quien asistió D.
Cristóbal, desvelado y solícito,hasta el instante de su muerte. Menester fue, sin duda, que D. Cristóbaltuviese salud de bronce, voluntad firme y extraordinario vigor de alma yde cuerpo para resistir la fatiga, dominar el asco y no amilanarse anteel horror de la espantosa escena que presenció y en que tomó partedurante cincuenta y tres días. En la estancia modesta, al lado delpresbiterio, y desde donde pueden verse el altar mayor y el magníficotemplo del Escorial, su austero fundador, atendido y cuidado por D.Cristóbal, pasó los referidos cincuenta y tres días en martirio tancruel, que apenas parecía posible que pudieran resistirle fuerzashumanas. La entereza pasmosa con que sufrió el rey sus males y la nuncaturbada y serena majestad que conservó en medio de ellos, exceden a lacapacidad de la más acendrada virtud estoica. El mismo Job quedaeclipsado por el rey Don Felipe. Jamás hubo de exclamar éste, como elpiadoso varón de Hus: perezca el día en que nací y la noche en que sedijo: concebido ha sido un hombre. El rey, sin embargo, padeció tanto omás que el patriarca de Oriente. Su fe y su esperanza le sostuvieron.Bien puede asegurarse que el rey creyó que tanto tormento fue prueba yno castigo: no anticipado infierno o purgatorio, sino crisol candentedel oro de sus virtudes. No se me ocurre que al rey le remordiese laconciencia pensando en los que había hecho morir por razón de Estado, encumplimiento de un deber y para bien de la religión, de la patria y delhumano linaje. Ni menos le remordería la conciencia por haber excitadocon sus consejos y amonestaciones a la matanza de la noche de SanBartolomé, ni por haberse holgado de ella extremadamente, escribiendo ala reina Catalina: ¡bien ha mostrado Vuestra Majestad lo que tenía ensu cristiano pecho! Sólo se explica la serena majestad del rey en aquelduro y largo trance por el claro convencimiento que de su dignidadtenía, sin que pudiera menoscabarla ningún dolor ni ninguna miseria, ypor su conformidad perfecta con la voluntad de Dios, conformidad que encierto modo endiosa el alma de quien la adquiere, convirtiendo las másacerbas penas y la más lastimosa humillación en deleite y en gloria.
Todo el cuerpo del rey, donde la hinchazón de los tumores no ledeformaba, era sólo huesos y piel cubierta de llagas. Los tumores sevaciaban por varias abiertas bocas que arrojaban pus hediondo. Elmuladar de Job había sido más limpio que el lecho inmundo del señorabsoluto del mayor imperio que hasta entonces había habido sobre latierra. Con la húmeda podredumbre de las úlceras, se pegaba a lassábanas el cuerpo del rey. Asquerosos insectos parásitos devoraban envida su carne, y corrían bullendo por toda ella. Hedor insufriblellenaba aquel recinto. Cirios encendidos patentizaban su lobreguez y sutristeza. Le santificaban las más preciadas reliquias que para consuelodel rey se habían traído. Y el ataúd abierto, que aguardaba para recibiral rey, estaba allí junto a su cama para que el rey le contemplase.
Tremendos son los pormenores de aquella lenta agonía, relatados por elSr.
Danvila, así como por Cabrera de Córdoba y por otros historiadores.Baste aquí lo expuesto en resumen.
D. Cristóbal de Moura, hasta que el rey exhaló su último suspiro, gozóde su plena confianza. En su poder estaba la llave del escritorio dondese guardaban los más íntimos y secretos papeles. Lamenta el Sr. Danvilaque D. Cristóbal quemase muchos por orden del monarca. Yo, harto menoscurioso, en vez de lamentarlo, me alegro de ello. ¿Para qué queremossaber más de lo que ya se sabe?
El concepto que de Felipe II podemos formar, entiendo yo que por muchosotros papeles que se hubiesen conservado y que descubriésemos yestudiásemos, no cambiaría en lo más mínimo. Sus admiradores exageran endemasía sus talentos y su aptitud política. Y en demasía también susenemigos ponderan sus maldades. No pocas de ellas, cuando no absueltas,aparecen atenuadas por los sentimientos e ideas de aquella edad en quela razón de Estado propendía a justificarlo todo. Porque siendo la moralharto menos dulce que hoy y menor el respeto a la individualidad humana,los llamados a dirigir los pueblos se creían realmente señores de vidasy haciendas. El fin, más que hoy, justificaba entonces los medios. En elpensamiento de los hombres de aquella edad el éxito lo justificaba todo.Menester era, pongamos por caso, de la pasión patriótica de Góngoracuando cantó la Invencible Armada, para que llamase a Isabel deInglaterra
Reina
no,
sino
loba
libidinosa y fiera.
Los que escribían en prosa, sin prevención y con la franqueza delsigilo, no condenaban a Isabel por loba, sino que la admiraban como granreina. D. Juan de Silva, en una carta política dirigida a D. Cristóbalde Moura, habla así de aquella digna rival de Felipe II: «Los cuarenta ydos años que la reina de Inglaterra ha gastado en servicio del mundo,serán en su género la cosa más notable que se halle escrita, porque noteniendo más ayuda que la de nuestros pecados, y la de su consejo, hasalido con hacerse amar y temer en su reino más que todos suspredecesores. Ha ayudado como le ha placido y convenido a los enemigosde Francia y España, reinando en la mar como en la isla, cortandocuantas cabezas le podían dar estorbo, y la de otra reina entre ellas,paseando con sus navíos el mundo a la redonda y bailando y danzando comosi no hubiera tenido que hacer.
En todo este elogio, no hay la menor censura sobre la moral de lareina, sino profunda admiración al buen éxito de sus empresas: envidiacasi, no porque Felipe II hubiera sido más cruel y más tirano, sinoporque fue menos hábil.
La vida de D. Cristóbal de Moura, y por consiguiente, el libro del Sr.Danvila, se extienden aun algunos años por el reinado de Felipe III.
No se me alcanza bien por qué el Sr. Danvila se inclina a mostrar a D.Cristóbal harto caído y desatendido por el nuevo monarca. Natural eraque hubiese entonces turnos pacíficos, como los hay ahora, aunquedurando muchísimo más cada vuelta. Natural era también que el nuevo reytuviese nuevo privado, pero nunca con mayor exaltación y reconocimientode méritos que D. Cristóbal cayó nadie de la privanza. Los favoresregios vinieron sobre él en aumento de su estado y de su casa. DonCristóbal fue, por último, el primer virrey que Portugal tuvo, adespecho y con envidia de príncipes y de grandes señores que hubieranquerido serlo. En todo lo cual, si supo don Cristóbal desplegar las másraras dotes de talento y de carácter para sostener su crédito y suimportancia, no debe negarse tampoco que Felipe III y su valido