—¿Entonces es un secreto muy importante?—preguntó Bayle.
—Sumamente importante—respondí.—Es un asunto reservado que ha sidopuesto en mis manos, y que estoy obligado a resolver.
—Me temo que nunca pueda conseguirlo, salvo que exista la clave, comoya le he dicho. Es demasiado difícil para que yo trate de hacerlo. Lascomplicaciones, que parecen de construcción tan sencilla, protegeneficazmente el secreto de toda solución posible y lo garanten decualquier peligro. Por lo tanto, todos los esfuerzos que se hagan paradescifrarlo sin conocer el orden en que estuvieron las cartas, seránecesariamente inútil.
Volvió a colocarlas dentro del sobre y me las entregó, sintiendo nopoderme ayudar en nada.
—Podrá intentar descifrarlo todos los días durante años yaños—declaró,—y no conseguirá aproximarse a la verdadera solución.Está demasiado bien protegido para poderlo resolver por casualidad, yes, en verdad, la cifra más ingeniosa y segura que haya ideado elingenio de un hombre.
Me quedé un rato más y tomé una taza de té con él; pero a las cuatro ymedia entraba en el expreso y partía para Londres, decepcionado de miviaje completamente estéril. Dado lo que me había explicado, el secretose hacía más impenetrable e inescrutable que nunca.
XV
CIERTAS COSAS QUE DESCUBRIMOS EN MAYVILL
—La señorita Blair, señor—me anunció Glave al día siguiente, un pocoantes de las doce. Me encontraba solo en mi pieza particular, fumando ycompletamente confundido en la empresa de resolver el problema de lascartas del muerto.
De un salto me puse en pie para recibir a Mabel, que estaba encantadoray muy elegante con sus ricas y abrigadas pieles.
—Supongo que si la señora Percival supiera que he venido sola aquí, medaría una grave conferencia sobre la impropiedad de venir a visitar a unhombre en sus habitaciones—me dijo riendo, después que la saludé ycerré la puerta.
—Casi se puede decir que es la primera vez que me ha honrado con unavisita, ¿no es así? Y me parece que no necesita inquietarse mucho por loque piense la señora Percival.
—¡Oh! cada día está más rígida—refunfuñó Mabel.—No debo ir aquí, nitampoco allá; se asusta de que hable con este hombre o con aquel otro, yasí todo por el mismo estilo. Verdaderamente, me voy cansando de esto,le aseguro—declaró, sentándose en la silla que yo acababa de desocupar,desprendiendo el cuello de su pesada capa de pieles y acercando suprecioso pie al fuego de la chimenea.
—Pero ha sido para usted una amiga muy buena—le argumenté.—Según loque yo he podido ver, ha sido la más cómoda de las damas de compañía.
—La verdaderamente modelo es aquella que desaparece por completo cincominutos después que ha entrado en la habitación—manifestó Mabel.—Y esjusto que le conceda a la señora Percival lo que le corresponde, porqueella nunca se ha prendido de mí en los bailes y reuniones, siempre me hadejado en libertad, y si me ha encontrado sentada en algún puntoretirado y obscuro, ha tenido a mano un pretexto para dirigirme a otraparte. Sí—suspiró,—supongo que no debo quejarme cuando recuerdo esasviejas regañonas en cuyo poder están otras niñas. Por ejemplo, ladyAnetta Gordon y Violeta Drummond, dos preciosas niñas que se hanestrenado en esta última season, sufren verdaderas torturas con esasviejas brujas que las acompañan a todas partes. Ambas me han contado queno pueden levantar los ojos para mirar a un hombre, sin que al díasiguiente tengan que soportar una dura conferencia sobre las manerascorteses y la modestia propia de una niña.
—En verdad, no creo tenga, hasta ahora, muchos motivos por quélamentarse. Su pobre padre era muy indulgente con usted, y estoy segurode que la señora Percival, aun cuando algunas veces pueda parecer unpoco rígida, sólo lo hace por su bien—le dije con toda franqueza, depie sobre el tapiz de la estufa y contemplando su hermosa figura.
