VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
ENTRE NARANJOS
—NOVELA—
15.000
F. Sempere y C.a, Editores
CALLE DE ISABEL LA CATÓLICA, 5
VALENCIA
1904
PRIMERA PARTE
———
I
—Los amigos te esperan en el casino. Sólo te han visto un momento estamañana: querrán oírte; que les cuentes algo de Madrid.
Y doña Bernarda fijaba en el joven diputado una mirada profunda yescudriñadora de madre severa que recordaba a Rafael sus inquietudes dela niñez.
—¿Vas directamente al Casino?...—añadió.—Ahora mismo irá Andrés.
Saludó Rafael a su madre y a don Andrés, que aún quedaban a la mesasaboreando el café, y salió del comedor.
Al verse en la ancha escalera de mármol rojo, envuelto en el silencio deaquel caserón vetusto y señorial, experimentó el bienestar voluptuosodel que entra en un baño tras un penoso viaje.
Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de losvítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellonesallá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinabanen las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento enque se contemplaba solo, dueño de sí mismo, pudiendo andar o detenerse avoluntad, sin precisión de sonreír automáticamente y de acoger concariñosas demostraciones a gentes cuyas caras apenas reconocía.
¿Qué bien respiraba descendiendo por la silenciosa escalera, resonantecon el eco de sus pasos! ¡Qué grande y hermoso le parecía el patio consus cajones pintados de verde, en los que crecían los plátanos de anchasy lustrosas hojas! Allí habían pasado los mejores años de su niñez. Loschicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando unaoportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eranlos mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos dehortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, alilustre hijo de Alcira.
Este contraste entre el pasado y el presente halagaba su amor propio,aunque allá en el fondo del pensamiento le escarabajease la sospecha deque en la preparación del recibimiento habían entrado por mucho lasambiciones de su madre y la fidelidad de don Andrés con todos los amigosunidos a la grandeza de los Brull, caciques y señores del distrito.
Dominado por los recuerdos, al verse de nuevo en su casa, después dealgunos meses de estancia en Madrid, permaneció un buen rato inmóvil enel patio, mirando los balcones del primer piso, las ventanas de losgraneros—de las que tantas veces se había retirado de niño, advertidopor los gritos de su madre;—y al final, como un velo azul y luminoso,un pedazo de cielo empapado de ese sol que madura como cosecha de orolos racimos de inflamadas naranjas.
Le parecía ver aún a su padre, el imponente y grave don Ramón, paseandopor el patio, con las manos atrás, contestando con pocas y reposadaspalabras las consultas de los partidarios que le seguían en susevoluciones con mirada de idolatras. ¡Si hubiera podido resucitaraquella mañana, para ver a su hijo aclamado por toda la ciudad!...
Un ligero rumor semejante al aleteo de dos moscas turbaba el profundosilencio de la casa. El diputado miró al único balcón que estabaentreabierto. Su madre y don Andrés hablaban en el comedor: se ocuparíande él como siempre. Y cual si temiera ser llamado, perdiendo en uninstante el bienestar de la soledad, abandonó el patio, saliendo a lacalle.
Las dos de la tarde. Casi hacía calor, aunque era el mes de Marzo.Rafael, habituado al viento frío de Madrid y a las lluvias de invierno,aspiraba con placer la tibia brisa que esparcía el perfume de loshuertos por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja.
Años antes había estado en Italia con motivo de una peregrinacióncatólica: su madre le había confiado a la tutela de un canónigo deValencia, que no quiso volver a España sin visitar a don Carlos, yRafael recordaba las callejuelas de Venecia, al pasar por las calles dela vieja Alcira, profundas como pozos, sombrías, estrechas, oprimidaspor las altas casas, con toda la economía de una ciudad que, edificadasobre una isla, sube sus viviendas conforme aumenta el vecindario y sólodeja a la circulación el terreno preciso.
Las calles estaban solitarias. Se habían ido a los campos los que horasantes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados seencerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente eldiputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en quezumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusionesde los parroquianos.
Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la viejaciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas yrojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanseamarradas a las casas de la orilla. Rafael reconoció entre ellas labarca que en otro tiempo le servía para sus solitarias excursiones porel río, y que, olvidada por su dueño, iba soltando la blanca capa depintura.
Después se fijó en el puente; en su puerta ojival, resto de las antiguasfortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída como sipor las noches vinieran a devorarla todas las ratas del río, y en losdos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas depolvo.
Eran el patrono de Alcira y sus santas hermanas; el adorado SanBernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído alcristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frentedestrozada el clavo del martirio.
Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula eintransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen. Aquellaestatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándidaleyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo,inventada por la religiosidad popular, venía a su memoria.
El elocuente fraile llegaba a Alcira en una de sus correrías depredicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario,pidiendo que le herrasen su borriquilla. Al marcharse le exigía elherrador el precio de su trabajo, e indignado San Vicente por sucostumbre de vivir a costa de los fieles, miraba al Júcar exclamando:
— Algún día dirán: así estaba Alsira.
— No mentres Bernat estiga,—contestaba desde su pedestal la imagen deSan Bernardo.
Y, efectivamente; allí estaba aún la estatua del santo como centinelaeterno, vigilando el Júcar para oponerse a la maldición del rencorosoSan Vicente. Es verdad que el río crecía y se desbordaba todos los años,llegando hasta los mismos pies de San Bernat, faltando poco paraarrastrarle en su corriente; es verdad también que cada cinco o seisaños derribaba casas, asolaba campos, ahogaba personas y cometía otrasespantables fechorías, obedeciendo la maldición del patrón de Valencia;pero el de Alcira podía más, y buena prueba era que la ciudad seguíafirme y en pie, salvo los consiguientes desperfectos y peligros cadavez que llovía mucho y bajaban las aguas de Cuenca.
Rafael, sonriendo al poderoso santo como a un amigo de su niñez, pasó elpuente y entró en el Arrabal, la ciudad nueva, anchurosa ydespejada—como si las apretadas casas de la isla, cansadas de laopresión, hubiesen pasado en tropel a la ribera opuesta, esparciéndosecon el alborozo y el desorden de colegiales en libertad.
El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino.Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días, conmotivo de su llegada.
¿Qué iba a hacer allí? Hablar de los asuntos deldistrito, de la cosecha de la naranja o de las riñas de gallos,describirles cómo era el jefe del gobierno y el carácter de cadaministro. Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel Mentor que porrecomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era paraseguirle de lejos... Pero, ¡bah!, que le esperasen en el Casino. Tiempole quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo,donde todos al verle se abalanzarían a él mareándole con sus preguntas yconfidencias.
Y embriagado cada vez más por la luz meridional y aquellos perfumesprimaverales en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndoseal campo.
Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña,respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda lavida, la frescura y los colores de su tierra.
Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes yredondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadashojas: sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de lasmáquinas del riego, la humedad de las acequias, unida a las tenuesnubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio unaneblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde conreflejos de nácar.
A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre,rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedadpopular parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivoque le hacía abandonar a los partidarios y desobedecer a su madre.
Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de laciudad. Cuando los rayos del sol naciente le despertaron por la mañanaen el vagón, lo primero que vio, antes de abrir los ojos, fue unhuerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, lamisma que asomaba ahora, a lo lejos, entre las redondas copas defollaje, allá en la ribera del río.
¡Cuántas veces la había visto en los últimos meses con los ojos de laimaginación!...
Muchas tardes en el Congreso, oyendo al jefe que desde el banco azulcontestaba con voz incisiva a los cargos de las oposiciones, su cerebro,como abrumado por el incesante martilleo de palabras, comenzaba adormirse. Ante sus ojos entornados desarrollábase una neblina parda,como si espesara la penumbra húmeda de bodega en que está siempre elsalón de sesiones; y sobre este telón destacábanse como visióncinematográfica las filas de naranjos, la casa azul con sus ventanasabiertas, y por una de ellas salía un chorro de notas, una voz velada ydulcísima cantando lieders y romanzas que servía de acompañamiento alos duros y sonoros párrafos del jefe del gobierno. De repente, Rafaeldespertaba con los aplausos y el barullo. Había llegado el momento devotar, y el diputado, viendo todavía los últimos contornos de la casaazul que se desvanecían, preguntaba a su vecino de banco:
—¿Qué, votamos? ¿Sí o no?
