Materia, eres
una reina danzante
que cuenta historias,
que pervive
como un milagro
de eones.
2
A todos los héroes anónimos que fueron partes invaluables de estas historias: A.C., C.C., S.Q., W.M., y tantos músicos y artistas que también me inspiraron.
A mi madre, que le dio la vida a mi escritura.
A mi hermana, cuyo aporte fue especial y esencial para este libro.
A S.A. por acompañarme en el tramo final de la aventura.
Simplemente, gracias por existir.
3
El horizonte era una línea de colinas azules, sobre las que descansaba una alargada nube rosada y como somnolienta. El cielo plomizo auguraba una lluvia que no se dejaba caer; el resto del paisaje era pura roca y un camino desganado que se perdía en la distancia. Alrededor había unas pocas casas de madera, antiguas y aparentemente abandonadas. En el porche de una de ellas, un hombre vestido de vaquero, abrigado con un enorme piloto, fumaba distraídamente un cigarrillo interminable.
De repente, de la nada, apareció una chica. El hombre la miró. Llevaba equipaje, una palidez lastimera y el ceño fruncido, expresando cansancio y tal vez confusión. Le devolvió la mirada al fumador, descargó su equipaje y dio unos pasos hacia el porche.
-Buenos días –dijo el hombre.
-Buenos días –respondió la chica, y se volvió a otear las colinas-. O tardes.
Nunca se sabe en este lugar, ¿cierto?
-¿Estás hace mucho aquí?
-No lo sé. ¿Y tú?
-Tampoco. A veces no recuerdo nada y otras estoy observando durante horas lo que pasó antes. ¿Cómo te llamas? Yo soy Benjamin.
-Ana. Bueno, tú por lo menos sabes algo. Creo que yo acabo de llegar. Es extraño.
-Sí que lo es –corroboró Benjamin, y le dio una pitada a su cigarro.
Permanecieron unos minutos en silencio, mirando simplemente alrededor.
-Hace frío –comentó Ana.
-Es habitual –afirmó Benjamin-. Pero, ¿te sientes bien? ¿Has comido algo?
Tengo un sándwich aquí si quieres.
-¿De veras? –Ana se acercó y se sentó junto a él en el porche-. No pensé que hubiera comida.
-Hay cigarros…
-Pero nunca se sabe –repitió Ana, y tomó el paquete de papel metalizado que Benjamin le daba. Se mantuvieron en silencio mientras ella comía; cuando terminó, hizo un bollo con el envoltorio, y se dedicó a mirar, todavía con el 4
ceño fruncido, a alguien que, por el camino, se adentraba en el pequeño poblado. Benjamin echó un vistazo también: se trataba de un muchacho, quizás de la misma edad que Ana, de rasgos asiáticos y un aire cansino. Por todo abrigo llevaba una camisa de estilo escocés, desabotonada, sobre una remera grisácea, pero no parecía percibir la baja temperatura reinante. El chico se aproximó al porche, observando a Benjamin y Ana; al llegar suspiró profundamente.
-¿Qué hora es? –preguntó, aunque aparentemente sin interés en la respuesta.
-No hay hora –contestó Ana-. Pero no es tarde.
-¿Llegaron hace mucho?
-No estoy seguro –dijo Benjamin-. Creo que sí. Pero Ana acaba de venir.
-Oh –dijo el joven, e hizo una especie de gesto afirmativo con la cabeza. Miró el camino y después se volvió de nuevo hacia ellos, extendiendo una mano. –
Soy Jin, por cierto. –Se saludaron, y él volvió a escudriñar el camino. – ¿Creen que falten muchos más?
-Es posible –dijo Ana-. ¿Y tú… de dónde vienes?
-Yo vivo aquí –respondió Jin-. Me fui hace un tiempo, brevemente… y ahora he regresado para esto.
-¿Has estado solo?
-Casi siempre. Aunque de vez en cuando aparece But.
-¿Quién es?
-No sé si es hombre o mujer. Es raro. Es adulto, es callado, y va usualmente con un saco marrón y viejo y un cuaderno en el que toma notas. Sus ojos son muy azules y taladran la oscuridad.
Ana tragó saliva, como si esa descripción le hubiese causado alguna clase de sensación.
-No será él, ¿verdad? –preguntó en voz baja.
-No –dijo Jin con firmeza.
-¿Cómo estás tan seguro?
-Sólo lo sé –repuso Jin-. No es él.
- Vamos a bailar, alrededor del fuego –entonó un coro súbitamente-, cantando y riendo, pues esto es un juego.
5
Benjamin, Ana y Jin miraron hacia el centro del poblado, justo donde el camino terminaba. La canción provenía de tres niñas de cabellos rizados y cobrizos, ataviadas con elegantes vestidos celestes y relucientes zapatitos de charol, que daban vueltas y saltitos alegremente, aunque en realidad no hubiera ninguna fogata. Pronto desarmaron la ronda y corrieron hacia el porche donde estaban los otros; se pararon en hilera frente a Benjamin y Ana, junto a Jin, sonriendo entre sus cutis de porcelana y sus pecas retintas, y se presentaron:
-Soy Merry –dijo una.
-Yo me llamo Pops –dijo otra.
-Y yo soy Lena –dijo la tercera.
-Soy Ana -se presentó ella-. ¿Están solas? ¿Las ha traído alguien?
-No sabemos –respondió Pops-. A veces nos encontramos despiertas aquí y otras veces dormimos en algún otro lugar. Y nunca hemos visto a nadie.
-Pero no estamos solas –aclaró Lena-. Vendrán más.
-¿Cómo saben eso? –inquirió Ana.
-Oh, habrá una fiesta… -deslizó Merry, y sin rodeos las tres hermanas se fueron corriendo a jugar.
-Tienen razón –aseguró Benjamin y, quedamente, encendió otro cigarrillo.
Transcurrieron algunos minutos, o quizás un día entero. Jin se apoyó en la baranda que bordeaba el porche, sin que pareciera cansarse jamás de hallarse en pie; las niñas continuaron con su baile y sus cancioncillas; Benjamin fumaba cigarros que tardaban un lapso considerable en consumirse; Ana rebuscó en sus cosas y se puso a leer un libro desgastado que encontró. En algún momento, las trillizas se agotaron o se aburrieron y fueron a sentarse junto a los demás; desde entonces el frío se intensificó sutilmente, y el silencio, como un ser invisible y suave, comenzó a imponerse sobre el grupo, al que nada de eso pareció incomodarle.
-Habrá una fiesta… -murmuró Benjamin distraídamente.
Después de un tiempo que no podía medirse, todos miraron hacia algún punto del poblado en particular. Como obedeciendo a sus ojos, en cada uno de los sitios empezaron a aparecer individuos, saliendo de las casas, viniendo por el camino o asomándose desde detrás de un edificio. Eran muchos, y 6
todos ellos diferentes: hombres, mujeres, adolescentes, niños, que vestían ropas de distintos estilos, y llevaban tonos de piel y rasgos variados, y que conocían sus nombres y sólo alguna otra cosa. Algunos llevaban bolsos o carteras, y otros iban solamente con lo puesto; hablaban entre sí, sonreían, o callaban y observaban, con un aire exhausto. Poco más de tres decenas de figuras se materializaron en aquel lugar, y aunque todas estaban haciendo algo más o menos distinto, no había ni una a la que no envolviera cierto halo como calmo y pensativo, pues todos se hallaban en una indudable espera.
Justo en el instante en que las tres decenas se pusieron a andar al unísono hacia el porche del primer grupo, Benjamin preguntó:
-Jin, ¿dijiste que But va tomando notas?
-Así es –confirmó el chico. Ana apartó la vista de su libro, interesada; pero el diálogo no iba a durar mucho.
-¿Sobre qué?
-Sobre todo…
La gente llegó a ellos; los que estaban visibles saludaron con un gesto; el silencio y el frío redoblaron su peso, como si una cruda atmósfera les tapara los oídos; nadie habló para no romper con ella; Ana cerró su libro y miró a Benjamin.
Él exhaló una vaharada de humo plomizo como el cielo que no cambiaba de ninguna forma, y se volvió hacia la puerta de la casa que parecían guardar.
Los otros treinta y ocho miraron.
Un hombre, o una mujer, de saco marrón y viejo y ojos azules que taladraban la oscuridad, salió del interior y fue hasta donde la multitud pudiera verle. Les echó un amplio vistazo, y esbozó una sonrisa triste pero bella. Ya no llevaba ningún cuaderno.
-¿Están listos? –inquirió.
Asintió sólo una mayoría, aunque no había ninguno que dudara.
-Vamos –dijo But, y bajando del porche se internó en el grupo para atravesarlo y seguir. Los demás fueron tras él; Benjamin arrojó su último cigarrillo y, junto con Jin, Ana y las trillizas, se encargó de cerrar la marcha.
Al fin comenzó a llover a cántaros mientras iban hacia una iglesia blanca que no había estado allí antes. No tardaron en empaparse, y varios, 7
principalmente los niños, empezaron a tiritar ininterrumpidamente. Pero no les importó, ni a ellos ni a nadie más.
No se detuvieron al llegar. Mientras cruzaban el portal todos pensaron en las mismas palabras, que pertenecían a una canción que habían oído alguna vez: Qué será, será… pues lo que será… El futuro no es nuestro para verlo… Lo que será, será…
Fueron hasta el altar, en el que descansaba un ataúd abierto, y se pararon entre éste y los bancos. Benjamin, Ana, las trillizas y Jin quedaron por casualidad al frente; But avanzó y se puso a contemplar al muchacho que yacía pálido y como dormido en su interior. Ana fue la única que se aproximó a verlo también, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró a Jin.
-¿Lo sabías? –le preguntó en voz baja-. ¿Sabías que tú eras él?
-Sí –contestó Jin-. Pero, al fin y al cabo, todos somos uno…
Le tendió la mano a la joven; ella la tomó, y Jin se enlazó con Benjamin, y el hombre con las niñas; y todos se aferraron a alguien, sintiendo un poco de miedo pero con la certeza de lo inevitable, hasta que But, el último, asió una de las manos apenas heladas del chico en el cajón, y los cuarenta cerraron fuertemente los ojos.
-¿Cómo se llamaba? –quiso saber la estudiante, hundiendo una mirada extrañada y a la vez interesada en su profesor, que era un médico.
-Jin Wan –respondió él, rescatando el nombre de entre sus pensamientos. La vacía aula universitaria a su alrededor parecía fabricar su propio aire gélido, aunque sólo era primavera. –El colapso nervioso que sufrió lo condujo a un estado de coma del que no salió. Después de todo, fue lo mejor que pudo pasarle. Aunque, como profesional, no debería decirlo.
-¿Cuántas personalidades dijo que tenía? –preguntó la estudiante.
-Cuarenta –dijo el profesor-. Muy diferentes entre sí y bastante dignas de estudio, por cierto. Tampoco era un mal chico. En su mayoría eran pacíficas, lo cual constituye una singularidad sorprendente. Pero no dejaban de ser una difícil enfermedad.
-Pobre muchacho –dijo la estudiante, bajando una mirada ahora plena de lástima.
-Que en paz descanse –dijo el profesor.
8
Cuando abandonaron el aula, los dos tarareaban las palabras de una canción que habían oído alguna vez, y que los siguieron como una estela invisible al irse cada uno por su lado:
Qué será, será… pues lo que será… El futuro no es nuestro para verlo… Lo que será, será…
Fantasma.
El fuego en la chimenea crepitaba dulcemente, alimentándose de una madera que despedía un perfume sutil que viajaba en oleadas. Sinclair lo sentía en el rostro, en el olfato, en el tacto; y le agradaba, y lo aspiraba cada vez que llegaba a sus sentidos. Aunque no era que el resto de la pequeña sala no fuese confortable: unos estantes cargados de libros, un escritorio robusto con dos sillas y una ventana reducida que daba a un jardín nevado era todo lo que Sinclair necesitaba en ese momento. Sentía que podía pasar mucho tiempo más allí.
El joven hombre posó sus ojos azul claro en la ventana, justo a tiempo para ver caer una hoja solitaria desde la rama muerta de un árbol. Luego miró su reloj pulsera, al que tuvo que distinguir entre el montón de libros y papeles que, amparados por una luz ámbar, cubrían el escritorio. Eran las siete y cuarto. La hora justa. Vigiló la puerta, que permanecía cerrada. Debía abrirse en cualquier momento. Sinclair tembló levemente, nervioso. En cualquier momento…
La puerta se abrió y una mujer de ojos color oliva y sonrisa deslumbrante entró por ella. Sin poder contenerse, Sinclair dio un salto y fue a estrecharla en un abrazo; la mujer lanzó una risita, y cuando se separaron observó al muchacho con gran sorpresa.
-¡Oye! ¿Estás bien? –preguntó.
-Sí –asintió él, aún nervioso y algo avergonzado-. Es que… llegué a creer que no vendrías.
-¡Oh, no seas tonto! –dijo la mujer, y cerró la puerta tras de sí. Fueron a sentarse en las dos sillas. –Misma hora, mismo lugar, ¿no?
9
-Puede pasar que un día no aparezcas, Maya.
-Sinclair, te preocupas demasiado. No te será fácil librarte de mí, ¿sabes?
-Eso espero…
Maya acentuó su sonrisa.
-Muy bien –dijo, y empezó a accionar un aparato de radio que había a un costado-. Primero lo primero. Encender esto…
Pronto comenzó a sonar una melodía cuyas palabras eran simples y tiernas.
La melodía se elevó por los aires e invadió la habitación tanto como el perfume de la madera: Oh, mi amor… Cariño, he ansiado tanto tu contacto…
Por un largo y solitario tiempo…
-Siempre la misma canción –comentó Maya, que nunca dejaba de sonreír-.
Todo es muy, muy extraño.
-Sí… -murmuró Sinclair distraídamente.
-Bueno –dijo Maya-, vamos a trabajar. ¿Qué hacías cuando llegué?
-Te esperaba –contestó Sinclair. Maya compuso una expresión de impaciencia. –Oh, no te inquietes. También comencé a escribir lo que me sucedió. Tal vez intentaba encontrarle algún sentido.
-Genial. ¿Te gustaría leérmelo?
Sinclair fijó la vista en unos papeles que tenía justo delante.
-“Empezó un trece de julio. Estaba en este mismo estudio, en la antigua casa que mi familia hereda generación tras generación. Afuera nevaba con calma.
Hacia el final del día, exhausto de largas horas de escudriñar libros para mi tesis, me quedé dormido en mi asiento. Cuando desperté, comprobé en mi reloj que volvía a ser trece de julio. Y así siguió ocurriendo durante varios días, que han sido el mismo.”
-Ah, ¿no mencionas mi aparición? –preguntó Maya, falsamente ofendida.
-Bueno, quizás debería haber agregado “Lo único que cambió fue que a las siete y cuarto de la mañana empezó a venir una chica llamada Maya que asegura que estamos en un año anterior al que yo estoy viviendo y que ella reside aquí con sus padres y hermanos, que nunca me han visto ni oído.”
-“Maya cree que Sinclair es un fantasma del futuro y que la situación de los dos es no sólo peculiar sino única, porque Sinclair está atrapado en un bucle temporal en su pasado y Maya es una participante de ese pasado que todos 10
los días, que para ella son distintos, entra conscientemente al trece de julio, es decir, al epicentro del bucle.”
-¿Mencionaremos que acordamos en que no saliera de aquí por temor a que quede atrapado en esta época? –inquirió Sinclair.
-Acabas de hacerlo –señaló Maya-. Igualmente, ninguno anotó nada de lo último.
-Vaya –dijo el muchacho, oteando los libros y hojas sueltas que había sobre el escritorio, como si buscara tardíamente dónde escribir-. Bueno, pero los dos conocemos los hechos.
-Sí, así que encontremos una solución a tu singular problema, jovencito.
Sinclair suspiró profundamente, con tristeza.
-¿Qué pasa? –quiso saber Maya.
-Nada. Es que ya me he devanado los sesos pensando y no hallo la forma de salir. Es decir, ni siquiera sé cómo entré. No hay nada. Es como algo mágico y yo no poseo ninguna clase de habilidad con que pueda enfrentarlo.