—¡Oh! ya sé que en su concepto soy una niña muy voluntariosa—exclamó,con una sonrisa.—Siempre solía usted decir eso cuando estaba en elcolegio.
—Lo era, hablándole con sinceridad—contesté abiertamente.
—Por cierto. Ustedes los hombres nunca tienen indulgencia con una niña,ni le conceden nada. Son dueños de su libertad cuando visten por primeravez sus pantalones largos, mientras que a nosotras, las pobres niñas, nonos dejan solas ni libres un segundo, ni dentro ni fuera de la casa. Noimporta que seamos tan feas como una bruja o tan bellas como Venus,tenemos que estar amarradas a alguna mujer de edad, que muyfrecuentemente sucede que es tan aficionada a un «flirteo» moderado comola ingenua joven que está a su cargo. Discúlpeme, señor Greenwood, quele hable tan cándidamente, pero mi opinión es que los métodos modernosde la sociedad son todos fingidos y engañadores.
—Parece que hoy no está usted con muy buen humor—observé, sin poderdejar de sonreírme.
—No, no lo estoy—confesó.—La señora Percival está haciéndose muypesada.
Deseo ir esta tarde a Mayvill, y ella no me quiere dejar irsola.
—¿Por qué desea, con tanto empeño, ir sola?
Se sonrojó ligeramente, y por un momento pareció desconcertada.
—¡Oh! no tengo tanto empeño en ir sola—replicó tratando deconvencerme.—Lo que yo objeto es la necedad de quererme impedir queviaje sola como cualquiera otra joven lo hace. Si una doncella tiene lalibertad de hacer sola un viaje por ferrocarril,
¿por qué no puedo yohacerlo también?
—Porque usted tiene que respetar las conveniencias de sociedad, y unasirvienta no necesita eso.
—Pues entonces prefiero el lote que le ha tocado a ésta ensuerte—declaró de una manera que me hizo comprender que algo la debíahaber incomodado.
Yo, por mi parte, hubiera sentido muchísimo que la señora Percival lehubiera consentido ir sola a Herefordshire, pero era evidente que teníaalguna razón secreta para no querer que su respetable compañera fueracon ella.
—¿Qué podría ser?—cavilaba yo.
Le pregunté la razón que tenía para desear ir a Mayvill hasta sin unadoncella, pero se excusó diciendo que quería ver si estaban biencuidados los otros cuatro caballos de caza por el encargado del stud,como también para hacer un registro completo en el estudio de su padre,por si quedaban allí papeles importantes o íntimos. Ella tenía lasllaves en su poder, y deseaba hacer esto antes de que ese hombre odiosoocupase su puesto.
Esta indicación, inventada evidentemente como excusa, me pareció quedebía efectuarse sin más demora; pero era tan claro que deseaba ir sola,que al principio vacilé ofrecerle mi compañía. Nuestra amistad era de uncarácter tan íntimo y estrecho, que podía, por cierto, hacerle esaproposición sin salirme de los limites propios; sin embargo, resolvítratar de saber primero el motivo tan poderoso que tenía para desearviajar sola.
Pero Mabel era una mujer inteligente, y no tenía intención de decírmelo.Se conocía que la dominaba un deseo secreto de ir sola a esa espléndidamansión de campo que era ahora de su propiedad, y que no quería que laseñora Percival la acompañase.
—Si va a registrar la biblioteca, ¿no sería mejor, Mabel, que yo laacompañase y ayudara?—le indiqué al fin.—Esto es, por cierto, si ustedme lo permite—añadí disculpándome.
Quedó silenciosa un momento, como quien está ideando un medio deresolver un dilema; después me respondió:
—Si quiere usted venir, para mí será un verdadero placer. Sí, debeayudarme, porque puede ser que descubramos la clave del enigma cifradode las cartas. Mi pobre padre, medio mes antes de morir, estuvo allíunos tres días.
—¿Y cuándo partiremos?
—A las tres y media, de la estación Paddington. ¿Será cómodo parausted? Vendrá conmigo y será mi huésped.