La misma visión se le presentaba por las noches en el teatro Real, allídonde la música sólo servía para hacerle recordar la voz del huertoextendiéndose por entre los naranjos como un hilo de oro, y en lascomidas con los compañeros de comisión, cuando con el veguero en loslabios y retozándoles la alegría voluptuosa de una digestión feliz, ibantodos a acabar la noche en alguna casa de confianza donde no corrierapeligro su dignidad de representantes del país.
Ahora volvía a ver con intensa emoción aquella casa y marchaba haciaella, no sin vacilaciones; con cierto temor que no podía explicarse yque agitaba su diafragma, oprimiéndole los pulmones.
Pasaban los hortelanos junto al diputado, cediéndole el borde delcamino, y él contestaba distraídamente a su saludo.
Todos ellos se encargarían de contar dónde le habían visto. No tardaríasu madre en saberlo. Por la noche tempestad en el comedor de su casa. YRafael, siempre caminando hacia la casa azul, pensaba con amargura en susituación. ¿A qué iba allá?
¿Por qué empeñarse en complicar su vida condificultades que no podía vencer?
Recordaba las dos o tres escenascortas, pero violentas, que meses antes había tenido con su madre. Elfuror autoritario de aquella señora tan devota y rígida de costumbres,al enterarse de que su hijo visitaba la casa azul y era amigo de unaextranjera a la que no trataban las personas decentes de la ciudad y dela que sólo hablaban bien los hombres en el Casino cuando se veíanlibres de la protesta de sus familias.
Fueron escenas borrascosísimas. Por aquellos días le iban a elegirdiputado. ¿Es que quería deshonrar el nombre de la familiacomprometiendo su porvenir político? ¿Para eso había arrastrado su padreuna vida de luchas, de servicios al partido, realizados muchas vecesescopeta en mano? ¿Una perdida podía comprometer la casa de los Brull,arruinada por treinta años de política y de elecciones para los señoresde Madrid, ahora que su representante iba a tocar el resultado de tantosacrificio consiguiendo la diputación y tal vez el medio de salvar lasantiguas fincas, abrumadas por el peso de embargos e hipotecas?...
Rafael, anonadado por aquella madre enérgica que era el alma delpartido, prometió no volver más a la casa azul, no ver a la perdida,como la llamaba doña Bernarda, con una entonación que hacía silbar lapalabra.
Pero de entonces databa el convencimiento de su debilidad. A pesar de supromesa, volvió. Iba por caminos extraviados, dando grandes rodeos,ocultándose como cuando de niño marchaba con los camaradas a comer frutaen los huertos. El encuentro con una labradora; con un chicuelo o con unmendigo, le hacía temblar, a él, cuyo nombre repetía todo el distrito, yque de un momento a otro iba a conseguir la investidura popular, eleterno ensueño de su padre. Y al presentarse en la casa azul tenía quefingir que llegaba por un acto libre de su voluntad, sin miedo alguno.Así, sin que lo supiera su madre, siguió viendo a aquella mujer hasta lavíspera de su salida para Madrid.
Al llegar Rafael a este punto de sus recuerdos, preguntábase quéesperanza le movía a desobedecer a su madre, arrostrando su temibleindignación.
En aquella casa sólo había encontrado una amistad franca ydespreocupada, un compañerismo algo irónico, como de persona obligadapor la soledad a escoger entre los inferiores el camarada menosrepulsivo. ¡Ay! cómo veía aún las risas escépticas y frías con que eranacogidas sus palabras, que él creía de ardorosa pasión. ¡Qué carcajadaaquella, insolente y brutal como un latigazo, el día en que se atrevió adecir que estaba enamorado!