-Vamos. Dijiste que estás haciendo una tesis; eres inteligente; podrás concebir algo.
-No todas las personas que hacen tesis son inteligentes.
-Pero tienes por lo menos cierto grado de entendimiento. Y yo estoy aquí para poner tus ideas en orden.
Sinclair chistó y desvió la mirada.
-¿Por qué no quieres que te ayude? –preguntó Maya, repentinamente desanimada-. ¿Por qué nunca quisiste realmente?
-No creo que haya ayuda –repuso el joven.
-Sí la hay. Oye, me has hablado de Mireille, tu esposa, y de tu vida allá. ¿No quieres volver?
Sinclair calló.
-Mira… hay una razón por la que tengo la capacidad de entrar todos los días a este día, estar en este lugar y hablar contigo. Debe haberla. Debemos poder descubrir juntos un modo de enviarte de regreso. Sin…
-No puedo volver.
Hubo un silencio.
-¿De qué hablas? –inquirió Maya desconcertada.
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-No puedo volver todavía… -Los ojos de Sinclair se llenaron rápidamente de lágrimas.
-¿Por qué no? Sin, estás atorado en este sitio hace mucho tiempo, ¿por qué no te esforzarías en hallar…?
-Porque no puedo perderte –dijo él, y la observó mientras un par de lágrimas brillantes surcaban su rostro-. No puedo alejarme de ti. No aún.
-Sin… -Maya le miró con una mezcla de extrañeza y preocupación- ¿por qué me tienes tanto cariño?
Los ojos azul claro del joven hombre lloraban en silencioso desconsuelo, y se prendían de la imagen resplandeciente de aquella hermosa chica, que en ese instante trataba de verlo y no podía.
-Porque eres mi mamá –dijo Sinclair finalmente, y Maya sintió que le tiraban un baldazo de agua encima-. Eres mi mamá. Vas a ser mi mamá, morirás siendo yo pequeño, y no podremos estar juntos jamás. Por eso no puedo irme, porque quiero estar contigo.
La mujer se levantó velozmente, rodeó el escritorio y abrazó con fuerza a Sinclair. Permanecieron así unos minutos; cuando se separaron, Maya volvió a su silla, tomó una mano del muchacho y la mantuvo aferrada mientras le contemplaba, apenada.
-Sinclair –dijo entonces-, me has mentido.
-¿Sobre qué, mamá? –preguntó él, enjugándose el llanto.
-Has dicho que no sabes cómo entraste. Pero si estás aquí voluntariamente, eso no puede ser cierto.
-Claro que lo sé. Y sé cómo salir. Pero no veo el momento adecuado. Aún no me siento capaz.
-Sabes que no deseo que te vayas, me agradas mucho y ahora incluso más…
pero creo que a la larga no te será beneficioso quedarte entre estas cuatro paredes, Sin.
-Lo sé. También espero que comprendas cuán difícil me resulta la idea de terminarlo.
Maya asintió.
-Y… he cometido un error en realidad al contarte la verdad. Puede afectar el continuo temporal.
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-Quizás… aunque quieras, no puedas evitar mi muerte, Sin.
- Dime si aún eres mía… Oh, necesito tu amor… Necesito tu amor… -canturreó la radio, que seguía transmitiendo aquella tierna melodía.
-Te propongo algo, muchacho –dijo Maya-. Mañana vendré una vez más.
Estaremos juntos todo el día. Por suerte, nadie más que yo ha querido usar el estudio desde que llegaste. Al final de la jornada, me explicarás cómo hiciste el bucle, luego nos despediremos y te irás. ¿Qué dices?
-Está bien –convino Sinclair-. Sí, está bien.
-Nos vemos, hijo. –Maya besó al joven en una mejilla y abandonó la sala; Sinclair se quedó mirando la puerta, y luego, tratando de que las lágrimas no volvieran a rebalsar sus ojos, tomó un libro de física que mostraba un par de ecuaciones en las páginas que estaban abiertas y se puso a repasarlo.
La hoja cayó de la rama muerta, y Sinclair escrutó el reloj justo en el instante en que marcaba las siete y cuarto. La puerta no tardó en abrirse, y Maya se deslizó ágilmente a través de ella. Echó un vistazo al jardín nevado que se veía por la ventana, y mientras encendía la radio para oír por milésima vez la misma canción, dijo:
-¿Sabes?, nunca te conté que afuera en realidad es verano. Ese árbol está por caerse bajo el peso de las manzanas.
-Es que el bucle es sólo en esta habitación –aclaró Sinclair-. Lo cual incluye a lo que se ve desde ella.
-Es un bucle muy raro. –Maya ocupó su silla-. Y bien, ¿qué quieres hacer hoy?
Pasaron el día hablando de todo lo que cruzó sus mentes, practicando unos juegos de mesa que encontraron y hasta intentando cantar a dúo la melodía de la radio, aunque rieron más de lo que entonaron porque ninguno era muy bueno con su voz. Las horas transcurrieron demasiado rápidas para los dos, e inevitablemente el exterior se oscureció y así también la mirada de Sinclair, pues sabía que tendría que dejar ya a su madre. En un momento volvieron a 13
hallarse enfrentados, con el escritorio entre ellos, y con Maya sosteniéndole una mano al joven y acariciándola como sólo ella podía hacerlo.
La canción irrumpió una vez más en el ambiente:
- Y el tiempo puede hacer muchas cosas…
-¿Cómo lo hiciste, Sin? –preguntó Maya-. ¿Cómo originaste el bucle?
-Mireille y yo construimos un dispositivo –explicó Sinclair-. Este dispositivo proyecta anomalías en cualquier punto del tiempo y el espacio. Está proyectando el bucle ahora mismo, lo mantiene “con vida”; pero también sirve para acelerar, desacelerar y detener el tiempo, y para otras cosas. Aún estamos investigando, nosotros y varios más; pero de seguro sus implicancias han cambiado la Historia. Me refiero a que la Humanidad podrá lograr cosas increíbles a partir de esto. También ayudará con los viajes interestelares, pues, con un poco más de trabajo, será capaz de plegar el espacio-tiempo para que lleguemos más velozmente a cualquier lado.
-Es impresionante –admitió Maya con los ojos muy abiertos-. Y dices que no eres inteligente.
-Bueno, en verdad… Mireille y yo construimos el aparato, pero… tú lo inventaste. Tu propia tesis nos dijo cómo hacerlo.
Maya parpadeó fuertemente, estupefacta.
-¿De veras? –dijo, casi sin voz. Sinclair asintió, sonriendo con orgullo. –Oh, pues, te estaba por preguntar cómo desactivarás el bucle cuando te vayas.
-Es fácil, de hecho. Sólo tengo que pedirlo en voz alta. Mireille se encargará.
-¿Ella está viéndonos?
-Se encarga de vigilar la anomalía. No nos ha observado siempre.
-Y, una vez que la desactive…
-Seré yo quien salga por la puerta, a mi época.
-Entonces…
-¿Qué ocurre?
-Tú no eres el fantasma. Soy yo quien entra al estudio donde estás proyectando la anomalía. Soy yo quien se mete a tu presente, no tú al mío.
Yo soy el fantasma.
Sinclair volvió a sonreír y besó una mano de su madre.
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-Así es –confirmó-. Pero eres el mejor fantasma que ha existido. Mejoraste todo. Me atrevo a decir… que nos salvaste.
Maya se sonrojó. Y, súbitamente, ambos supieron que la hora había llegado.
Se pusieron de pie y se abrazaron quizás por última vez, con tanto afán que se sintieron mutuamente los latidos.
-Sin –dijo Maya-, ¿por qué el trece de julio?
Él tragó saliva, incómodo.
-Es… es el día en que mueres –contestó-. No puedo decirte cómo ni ser más específico respecto a la fecha. Pero… verte sana y salva justo ese día es casi como evitarlo. Es difícil de explicar.
-Yo lo entiendo –aseguró Maya. Se miraron por un rato. –Gracias por venir a visitar a tu madre, Sinclair.
-Cuídate, mamá. –Sinclair respiró profundamente y cerró los ojos-. Por favor, finaliza el bucle, Mireille.
El muchacho sintió que una brisa helada recorría el estudio. Abrió los ojos: Maya ya no estaba ahí. Se dirigió a la puerta y, después de varios días, la atravesó; Mireille aguardaba ansiosa del otro lado.
-¿Estás bien? –quiso saber la mujer.
-Sí –respondió Sinclair-. O voy a estarlo. Vamos, tenemos que informar los resultados. Vaya, no sé cuán ético ha sido usar a mi madre en un experimento.
-Ha sido lo mejor que podías hacer –repuso Mireille-. Si no le contabas acerca del proyector, no sabemos si lo hubiera inventado. Teníamos que asegurarnos.
-Ahora… -Los ojos azul claro de Sinclair refulgieron- ahora el bucle se ha convertido en una paradoja…
Radio Supervivencia.
- Buenos días, audiencia, y se pueden decir buenos, ya que la temperatura en esta bella mañana es de cuarenta y cinco grados. ¡El amanecer más fresco que hemos tenido en las últimas temporadas! Aparentemente, el termómetro 15
no trepará más allá de los cincuenta grados hoy. Ojalá el resto del invierno fuese así.
Veo por la ventana de la estación que un par de valientes han decidido aprovechar esta frescura inusual para ponerse en forma corriendo. Vaya, eso no es para mí y menos desde que no hay manera de estar tranquilo en este planeta hirviente.
-Buenos días, Marcos. Oye, noto un leve pesimismo en esas palabras.
Relájate: es una suerte que estemos vivos.
-Vivos y transmitiendo. Así es, audiencia, saluden a Félix, mi compañero, bueno, el mismo de todos los días. Las únicas voces que quedan en Radio Supervivencia.
-¡Los únicos que sobrevivimos! ¡Venga esa canción! Un clásico de hace unas décadas, de cuando, como suele decir Marcos, la respiración no se hacía cenizas. Tres, dos, uno y suena David Bowie con “Héroes”.
Sonó David Bowie con “Héroes”, y mientras tanto los dos locutores, que también se ocupaban de los controles, se abanicaron y bebieron de unas latas congeladas de las que por fortuna seguían disponiendo. Luego volvieron al micrófono.
- Quiero oír otros pensamientos, quiero oír algo más. ¿Quién queda suelto por allí en el Apocalipsis? Comuníquense al 0-7-964 y cuéntennos qué tal los trata el infierno.
-Ey, parece que hay alguien ahí, en medio del cosmos ígneo. ¿Diga?
-Hola, soy Mercedes. Los escucho todos los días… desde que empezó esto. Son una buena compañía en tiempos difíciles.
-Al gerente le hubiera gustado oír eso. Bueno, en cierta manera nosotros somos los gerentes ahora. Y nos gusta oírlo.
-Acerca de la pareja de corredores, vamos, ¿a quién le gustaría sentirse así de vivo en la actualidad?
-Jaja. Ésa es buena, Mercedes. ¿Querías compartir algo más?
-No, eso es todo. Tal vez otro día vuelva a llamar.
-Te agradecemos. Ten cuidado. Bien, ahí se va Mercedes y… ¿a quién tenemos por aquí? ¿Hola?
-Soy Tony, el antiguo reportero.
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-¡Tony Ramos! ¡Hombre, qué placer oírte! ¿En qué andas?
-Parece que reportando, Félix. Oigan, acabo de ver a esa pareja…
-Se han convertido en los protagonistas de nuestra mañana.
-… y no creo que estén precisamente corriendo. No para hacer deporte, al menos.
-¿De qué hablas, Tony?
-Están yendo directo a la zona de los refrigeradores.
Se produjo un silencio.
-Y… ¿qué crees que quieran hacer? ¿Pensaste algo? La audiencia sabe que eres listo. Te escuchamos.
-Está prohibido ir a la zona de los refrigeradores. Se trate de lo que se trate, es ilegal. Hay que respetar las pocas leyes que nos quedan.
-Alguien debería contactar a las fuerzas de seguridad y notificarles. El común de los ciudadanos no puede, pero si alguien de mayor rango está prestando atención, por favor llame a alguna autoridad y dé aviso.
-Última noticia, entonces: hay dos personas dirigiéndose a la zona de los refrigeradores. Deben ser detenidos, puesto que actúan contra la ley. Tony,
¿puedes cubrirlo?
-Seguro, Félix. No es que haya mucho más para hacer en estos días.
-Bien. Mientras seguimos esta historia paso a paso, continuaremos recibiendo llamados y reproduciendo la música del fin del mundo. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
-Em, creo que sigue siendo un mundo, sólo que ya no es el de antes. Soy Ezequiel, busco el Refugio Trece, ¿recuerdan dónde está? Tengo que llevar mercadería y me he perdido.
-Igual que el resto de la Humanidad en este calor endemoniado. Veamos, Ezequiel, el Refugio Trece se encuentra en Calle 503, en el número veintisiete.
¿Sabes dónde es?
-Oh, sí, claro que sí. Gracias, Marcos.
-Gracias por llamar, muchacho. A continuación, la prometida música, canciones que nunca fueron éxitos, tal como los acuerdos climáticos internacionales. Y suenan… ahora.
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Transcurrió un rato largo en el que la estación se llenó de rumores del pasado reciente, de cuando la gente aún cantaba alegremente y no para lamentarse o para aliviarse de un sopor llameante que no se apagaba jamás.
- Y volvemos al ataque con más llamados de nuestros oyentes. ¿Quién anda ahí?
-Hola, Marcos. Soy Mercedes otra vez. Mi esposo… trabaja para el gobierno y ha contactado a las fuerzas de seguridad. Están siguiendo a los corredores.
-Eso es espléndido. Seguramente los detendrán.
-Tengo comunicación directa con ellos a través de un micrófono como los que instala mi esposo. ¿Sirve de algo?
-Eso también es espléndido, Mercedes. Conéctalo cuando quieras.
-Estoy recibiendo otro llamado, Marcos. ¿Tony?
-Veo a dos agentes de seguridad abordando a los corredores. Mi primera impresión es que los hechos no están sucediendo amablemente.
-¡No podemos detenernos! ¡Necesitamos… necesitamos ir allí!
-Señoras y señores, estamos obteniendo el audio en vivo del encuentro entre dos agentes de seguridad y las personas que se dirigían a la zona de los refrigeradores. Tony, dinos, ¿qué ves?
-Están discutiendo acaloradamente…
-No podía ser de otra forma.
-… quieren arrestarlos pero ellos insisten…
-¡Es de vida o muerte! ¡Necesitamos llegar, no habrá otra oportunidad!
-Oh, ¡lo han golpeado! ¡Han golpeado al hombre y lo derribaron! Su esposa llora desesperada…
-Tony…
-¿Sí, Félix?
-Acércate un poco más.
-Por favor, no le hagan daño. Ella nos necesita. Sabemos que nadie nos dará lo que precisamos. Por favor.
-Esto es lo que te espera cuando no cumples con las reglas, querida.
-Señora, no puede ir ahí y menos aún con fines ilícitos. Es por el bien de todos.
Su hija tendrá que afrontar las consecuencias. No nos haga perder la paciencia.
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-Buenos días, soy Tony Ramos transmitiendo para Radio Supervivencia.
¿Pueden informarnos qué está ocurriendo?
-Ayúdame, por favor, muchacho. Han lastimado a mi esposo. Tenemos que llegar…
-Señora, cierre la boca o tendré que arrestarla.
-… a los refrigeradores…
-Señora, le advierto…
-… y conseguir medicinas para nuestra pequeña o morirá.
Las voces en la estación de radio, en los micrófonos y en los teléfonos callaron por unos segundos terribles; luego Tony preguntó:
- ¿Qué medicinas?
-¡Es suficiente!
-¡Oh!
-Diablos, ¡la han golpeado! ¿Por qué hicieron eso? ¡Su hija va a morir!
-Cállese. Ahora los devolveremos a su residencia. Usted siga con su vida.
-Marcos, Félix…
-Tony, soy Mercedes, una oyente. Pregúntale… pregúntale a la mujer otra vez, qué medicinas necesita y dónde está su hija.