Y se rió picarescamente al ver cómo se rompían las conveniencias, y nose tenía en cuenta el probable disgusto que le causaría a la señoraPercival.
—Muy bien—asentí; y diez minutos después la acompañaba hasta abajo yle hacía subir, sonriendo dulcemente, en su elegante victoria, cuyocochero y lacayo vestían ahora de luto.
¿No es verdad que suponen ustedes que estaba jugando una peligrosísimapartida? Y
era así, en efecto, como después tendrán ocasión de verlo.
A la hora señalada me reuní con Mabel en Paddington, y dejando a un ladosus tristes meditaciones y desgracia, emprendimos el viaje hasta laestación Dunmore, más allá de Hereford. Una vez aquí, subimos al cocheque nos esperaba, y después de andar casi tres millas, bajamos delantede la espléndida mansión antigua que dos años antes había compradoBurton Blair, porque el paraje se prestaba admirablemente para laspartidas de caza y para la pesca con caña.
Irguiéndose en medio de su hermoso parque, a mitad de camino entreKing's Pyon y Dilwyn, Mayvill Court era, y lo es todavía, uno de lospuntos de campo dignos de verse. Era una mansión ideal hereditaria. Lagran casa antigua, con sus elevadas torres cuadradas, su entrada estilorey Jacobo, su puerta cochera, los hermosos bojs de fantásticas formas yel reloj de sol de su primoroso jardín anticuado, poseía un deliciosoencanto de que pocas mansiones antiguas podían jactarse; y, además, ensu perfecto estado de conservación, sin ninguna alteración ni en sus máspequeños detalles, se encerraba otro interesante rasgo de su atracción.
Por espacio de casi trescientos años había estado en poder de susprimitivos dueños, los Baddesley, hasta que Blair la había comprado,incluyendo el mobiliario, las pinturas, armaduras, y, en fin, todo loque en ella había.
Eran ya cerca de las nueve cuando la señora Gibbons, la anciana ama dellaves, nos recibió, con los ojos llenos de lágrimas por la muerte de suseñor, y entramos en el gran hall revestido con entrepaños de roble, enel cual se veían la espada y el retrato del valeroso caballero, capitánEnrique Baddesley, de quien todavía se recordaba allí una románticahistoria.
Habiendo escapado difícilmente con vida del campo de batalla, el capitánespoleó su corcel y se encaminó a su hogar, seguido muy de cerca poralgunos soldados de Cromwell. Su esposa, dama de gran valor, tuvo apenastiempo de esconderlo en la cámara secreta antes de que llegara elenemigo a registrar la casa. Sin acobardarse mucho, ella misma les ayudóy personalmente los guió por toda la mansión. Como sucedía en muchosotros casos, había que pasar por el dormitorio principal para poderentrar en la pieza secreta, y cuando los soldados penetraron en elprimero para inspeccionarlo, sus sospechas se despertaron. Por lo tanto,decidieron quedarse allí a pasar la noche.
La esposa del perseguido les mandó una abundante cena y un poco de vino,mezclado convenientemente con una buena dosis de droga, que dio porresultado que los desagradables huéspedes se durmieran profundamente, yque el valiente capitán, antes de que hubiesen desaparecido los efectosdel vino, se encontrase muy lejos de su alcance.
Desde aquel día la vieja mansión había permanecido absolutamente comoera, sin sufrir la menor alteración, con su hilera de obscuros yenvejecidos retratos de familia en el gran hall, su amueblado estilo reyJacobo y sus antiguos yelmos y lanzas que habían sufrido los golpes ychoques de la batalla de Naseby. La noche era terriblemente fría. En lagran chimenea abierta ardían enormes trozos de leña, y mientrasestábamos de pie delante del fuego, calentándonos después del viaje, laseñora Gibbons, que había sido informada de nuestra visita por untelegrama despachado con tiempo, nos anunció que había preparado paranosotros una buena cena, por que sabía que no íbamos a poder llegar a lahora de la comida.
Ella y su esposo le manifestaron a Mabel su más profundo pesar por sureciente desgracia.
