BIBLIOTECA DE «LA NACIÓN»
MARIANO JOSÉ DE LARRA
FÍGARO
(ARTÍCULOS SELECTOS)
SEGUNDA EDICIÓN
BUENOS AIRES
1907
Imp. y estereotipia de LA NACIÓN.—Buenos Aires.
ÍNDICE
PÁGS.
Modos de vivir que no dan de vivir
La Noche Buena de 1836: yo y mi criado: delirio filosófico
El mundo todo es máscaras: todo el año es carnaval
Cartas a Andrés Niporesas, por el bachiller don Juan de Munguía 160
Don Cándido Buenafé o el camino de la gloria
El hombre pone y Dios dispone, o lo que ha de ser el periodista
La alabanza, o que me prohíban este
Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria
FÍGARO
Don Mariano José de Larra
Nació don MARIANO JOSÉ DE LARRA en Madrid, el 24 de marzo de 1809, paraejercer grande y casi decisiva influencia en la literatura, y más que enla literatura en el periodismo de España y de todos los países del hablacastellana,—entre los que está muy lejos de ser excepción el nuestro.
Desconocido en un principio por la crítica, fue desde el primer momentoel mimado del público;—que no siempre deja de ser verdad lo de que tout Paris a plus d'esprit que M. de Voltaire. Y como era un escritorvaliente, un ingenio agudo, un satírico acerbo y un observador de muchosquilates,—pese a la persecución de los gobiernos y las más mortalesaún, mordeduras de la envidia, Larra se impuso en vida, llegó a sergloria en muerte, y fue una vez más la sanción del soberano parecer delpueblo.
Durante su rápida cuanto fecunda carrera periodística, no tuvocompetidores, y el mismo clásico e ingenuo Mesonero Romanos tuvo queceder el paso al maestro—
entonces,—y hoy desaparece en la penumbra deaquella gran sombra. Leer hoy los artículos de ambos, es recordar mañanaexclusivamente a Fígaro.
Y, sin embargo, este hombre que a tales alturas intelectuales alcanzó,que sus artículos se leen ahora como si aún estuviera fresca la tintacon que fueron escritos; este hombre, cuyo escepticismo parece elresultado de larga y amarguísima experiencia; este hombre, cuyosartículos más insignificantes pueden todavía servir de inspiradores, sino de modelos,—murió cuando aún estaba por llegar a la madurez, antesde alcanzar los treinta años. Pero ¿por qué conjeturar lo queproduciría, si basta y sobra con lo producido?
¡Y tanto como basta! Los más brillantes periodistas argentinos son hijosde Fígaro, si no en otra cosa, en la audacia para romper viejos lazos,derribar arcaicas supersticiones y rebelarse contra los antiguos einnocuos catecísmos.
Respecto de la presente edición, sólo añadiremos que se ha cuidado deseleccionar todo lo más fresco, todo lo más actual, que haya brotadodel ingenio de Fígaro, de manera tal, que este libro parezca unperiódico acabado de escribir por él... para mañana.
MI NOMBRE Y MIS PROPÓSITOS
Figaro. —...Ennuyé de moi, dégoûté des autres... supérieur auxévénements, loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bontemps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant lesméchants... vous me voyez enfin...
Le comte. —Qui t'a donné une philosophie aussi gaie?
Figaro. —L'habitude du malheur. Je me presse de rire de tout, depeur d'être obligé d'en pleurer.
BEAUMARCHAIS
Le barbier de Séville, act. I.
Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acercade nuestro teatro, no precisamente porque más que otros le entienda,sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle. Helodejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, ylas otras de que tuviese yo habilidad; cosas ambas a dos que creíanecesarias para hablar de la una con la otra.
Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda,si me querrían entender; la tercera, si habría quien me agradeciese micristiana intención, y el evidente riesgo en que claramente me pusierade no gustar bastante a los unos y disgustar a los otros más de lopreciso.
En esta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuandouno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer, nosólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad; másfácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me concluyódiciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quien debía dedecírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que elpúblico era quien me lo había de decir a mí. Acerca del miedo de que nome quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el primero quehablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar que deescuchar, más preciso era yo que mi auditorio.
—Ridículo es hablar—me añadió—no habiendo quien oiga; pero todavíasería peor oír sin haber quien hable.
Acerca de si me querrían entender, me tranquilizó afirmándome que en losmás no estaría el daño en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Yen lo del riesgo de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros:
-¡Pardiez!—me dijo—que os embarazáis en casos de poca monta. Sihubieren cuantos escriben de pararse en esas bicocas, no veríamos tantosautores que viven de fastidiar a sus lectores; a más de quedaros siempreel simple recurso de disgustar a los unos y a los otros, dejándolos atodos iguales; y si os motejan de torpe, no os han de motejar deinjusto.
Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir unnombre muy desconocido que no fuese mío, por el cual supiese todo elmundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir,yo soy fulano, tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo elmundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es, y muybueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro,nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque aunque nisoy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredadory curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme entodas partes; tirando siempre de la manta y sacando a la luz del díadefectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en lagracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman portodas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo delas gentes que, o no dicen lo que piensan, o piensan demasiado lo quedicen.
Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer alpúblico yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetosprincipales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinadosmi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como danen suponerlo; mil pequeñeces habrá que deje a un lado continuamente, yque muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.
Con respecto, por ejemplo, a los actores, y sobre todo a los nuevos quenos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público debuena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundarsobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado ayuntamiento.Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyonombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores,muchos, pero malos, me recuerdan.
Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso deque se acercaba a más andar el enemigo.
—Mi general—le dijo su edecán,—¡el enemigo!
—¿El enemigo, eh?—preguntó el general.—Déjele usted que se acerque.