-¡Si los van a llevar, que sea un hospital! ¡Están muy mal!
Silencio nuevamente.
-¿Tony?
-Marcos, Félix, Mercedes… ella me ha dado un papel. Aquí está. Se están llevando a los corredores, pero… obtendré esas medicinas.
-¡Señor! ¡Señor, deténgase! ¡Oiga!
-Tony, ¡corre! ¡No dejes que te hagan daño!
-¡No! ¡No!
-¡Tony!
Silencio.
-Está muerto. Lo hemos matado.
-Déjalo. Pronto se consumirá en una llamarada. Llevemos a los otros.
Silencio.
-Se ha cortado la señal de los micrófonos. Marcos, Félix, han lastimado a Tony y a los corredores. Y esa niña… Tenemos que hacer algo.
19
-Intentaremos ir para allá, Mercedes. Señoras y señores, si alguien encuentra a Tony Ramos les pedimos que nos envíen su localización. Está gravemente herido o algo peor, y es el único que sabe cómo ayudar a una pequeña que está agonizando. Estamos a la entera disposición de las familias de Tony y de los padres de la niña. Continúen sintonizando Radio Supervivencia para más información acerca de este confuso episodio que ha sacudido nuestro estado de cosas.
-Marcos, alguien ocupa la segunda línea. ¿Diga?
-Soy Ezequiel, llamé antes para preguntar por el Refugio Trece. Estoy cerca de la estación, ¿quieren venir conmigo?
-¿Puedes llevarnos para que hallemos a Tony?
-No estará muy lejos. Los corredores pasaron por allí hoy.
-Tienes razón. Tiene razón, Félix. Debemos ir.
-Amigos, que la música siga acompañándonos mientras tratamos de hallar a nuestro colega. ¿Mercedes?
-Iré hacia la radio. Tal vez tenga suerte.
Los acordes de distintas canciones inundaron la frecuencia hasta que, poco después, la voz de Marcos volvió a hacerse oír.
- ¿Tony? ¿Tony, estás bien?
-¿Está vivo?
-¿Tú eres… Mercedes?
-Sí, Tony, yo soy Mercedes. Es un placer conocerte.
-Gracias. Aunque… no me siento muy bien.
-Estás sangrando mucho. Hay que llevarte a un hospital pronto.
-Eso no importa, Félix. El papel… tomen el papel.
-Las medicinas y… ¿Estoy leyendo bien?
-¿Qué es, Ezequiel?
-La niña vive con sus padres en el Refugio Trece. De acuerdo, alguien deberá llevar a este chico al hospital, y yo conduciré a quien lo desee a los refrigeradores y después al refugio.
-Yo llevaré a Tony.
-Bien, Mercedes. Félix y yo iremos con Ezequiel. Buena suerte.
-¿Está sonando “Héroes” otra vez?
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-Pusimos el reproductor en automático. Igualmente, es una gran canción.
-“Podemos ser héroes… sólo por un día…”
-Pero, ¿podemos?
-¿Y toda esa gente?
-Son fuerzas de seguridad… Están cubriendo la calle…
-“Podemos ser héroes… sólo por un día…”
-Avanza, Ezequiel, avanza.
-No nos dejarán pasar, Marcos.
-Claro que no. Pero avanza de todas maneras.
-“Puedo recordar estar parado junto al muro… y las pistolas…”
Sonó algo que no eran voces de locutores ni grandes canciones, sino dos tiros que atravesaron limpiamente el parabrisas del camión de Ezequiel.
-“… dispararon sobre nuestras cabezas… y nos besamos, como si nada pudiera caer…”
El camión chocó; los agentes se abalanzaron sobre él como hormigas.
- “Entonces pudimos ser héroes, sólo por un día.”
-Está vivo.
-Déjalo, no sobrevivirá. La temperatura está subiendo. Vámonos antes que nos achicharremos.
Los agentes se fueron, y cayó por doquier una quietud profunda, rota sólo por el crepitar de los átomos que comenzaban a encenderse.
-Audiencia… soy Félix y aún estoy vivo… Y debo… llegar a los refrigeradores.
-¿Hola?
-¿Quién es?
-¿Aceptarías el auxilio de una oyente fiel?
-Mercedes… qué bien… tenemos que irnos de aquí.
-Tranquilo, estaremos bien. Nos iremos ya.
-¿A los refrigeradores? La niña… del Refugio Trece… Tengo el papel…
-Sí. Iremos allá. El calor es insoportable, nadie nos estorbará. Disponemos de unos pocos minutos antes del punto de intolerancia. Pero todo estará bien.
-“Oh, podemos ser héroes… sólo por un día.” Y, señoras y señores, ahora…
música de tiempos olvidados para refrescar la memoria, y con suerte los huesos. Sigan ahí, volveremos luego con las noticias de la tarde. Protéjanse 21
de los fuegos espontáneos y de las corrientes de aire engañosas. Esto es Radio Supervivencia. Gracias por acompañarnos.
Todas las cosas ahora.
El tiempo morirá pronto.
Y con él, el Universo.
Dicen que todo renacerá pero no lo sé, es extraño y tengo miedo.
Sólo soy una chica que no ha alcanzado a vivir hasta el fin.
Solamente estoy viviendo el principio, de una era frágil que no sabe si existir o no.
¿Cómo puedo explicar…? ¿Qué sentido tiene nada ahora?
-¿Margot?
La muchacha observaba a través de la ventana de su cuarto en penumbras.
Estaba sentada en su cama, en pijama, y pensaba inconscientemente en la frazada, pues sentía frío y nada más quería envolverse con algo que se hallara cerca. Pero no atinaba a moverse. Sus ojos castaños sólo miraban a través de la cortina azul, a la calle húmeda y gris y a los árboles otoñales que nada sabían ni podían comprender sobre la caída.
Casi nadie…
-¿Margot? –Edi se asomó por la puerta abierta de par en par. Llevaba, como de costumbre, cara de fastidio; todo parecía causarle malhumor.
-Mamá pregunta si vas a desayunar.
-¿Para qué? –respondió ella, impasible.
-Está delicioso –dijo Edi. Aquella apreciación resultó tan inusual que Margot casi voltea a verlo. –Son huevos revueltos con queso y tomate. Y pan casero y jugo de naranja. Se ha esmerado.
-Siempre se esmera.
-Comprendes a qué me refiero.
Margot aguardó unos segundos y después se levantó. La verdad es que tenía hambre.
-¿Tú has comido? –le preguntó a su hermano mientras salía del dormitorio.
22
-He dicho que está delicioso. Por lo tanto, lo he probado.
-Bien.
A Margot le sorprendió lo hermosa que lucía su madre esa mañana.
Usualmente era una mujer atractiva, pero ahora estaba radiante, como si una felicidad inigualable iluminara cada centímetro de su piel. Despedía una energía y un buen ánimo que inundaban la cocina, toda la planta baja de la casa en realidad, y con los que la joven chocó y que la marearon, pues ella parecía venir de una dimensión distante y opaca. Cuando apareció en esa sala y se sentó para tomar el desayuno, Danielle la abrazó efusivamente y la besó; a continuación empezó a servirle comida en abundancia.
-Estás pálida –comentó, mirando de reojo a Edi, que se disponía a seguir con su plato.
-No es para menos –contestó Margot-. ¿Tomaste algo?
-Pronto. Quería tener todo listo para cuando llegara Elis.
Margot jadeó.
-¿Vendrá Elis? –inquirió, asombrada.
-Pues claro –respondió la madre, y terminó de dar vueltas para sentarse por fin a la mesa-. Tiene que estar con nosotros, ¿no? Estás pálida, hija.
-Sí –repuso Margot sin darle importancia. No quería ponerse a hablar del terror que sentía, aunque seguro que eso estaba por suceder. –Pero, ¿le han dado permiso? Es decir, no saben cuándo será…
-Es hoy –intervino Edi-. Dijeron que será hoy.
Margot le miró, y de repente se echó a temblar.
-No… -balbuceó-. ¿Hoy? ¿Cómo…? Pensé que quedaba más tiempo…
-¿Para qué? –la interrumpió Edi-. ¿Para morirse?
-¿Pero vendrá Elis? –preguntó Margot incoherentemente. Estaba verdaderamente asustada, más que nunca en su vida.
-Ya te dijeron que sí, tonta –replicó Edi, mientras Danielle se apresuraba a ir hacia la muchacha y abrazarla, tratando de consolarla.
-Oh, Margui… Todo estará bien…
-¿Cuándo llegará, mamá? –quiso saber Margot, al borde de las lágrimas.
-¡Ahora mismo! –exclamó una voz con alegría, y los tres se volvieron para ver entrar a la cocina a un chico de no más de treinta años, moreno, guapo y con 23
el cabello cortado descuidadamente, pero principalmente con un ánimo parecido al que llevaba Danielle, como si hubiese recibido una gran noticia.
Se acercó a Edi, que le estrechó una mano, y luego les dio un beso y un abrazo a Margot y a su madre.
-Oye, ¿qué significan estas lágrimas? –preguntó vehementemente. Secó el llanto de los ojos de la joven. -¿Por qué lloras? Hoy será un día fantástico.
-Ni que lo digas –terció Edi, que continuaba comiendo con calma.
-Qué bueno que estás aquí –dijo Margot, sonriendo por primera vez.
-Sí, ¿verdad? –dijo Elis, sonriendo a su vez. Se quitó el abrigo azul oscuro y lo dejó a un lado, se sentó, se aproximó un plato y comenzó a comer. -¿Quién iba a alegrarte el fin del mundo si no?
-¿Cómo está afuera? –quiso saber Danielle, regresando a su lugar.
-Están todos locos –respondió Elis-. Algunos, muy contentos; otros, desesperados. Hay gente que se suicida, o intenta hacerlo. Otra gente festeja. Otros no piensan nada y siguen con su cotidianeidad, con sus trabajos aburridos, con las compras, con la escuela. ¡Ja! Es un caos. –Echó un vistazo a toda su familia-. Bueno, ¿en qué bando estaremos?
-¿A qué te refieres, hijo? –preguntó Danielle con extrañeza.
-¿Estaremos tristes por lo inevitable, o seremos aburridos, o celebraremos el cambio de ciclo?
Esas últimas palabras refulgieron como un rayo en la mente de Margot. Un cambio de ciclo. Las había oído antes, en alguna conferencia dada por especialistas para explicar la próxima extinción del tiempo, pero su cerebro obnubilado o su pesar sin retorno o su temor silencioso no le habían permitido escuchar bien, saber de qué se trataba.
-¿Te encuentras bien, Margui? –inquirió Elis, percatándose de que su hermana se había puesto pensativa.
-¿Qué es un cambio de ciclo? –preguntó ella con un hilo de voz.
-Lo que está por suceder, tonta –dijo Edi sin prestar mucha atención.
-Sí, pero… ¿qué es? –insistió Margot, mirando a Elis, pues seguro que él iba a saber aclarárselo.
-La materia se está replegando –dijo Elis-. No es que el Universo se esté contrayendo. Pero hay una oleada de materia que se moviliza por todas 24
partes a una velocidad increíble, que por supuesto nosotros percibimos de una forma distinta, y que acabará con todo. Es uno de los finales posibles del Universo que habían teorizado. El tiempo dejará de existir, como sabes, porque será insostenible sin elementos o átomos que lo expresen. Es como si lo que existe se fuera a dormir. Y luego de una pausa inconmensurable la luz volverá a encenderse y empezará otra vez. Por eso es un ciclo. Es la vida de planetas y estrellas. El nacimiento y la partida del Todo.
-¿Comprendes ahora? –le espetó Edi a Margot, aunque seguía concentrado en su plato.
-¡No soy tan idiota! –le gritó la chica, fastidiada ya.
-¡Oigan! –intervino Danielle, volviendo a levantarse-. No pueden pelearse el último día. No es justo. No he planeado este desayuno para que salga mal.
-¿Qué importancia tiene? –masculló Edi-. No vamos a recordarlo. Estamos por morir.
-Si no te gusta, ¿por qué estás comiendo? –dijo Margot.
-Sí me gusta. Te lo dije.
-De hecho, es cierto, está delicioso, mamá –dijo Elis, y tomó un sorbo de jugo-. Oigan, aún me pregunto, ¿en qué bando estaremos? No propongo que hagamos una fiesta, aunque esta comida se asemeja a eso; pero me gustaría que saliéramos juntos, por ejemplo, y diéramos un paseo.
-Eso suena muy bien –asintió Danielle, y comenzó a recoger platos vacíos-.
Cuando terminemos, iremos.
-Deja que te ayude, mamá –dijo Margot, y amagó con hacerlo, pero Danielle la detuvo.
-Tú debes comer primero. Quiero que todos nos sintamos bien… cuando sea la hora. –Miró de reojo a Edi.
De modo que continuaron comiendo y bebiendo, hasta que decidieron que era suficiente, y se dedicaron a limpiar la cocina entre los cuatro. Ya nadie iba a usarla. Durante ese tiempo Elis no paró de hacer bromas, de contar anécdotas de la universidad (estudiaba Astronomía), de sonreír y de hacer reír a su madre y a su hermana; incluso Edi se ablandó por momentos, aunque se cuidó de disimularlo.
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Después se prepararon para salir. Margot se sacó el pijama y se puso una remera roja, unos jeans, zapatillas y un abrigo; cuando fue al encuentro de los demás, vio que la esperaban en el vestíbulo, en medio de un aire enrarecido e incuestionable. Danielle y Elis seguían estando vivamente alegres; al trasponer el umbral, el muchacho tomó a Margot de una mano, y ninguno se atrevió a soltar al otro por un largo rato.
Dado que no había ningún obstáculo que lo impidiera, anduvieron tranquilamente por la calle casi vacía, respirando el otoño que allí sería la estación postrera. Hubo silencio en los primeros pasos, y luego Elis volvió a hablar, de cualquier cosa (Edi no se contuvo de comentar “Joven, tú nunca te callas”), siguiéndole Danielle la conversación. Margot empezó a intervenir también; y con el transcurso de las palabras, los minutos y las aceras creyó que se olvidaba un poco de su miedo y de su desazón. Pero éstos volvían de a ratos, puesto que la querida compañía de su familia no lograba apaciguar totalmente aquellos sentimientos funestos; y, por supuesto, Danielle y Elis no tardaron en notarlo.
-¡Niña! –dijo él repentinamente. Seguramente era ya mediodía; se detuvieron en medio de la calle, viendo a una joven pareja pasar por la vereda con el almuerzo preparado. -¿Aún te sientes mal?
Margot creyó que se sumergía en los dulces ojos de su hermano mayor. Tuvo que decir que sí con un movimiento de la cabeza cargado de culpa.
-Bueno. –Elis se paró frente a ella-. Yo creo que no será doloroso. Creo que ni siquiera lo sentiremos. Nosotros también nos iremos a dormir.
Probablemente un viento fuerte barrerá con calles, ciudades, países… almas, y no nos daremos cuenta de ello. No tienes que preocuparte. Lo que alcancemos a ver será genial, parecerá que alucinamos.
-Ocurrirán hechos extraños –dijo Edi. Lo miraron, sorprendidos; continuaba serio, pero no enojado o indiferente, sino como en un trance. –Veremos cosas que nunca esperamos. El cielo se cubrirá… de imágenes insólitas.
-¿Cómo lo sabes? –susurró Elis.
-Lo he soñado –respondió Edi simplemente.
-¿Lo ves? –le dijo Elis a Margot-. Será como un sueño.
-¿Y después? –preguntó Margot, tratando de no volver a temblar.
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-Transcurrirá un largo tiempo –contestó Elis-. Quizás miles de años, de los que no seremos conscientes. No vamos a recordarlos en absoluto. Será, tal vez, otro ciclo completo. Y entonces el Universo, que ya habrá renacido, nos verá volver.
-¿Cómo lo sabes? –le preguntó Edi.
-También lo he soñado –respondió Elis, y se volvió hacia su hermana-. Y, cuando estemos de vuelta, quiero que estés allí conmigo. Y con mamá y con este niño.