Después de quitarnos nuestros abrigos, pasamos al pequeño comedor, dondeGibbons y un sirviente, de librea, nos atendieron y sirvieron la cena,con toda esa majestad antigua característica en aquella espléndidamansión que tantos siglos contaba de existencia.
Gibbons y su esposa, viejos servidores de los antiguos dueños, estabanalgo sorprendidos, según me pareció, de ver que yo solo había venido encompañía de su joven ama, a pesar de que Mabel les había explicado quedeseaba hacer un examen de todos los objetos pertenecientes a su padreque había en la biblioteca, y que por esa razón me había invitado paraque la acompañara.
Sin embargo, debo, por mi parte, confesar que yo no había sacado aúnninguna conclusión respecto al móvil verdadero de aquella visita; apesar de que estaba convencido de que había en ello algún motivoulterior, que no podía, empero, ni sospechar.
Después de cenar, la señora Gibbons condujo a mi linda compañera a supieza, mientras Gibbons me mostró la que había preparado para mí. Erauna gran habitación situada en el primer piso, cuyas ventanas dabanamplia vista sobre los ondulados prados que se extendían hasta WormsleyHill y Sarnesfield. Ya en varias ocasiones anteriores había ocupado estamisma pieza, y la conocía bien, con su gran cama antigua, tallada, decuatro pilares, sus anticuados tapices y colgaduras, cómodas yguardarropas de estilo rey Jacobo y su cielo raso de roble bruñido.
Después de hacerme una ligera toilette, volví a reunirme en labiblioteca con mi elegante y delicada joven huéspeda. Era una gran piezalarga y antigua, donde ardía un brillante fuego, y las lámparas estabansuavemente sombreadas con pantallas de seda amarilla. De un extremo aotro se veían las hileras de libros con sus lomos grises, los queprobablemente hacía medio siglo que no habían sido tocados.
Después que Mabel me permitió fumar un cigarrillo y le dijo a Gibbonsque deseaba que nadie la viniese a molestar durante una hora o más, selevantó y cerró con llave la puerta, para que pudiéramos emprender eltrabajo de investigación sin que sufriéramos interrupción alguna.
—No sé si descubriremos algo que sea de interés—dijo, volviendo sushermosos ojos hacia mí, dominada por una agitación que no pudo reprimiral dirigirse al gran escritorio y sacar de su bolsillo las llaves de supadre.—Supongo que esta tarea le incumbe al señorLeighton—añadió,—pero prefiero que usted y yo echemos una mirada a losasuntos de mi padre, antes que venga el abogado a examinarlos con susojos escudriñadores.
Parecía que abrigaba cierta esperanza de encontrar algo que deseabaocultar al abogado.
El escritorio del muerto era un pesado mueble anticuado, de robletallado, y al abrir ella el primer cajón y sacar lo que contenía,acerqué dos sillas y me puse a ayudarle, con el fin de hacer un examenmetódico y completo. Los papeles eran, en su mayoría, cartas de amigos ycorrespondencia con abogados y comisionistas de la City, que le hablabansobre sus diferentes inversiones de dinero. Pude darme cuenta, poralgunas que leí, de cuán enormes habían sido los beneficios que habíaobtenido de ciertas negociaciones verificadas en Sud Africa, mientras enotras se hacían alusiones a asuntos que para mí eran sumamenteenigmáticos.
La ansiosa actitud de Mabel era la de una persona que busca un documentoque cree que allí está. Apenas se tomaba el trabajo de leer las cartas;no hacía más que examinarlas rápidamente y ponerlas a un lado. Asífuimos registrando un cajón tras otro hasta que vi en su mano un gransobre azul, sellado con lacre negro, y que tenía el siguiente letrero,escrito por su padre:
«Para que sea abierto por Mabel después de mi muerte.— Burton Blair. »
—¡Ah!—murmuró casi sin resuello,—¿qué contendrá esto?—Eimpacientemente, rompió los sellos y sacó una gran hoja de papel escritacon letra muy junta, a la cual estaban ligados con un broche variosotros papeles.