—Nada de romanticismo, ¿eh, Rafaelito?... Si quiere usted que sigamosamigos, sea con la condición de que me trate como a un hombre. Camaradasy nada más.
Y mirándole con sus ojos verdes, luminosos, diabólicos, se sentaba alpiano y comenzaba uno de aquellos cantos ideales, como si quisiera conla magia del arte levantar una barrera entre los dos.
Otro día estaba nerviosa; la molestaban las miradas de Rafael, suspalabras de amorosa adoración, y le decía con brutal franqueza.
—No se canse usted. Yo ya no puedo amar: conozco mucho a los hombres,pero si alguno me hiciese volver al amor, no sería usted, Rafaelito.
Y él allí; insensible a los arañazos y desprecios de aquel terribleamigo con faldas; indiferente ante los conflictos que la ciega pasiónpodía provocar en su casa.
Quería librarse del deseo y no podía. Para arrancarse de tal atracciónpensaba en el pasado de aquella mujer: se decía que a pesar de subelleza, de su aire aristocrático, de la cultura con que le deslumbrabaa él, pobre provinciano, no era más que una aventurera que había corridomedio mundo, pasando de unos a otros brazos. Resultaba una gran cosa elconseguirla; hacerla su amante; sentirse en el contacto carnal camaradade príncipes y célebres artistas; pero ya que era imposible, ¿a quéinsistir comprometiéndose y quebrantando la tranquilidad de su casa?
Para olvidarla rebuscaba el recuerdo de palabras y actitudes, queriendoconvertirlas en defectos. Saboreaba el goce del deber cumplido, cuandotras esta gimnasia de su voluntad pensaba en ella sin sentir el deseo deposeerla, una satisfacción de eunuco que contempla frío e indiferente,como pedazos de carne muerta, las desnudas bellezas tendidas a sus pies.
Al principio de su vida en Madrid se creyó curado. Su nueva existencia,las continuas y pequeñas satisfacciones del amor propio, el saludo delos ujieres del Congreso, la admiración de los que venían de allá y lepedían una papeleta para las tribunas; el verse tratado como compañeropor aquellos señores, de muchos de los cuales hablaba su padre con elmismo respeto que si fuesen semidioses; el oírse llamar señoría, él, aquien Alcira entera tuteaba con afectuosa familiaridad, y rozarse en losbancos de la mayoría conservadora con un batallón de duques, condes ymarqueses, jóvenes que eran diputados como complemento de la distinciónque da una querida guapa y un buen caballo de carreras, todo esto leembriagaba, le aturdía, haciéndole olvidar, creyéndose completamentecurado.
Pero al familiarizarse con su nueva vida, al perder el encanto de lanovedad estos halagos del amor propio, volvían los tenaces recuerdos aemerger en su memoria. Y
por la noche, cuando el sueño aflojaba suvoluntad en dolorosa tensión, la casa azul, los ojos verdes y diabólicosde su dueña, y la boca fresca, grande y carnosa con su sonrisa irónicaque parecía temblar entre los dientes blancos y luminosos, eran elcentro inevitable de todos sus ensueños.
¿Para qué resistir más? Podía pensar en ella cuanto quisiera; esto no losabría su madre. Y se entregó a unos amores de imaginación, en loscuales la distancia hermoseaba aún más a aquella mujer.
Sintió el deseo vehemente de volver a su ciudad. La ausencia y ladistancia parecían allanar los obstáculos. Su madre no era tan temiblecomo él creía. ¡Quién sabe si al volver allá,—ahora que él mismo secreía cambiado por su nueva vida,—le sería fácil continuar aquellasrelaciones y preparada ella por el aislamiento y la soledad le recibiríamejor!
Las Cortes iban a cerrarse, y obedeciendo las continuas indicaciones delos partidarios y de doña Bernarda que le pedían que hiciese algo—fuese lo que fuese—
algo beneficioso para la ciudad, unatarde, a primera hora, cuando en el salón de sesiones no estaban más queel presidente, los maceros y unos cuantos periodistas dormidos en latribuna, se levantó con el almuerzo subido a la garganta por la emoción,para pedir al ministro de Fomento más actividad en el expediente de lasobras de defensa de Alcira contra las invasiones del río; un mamotretoque contaba unos sesenta años de vida y aún estaba en la niñez.