-No soy un niño –repuso Edi irritado.
-Claro que sí. –Elis abrió los brazos, y Danielle, Margot y Edi (con algo de desgano) acudieron al gesto de cariño-. Todos lo somos.
-¿Prometen que estaremos juntos? –dijo Margot desde las entrañas del abrazo. Se sentía muy infantil, muy vulnerable, más de lo que hubiera deseado; no quería salir de esa superposición de personas jamás.
-Yo lo prometo -aseguró Elis.
-Y yo –afirmó Danielle mientras se les escapaban un par de lágrimas que no serían tristes ni aterradas.
Hubo un silencio.
-Yo también –dijo entonces Edi, quedamente.
-Lo prometo –concluyó Margot, y al igual que su madre rompió a llorar calladamente.
Un minuto después sucedió. Oyeron algo que parecían unas trompetas, o tal vez fuera el viento que Elis había mencionado. Se apartaron, sobresaltados; el estruendo se repitió, sin sonar calamitoso ni nada similar. Observaron el final de la calle, que estaba próximo, y asimismo el cielo por encima de ellos, que dejó ver luces intensas que iban y venían y que crecían en esplendor. El ruido y las luces se mantuvieron por un tiempo considerable, acallando y apagando lo demás. En cierto instante comenzó lo que Edi había pronosticado. Aquello era una locura, una suerte de cuadro surrealista, era el extraño y simpático fin del mundo. Objetos, seres y edificios de toda índole se hallaron por los aires; no parecía haber motivo alguno, no se estaba desarrollando ninguna tormenta ni nada parecido; era como si una gran 27
mano invisible los pusiera y los sacara de lugares insospechados; la materia se replegaba, según las palabras de Elis, de la forma más interesante.
-¿Por qué hay ballenas volando? –preguntó Margot, desconcertada ante el asombroso espectáculo.
-Porque todas las cosas terminan ahora –explicó Edi, sin quitar la vista de los cielos. La respuesta fue rara, pero Margot la entendió perfectamente, y lo mismo Elis y Danielle. En algún momento se pararon uno junto al otro y se tomaron las manos con firmeza, aunque la brisa que había comenzado a soplar no sería capaz, ni mucho menos, de barrer con ellos. Margot pensó en todos los que estaban aburridos, o desesperados, o felices; pensó que algunos debían estar llorando, otros riendo, y otros maldiciendo; pensó en esas personas que estaban experimentando sensaciones cuyas expresiones nadie oía, pues lo único que reinaba entonces eran las trompetas, que igualmente no eran molestas ni atemorizantes, sólo un poco intimidantes.
Pensó en que creía que el cierre se produciría al anochecer, pero esa clase de eventos no tenía por qué otorgarles un último día, así que la hora del almuerzo era un momento muy adecuado para el fin. Y pensó, luego, que Elis había tenido razón, que su consuelo, por demás sincero porque nunca iba a mentirle, estaba en lo cierto: no había de qué preocuparse, estaban viendo cosas fabulosas, el Universo necesitaba un descanso y lo mejor que ella podía hacer era dejarse llevar y ya no temer, solamente contemplar, rogar con su alma que cuando empezara de nuevo ella se reencontrara con Danielle, con Elis, e incluso con Edi, y alegrarse de estar con ellos allí mismo, compartiendo los latidos y el magnífico paisaje.
Ocurrieron más cosas singulares, otros sucesos raros pasaron en el cuadro de las alturas, las luces se hicieron cada vez más resplandecientes y las trompetas se tornaron ensordecedoras. Cuando, quizás un par de horas más tarde, el viento empezó a soplar paulatinamente con mayor vigor, Elis estrechó las manos de sus hermanos y su madre, antes de volver a aferrarlas.
-Ha sido un honor –dijo, muy serio, ante cada uno.
Ésas fueron las últimas palabras que cualquiera de ellos dijo, y que oyeron por casualidad, puesto que el volumen de las trompetas hacía que les trepidara la sangre. Permanecieron allí, incólumes, solemnes, observando el 28
fin, puede que un poco temerosos, pero ya sin preocupaciones, ninguno, ni siquiera Margot, que sólo atinó a creer, mientras el tiempo y la materia se iban y el viento se acercaba para llevárselos, que el fenómeno en realidad era bonito, y se preguntó con gran curiosidad cuántas veces habría sucedido ya, cuántos ciclos habrían pasado desde siempre.
Estoy en la oscuridad de nuevo.
El tiempo se va e iremos en su anciano seno.
Porque todas las cosas…
… terminan ahora.
Tómate la noche.
Ella te traerá la furia de su encanto, la calma de su aire, la tormenta de su mirada que te podrá transportar a mundos infinitos…
En cuanto la noche descendió sobre las colinas de Castillo, Alexander tragó saliva y oteó el cielo oscurecido, que se abría como un telón de terciopelo moteado de diminutos trozos de diamante. Habían anunciado que aquel día comenzaría a percibirse el espectáculo de la supernova Cálida Age, una explosión asombrosa que se sostendría durante un tiempo considerable y que sin dudas cambiaría el paisaje del planeta. Alexander era aficionado a esa clase de fenómenos, pero no estaba seguro de poder presenciar el inicio del que acontecería aquella noche; desde el puesto de seguridad en el que trabajaba disponía de un amplio panorama del éter, pero el origen exacto del estallido aún le resultaba incierto. De modo que sólo podía esperar y desear que alguna parte de la luz y los elementos tocara sus ojos dentro de poco.
La puerta del puesto se abrió y Chess entró. Alexander no volteó a mirarlo, tan absorto estaba en la contemplación del cielo; Chess se percató de ello y empezó a hablar mientras acomodaba su linterna y sus llaves.
-¿No era hoy lo de la supernova?
-Sí, era hoy –respondió Alexander, intentando ocultar su ansiedad.
-¿Y por qué no estás viéndolo? ¿A qué hora empezaba?
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-No se sabía. Pero estoy aquí, ¿cierto? Aunque quizás pueda ver algo. Hay mucho cielo ahí afuera.
Chess chistó, mirando la nuca de Alexander.
-Joven Korob, me caes bien y trabajas de forma impecable.
-No creo que sea así… -repuso Alexander, echándole un vistazo a su compañero, que era mucho mayor que él y lucía siempre un aire amable y una cabellera revuelta.
-Claro que lo es. Y no creo que tu vida tenga que consistir en quedarte en una caseta de guardia. Vete volando. Tómate la noche.
-No creo que sea apropiado…
-¡Sí lo es! Oye, ¿cuántas veces has dicho “no” desde que entré? Cambia esa actitud. Vete, yo te cubro. Nada pasará aquí adentro. Yo vigilaré Castillo; tú vigila la eternidad.
Alexander Korobeiniki aún titubeó por unos segundos; luego decidió que Chess le estaba dando una gran oportunidad, de manera que se levantó de la silla que ocupaba, ordenó rápidamente sus cosas, le dio las gracias al otro guardia y salió de la caseta. Continuó observando el cielo, expectante, mientras iba hasta su auto, subía y comenzaba a manejar hacia el observatorio, que se situaba sólo a unos kilómetros de distancia.
Poco después de que dejara el puesto, alguien empezó a llamarle por teléfono. Alexander miró de reojo el aparato; era Kera, su novia. Se detuvo y atendió.
-¿Estás yendo al observatorio? –le preguntó Kera. Por alguna razón se oía asustada.
-Sí, Chess me cubrirá. Llegaré pronto. –Alexander hizo una pausa-. ¿Te encuentras bien?
-No. No vayas, Alex. Regresa al puesto. Iré lo antes posible.
-¿Por qué? ¿Qué sucede?
-Va a pasar algo.
-¿Con la supernova?
Hubo un breve silencio. Alexander tuvo la sensación de que Kera temblaba.
-Regresa al puesto –repitió ella simplemente-. Nos vemos ahí.
30
Alexander colgó y, sin rodeos, volvió a la caseta como le habían indicado. El cielo se puso un poco más oscuro y estrellado; la noche estaba a punto, y asimismo el aura de rareza que la colmaba, y que Alexander había estado respirando todo el día pero que recién ahora lo sobrecogió de veras. Por supuesto, Chess se sorprendió de verle volver; pero no objetó sus motivos, y se quedaron juntos en la caseta hasta que, media hora más tarde, Kera apareció allí, acompañada por London, un amigo suyo, un muchacho que siempre traía cara de distraído. Alexander les hizo pasar; se saludaron, y a continuación el joven guardia volvió a preguntar qué sucedía.
-Va a pasar algo –dijo Kera otra vez. Alexander pudo comprobar que sí temblaba. –No tiene que ver con la supernova. Eligieron este día a propósito, para que todos creyeran que eso lo causará. Es una distracción.
-¿De qué hablas, Kera? –inquirió Alexander, tan confundido como los demás.
-London y yo trabajamos en un laboratorio –explicó ella, dirigiéndose a Chess, puesto que su novio ya lo sabía-. No hacemos gran cosa, él es técnico informático y yo soy asistente. Pero nos enteramos de algo increíble. Harán un experimento esta noche, algo que no ha sido nunca llevado a cabo.
-¿Y de qué se trata? –quiso saber Chess, frunciendo el ceño.
-Bombardearán la realidad con partículas elementales –dijo London-, lo cual probablemente hará variar lo que conocemos.
La caseta de vigilancia se llenó de un humor invisible, tenso, pesado, siniestro. Por unos instantes Alexander creyó que le zumbaban los oídos.
-¿Qué quieres decir con todo eso? –preguntó Chess, al que parecía que acababan de golpear con un ladrillo en el cráneo.
-No sabemos cómo será –contestó London-, pero usarán una máquina muy potente para disparar cierta clase de partículas, y observarán qué efectos producen. Ése es el experimento.
-Pero dudamos que lo tengan bajo control –añadió Kera-. No es seguro.
Puede ocasionar un colapso; en pocas palabras, la materia y la energía a nuestro alrededor podrían convulsionarse y estallar. Moriríamos sin opción.
-¿Ustedes dos “no hacen gran cosa”? –repuso Chess-. ¿Cómo saben algo así?
¿Cómo lo entienden?
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-Kera tiene un título en Física –explicó Alexander-. Pero aún no tiene jerarquía en el laboratorio. Lo que no comprendo yo –agregó- es por qué no podemos ir al observatorio. Si pasa algo malo, será lo mismo allí o aquí.
-No, no será lo mismo –dijo Kera, en cuyo rostro no iban a borrarse el temor ni la alarma-. El observatorio está más cerca del laboratorio que este puesto.
La onda expansiva del bombardeo llegará ahí primero.
-En ese caso, tampoco aquí estaremos tan a salvo –observó Chess.
-Pero lo retrasaremos un poco –señaló Alexander-. Demonios.
-¿Qué pasa, Alex? –le preguntó Kera.
-No sé qué hacer –respondió él-. Es muy extraño, muy repentino. Me ha aturdido.
-No hay nada que lo impida.
-¿A qué hora empezarán?
-A las once.
-Queda una hora. Podemos alejarnos más. No será la gran cosa, pero puede esperarse que la distancia disminuya los daños, si los hay. Ellos… -Alexander sintió intensos deseos de insultar a alguien, a unas personas en específico.
-¿Ellos qué, Alex? –preguntó Kera.
-¿Qué harán con toda esa gente? Los que estén cerca, todos los que van a ir al observatorio, los que viven en Castillo… ¿Van a dejarlos? ¿No les importará si los afectan, si tal vez los matan?
-No. No, en absoluto.
-¿No podemos avisarles?
-No vamos a poder salvar a nadie.
-¡Maldita sea!
-¡Eh! –exclamó entonces Chess-. ¡Joven Korob! ¿Qué hacemos en este sitio todavía?
Alexander lo miró. Se acababa de asombrar, confundir y enojar al mismo tiempo, y por supuesto no estaba pensando con claridad, de forma que casi no entendió qué le quería decir su colega.
-¡Hablamos de alejarnos! –dijo Chess-. ¡Vámonos de una buena vez!
-¿A dónde? –inquirió Alexander mientras los cuatro salían del puesto.
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-Te diría que no importa, pero mi casa está en la frontera de Oeste de Castillo. Podemos ir ahí. ¡Muchacho! –le dijo a London, que pareció asustarse cuando se dirigieron a él-. ¿Cómo corre tu auto?
-Bien, señor. Es muy bueno.
-De acuerdo. Dame las llaves.
-Ten cuidado, Chess –le advirtió Alexander cuando subieron.
-Tranquilo, Korob –replicó el hombre, dando un portazo-. Estaremos bien.
El auto azul y brillante se deslizó velozmente entre las colinas, por una ruta bordeada de bosques y arroyos. El lugar solía estar desierto y tranquilo, pero ahora, tal vez por lo especial que resultaba ser aquella noche, lucía demasiado silencioso, y hasta estremecedor. Alexander, que iba en los asientos traseros con Kera, se perdió por unos minutos en la multitud de árboles que había visto tantas veces, pensando que de alguna forma que desconocía podían estar a punto de esfumarse sin retorno. En cierto momento se volvió hacia Kera, y notó que ella le había estado observando.
-¿Estás bien? –le preguntó la muchacha, con una preocupación que no iba a desaparecer.
-Sí –asintió Alexander, pensativo-. Bueno, en realidad… No sé si estoy confundido, o asustado, o asombrado… Y no sé a ciencia cierta qué va a ocurrir. Es como un sueño muy extraño.
-Yo estoy aterrada –declaró Kera-. Aún no puedo creer lo que se proponen.
Es una locura, una locura espantosa.
-Y toda esa gente que no lo sabe… ¿Cómo son capaces de hacer eso?
-No puedes hacer nada. Ni tú, ni yo, nadie puede ayudarlos. Sólo podemos salvarnos a nosotros mismos, si es que lo logramos.
Alexander miró a Kera a los ojos, y supo que los dos estaban igualmente en ascuas sobre sus propias posibilidades de supervivencia, y entendió que lo mínimo que debía hacer era intentar consolarla y protegerla. De modo que le indicó que se acercara, y la besó y la abrazó mientras ella descansaba la cabeza sobre su hombro, y poco después levantó la mirada y vio por la ventanilla del coche que por el cielo estrellado comenzaba a discurrir una ola de los restos resplandecientes de un astro muerto.
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-Kera –llamó a la joven-. Es Cálida Age. –La chica se incorporó y ambos se pusieron a observar, estupefactos; adelante, London se volvió también, sus grandes ojos verdes empapados de terror; Chess empezó a echarle vistazos al fenómeno e instintivamente condujo algo más rápido; el auto avanzó por el camino, y tras él y casi por encima una onda transparente y poblada de pedazos de una espectacular luz colorida comenzó a desparramarse con majestuosidad. Al principio el nuevo paisaje nocturno fue maravilloso y placentero; pero luego Alexander advirtió, por casualidad, cómo se producía una pequeña distorsión en lo que veía, como si alguna clase de fuerza hubiera provocado una avería efímera e imposible en la imagen que él percibía; y cuando todavía no había entendido si había sido real o sólo producto de su desconcierto latente, esa distorsión se repitió, una y otra y otra vez, en varios sitios, cada vez más rápida y siniestra. Los otros no tardaron en verlo; Kera consultó su reloj.
-Ha iniciado –anunció, completamente pasmada.
Nadie más pudo hablar; siguieron su huida demudados de incertidumbre; era una suerte que Chess aún fuese capaz de manejar. Entonces, un tramo después, el inmovilizado corazón de Alexander latió con violencia, y por alguna razón inexplicable el guardia le pidió a su compañero que se detuviera. Tanto Chess como Kera y London lo miraron sin poder creer lo que pretendía, pero ninguno acertó a persuadirlo de lo peligroso que era, de manera que el auto paró en medio de la ruta sin más rodeos y Alexander y Kera se apearon. London fue tras ellos, y los tres se dispusieron a presenciar, anonadados, la todavía algo distante expansión de lo que Kera denominó
“aberraciones de distorsión”.