También cayó algo más del sobre, que yo recogí, y con gran sorpresa meencontré con que era una instantánea muy gastada y rajada, pero que seconservaba por estar adherida a un pedazo de lienzo. Representaba unpaisaje de encrucijadas en una región campestre llana y más biendesolada, con una casita solitaria, que probablemente había sido en untiempo una casa de portazgo, de altas chimeneas, situada sobre la orilladel camino real, teniendo al costado un pequeño jardincillo rodeado dereja. Delante de la puerta se veía un pórtico rústico cubierto de rosastrepadoras, y fuera, sobre un lado del camino, un viejo sillón Windsor,que parecía que acababa de quedar desocupado.
Mientras examinaba la fotografía junto de la luz, la hija del muertoleía rápidamente el documento que su padre había escrito.
De pronto lanzó un grito de espanto, como horrorizada por algúndescubrimiento que había hecho, y, sobresaltado, me di vuelta paramirarla. Su rostro había cambiado completamente; hasta los labios teníablancos.
—¡No!—tartamudeó enronquecida.—¡No... no puedo creerlo... no quierocreerlo!
Otra vez miró el papel que tenía en la mano para releer esas fatídicaslíneas.
—¿Qué es lo que hay?—inquirí ansiosamente.—¿Puedo saberlo?—Y meacerqué adonde ella estaba.
—No—respondió con firmeza, colocando el documento detrás.—¡No! ¡Niusted debe conocer esto!—Y con una rapidez pasmosa lo hizo pedazos,arrojando los fragmentos al fuego antes que yo pudiera salvarlos.
Las llamas se elevaron, y un momento después, la confesión del muerto,si tal cosa era, quedó consumida por ellas y desapareció para siempre,mientras su hija estaba de pie, macilenta, rígida y pálida como unamuerta.
XVI
EN EL QUE SE CONFIRMAN DOS HECHOS CURIOSOS
Aquella acción súbita e inesperada de Mabel me sorprendió y disgustó,porque yo había creído que nuestra amistad era de una naturaleza taníntima y estrecha, que me hubiera permitido, por lo menos, dar unamirada a lo que había escrito su padre.
Sin embargo, cuando reflexioné un momento después que el sobre habíasido especialmente dirigido a ella, comprendí que su contenido habíasido destinado expresamente para que sólo sus ojos lo vieran.
—¿Ha descubierto algo que la ha trastornado?—le pregunté, mirandofijamente su cara pálida y arrugada.—Espero que no sea nada muydesconcertador.
Contuvo la respiración un momento, con su mano puesta instintivamentesobre su pecho, como si hubiera querido tranquilizar los fuertes yviolentos latidos de su corazón.
—¡Ah! desgraciadamente lo es—replicó.—Ahora conozco la verdad, laverdad terrible... espantosa.
Y, sin añadir una palabra más, se cubrió el rostro con sus manos yestalló en un mar de lágrimas.
Estuve en el acto a su lado tratando de consolarla, pero pronto me dicuenta de la impresión profunda de horror y espanto que habían producidoen ella esas palabras escritas por su padre. Su dolor era inmenso; todosu ser estaba embargado por una pena inconsolable.
El silencio que reinaba en aquella pieza larga y anticuada, erainterrumpido sólo por sus amargos sollozos y por el solemne tic-tac delgran reloj antiguo que había en el extremo más lejano de la habitación.Mi mano se apoyaba tiernamente sobre el hombro de la pobre niña, perotranscurrió un largo rato antes de que pudiera conseguir que enjugasesus lágrimas.
Cuando lo hizo, vi por su semblante, que había cambiado y era otramujer.
Volvió junto a la mesa-escritorio y alzó el sobre, leyendo por segundavez la inscripción que Blair había escrito sobre él, y luego sus ojos sefijaron en la fotografía de la casa solitaria situada cerca de lasencrucijadas.
—¡Qué!—exclamó, sobresaltada,—¿dónde ha encontrado esto?
Le expliqué que había caído del sobre; entonces la tomó y la miró unlargo rato.
Después, dándola vuelta, descubrió algo que yo no habíanotado: escritas débilmente con lápiz y medio borradas, se leían lassiguientes palabras: «Encrucijadas de Owston, 9 millas más allá deDoncaster, sobre el camino Selby.— B. B. »
—¿Sabe usted lo que es esto?