Después de esto ya podía volver con la aureola de diputado práctico,«celoso defensor de nuestros intereses materiales», como le titulaba elsemanario de la localidad, órgano del partido. Y aquella mañana, albajar del tren, entre los apretones de la muchedumbre, el diputado,sordo a la Marcha Real y a los vivas, se levantaba sobre las puntas delos pies, buscando ver a lo lejos, entre las banderas, la casa azul consus masas de naranjos.
Al llegar a ella por la tarde la emoción erizaba su epidermis y oprimíasu estómago.
Pensó por última vez en su madre, amante de su prestigio ytemerosa de las murmuraciones de los enemigos; en aquellos demagogosque por la mañana se asomaban a la puerta de los cafés burlándose de lamanifestación; pero todos sus escrúpulos se desvanecieron al ver lacerca de altas adelfas y punzantes espinos, las dos pilastras azules enque se apoyaba la puerta de verdes barrotes, y empujando esta entró enel huerto.
Los naranjos extendíanse en filas, formando calles de roja tierra,anchas y rectas como las de una ciudad moderna tirada a cordel, en laque las casas fuesen cúpulas de un verde obscuro y lustroso. A amboslados de la avenida que conducía a la casa, extendían y entrelazaban losaltos rosales sus espinosas ramas. Comenzaban a brotar en ellas losprimeros botones anunciando la primavera.
Entre el rumor de la brisa agitando los árboles y el parloteo de losgorriones que saltaban en torno de los troncos, Rafael percibió unamúsica lejana, el sonido de un piano apenas rozado con los dedos, y unavoz velada, tímida, como si cantase para si misma.
Era ella. Rafael conocía la música; un lieder de Schubert, el favoritode aquella época; un maestro que «aún tenía lo mejor por descolgar»,según decía la artista en el argot aprendido de los grandes músicos,aludiendo a que sólo se habían popularizado las obras más vulgares delmelancólico compositor.
El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si temiera que el ruido desus pasos cortase aquella melodía que parecía mecer amorosamente elhuerto, dormido bajo la luz de oro de la tarde.
Llegó a la plazoleta, frente a la casa, y vio de nuevo sus palmerasrumorosas, los bancos de mampostería con asiento y respaldo de floreadosazulejos. Allí había reído ella muchas veces escuchándole.
La puerta estaba cerrada. Al través de un balcón entreabierto veíase unpedazo de seda azul ligeramente curvado: la espalda de una mujer.
Los pasos de Rafael hicieron ladrar a un perro en el fondo del huerto;huyeron cacareando las gallinas que picoteaban en un extremo de laplazoleta y cesó la música, oyéndose el arrastrar de una silla, como sialguien se pusiera en pie.
Apareció en el balcón una amplia bata de color celeste. Lo único que vioRafael fueron los ojos, el relámpago verde que pareció llenar de luztodo el hueco del balcón.
— ¡Beppa! ¡Beppina! —gritó una voz firme, sonora y caliente desoprano.— Apri la porta.
E inclinando su cabeza rubia obscura, cargada de gruesas trenzas, comoun casco de oro antiguo, dijo sonriendo con confianza amistosa yburlona:
—Bien venido, Rafaelito. No sé por qué, le esperaba esta tarde. Ya noshemos enterado de sus triunfos: hasta este desierto llegaron la música ylos vivas. Mi enhorabuena, señor diputado. Pase adelante su señoría.
II
Desde Valencia hasta Játiva, en toda la inmensa extensión cubierta dearrozales y naranjos que la gente valenciana encierra bajo el vagotítulo de la Ribera, no había quien ignorase el nombre de Brull y lafuerza política que significaba.
Cual si no se hubiera realizado la unidad nacional, y el país siguieradividido en taifas o waliatos como cuando existía un rey moro en Carlet,otro en Denia y otro en Játiva, el régimen de elecciones mantenía unaespecie de señorío inviolable en cada distrito, y al recorrer en elgobierno de la provincia el mapa político, siempre que se fijaban enAlcira, decían lo mismo.