La porción de Castillo que habían dejado atrás se estaba llenando de variaciones, similares a las que ya habían visto. Los árboles, las colinas, las partes más sobresalientes de la ciudad, e incluso la luminosa despedida de la supernova allá arriba se revolvían, se deshacían, se desfragmentaban y se tornaban en transfiguradas regiones del pensamiento, como unas voces incomprensibles o unos espejos trizados que multiplicaban por mil el desastre de las cosas. Las imágenes se deformaban y se convertían en sólo lugares intolerables, en una existencia vacía y sin sentido que amilanaba el 34
alma con su mera visión. Alexander supo sin dudarlo que debían seguir huyendo de esa pesadilla, de esa mole de reflejos superpuestos que iba creciendo y acercándose y que los absorbería depositándolos en el interior de la angustia que conllevaba; tomó a Kera de una mano y le gritó con insistencia a London que tenían que correr. Se lanzaron hacia el auto, que arrancó de inmediato, y se marcharon a toda prisa.
Vigilaron la expansión de las distorsiones a medida que el coche azul se desesperaba en su escape, perdiéndose en dirección a la casa de Chess, sitio que, según volvieron a acordar, seguía siendo el más seguro, o tal vez no había otras opciones que conocieran. Aparte de eso, no hablaron; el humor tenso, pesado y silencioso que habían experimentado en el puesto de guardia cayó nuevamente sobre ellos, y ese mutismo infernal tuvo que acompañarlos durante el largo trayecto hacia lo aún inalterado. Mientras tanto, la realidad se desfiguraba en formas que no podían ser, como si se tratara de las ruinas de una memoria grotesca…
-Gente –dijo la voz de London desde algún rincón de los sueños-. Está parando.
Alexander abrió los ojos. Sin dudas se había adormilado, y por lo que notó Kera también; pero Chess continuaba conduciendo y London observaba con atención los alrededores, por la ventanilla y los espejos retrovisores.
Alexander y Kera lo imitaron, y comprobaron, con el corazón palpitándoles bruscamente, que en efecto estaban dejando atrás la realidad transformada, y que su convulsión parecía haberse detenido en un milagroso respiro. El cielo y la superficie de una buena parte de Castillo, por lo que alcanzaban a ver, estaban paralizados, como obnubilados por lo que eran ahora, y la supernova se mezclaba con el paisaje del planeta en una pintura que era a la vez muy terrible y muy bella.
-¿Qué probabilidades hay de que definitivamente se detenga? –les preguntó Alexander a London y Kera-. ¿O de que desaparezca?
-Depende de la intensidad del bombardeo –contestó Kera-. Puede que solamente se esté ralentizando. Puede que después siga…
-Sólo lleguemos a casa –dijo Chess en voz baja, denotando un profundo cansancio y también pesadumbre-. Sólo lleguemos a casa.
35
Una vez que se hallaron en la casa de Chess, a la que se accedía entrando por un tramo al bosque, el guardia se dispuso a descansar, mientras que London se fue a explorar las cercanías para tratar de ver algo más y Alexander y Kera se quedaron juntos sentados en la sala, al lado de una ventana que daba hacia el frente de la vivienda. De a ratos hablaban, y de a ratos permanecían perdidos en el silencio de lo incierto.
-Dímelo –dijo Alexander en un momento-. ¿Es probable que todo vuelva a la normalidad?
-Si logran revertirlo, sí –respondió Kera-. Pero yo creo que les ha salido mal.
Ahora se ha detenido, pero las partículas podrían continuar afectando la realidad. Como un virus infectando poco a poco un cuerpo. Y, si para, no creo que puedan arreglarlo. Es demasiado poderoso.
-Demonios… ¿Por qué habrían de hacer algo así? Ellos… ¿están vivos ahora?
¿No han caído en la distorsión?
-Seguramente sí. Tal vez alguno la eludió, y se aboque a pensar en una solución, pero… Nunca tuvieron idea de lo que hacían. –Kera frunció el ceño, mirando a través de la ventana-. ¿No es ése London?
Alexander miró también. Efectivamente, London había regresado y estaba de pie en la orilla del arroyo que separaba la casa de Chess del bosque, contemplando los árboles como si esperara algo. No tardaron en saber qué era.
Una onda aciaga, como una especie de viento funesto que no era aire sino únicamente perturbación, envolvió el bosque sutilmente, y acompañada por un sonido de cristales rotos que antes no habían percibido lo engulló y lo retorció y lo convirtió en pirámides y cubos y en toda una tempestad incoherente que avanzó hacia la casa, pero antes, claro, hacia London, que no acertó a moverse.
-Está aquí –dijo Alexander, habiendo empalidecido sin saberlo, y tanto Kera como él se apresuraron a levantarse-. ¿Qué hace tu amigo?
-¡London! –empezó a gritar ella, y los dos salieron de la casa corriendo.
-¡Ve por Chess! –le pidió Alexander a su compañera, mientras se dirigía a la orilla del arroyo; las distorsiones alcanzaban ya el agua-. ¡London! ¡London! –
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El joven técnico no reaccionaba; Alexander llegó a él y lo atrajo tirándolo de un brazo justo a tiempo para evitar que la onda de aberraciones lo atrapara.
Se lanzaron hacia el auto nuevamente; Kera y Chess los siguieron enseguida, y el segundo maniobró hábilmente para irse cuanto antes de allí.
Por fortuna el coche de London verdaderamente corría bien. Pronto se encontraron otra vez en la ruta, aterrados, asombrados, aún confundidos.
Chess también estaba pálido y lucía triste; London despertó de su ensimismamiento, pidió perdón aunque no era necesario, y le agradeció a Alexander por rescatarlo; el muchacho sintió unos repentinos deseos de llorar, por todo, y solamente se privó de hacerlo debido a que se percató de que su novia ya estaba llorando, por lo que la estrechó en un cariñoso abrazo que también le reconfortó un poco a él mismo.
Al amanecer Chess anunció que casi no tenían combustible. Hacía un par de horas que habían abandonado Castillo, internándose en un camino pavimentado al borde de las montañas que llevaba a alguna ciudad. Al otro lado del camino estaba el mar, en aquellos momentos transfigurado en remolinos pequeños y paredes gigantes, inmóviles, como si hubiera intentado defenderse de la catástrofe de los elementos. El sol apenas iluminaba, con un suspiro postrero y agónico; Cálida Age ornaba el paisaje contrario, tornado su distante fenómeno en tétricas cuentas de colores.
El auto aparcó en la ciudad con un ronroneo que de alguna manera parecía indicar que todavía no estaba dispuesto a rendirse. Asimismo, sus pasajeros, aunque llenos de desazón y agotados, se bajaron decididos a encontrar la gasolina que necesitaban para continuar su viaje, sin que ninguno supiera realmente adónde iban. London propuso que fuesen a algún punto alto desde el que pudieran vislumbrar un panorama amplio; Alexander y Kera asintieron, mientras que Chess se marchó en busca del combustible.
La ciudad, empedrada y sencilla, parecía vacía. Subieron a un campanario próximo y otearon el horizonte. Kera volvió a llorar, calladamente; Alexander sintió que se ahogaba; London, con los ojos abiertos de par en par y llenos de pánico, dijo:
-Este es el mundo ahora.
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Las aberraciones de distorsión dominaban la vista hasta donde podían descifrarla. Tal como lo habían presenciado antes, edificios, vegetación, la misma atmósfera y de seguro la gente del lugar estaban tergiversados en un mosaico que se volvía infinito, goteaba o adoptaba otras formas que lo mataban para siempre. Una calle se doblaba sobre sí misma, las casas se fusionaban con el cielo y la tierra, los vehículos se decoloraban y se hundían en sus propios espectros. Aquella abominación se hallaba quieta en esos instantes, quizás esta vez había acabado, pero no podían saberlo, y en verdad no podían pensar que algo fuera a cambiar, según London había expresado.
De hecho, lo más probable, como Kera le dijese a Alexander, era que continuara expandiéndose. Tal vez no cesaría jamás.
Aguardaron a Chess junto al coche. El guardia regresó aún más pálido y triste, llevando un par de bidones repletos que se dio prisa en cargar. Luego los cuatro se miraron.
-¿A dónde vamos, Korob? –preguntó Chess con resignación.
Alexander trató de pensar, entre el miedo y la desesperanza.
-A cualquier lado –dijo-. Sólo lejos. Sí… lejos.
Subieron al auto azul y brillante, y salieron de la ciudad, tratando de esquivar las alteraciones y de creer que en algún sitio estarían al fin a salvo.
Minutos después, el campanario y todo en derredor se vieron convulsionados y se volvieron parte del trastorno de la materia.
Emz.
1. El encuentro.
Sam conducía por la carretera que bordeaba el mar, un mar enorme y calmo que lucía plomizo bajo una tempestad en formación. Iba lento, porque le daba lo mismo tener que atravesar o no el aguacero inminente; su mirada triste se perdía de a ratos por el camino, por los cerros, por el cielo próximo a desbandarse. Transcurrió un largo rato hasta que sus ojos se posaron en algo que había a un lado, a cierta distancia; no tardó en descubrir que se trataba 38
de una persona menuda, una chica que simplemente estaba parada junto a la carretera, con una mochila colgando de su espalda, observando alrededor, sin siquiera fijarse que venía un vehículo al cual tal vez podía pedirle un aventón. Por curiosidad, o por conmiseración, Sam decidió detenerse al llegar a ella; en verdad era insólito que estuviera ahí, sola y en tales condiciones climáticas.
El auto paró y Sam bajó la ventanilla del asiento del acompañante. Miró a la chica, y ella a él; pero tuvo que hacerle señas para que se acercara. La joven sonrió al inclinarse hacia el coche, como si le acabaran de dar una noticia grandiosa.
-Hola –saludó Sam.
-¡Hola! –respondió ella amistosamente.
-¿Necesitas que te lleven?
-La verdad es que sí…
-¿Por qué no hiciste señas? Pude haber pasado de largo.
-No me di cuenta –contestó la chica, aunque no parecía haber entendido de qué hablaba.
-Bueno, no te preocupes. Puedes subir.
-¡Gracias! –Lo hizo enseguida; el coche arrancó-. Soy Emz. ¿Cómo te llamas?
-Sam.
-¡Oh! Tres letras, como el mío.
-Tienes un nombre raro. ¿De dónde eres?
-De Misis.
Sam miró de reojo y con extrañeza a su acompañante.
-No es por aquí, ¿cierto?
-Oh, no. Es lejos. Lejos, hacia arriba. Aunque es relativo, ¿verdad?
-¿Te refieres al norte?
-No, no realmente. –Emz observó el cielo encapotado-. ¿Y tú de dónde eres?
-Pues… tal vez… de ningún lado. –Emz se volvió hacia él-. Quiero decir, nací en una ciudad pequeña y sin importancia en la que ya no vivo. Tengo una casa en lo alto de una meseta. Me siento más cómodo.
-¿Solo?
-Sí. Aunque, a decir verdad, siempre lo he estado.
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-Por eso sientes que no perteneces a ningún lugar.
-Exacto. A propósito, ¿a dónde vas?
-¿Dices que vives en una meseta?
-Así es.
-Ahí estará bien, entonces, si no te molesta. Necesito un sitio alto.
-¿Puedo preguntar para qué?
-Para que me encuentren.
Un intenso rayo cruzó el panorama sobre el mar, seguido pronto por otros que empezaron a trazar una telaraña luminosa y aún insonora. Emz se dedicó a contemplarlos, sonriendo con fascinación.
-En Misis hay relámpagos de colores –dijo-. Son geniales. Aunque estos no están nada mal.
-Estoy de acuerdo –dijo Sam.
-Y eso que nunca has ido a Misis.
-¿Dónde dijiste que se situaba?
-Arriba. Afuera.
-¿Fuera del país?
-Del planeta.
Sam volvió a mirar a Emz con extrañeza. En ese momento resonó un trueno, y la lluvia no demoró en llegar. La muchacha observó con asombro el agua que azotaba el parabrisas.
-¡Vaya! Eso fue rápido. –Hizo una pausa-. Entonces, ¿me crees?
-Sí, hasta que se demuestre lo contrario.
-Eres una persona agradable. Se me hace difícil admitir que sufras tanto.
Hubo un silencio, roto sólo por el golpeteo sobre el coche.
-¿Cómo lo sabes?-preguntó Sam, observando el camino, que se curvaba en busca de la meseta.
-Lo noto en tus ojos. Aunque, a decir verdad, lo exhalas por entero.
-Nadie lo ha entendido nunca. No es solamente tristeza. Es como una mezcla de todos los peores sentimientos.
-También es por eso es que sientes que no perteneces a ningún lado. –Sam asintió-. Me gustaría ayudar.
-¿Por qué? Ni siquiera me conoces.
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-¿Por qué debería conocer a alguien para ansiar ayudarlo?
Sam la miró y, después de un prolongado tiempo, sonrió.
-Buen punto –dijo-. Tú también eres una persona agradable.
-¡Oh, gracias! Trato de serlo… Entonces… ¿qué podría hacer por ti? –Parecía estar preguntándoselo a ella misma en voz alta antes que a su interlocutor; aunque de seguro Sam no hubiera podido responderle, no con precisión, no en ese instante. El hombre siguió manejando, en silencio, percibiendo la mirada curiosa de Emz sobre su piel, sobre su nuca, y más allá, intentando alcanzar los recónditos rincones de su alma para saber quién era y cómo podía auxiliarlo. Era algo simple y dulce, por lo que interiormente agradeció su esfuerzo.
El coche se aproximó por la cuesta a la propiedad de Sam, al tiempo que la tormenta arreciaba. Emz dejó de analizarlo por unos instantes para volverse otra vez hacia la lluvia de relámpagos que bailaban por doquier.
-Quizás deberías venir a Misis –comentó quedamente.
2. El lugar de Sam.
Emz estaba empapada, pero no parecía molestarle en absoluto hallarse bajo un torrencial; era casi como si éste no estuviese ocurriendo. Había salido hacía varios minutos de la modesta casa de Sam y se había quedado a cierta distancia, moviéndose de un punto a otro, sosteniendo un pequeño aparato que, según ella, captaba y transmitía ondas de radio. El muchacho que la había llevado hasta ahí la vigilaba, con una sonrisa extraña colgando de su pálido rostro, con los brazos apoyados en el alféizar de una ventana abierta.
Le causaba un poco de gracia que a ella no le importara mojarse de esa manera, siendo su único objetivo conseguir que el dispositivo funcionara, algo que definitivamente, a juzgar por su expresión, no estaba sucediendo. Y
eso hacía que Emz luciera como una simpática niñita enfurruñada o decepcionada.
-Oye –la llamó Sam cuando resonó el trigésimo trueno-, ¿no es peligroso?
-No –contestó Emz, sin quitarle la vista de encima al radio-, es a prueba de agua, y está hecho de un material que no conduce la electricidad.
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-Pues ahora mismo no lo hace. Pero tiene una fuente de energía especial. No existe aquí. De cualquier manera, no hay señal. Se ha complicado la cosa.
-Espera hasta que pase la tormenta. Dudo que mejore en estas condiciones.
Emz lo miró, con el ceño fruncido por la lluvia que chorreaba sobre sus ojos.
-Sí… -suspiró-, ojalá que ellos también esperen.
-¿Quiénes?
-Mi familia. Están allí afuera. Se supone que les debo enviar mi posición con este radio para que puedan venir a buscarme. Es sencillo, en realidad: no hay que hacer mucho más que emitir la frecuencia. Pero si no puedo hacer que funcione, eso no pasará.
-¿Por qué no iban a esperarte? No te abandonarán en un planeta ajeno.
-No, pero… prefiero tener la certeza.
-Mientras tanto, ven adentro, sécate y ponte cómoda. No sería bueno que te resfriaras.
Emz asintió y se dirigió a la puerta principal de la casa, que también estaba abierta. Sam fue a recibirla, y cuando estuvieron frente a frente, la joven preguntó repentinamente:
-¿Has considerado mi propuesta?
-¿Acerca de ir a Misis? –preguntó Sam a su vez.
-Sí. Fue una invitación, en caso de que no lo hayas entendido.
Sam calló mientras buscaba una toalla y abrigo para Emz. Ella se quedó en el vestíbulo, aguardando.