—No, no tengo la menor idea—respondí.—Debe ser algo que su papácuidaba mucho. Parece muy gastada, como si alguien la hubiera llevadoguardada en el bolsillo.
—Bien, entonces yo se lo diré—me dijo.—No tenía idea de que aún laconservara, pero creo que la ha guardado como un recuerdo de esosfatigosos viajes a pie del lejano pasado. Esta fotografía representa elsitio que andaba buscando por toda Inglaterra—añadió, conservándolatodavía en su mano.—No tenía más que esta instantánea por guía, y, porlo tanto, nos vimos obligados a recorrer de arriba abajo todos loscaminos reales del país, con el fin de encontrar el punto buscado. Nofue hasta casi un año después que usted y el señor Seton tuvieron lagenerosidad de ponerme en la escuela, en Bournemouth, cuando mi padreconsiguió descubrir lo que había andado buscando durante tres largosaños, pues él siguió solo sus fatigosas excursiones. Una noche de veranoconsiguió, por fin, identificar las encrucijadas de Owston, y encontróviviendo en la casa a la persona que había buscado tan empeñosamente ycon tanto sacrificio.
—Es curioso—exclamé yo.—Cuénteme más al respecto.
—Nada más hay que contar, salvo que, debido al descubrimiento de lacasa, obtuvo la clave del secreto; a lo menos, eso es lo que yo le heentendido siempre que ha hablado de esto—contestó.—¡Ah! recuerdo bienaquellas interminables y cansadoras caminatas cuando niña; cómorecorríamos esos largos, blancos e inacabables caminos, con sol y conlluvia, envidiando a la gente que iba en coches y en carros, a hombres ymujeres que andaban en bicicletas, y, sin embargo, mi valor se sosteníasiempre con las palabras de aliento de mi padre y su declaración de quealgún día habíamos de poseer una gran fortuna. Esta fotografía lallevaba constantemente consigo, y en casi todas las encrucijadas lasacaba, examinaba el paisaje y lo comparaba, sin saber, por cierto, sila vieja casa había sido derribada después de sacada la instantánea.
—¿No le dijo nunca la razón que tenía para desear tan empeñosamentevisitar esa casa?
—Solía decirme que el sujeto que vivía en ella, el mismo que tenía porcostumbre sentarse en las tardes de verano en la silla colocada en elexterior de la casa, era su amigo, aun cuando hacía mucho tiempo que nose veían y éste ignoraba si mi padre vivía aún. Creo que habían sidoamigos en el extranjero, cuando mi padre había andado navegando.
—¿Y la razón que tenía su papá para estos constantes viajes errantesera identificar dicho paraje?—exclamé, contento de haber aclarado alfin un punto, que, durante cinco años o más, había sido un verdaderomisterio.
—Sí. Un mes después que hubo conseguido su anhelado objeto, vino aBournemouth a verme, y me dijo en confianza que su dorado sueño deposeer una gran fortuna estaba próximo a realizarse. Había resuelto elproblema, y dentro de una o dos semanas esperaba tener abundantesrecursos. Casi inmediatamente después de esto desapareció, y estuvoausente un mes, como usted recordará. Al cabo de ese tiempo volvió rico;tan rico, que usted y el señor Seton se quedaron enteramenteconfundidos.
¿No recuerda usted esa noche que estábamos en Helpstone,cuando salí por una semana de la escuela para estar con mi padre, porqueacababa de volver de su viaje?
Nos habíamos reunido todos después de lacomida y mi pobre padre recordó la vez aquella en que también allí mismonos habíamos congregado con otro objeto, cuando me enfermé en el caminoy fui traída a la casa de ustedes. ¿Y no recuerda que el señor Setonpareció poner en duda la afirmación de mi padre, que declaró tener yauna fortuna de cincuenta mil libras?