—Ahí estamos seguros. Contamos con Brull.
Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cadavez con mayor fuerza.
El fundador de la casa soberana había sido el abuelo de Rafael, elladino don Jaime, que había amasado la fortuna de la familia concincuenta años de lenta explotación de la ignorancia y la miseria.Comenzó de escribiente en el ayuntamiento; después había sido secretariodel juzgado municipal, pasante del notario y ayudante en el Registro dela propiedad. No quedó empleo menudo de los que ponen en contacto a laley con el pobre que él no monopolizase, y de este modo, vendiendo lajusticia como favor y valiéndose de la arbitrariedad o la astucia paradominar al rebelde, fue haciendo camino y apropiándose pedazos de aquelsuelo riquísimo que adoraba con ansias de avaro.
Charlatán solemne que a cada momento hablaba del artículo tantos de laley aplicable al caso, los pobres hortelanos tenían tanta fe en susabiduría como miedo a su mala intención, y acudían a solicitar suconsejo en todos los conflictos, pagándole como a un abogado.
Cuando hizo una pequeña fortuna, continuó en las modestas funciones paraconservar en su persona ese respeto supersticioso que infunde a loslabriegos todo el que está en buenas relaciones con la ley, pero en vezde ser un pedigüeño, solicitante eterno del ochavo de los pobres, sededicó a sacarles de apuros, prestándoles dinero con la garantía de lasfuturas cosechas.
Dar dinero a préstamo le parecía una mezquindad. Las angustias de loslabradores eran cuando moría el caballo y había que comprar otro. Poresto don Jaime se dedicó a vender a los hortelanos bestias de labor máso menos defectuosas que le proporcionaban unos gitanos de Valencia y queél colocaba con tantos elogios cual si se tratase del caballo del Cid.Nada de venta a plazos. Dinero al contado; los caballos no eran deél—según afirmaba con la mano puesta en el pecho—y sus dueños queríancobrarlos en seguida. Lo único que podía hacer, obedeciendo a su grancorazón, débil ante la miseria, era buscar dinero para la compra,pidiéndolo a cualquier amigo.
Caía en la trampa el infeliz labriego impulsado por la necesidad y sellevaba el caballo después de firmar con toda clase de garantías yresponsabilidades el préstamo de una cantidad que no había visto, puesel don Jaime, representante de un ser oculto que facilitaba el dinero,la entregaba al mismo don Jaime, representante del dueño del caballo.Total: que el rústico adquiría una bestia sin regateo por el duplo de suvalor, habiendo además tomado a préstamo una cantidad con crecidointerés. En cada negocio de estos, don Jaime doblaba el capital. Despuésvenían inevitablemente los apuros de la víctima; los interesesamontonándose; las nuevas concesiones, más ruinosas todavía, paraamansar a don Jaime y que diese un mes de respiro.
Todos los miércoles, día de mercado en Alcira y de gran aglomeración dehortelanos, la calle donde vivía don Jaime era un jubileo. Sepresentaban a pedir prórrogas entregando algunas pesetas como donativogracioso que no influía en la rebaja del débito; solicitaban otros unpréstamo humildemente, con timidez, como si vinieran a robar alavariento rábula; y lo extraño del caso era que, según notaban losvecinos, toda aquella gente después de dejar allí cuanto tenía, marchabacontenta, con rostro de satisfacción, como si acabara de librarse de unpeligro.
Esta era la principal habilidad de don Jaime. La usura sabíapresentarla como un favor; hablaba siempre en nombre de los otros, delos ocultos dueños del dinero y los caballos, hombres sin entrañas quele apretaban a él haciéndole responsable de las faltas de losdeudores. Aquellos disgustos los merecía por tener buen corazón, pormeterse a hacer favores, y tal convicción sabía infundir a sus víctimasel demonio del hombre, que cuando llegaba el embargo y la apropiacióndel campo o de la casita, aún decían con resignación muchos