-¿Aún me crees? –inquirió tras un rato de silencio. Sam le dio la toalla.
-Sí –respondió-. Tal vez en quien no creo es en mí.
Emz le dio el aparato de radio y sonrió.
-Si has creído en algo tan extraordinario como una exploradora de otro mundo –señaló-, tienes que creer en ti mismo, que eres un milagro en el cosmos.
-Vaya –dijo Sam sonriendo-, eres demasiado amable. Te mereces un café frío.
-¿Café frío? –repitió Emz con gracia, secándose con la toalla, mientras su anfitrión se dirigía a la cercana cocina-. He probado esa bebida, pero caliente.
¿Sabe bien?
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-Es lo máximo. Aguarda y verás.
Poco después los dos se sentaron en la sala, en un sillón mullido, frente a una mesa ratona sobre la que se erigían dos grandes tazas de algo que Sam llamó frapuccino, y que para Emz resultó delicioso, más que el café simple que había tomado días atrás. A Sam se le ocurrió que podía buscar otra cosa que la joven no conociera, y también se le ocurrió que la temperatura estaba un poco baja, por lo que decidió que se envolverían en frazadas y se pondrían a jugar a las palabras cruzadas. A Emz le encantó mover fichas con letras en un tablero para formar palabras que se mezclaban entre sí, y admitió que en su hogar existía un entretenimiento similar, y que ni aquí ni allá era del todo buena en él; hecho del que Sam se percató cuando ella compuso un callado, breve y simpático berrinche.
Pasaron un rato (horas, seguramente) placentero, olvidando todo lo demás, lo que había sucedido antes en sus vidas y aquello que podía acontecer. En algún momento el radio emitió un sonido agudo que los sobresaltó, pero cuando Emz se apresuró a tomarlo y revisarlo, comprobaron sorprendidos que sólo estaba captando una señal, y una muy particular: era una canción vieja, cuyo autor ya no vivía, y que debía estar siendo transmitida por algún programa radial en algún sitio. La canción era tranquila y alegre, y aunque no invitaba realmente a bailar, Emz se puso de pie de un salto y le tendió una mano a Sam. Él no era bueno en eso, pero ella tampoco y además no exigía ninguna clase de coreografía; de modo que sólo se mantuvieron el uno cerca del otro, casi abrazados, contemplándose e inmersos en la melodía. Luego acabó y el radio dejó de funcionar; Emz y Sam se detuvieron y se quedaron un segundo en silencio, disfrutando del momento.
-Hay mucha belleza en este mundo –sentenció la chica, pensativa-. Pero no se comparte con todos. Y algunos ni siquiera saben que la llevan por dentro.
-Lo que me pasa a mí –dijo Sam-, mi afección, me permite a veces ver esa belleza, pero sin poder disfrutarla. Como si hubiera un enorme, pesado e invisible muro entre ella y yo. –Suspiró-. Nunca había podido decírselo a nadie. No mucha gente es capaz de aceptarlo.
-Vas a estar bien –afirmó Emz suavemente-. Ya no estarás solo. No puedo curarte; pero treparé el muro para quedarme a tu lado.
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-Gracias por venir –sonrió Sam afablemente. Emz le devolvió la sonrisa pero de inmediato bajó la mirada, y el hombre, comprendiendo qué le preocupaba, decidió que tenía que hacer algo, por más que la tormenta no hubiese cesado, por más que tal vez todo fuese una locura y en realidad no hubiera ninguna nave espacial esperando, por más que existiera la opaca posibilidad de que esa nave no quisiera llevárselo. De manera que soltó a Emz sin decirle nada, tomó el radio bajo la confundida expectación de la muchacha y salió rápidamente de la casa, hacia el aguacero, el viento y las centellas. El dispositivo había permanecido prendido, por lo cual lo único que tenía que hacer Sam era lo mismo que Emz, sostenerlo en alto. De todos modos ella no tardó en ir con él, habiendo entendido, por absurdo que sonara, que ahora había más chances de recibir y transmitir porque Sam tenía una estatura mucho mayor que la chica; así que se dedicaron juntos a observar y oficiar de antena. El joven no perdió la paciencia ni aun cuando se halló completamente mojado y helado, lo que fue una suerte, porque finalmente alguna fisura extraviada entre los relámpagos dejó pasar la ansiada señal, y entonces unos símbolos aparecieron en una pequeña pantalla, y Sam inclinó levemente el radio para que Emz leyera. Ella abrió los ojos como platos, pasmada, e informó que le pedían las coordenadas. Dictó como pudo unas cifras, indicando teclas que mostraban su numerología distinta, y luego enviaron el mensaje. Sam siguió ignorando el hecho de que el brazo que sostenía el dispositivo estaba sumamente entumecido; aguardaron un minuto más, y al fin la triunfal respuesta llegó.
-¿Qué dice? –preguntó Sam, casi conteniendo el aliento.
-“Vamos” –tradujo Emz, y le miró, plena de emoción-. Están viniendo.
3. El lugar de Emz.
Sam preparó una mochila con algo de ropa, un cuaderno de notas con su correspondiente bolígrafo y unos discos de música, mientras Emz se aseguraba de que a su propio equipaje, que era también un solo bolso, no le faltara nada. Luego, aunque no era probable que nadie fuese hasta allí a llevarse algo sin permiso, el hombre aseguró las aberturas de su casa. No 44
sabía cuándo volvería, ni si lo haría, pero no quería confiarse. Tampoco empacó demasiado, sólo lo esencial; Emz le prometió que le proveería de cualquier cosa que necesitara.
La tempestad continuaba cerniéndose sin piedad sobre la meseta. El mar se veía apenas desde la casa, y lucía como el cachorro de una bestia a la que muchas manos daban tremendas bofetadas. Pero Sam y Emz ya estaban más allá de eso. Solamente se fijaron de nuevo en lo que sucedía en el exterior cuando oyeron una poderosa corriente de aire que difería del torrencial, y entonces abrieron la puerta principal y se quedaron aguardando en el umbral. Emz señaló un punto en el cielo, y Sam vio, anonadado, cómo una inmensa nave atravesaba pesadamente el ímpetu de la naturaleza, despejando su alrededor de tal modo que el sol descendió por ese hueco como una cascada y la lluvia se arremolinó a los lados, escoltando el armatoste.
Los dos recientes amigos esperaron que la nave se posara en la meseta para salir a recibirle. Una rampa se desplegó, asomando por ella un joven un poco mayor que Emz, con un corte de cabello extravagante y ojos verdes y alegres.
-¡Emz! –saludó, yendo a su encuentro. Abrazó a la chica y tomó su mochila. –
Te perdiste, niña.
-Pero encontré a alguien -dijo Emz, y miró al que había sido su anfitrión-.
Clyn, él es Sam. Me ha cuidado y me ayudó a comunicarme con ustedes. Sam, él es mi hermano.
-Gracias por ocuparte –dijo Clyn, estrechándole la mano al muchacho.
-Ha sido un honor –aseguró Sam con sinceridad.
-Bueno, ¿vamos? –dijo Clyn, mirando de reojo el interior de la nave.
-Oye, Clyn… -El hermano de Emz se volvió hacia ella-, le dije a Sam que podía venir a Misis.
El chico puso las piedras preciosas que tenía por ojos en Sam.
-¡Claro! –respondió sin más-. Suban, suban. –Agarró su equipaje, y trepó la rampa; Sam y Emz intercambiaron una mirada de complicidad, y fueron tras él.
Poco después la nave se elevó sobre la meseta, la casa y el mundo, dejó atrás zonas grises y penumbras heladas, y cruzó una ráfaga de mareas para 45
regresar a la órbita del planeta y marcharse finalmente a su lugar de origen.
Sam vio alejarse y empequeñecerse al punto azul pálido del que él mismo venía, y tuvo que sonreír, iluminando ligeramente el velo que solía cubrir su faz.
-Es real –dijo Emz, aliviada por ese gesto de su ahora invitado.
-Nunca dudé de ello –repuso Sam-. Podía, o quizás debería haberlo hecho, pero jamás dudé… que tú también fueras un milagro en el cosmos.
Emz le dedicó una sonrisa esperanzadora, y siendo que se habían sentado, aferró las manos de Sam entre las suyas. No planeaba soltarlas por un largo tiempo.
Y la nave fue y con paciencia y firmeza sobrevoló las estrellas en busca de la luz que ellos habían persistido en alcanzar.
La marcha de los ángeles caídos.
Nikolai abrió los ojos, unos ojos bellos, antiguos y dulces, y los hizo discurrir lentamente por un alrededor plácido y añejo, una playa calma y blanca en la que otros siete seres, dispuestos en un círculo que él integraba, aguardaban algo de su parte. Miró primero a su derecha, a una mujer joven de cabello castaño que lo observaba de una forma extrañamente amena, y que no tardó en preguntarle suavemente:
-¿Has regresado?
Nikolai no contestó, pues no lo entendió y no sabía la respuesta. Enseguida intervino un hombre corpulento, de ojos claros y soñadores, que se hallaba frente al muchacho en el círculo.
-Él no está bien.
Nikolai echó un vistazo a los demás. A su izquierda había un chico muy buen mozo, de aura lejana, que parecía de algún modo ser mayor de lo que lucía; junto a él se encontraba un joven moreno, de lentes, que despedía una curiosidad solemne; las otras tres personas era una mujer de tez oscura y dos niñas que debían ser sus hijas.
-Nikolai -dijo la joven de cabello castaño.
46
-¿Qué pasó? -preguntó él, confundido o pasmado.
-Tomémonos unos minutos -dijo el chico de la izquierda. El círculo se disgregó; sus integrantes se esparcieron por la playa; la joven de cabello castaño se acercó a Nikolai, cuyo corazón latió bruscamente.
-¿Cómo te sientes? -preguntó ella.
-No lo sé -respondió él, y añadió: -¿Quién eres?
-Soy Eloise. Ven aquí.
Se sentaron en la arena, contemplando el mar azul oscuro, el atardecer que transcurría despacio y el espectáculo sideral de planetas y una galaxia que engalanaban el paisaje ya anochecido. Los otros se sentaron más allá, o se pusieron a caminar; las niñas jugaron jovialmente con su madre.
-¿Sabes tu nombre? -inquirió Eloise.
-Creo que es Nikolai. ¿Quiénes son ellos?
-El que aparenta ser joven es Aren. Es mucho más viejo que todos nosotros.
Andrea es la madre de Cassiopea y Gris. Cassiopea es la más alta. Sayid es el de los lentes. Lorraine es el último. ¿Quién eres tú?
Nikolai la miró, sorprendido.
-Creí que lo sabías -repuso.
-Yo sí, pero ¿tú lo recuerdas?
El muchacho observó el ir y venir del mar, frunciendo el ceño.
-No. No lo recuerdo.
-No te preocupes. Todos estamos teniendo problemas. Es el viaje. Nos estamos alejando demasiado de lo que conocemos.
-Eloise -dijo Nikolai-, ¿qué hacemos aquí?
La chica lo miró como desde otro mundo.
-Somos las últimas ocho personas que existen en este universo -explicó-. Nos estamos yendo. El lugar pronto quedará vacío y abandonado. Ya casi lo está.
Y tú -agregó-, tú eres importante. Nos estás llevando a Casciari, un universo limítrofe. Eres el piloto.
-¿Piloto de qué?
Eloise señaló a un lado. Nikolai se preguntó cómo no había advertido antes la presencia magnífica de una nave plateada y hermosa que yacía próxima a 47
ellos, silenciosa, como aguardándolos; pero, al verla, sintió por primera vez que reconocía algo.
-Su nombre es Perpetua -dijo Eloise-. Es una gran obra tuya.
-¿Mía?
-Tú la construiste. Luego pasaste por los planetas en los que vivíamos y nos salvaste. No de una catástrofe como las habituales. Pero… íbamos a morir de soledad.
En ese momento Aren se acercó, portando su mirada que parecía provenir de otros milenios, y le preguntó a Nikolai cómo se encontraba.
-Creo que estaré bien -respondió él, todavía un poco confundido.
-Eloise debe haberte dicho que a nosotros también nos sucede -dijo Aren-. Lo de perder el sentido y la memoria por momentos. Aunque es distinto contigo. Te afecta más. Quizás se deba a que conoces mucho más que nosotros.
-¿A qué te refieres? -preguntó Nikolai.
-Pero vamos a ayudarte. Estaremos aquí en tu despertar.
Nikolai miró instintivamente hacia un lado. Aren y Eloise lo imitaron; vieron entonces una lluvia de estrellas intensamente albas cerniéndose desde el éter, bajando como misivas divinas hacia el horizonte de la noche. Y de repente todo resplandeció y lo siguiente que el piloto supo fue que, frente a él, a través de un amplio ventanal, se extendía el corazón del universo, astros de fábula cuyas luces de antaño corrían velozmente por un inmenso campo celestial.
Una mano se posó sobre su hombro; el hombre se dio cuenta de que estaba sentado ante los controles de su nave; se volvió para reunirse con el solaz de la mirada de Eloise.
-¿Ocurrió de nuevo? -inquirió ella.
Nikolai le tomó la mano y la acarició, mientras contemplaba a la joven, mientras se refugiaba en su alma.
-Quédate conmigo -suplicó en voz baja-. Por favor.
Eloise se sentó a su lado, sosteniendo con firmeza la mano que él acariciaba.
Se miraron por unos segundos, y después se besaron tiernamente, permaneciendo al final el uno con la frente apoyada en la del otro. Y a 48
continuación una fuerza invisible pareció arrancar a Nikolai de su sitio, haciéndole marearse, parpadear y detenerse en plena marcha en una calle de piedra de una ciudad postrera.
-¿Nikolai?
Miró a su alrededor, desorientado; advirtió sin verlos que sus compañeros de viaje habían estado andando tras él y que en ese momento le observaban, expectantes; y pronto la calle refulgió, la vista se le tornó borrosa y él cayó de rodillas, casi perdiendo el conocimiento.
-¡Muchacho! -exclamó Lorraine, y junto a Eloise y Aren se acercó para ayudarle. Nikolai logró incorporarse, y se sentó en el borde de una acera; el grupo se apiñó en derredor; Eloise permaneció a su lado, con una mano en su nuca, intentando de alguna forma aliviarle.
-Mamá, ¿va a estar bien? -preguntó Gris. Se notaba el temor en su voz, el mismo que exhalaban silenciosamente los demás. Por toda respuesta, Andrea compuso una expresión de compasión y aferró las manos de sus hijas.
-Cariño… -susurró Eloise contemplando a Nikolai. Él recorrió al grupo con la mirada, aunque la bajó de inmediato, pues no podía ver bien; respirando con dificultad, preguntó dónde estaban.
-En Li -contestó Eloise-. La ciudad final. La última en la frontera del Universo.
Donde tú naciste.
-¿Qué... qué estamos…?
-¿Qué nos trajo a este sitio? -completó Sayid. Nikolai asintió. -Dijiste que teníamos que buscar algo que habías guardado. Algo que es muy importante que llevemos a Casciari.
-Un libro -agregó Aren-. Era un libro, aunque no sabemos cuál.
-Oigan -intervino Lorraine-, podemos hacer eso después. Este chico necesita atención médica.
-No -repuso Nikolai, aunque sabía que no se sentía nada bien-. Lo que necesito es que lleguen allá. Un libro, entonces…
-Tienes que descansar -le interrumpió Eloise-. De veras te ves muy mal.
-No -dijo Nikolai otra vez-. Tenemos que buscarlo. Es una memoria de lo que somos.
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-¿Un libro de historia? -sugirió Lorraine.
-Cassiopea sabe todo -indicó Andrea.
-Si fuese una bitácora, podría escribirla yo -dijo Lorraine.
-Una memoria de lo que somos… -reflexionó Aren-. ¿Como de nuestra esencia?
-De lo que nos constituye -asintió Sayid, comprendiendo-. Un libro de ciencia.