—Lo recuerdo—repliqué, al encontrarse sus hermosos ojos puros con losmíos.—
Recuerdo bien cómo su padre nos dejó completamente confundidoscuando bajó y trajo su libro de cuentas de un banquero, que probabatener un balance a su favor de cincuenta y cuatro mil libras esterlinas.Después de esto fue para nosotros un misterio más grande que nunca. Perodígame—añadí en voz baja y ansiosa,—qué ha sido lo que ha descubiertoesta noche que tanto la ha impresionado?
—Casi he encontrado la prueba de un hecho que durante años he temidoque fuera cierto; un hecho que no sólo afecta la memoria de mi pobrepadre, sino que también me afecta a mí. Estoy en peligro... sí, enpeligro personal.
—¿Cómo?—le pregunté rápidamente, sin comprender el significado de suspalabras.—Recuerde que yo le prometí a su padre ser su protector.
—Lo sé, lo sé. Es mucha bondad la suya—dijo, mirándome agradecida conesos maravillosos ojos que siempre me habían tenido fascinado por elhechizo de su belleza.—Pero—añadió, sacudiendo tristemente sucabeza,—me temo que en esto sea usted impotente. Si el golpe cae, comotiene que suceder más tarde o más temprano, seré aplastada y quedaréperdida. No hay poder que pueda entonces salvarme; ni aun su fiel ynoble amistad me servirá.
—Ciertamente, Mabel, que habla usted de una manera muy extraña. No laentiendo.
—Así lo creo—fue su contestación breve.—Usted no lo sabe todo. Si losupiera, comprendería cuán arriesgada es mi posición y qué grande es elpeligro que me amenaza.
Estaba de pie, inmóvil como una estatua, su mano apoyada en un ángulodel escritorio y sus ojos fijos en el alegre fuego.
—Si el peligro es tan grande y verdadero, creo que debo saberlo. ¡Estarprevenido es estar preparado!—le observé decisivamente.
—Es bien real y grande, pero como la confesión de mi padre ha sido sólopara mí, no puedo revelarla. Su secreto es mío.
—Ciertamente—respondí, aceptando su resolución, la cual era natural,dadas las circunstancias. No podía revelar las confidencias de sudifunto padre.
Sin embargo, si lo hubiera hecho, ¡cuán diferente hubiese sido el cursode los acontecimientos! Indudablemente, la historia de Burton Blair erauna de las más extrañas y románticas que había sido dado a un hombrereferir, y las extrañas circunstancias que ocurrieron después de sumuerte, fueron, ciertamente, más notables y enigmáticas aún. Todo elasunto, desde el principio hasta el fin, era un enigma completo.
Más tarde, cuando Mabel se hubo tranquilizado algo más, concluimosnuestro trabajo de investigación, pero descubrimos muy poca cosa deinterés fuera de varias cartas en italiano, sin fecha ni firma, a pesarde que eran, evidentemente, de puño y letra de Dick Dawson, el amigo...o enemigo, del millonario. Leyéndolas, encontré que era lacorrespondencia de una relación íntima, que participaba de la fortuna deBlair y le ayudaba secretamente en la adquisición de sus riquezas. Semencionaba mucho en ellas «el secreto», y descubrí también repetidasadvertencias sobre que no debía revelar nada del particular a Reginaldoni a mí.
En una carta hallé este párrafo en italiano:
«Su hija se está transformando en una verdadera dama. Espero que algúndía será condesa, o tal vez duquesa. Sé, por su parte, que Mabel, a suvez, está convirtiéndose en una muy linda joven; y pienso que usteddebería, dados su posición y nombre, hacerle contraer un buen enlace.Pero conozco cuán anticuadas son sus ideas al respecto, pues es usted delos que creen que una mujer debe casarse sólo por amor.»
La lectura de estas cartas dejó impreso vívidamente en mí un hechodecisivo, y fue: que si el tal Dawson participaba secretamente de lafortuna de Blair, no tenía necesidad ciertamente de obtener su secretopor medios infames, puesto que lo conocía.
El reloj de la caballeriza dio las doce antes que Mabel llamara a laseñora Gibbons, y el esposo de ésta viniese también en seguida,trayéndome un reconfortante whisky y un poco de agua caliente.
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