Nikolai abrió los ojos, se halló ante un salón enorme y marmolado, y entre la pura luz que el ámbito irradiaba su mano derecha asió un libro grueso y remoto, cuyo nombre, Sobre el Universo, alcanzó a vislumbrar antes de que su voluntad lo guardara en una de las estanterías que, alargadas y casi invisibles, cruzaban el lugar como lágrimas.
-Iremos por él -aseguró la voz lejana de Andrea, que a continuación inquirió: -
¿Estará bien?
Eloise miró a Nikolai, aún preocupada. Él advirtió, volviendo de su recuerdo, que todos estaban temerosos y aprensivos. Pero no los iba a dejar.
-Las ayudaré -dijo Lorraine; Sayid también fue, y ambos se perdieron tras Andrea y sus hijas. Nikolai miró como pudo a Eloise y Aren; sus elementos se difuminaban en el panorama grisáceo que manaba el mineral extraño del que estaba hecha la ciudad. Y de pronto ya no estuvieron allí, sino en el tibio interior de la Perpetua, y los demás también estaban, reunidos sentados o de pie en torno a una gran caja de madera. La caja parecía haber estado conteniendo algunos objetos que ahora se encontraban en el suelo; Nikolai los observó.
-Un violín -comenzó a enumerar; Eloise tomó el instrumento, que era suyo, y lo depositó nuevamente en la caja-. Un diario.
-Es mío -dijo Cassiopea mientras lo guardaba.
-Un libro -continuó Nikolai.
-Yo lo escribí -dijo Lorraine, imitando a las muchachas.
-Una pintura -Aren se adelantó y recogió un cuadro no demasiado grande, que era de su autoría-. Una partitura.
-De la canción que más me gusta entonar -declaró Gris devolviéndola a su lugar.
-Un bolígrafo.
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-De las clases que he impartido -dijo Andrea, haciendo lo propio.
-Una llave.
-De la biblioteca donde trabajaba -asintió Sayid.
-Y un mapa -concluyó Nikolai, tomándolo y acercándolo a la caja-. De los mundos de los que provenimos y que he recorrido, y de los otros que están en mi ser. Estas son las memorias de cada uno de nosotros. Y aún hay algo más. -Eloise apoyó una suave mano en su hombro; Nikolai la miró; el ámbito de la Perpetua desapareció, y los dos se encontraron en una vasta terraza blanca, contemplando la placentera extensión de Li, que reposaba bajo un cielo ceniciento adornado con un sol y dos lunas. Nikolai descubrió que unas lágrimas solitarias caían por su rostro y que se sentía mucho peor que antes; Eloise se percató de ello, por lo que se aproximó y lo abrazó con ternura.
-Quédate -susurró-. Por favor, quédate.
-Te necesito -dijo él, estrechándola.
-Chicos -Ellos se volvieron; Aren y Lorraine acababan de aparecer-. Lo encontramos. -Aren sostenía un libro en alto, al cual Nikolai reconoció enseguida como Sobre el Universo; asintió y anunció que estaban listos; se pusieron en marcha para reunirse con Andrea, Cassiopea, Gris y Sayid, saliendo de lo que Nikolai supo que había sido su casa. Mientras caminaba por el edificio, y luego por las calles de Li hacia su nave, supo también, sin entender por qué, que ni él ni sus compañeros volverían a tener problemas para recordar, y aunque todavía dudaba acerca de algo tan relevante como su propia salud, seguía estando seguro de que, costara lo que costara, lograría que la Perpetua llegara a Casciari. Con ese pensamiento se acomodó minutos más tarde ante los controles; los demás ocuparon sus respectivos asientos a su lado y tras él. La nave no demoró en elevarse, y pronto Eloise y Gris acompañaron el vuelo con una dulce música proveniente del violín de la primera y la voz de la segunda.
Dejaron atrás Li, el mundo en el que se situaba, sus lunas y su sol. Danzaron raudamente por una noche vieja que los despedía con una sonrisa triste, viendo irse a los valientes hijos que aguardaban un futuro mejor. Poco después la frontera estuvo ante ellos; Gris y Eloise comenzaron con una especie de himno a la alegría, o algo similar; en cualquier caso, era la canción 51
favorita de la niña. Nikolai contuvo la respiración, y accionó un acelerador; y la Perpetua se sumergió en un espacio tan brillante y extraño que todos creyeron que millones de partículas de luz los estaban atravesando, y tal vez fue así, pero pudieron permanecer conscientes y codearse con galaxias y nebulosas y clases sorprendentes de astros que nadie había visto jamás, y tocar sus fuegos sin que les importara que no hubiese o no pareciera haber aire que fluyera hacia sus pulmones, y ese cielo nuevo les hizo temblar tanto que pensaron que iban a desintegrarse, pero eso no sucedió, y luego de un billón de estrellas fenomenales y visiones que fueron gloriosas la nave dio una sacudida aún más fuerte y arribó al otro lado, a un rincón naciente y pacífico del universo que habían ansiado.
Nikolai dejó que la Perpetua descansara por un rato; el grupo se dispuso a observar la belleza de las primeras imágenes de Casciari que se presentaban ante sus ojos; había por allí dos soles hermanos y, aparentemente, algunos planetas orbitándolos. Acordaron que iría a explorarlos de inmediato. Eloise apartó el violín y aferró una mano de Nikolai, que la miró sonriendo y suspiró, aliviado.
De repente otra nave, de un diseño que no hubiesen sido capaces de imaginar, se materializó ante ellos. Sus tripulantes, fuesen quienes fuesen, parecieron mirar atentamente a los ocho viajeros por un lapso. Y entonces se oyó por doquier una hermosa melodía, dentro y fuera de los dos transportes, lo que probablemente allí era posible. Los pasajeros de la Perpetua abrieron la boca, asombrados. Era indudablemente una grabación de la canción que Eloise y Gris acababan de tocar. Y ninguno sabía qué podía significar, si los habitantes de Casciari la comprenderían o no, era imposible conocer qué vendría; pero todos tuvieron la misma sensación, y se quedaron mirando a la nave reciente y oyendo la música y conteniendo rápidos latidos a la vez que esperaban, o deseaban, o percibían que, gracias a cada uno de ellos, finalmente todo estaría bien.
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El tiempo era espléndido en cercanías del lago, de modo tal que a Gabriel y Michelle Flow les pareció que habían tenido una buena idea al ir a pasar el día allí. Llevaron consigo a su hija Angie, una niña pequeña y vivaz, y a Ferdinand, un buen amigo de la familia, quien fue, como solía hacer, acompañado por su violín, el cual tocaba de maravillas. Arribaron por la mañana a la orilla, luego de un par de horas de viaje, y se apostaron en el pasto que crecía despacio entre algunas rocas desperdigadas. Frente a ellos, al otro lado del lago, se alzaban unas imponentes y macizas montañas, que parecían las estatuas de unos dioses estrechándose las manos.
Gabriel, Michelle y Ferdinand se pusieron a hablar, mientras el tercero arrancaba unas notas de su instrumento casi como por descuido y sin dejar la conversación, lo cual sin dudas requería de un enorme talento. Angie pronto empezó a corretear, observando las flores y los pájaros que sobrevolaban sus cabezas de vez en cuando. Ferdinand debió pensar que la niña podía aburrirse, puesto que le sugirió que fuese hasta el lago y buscara un regalo para él. Angie le miró confundida.
-¿Un regalo? –dijo-. ¿Qué regalo puede haber en un lago?
-Oh, puedes encontrar algo si te lo propones –respondió Ferdinand-. Una roca colorida, o de una forma especial, por ejemplo. Eso sería bonito.
-¿De verdad te gustaría?
-¡Claro!
Angie sonrió, divertida, y sin más se alejó trotando. Su madre la llamó.
-¡Angie, no te pierdas!
-Estará bien –dijo Gabriel, contemplando a la pequeña, y abrazó a su esposa.
Los tres adultos prosiguieron con su charla, acompañados por el trinar del violín y por una brisa que apareció de súbito y que empezó a envolverlos con una sutil y cada vez mayor intensidad. Tras un largo rato, Michelle se percató de ello; en algún momento frunció el ceño, y observó alrededor y hacia el cielo.
-¿Han notado que hace un poco de frío? –dijo; vigiló la orilla del lago, donde Angie seguía jugando.
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-Es cierto –convino Gabriel, mirando también a su hija-. ¡Angie! Ven un segundo, tienes que abrigarte.
La pequeña se detuvo repentinamente, pero no hizo lo que le decía su padre, sino que se quedó contemplando el lago y las montañas, como si acabara de encontrar lo que Ferdinand le había pedido que buscara, o tal vez algo más raro, tanto como para que el fuerte embate que dio el viento a continuación la tomara totalmente desprevenida y la hiciera tambalearse. Gabriel, Michelle y Ferdinand se pusieron de pie rápidamente, mirándola; no había motivo alguno para que el aire se hubiese puesto tan helado y brusco, ni para que los pájaros que andaban por allí se hubiesen esfumado, ni para que un silencio atroz cayera por doquier como si algo extraño fuese a ocurrir. Y
Angie seguía sin moverse, sólo observando ante ella, esperando, tanto como sus padres y su amigo, aunque ninguno podía saber de qué se trataba.
-Angie –la llamó otra vez Gabriel, empezando a preocuparse-. Hija, ven aquí ahora.
El silencio y el frío se habían tornado absolutos y aplastantes. Ferdinand hizo algo que nunca hubiera pensado: dejó caer su instrumento al suelo, sin siquiera fijarse si se había hecho daño.
Los alientos se materializaron en nubecillas que llevaban un terror inexplicable.
Y entonces sucedió.
-Angie –dijo Gabriel, abriendo los ojos como platos; comenzó a ir hacia la niña, y Michelle le siguió-. Angie. Angie, ven aquí. ¡Hija!
-¡Angie! –exclamó Michelle, y ella y su esposo echaron a correr, pero la pequeña no se iba a mover mientras veía surgir frente a su alma una gigantesca distorsión de las aguas, la cual no tardó en convertirse en algo imposible y alucinante, tanto como una mancha oscura y redonda que sin dudas significaba un agujero negro, aunque no pudiera serlo, y cuya imponente presencia no sólo impidió con una fuerza arrolladora que Gabriel, Michelle y Ferdinand se acercaran para sacar a Angie de ahí, sino que sin más rodeos la elevó a ella, en medio de su inocente sorpresa, por los aires, la absorbió en su seno y desapareció por completo.
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-¡ANGIE! –Sus padres corrieron con desesperación hacia el lago, sin poder creer lo que acababa de pasar; Ferdinand llegó poco después, tan aturdido como ellos; los tres buscaron por todas partes, siguieron llamando a la niña, intercambiaron miradas de desconcierto, pero ella no estaba allí, ni en ese lugar, ni tampoco en ese momento, y no hubieran podido comprender que quizás no se hallaría en ningún momento, y asimismo estaría en todos a la vez.
Angie sintió que se ahogaba en un violento remolino de sombras que la arrastraba a una distancia inconmensurable, y en verdad no se equivocaba.
Cuando creyó que ya no aguantaría, el agujero negro en miniatura que la había raptado la depositó en algún lado, desvaneciéndose luego. Angie tragó una bocanada de una atmósfera que le supo enrarecida pero suficiente, y abrió los ojos hacia el panorama más insólito que había vislumbrado en su vida.
Había un puente angosto y tan largo que se perdía en el horizonte, que era un borde incierto decorado por galaxias que giraban muy lentamente, casi como si estuvieran quietas, o tal vez eso era lo que podía percibirse de ellas.
El cielo era blanquecino, y todo lo demás era un océano grisáceo e inconmensurablemente antiguo, que se mecía vertiginosamente y que era nutrido por unas inmensas cascadas que llegaban también hasta el horizonte; este paisaje era una vastedad, y era lo único que existía.
Una voz remota de un hombre habló desde algún sitio; la pequeña no se preguntó de dónde provenía, aunque creyó reconocerla.
- Ahora mismo están transcurriendo millones de años. Estás viendo el tiempo en estado líquido, unidireccional, el que conocen tú y los tuyos. Fluye por esas cascadas continuamente, y alimenta lo siguiente: el nacimiento de un universo. Así es.
Angie vio, demudada de asombro, cómo se alzaba desde el centro del océano una esfera de color marrón claro, de tamaño mediano, en cuyo interior parecían estallar múltiples e inquietas luces. La esfera se elevó con mansedumbre hasta cierto punto, y allí se quedó, como si esperase alguna 55
orden divina; pese a que era una chiquilla, Angie pensó en lo que la voz acababa de contarle, y entendió, aún más asombrada, que aquello era, de una forma que no concebía por entero, un universo que estaba, de hecho, naciendo. Volvió a observar el paisaje celestial, el tiempo líquido, las aguas primigenias y las galaxias que continuaban rotando y que parecían estar al alcance de su mano, y se preguntó cómo era posible todo eso, y por qué se encontraba ella en ese lugar tan maravilloso y solemne. Pensó en sus padres y Ferdinand, que debían estar buscándola, pero no temió, y solamente supo que regresaría a su lado, aunque no ahora, pues aún quedaban cosas por descubrir. Estaba en lo cierto: el fenómeno que la había llevado hasta ahí volvió, y ella pudo mirar una vez más el milagro antes que el mismo viento cósmico la asiera y la condujera a través del espacio y el pensamiento a un lugar no menos extraño y majestuoso.
-Se ha ido por tu culpa –dijo Gabriel, tras una media hora en la que nada más había pasado. Hundió sus ojos de miel en Ferdinand, y tanto el hombre como Michelle lo miraron con incredulidad. –Tú le dijiste que viniera al lago.
Podríamos haberla protegido si no hubiese estado justo en la orilla.
-¿Crees que lo hice a propósito? ¿O que quería perderla? –Ferdinand se veía tan irritado como angustiado-. Algo se nos ocurrirá. Tienes que calmarte.
-¿Cómo quieres que me calme? –replicó Gabriel; Michelle lo miraba con lástima, aunque claro que ella no se sentía mejor que su compañero-. Mi hija desapareció y no sé si está bien, ni dónde está, ni cómo llegar a ella. –
Súbitamente, estalló en llanto, y los corazones de Ferdinand y de la mujer no pudieron sino encogerse de tristeza; ella fue a abrazarlo.
-Cariño… -le dijo suavemente- sé que no tenemos certeza de nada, pero… te prometo que Angie estará bien. La hallaremos pronto. Yo también tengo miedo, pero mejor… mejor pensemos en algo. En lo que sea. Debemos hacer que regrese. ¿De acuerdo?
Gabriel la miró, con el rostro y el ser anegados de lágrimas.
-Sí –asintió-. Sí… está bien.
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El agujero negro expulsó a la muchachita hacia una vista que no era menos increíble que la anterior. Lo primero que la desconcertó fue el hecho de que ya no era una niña, sino que, por alguna razón, había crecido espontáneamente hasta convertirse en una adolescente, tanto en apariencia como en entendimiento. Luego de observar esto, Angie se dedicó a explorar su alrededor; trepó una escalera que se erigía junto a ella y que subía por la cima de un monte, y cuando arribó a la cumbre y vio lo que había del otro lado, no quedó menos anonadada que antes.
El universo recién nacido había llegado aquí, y seguía viéndose reducido y marrón, con destellantes y caóticas estrellas dentro. La extensión en derredor también era magnífica e ilimitada, aunque ya no había cascadas ni galaxias, sino, hacia la derecha de Angie, unas colosales franjas rectas de una sustancia transparente, que atravesaban el cielo de un extremo a otro, en diagonal, y a través de las cuales se vislumbraban, como si estuvieran muy lejos, nebulosas y planetas; bajo esas franjas, también ocupando un gran espacio, discurría una suerte de onda enorme y retorcida, de una tonalidad que acaso era azul y acaso era gris, y que no dejaba traslucir más que incógnito; hacia la izquierda había unas nubes perladas y descomunales, en forma de delgados picos e hilos, tras las que asomaba el brillo de un sol mucho más grande que cualquiera que Angie hubiera podido imaginar. Todo lo demás eran más nubes, con otras siluetas y tonalidades; y todo estaba tan inquietantemente paralizado y pétreo que la chica se preguntó cómo era posible que aún respirara.
- Te encuentras en un sitio con tiempo sólido –anunció la voz que había hablado antes-. Tú no tienes edad ahora. El estado físico de la sustancia temporal no fluye aquí. Las franjas significan el pasado, la onda es el presente, y las nubes blancas son el futuro. Los tres momentos temporales conocidos por los humanos están en este lugar a la vez, sin que ninguno exista en realidad. El universo que ha nacido aguarda la acumulación del tiempo para poder empezar a vivir plenamente. Es como un niño siendo amamantado.
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Angie contempló la fascinante escena durante un lapso que debería haber durado unos cuantos minutos, pero que verdaderamente no transcurrió, pues estaba siendo y no siendo al unísono. No cuestionó nada, dado que sabía que no necesitaba hacerlo; y cuando hubo grabado en su memoria todo lo que aquel formidable sitio reflejaba, se despidió del universo infante, dio media vuelta y se dejó llevar por el agujero negro que ya la esperaba.
¿Dónde está mi hija? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que la vuelva a ver?
¿Quién o qué se la ha llevado, y por qué?
Gabriel y Michelle se habían sentado y permanecían abrazados, sufriendo con un llanto callado el extravío de Angie. Ferdinand estaba de pie, más allá, oteando el lago, tal vez esperando que de pronto la pequeña de sus amigos apareciera nadando y el día volviera a ser tranquilo y grato. Él también lloraba, y no sólo por lo que había ocurrido, sino por la idea de que su mejor amigo hubiese pensado en culparlo. Michelle lo comprendía, y entonces tuvo que señalárselo a su esposo.
-Tienes que hablar con él –le dijo-. Sabes que no es cierto que sea el responsable.
-Sí, lo sé –dijo Gabriel, enjugándose los ojos con una mano mientras con la otra aferraba a la mujer-. No debí decirle eso. Pero me puse mal. Y tú también. Como dijiste, no tenemos certeza de nada. Y a cada segundo me siento peor por no haberlo evitado.
-Ninguno pudo –repuso Michelle-. No había manera. Ni siquiera era posible que apareciera un agujero negro en medio del lago, y lo hizo, y en vez de llevarse a Angie y marcharse debería habernos tragado también, y al mundo entero, porque eso es lo que hacen. No podíamos esperar que sucediera y por lo tanto no había modo de saber cómo solucionarlo. Ahora… sólo cabe seguir aguardando que ella vuelva, no sé cómo, pero no hay más opciones…
Ve a hablar con Ferdinand, cariño.
Gabriel liberó suavemente a Michelle, se levantó y fue hacia su amigo.
-De verdad no quise que pasara esto –dijo él de inmediato. Miró al padre de Angie. –Aunque ahora sé que estabas en lo correcto. Ha sido mi culpa.
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-No, es así –repuso Gabriel-. Me equivoqué antes. Claro que no fuiste tú. A menos que sepas controlar fenómenos cósmicos, por supuesto.
-Yo no originé al agujero negro, pero sí la envié al lugar donde no pudimos ayudarla. Si se hubiera encontrado con nosotros, o más cerca, podríamos haberla apartado.
-Lo dudo. Y en cualquier caso, Michelle y yo somos sus padres. Tú no tienes que cuidarla.
-Sólo quería… sólo quería entretenerla… Dejarla jugar… Y no resultó tan bien.
De hecho, le pasó algo malo.
-No sabemos eso. Y no podemos permitirnos considerarlo. Hay que enfocarse en la esperanza.
-Sí, lo siento, no debí mencionarlo.
-No lo digo por ti. Es que… quizás… quizás Angie tenía que irse.
Ferdinand volvió a mirarlo, frunciendo el ceño.
-¿Qué dices?
-Quizás no fue casualidad que le pidieras que viniese hasta la orilla y se quedara aquí. No sé cómo, pero pudo haber sucedido por una razón. Y, si es así, debemos esperar y desear que mi niña regrese sana y salva.
-Es una locura. No tiene mucho sentido.
-Nada lo tiene. Menos aún que estés echándote la culpa. Fue un error de mi parte y lo lamento. ¿De acuerdo? –Gabriel apoyó una mano afablemente en el hombro de Ferdinand.
-Bien… de acuerdo… -Ferdinand asintió, aunque no lucía muy convencido.
Los dos amigos depositaron sus ojos en el lago que se perfilaba tan pacífico e inocente.
Angie aspiró una bocanada de aire helado, descubriendo que más que aire era puro viento, y observó el sitio al que había llegado. Parecía ser exactamente el mismo que acababa de abandonar, aunque ahora lo veía desde otra perspectiva; precisamente, desde el extremo opuesto, en el que también se erigía una serie de montes y escaleras que facilitaban el acceso a tan alucinante paisaje. Angie se sorprendió al averiguar que el pasado, el 59
presente y el futuro que engalanaban aquel profundo cielo se hallaban esta vez en movimiento, y era eso, de hecho, lo que provocaba fuertes corrientes que hacían trepidar cada partícula, haciendo que la muchacha apenas pudiera mantenerse en pie. Aquello la obligó a mirarse a sí misma y darse cuenta de que nuevamente había crecido, transformándose en una joven casi adulta. Su nueva edad no la molestó, sino que la intrigó, y se preguntó qué dirían sus padres cuando la pequeña Angie apareciera (si es que lo hacía) con tantos años en su ser como ellos mismos.
- El tiempo en estado gaseoso –instruyó la voz omnipresente, ajena al escándalo que había por doquier- fluye a velocidades inusitadas para el ojo del simple espectador. Se mezcla en ocasiones, dando lugar a eventos extraordinarios en la Historia en los que se cruzan las tres corrientes temporales. Los humanos no han visto muchos de éstos. Pero sí viven siempre el movimiento del presente. Es lo único que perciben. El universo está existiendo durante miles de millones de años en este ámbito, en el suspiro de una vida. Ahora se producirá un choque que lo afectará intensamente y al final le dará muerte.
Angie visualizó el universo marrón y esférico que persistía, flotante y sumiso, ahora dando vueltas rápidamente sobre su propio eje, con las estrellas todavía naciendo y muriendo en su solitaria entraña. Vio también cómo las franjas, la onda y las nubes que escoltaban al sol remoto se mecían con inaudita turbulencia, como una singular tempestad de tiempos, todo lo opuesto a cómo se comportaban en el tiempo sólido. Esto ocurrió durante lo que para la joven fueron unos minutos, aunque el caos del que el tiempo gaseoso se trataba no permitía concluir en ninguna medida en especial, y lo mismo podría no haber estado pasando ni siquiera un solo segundo; después el movimiento se tornó en caos, y las franjas de pasado enmudecieron para caer pesadamente sobre el presente y el futuro, provocando un estrépito y un temblor tan gigantescos que el universo no pudo sino aquietarse, resignado, y derrumbarse hacia la masa de tiempos que se había constituido abajo y cuyo tremor amenazaba con arrasar con el lugar por entero y por ende con la mujer que lo contemplaba. Angie abrió los ojos, asustada; de repente la realidad misma pareció explotar, tal fue el ruido y el impulso que 60
levantó a la joven por los aires y la arrojó con violencia hacia el abismo del agujero negro, que apareció justo a tiempo para sacarla de allí.
Mientras volvía a sumergirse en esa oscuridad sin oxígeno que se la llevaba a un destino incierto y casi incomprensible, la voz inmutable habló por cuarta vez:
-El universo que has visto surgir ya ha desplegado la plenitud de su vida. A continuación se dirigirá hacia su descanso final. Es un acontecimiento que sucede a menudo. Todos los universos nacen, viven y mueren. Y hay, y ha habido, muchos de ellos.
Angie salió despedida y cayó sobre una playa cristalina miles de centurias más tarde.
Michelle, Gabriel y Ferdinand notaron que las nubes que habían estado deslizándose con ligereza por encima de ellos y de las montañas se agitaban casi imperceptiblemente y empezaban a desplazarse a una velocidad cada vez mayor. Comenzó a soplar nuevamente un viento frío, y el día se apagó sin causa alguna.
Los tres amigos intercambiaron miradas.
-¿Creen que está por suceder? –dijo Gabriel, tan alarmado como los demás-.
¿Creen que volverá?
-Puede que sí –convino Michelle-, pero esto es distinto.
-¿De qué hablas?
-Algo ha cambiado –coincidió Ferdinand, mirando en derredor-. Tal vez se trate de lo mismo, pero… no sé cómo explicarlo.
Gabriel no necesitó mucho más que ese terror reciente en los rostros de su esposa y su mejor amigo para comprender a qué se referían. Se volvió hacia el lago.
Angie..., pensó. Quiero que regreses a nuestros brazos. Quiero estar seguro de que te tendremos con nosotros si pasa algo.
La muchacha había avanzado unos años más en su propia edad y era ya una adulta hecha y derecha, aunque conservaba una expresión de curiosidad y 61
asombro que nunca cambiaría. Se incorporó para apreciar el último panorama que se presentaría ante ella, el cual constaba de otro océano, mucho más extenso, que se plegaba contra una noche tan vieja como ninguna otra, una bóveda aterciopelada y llena de incontables astros fabulosamente resplandecientes. La playa era puro polvo de diamante, y parecía brillar con luz propia; pero nada de eso era lo más fascinante, sino lo que se levantaba en los cielos: grandes y sendas columnas de un elemento espeso que Angie jamás hubiera podido conocer, traslúcidas y de diferentes colores, encerraban en cada una de ellas un conjunto de imágenes que eran las franjas del pasado, la onda del presente y las nubes del futuro que existían en los tiempos sólido y gaseoso, y además una multitud de esferas de tonalidades y tamaños diversos que se sacudían como con nerviosismo; la voz reapareció para confirmar por qué:
- Este es el tiempo en estado plasmático. Estás viendo el tiempo de los multiversos: un vecindario de los universos existentes, o más bien, de universos moribundos. Advierte cómo son distintos unos de otros. Los humanos no pueden pretender saberlo todo acerca de la materia. Estos universos están por morir. Hay diferentes finales. Tu universo se encuentra allí, observadora.
Angie tragó saliva, creyendo que había oído mal. De súbito la escena siguió siéndole terrible y hermosa, incomparable a cualquier fantasía, pero por primera vez desde que se separara de sus padres tuvo realmente miedo.
-¿Cómo que mi universo está muriendo? –inquirió, aunque sin mirar a ningún lado, pues la voz no tenía dueño-. ¿Qué… qué debo hacer?
- Tienes que salvarlos –respondió su guía-. La mayoría morirán, aunque sin sufrimiento. Pero tú quieres traer a tus padres aquí, o al lugar donde puedan sobrevivir.
-A mis padres, y a Ferdinand –añadió Angie.
- Ten en cuenta que han transcurrido muchos años. Será difícil para ellos. Los humanos todavía no viajan en el tiempo, y casi no lo hacen en el espacio, por buenos motivos.
-Yo he podido. Tú, o el agujero negro, me han traído. ¿Cómo los rescato?
- No es tan complicado como pensarías. Lo peor será verlo destruirse.
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Angie entendió que hablaba del universo entero. Contempló una vez más el estado plasmático del tiempo, ya que no sabía si lo vería de nuevo; y en verdad se regocijó de él.
- ¿Estás lista? –Angie asintió-. Cuando te aproximes, dales la mano.
No ocurría mucho más, ni siquiera temblaba el suelo o se producían pavorosas tormentas; pero la tristeza y la oscuridad que se derramaron por doquier, y las incesantes ráfagas heladas que los acariciaban cortantemente, eran suficientes para que comprendieran que lo que iba a pasar no aparentaba ser bueno.
Gabriel tomó a Michelle de la mano con firmeza, pensando que no la soltaría como desgraciadamente había hecho con su hija. Ferdinand tomó su violín, que había quedado tirado, y lo limpió y lo guardó; él también cuidaría de su fiel acompañante hasta el último segundo.
Los tres miraron al lago, y al cielo.
Sucedió en un instante, pero aun así los cuatro creyeron oír alguna clase de música o de cántico estremecedor, como un sonido final, una rara marcha fúnebre para un cúmulo valiente y bello de galaxias, mundos y estrellas que habían sido un gran universo hasta ese momento. Cuando casi no había luz y Gabriel, Michelle y Ferdinand pensaron que la angustia los sofocaría, el agujero negro emergió sobre el lago, y la pequeña Angie estiró su mano, y nadie preguntó ni dudó nada, sólo corrieron hacia ella y se asieron de su bracito y se hundieron en un remolino que parecía interminable y que los dejó sin aliento y sin pensamientos, hasta que los expulsó, bruscamente como acostumbraba, en un sitio idéntico a la orilla del lago adonde habían ido a pasar el día. Michelle, Gabriel y Ferdinand no se preocuparon al principio de su destino, sino que estrecharon a la retornada niña en un abrazo que casi la asfixió.
-¡Oigan! –dijo ella riendo, y los tres adultos la soltaron, felices como nunca antes-. He vuelto. Estoy bien. Y ustedes también.
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-Hija… -Gabriel volvió a abrazarla, y la besó en el cuello y la frente-, dime,
¿dónde estuviste? ¿Cómo nos salvaste? ¿Qué fue lo que sucedió?
-Oye, tranquilo, querido –le dijo Michelle, aunque ella también volvió a abrazar a la niña y la besó. Angie miró a Ferdinand, quien sonreía de oreja a oreja, y pareció, sin que fuera posible, darse cuenta de algo. Entonces empezó a hablar, y solamente cuando terminó, habiendo dejado perplejos a sus padres, se dedicó a averiguar a dónde habían llegado, y lo mismo hicieron ellos.
-Es el lago en el que estuvimos –dijo Michelle-. Y a la vez no lo es.
-Pues ese lago ya no existe, mamá –apuntó Angie-. Debe ser otro universo. Y
si es así, habrá cosas distintas. ¡Miren! ¿Habían visto algo así antes? –Señaló la silueta de un planeta que se asomaba tras las montañas.
-Seguramente tú sí –repuso Gabriel, y los otros rieron-. Angie, es muy especial lo que te ha ocurrido. Creo que tendrías que escribirlo. Nadie debe haber conocido jamás la evolución de los universos; al menos no como tú.
-Puedo hacerlo si me ayudas –afirmó Angie.
-Oh, el profesor lo hará –aseguró Michelle, palmeando la espalda de su esposo, y se alejó un trecho hacia unos árboles. Gabriel sonrió y acarició el cabello de su hija, y después se acercó al agua.
Angie volvió a mirar a Ferdinand, que seguía muy contento.
-Eras tú –le dijo sin rodeos-. Tú me guiaste a través del agujero negro. Me enviaste al lago y luego me instruiste.
-Fui yo, o tal vez lo seré –contestó Ferdinand-. En verdad, sólo soy el amigo de tus padres. Quizás en otra vida.
-Pero sí eras tú…
Ferdinand acentuó su sonrisa.
-No sé qué pasará –dijo-, ni cómo ha pasado todo esto. Pero de alguna forma lo hice. No les digas a tus padres. Tenías que arriesgarte, por ti y por tu familia. Michelle y yo nos salvamos también, pero era esencial que se lo contaras a Gabriel.
-¿Mi papá? ¿Por qué?
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-Le has pedido a un profesor de física que te ayude a escribir sobre la vida y la muerte de los universos. Tal vez tú viste todo eso, pero él puede avanzar un poco más.
Angie abrió mucho los ojos, sorprendida.
-Él podrá hacer cosas –dijo, entendiendo-. Él podrá hacer cosas…
-Gabriel Flow es un alma fundamental para el camino de la Humanidad –
afirmó Ferdinand-. No me preguntes cómo lo sé. Y aún no se lo digas. Lo sabrá con el tiempo. Oye –Le tendió una mano a la niña, y ella se la estrechó-, gracias por lo que hiciste. Tenía que ser así.
-Vaya, si ha sido genial –repuso Angie. En ese momento Michelle regresó, y los tres se quedaron juntos mirando con una anticipada admiración a Gabriel, quien, solo en la orilla del lago, contemplaba un planeta que únicamente era el inicio de su propio viaje por el océano singular, bienaventurado y extraordinario de la excelsa existencia.
12/06/2018
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