—¡Señor, que ya se le ve!—dijo de allí a un rato el edecán.
—Cierto, ¡ya se le ve!
—¿Y qué hacemos, mi general?—añadió el edecán.
—Mire usted—contestó el general, como hombre resuelto,—mande ustedque le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma.
—¿Un cañonazo, mi general?—dijo el edecán.—Están muy lejos aún.
—No importa, un cañonazo he dicho—repuso el general.
—Pero, señor—contestó el edecán despechado,—un cañonazo no alcanza.
—¿No alcanza?—interrumpió furioso el general con tono de hombre quedesata la dificultad,—¿no alcanza un cañonazo?
—No, señor, no alcanza—dijo con firmeza el edecán.
—Pues bien—concluyó su excelencia,—que tiren dos.
Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma.¿No alcanza, no gusta? darle dos.
Menos diré, por consiguiente, que tanto los nuevos como los viejos creenque su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulode conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los hacen, porqueacaso nuestros actores se lleven la idea de un loco que vivía en Madrid,no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir comunicación con sufamilia. Movido de los ruegos de ésta, fuele a visitar un amigo, y en eldesorden de su cuarto notó entre otras cosas que no debía de hacer nuncasu cama; tal estaba ella de malparada.
—¿Pero es posible, señor don Braulio—le dijo el amigo al loco,—esposible que ni ha de consentir usted que hagan su cama, ni la ha dehacer usted, ni?....
—No, amigo, no; es mi sistema.
—¿Pero qué sistema?
—Tengo razones.
—¿Razones?
—No, amigo—respondió el loco,—no haré mi cama, no la haré,—yacercándosele al oído, añadió con aire misterioso;—«no la hagas y no latemas».
A este refrán se atienen, sin duda, nuestros cómicos cuando no hacen unacomedia.
No hacemos la comedia, dicen como el loco, porque «no la hagasy no la temas».
Pues tan comedido como con los teatros, he de ser, poco más o menos, contodas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte; en política, sobretodo, y en puntos que atañen al gobierno, ¿qué pudiera hacer unperiodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y siya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de una vez, es porquesomos como cierto sujeto de Ubeda, cuyo caso no he de callar por vidamía, mas que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.
Había llamado el tal a un pintor, y mandándole hacer un cuadro de lasOnce mil vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen,que por cierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de ciertotiempo, pero era claro que ni cupieran once mil cuerpos en un lienzo, nihabía para qué ponerlas todas; había, pues, imaginado el pintor de Ubedafigurar un templo de donde iban saliendo, y así sólo podrían contarsealguna docena en primer término, dos o tres docenas en segundo, einfinidad de cabezas que de las puertas salían. Contó callandito elaficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, y preguntole en seguidaal artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondioleaquel, que claro estaba: que once mil ducados.
—¿Cómo puede ser eso?—le repuso el que había de pagar,—si aquí nocuento yo arriba de cien cabezas.
—¿No ve vuestra merced—contestó el pintor,—que las demás están en eltemplo y por eso no se ven? Pero...
—¡Ah! pues entonces—concluyó el aficionado,—tome vuestra merced porhoy esos cien ducados que corresponden a las que han salido, y conrespecto a las demás yo se las iré pagando a vuestra merced conformevayan saliendo.
Vaya, pues, haciendo nuestro ilustrado gobierno de las suyas, queconforme ellas vayan saliendo, nosotros se las iremos alabando.
Así que, me iré muy a la mano en estas y en todas las materias, y antesde pronunciar que hay una sola cosa reprensible, veré cómo y cuando, y aquien lo digo, asegurando desde ahora que no sé qué ángel malo meinspira esta maldita tentación de reformar, y que entro en estaobligación con la misma disposición de ánimo que tiene el soldado que vaa tomar una batería.
UNA PRIMERA REPRESENTACIÓN
En los tiempos de Iriarte y de Moratín, de Comella y del abate Cladera,cuando divididas las pandillas literarias se asestaban de librería alibrería, de corral a corral, las burlas y los epigramas, la primerarepresentación de una comedia (entonces todas eran comedias o tragedias)era el mayor acontecimiento de la España. El buen pueblo madrileño, acuyos oídos no habían llegado aún, o de cuya memoria se habían borradolas encontradas voces de tiranía y libertad, hacía entonces la vistagorda sobre el gobierno. Su Majestad cazaba en los bosques del Pardo, oreventaba mulas en la trabajosa cuesta de la Granja; en la corte seintrigaba, poco más o menos como ahora, si bien con un tanto más dehipocresía; los ministros colocaban a sus parientes y a los de susamigos; esto ha variado completamente; la clase media iba a la oficina;entonces un empleo era cosa segura, una suerte hecha; y el honrado, elheroico pueblo iba a los toros a llamar bribón a boca llena a Pepe-Hilloy Pedro Romero cuando el toro no se quería dejar matar a la primera.Entonces no había más guerra civil que los famosos bandos yparcialidades de chorizos y polacos. No se sospechaba siquiera que podíahaber más derecho que el de tirar varias cáscaras de melón a unmorcillero, y el de acompañar la silla de manos de la Rita Luna, devuelta a su casa desde el teatro, lloviendo dulces sobre ella. Enaquellos tiempos de tiranía y de inquisición había, sin embargo, máslibertad; y no se nos tome esto en cuenta de paradojas, porque al finse sabía por dónde podía venir la tempestad, y el que entonces la pagabaera por poco avisado. En respetando al rey y a Dios, respeto queconsistía más bien en no acordarse de ambas majestades que en otra cosa,podía usted vivir seguro sin carta de seguridad, y viajar sin pasaporte.Si usted quería escribir, imprimía y vendía cuanto a mientes se leviniese, y ahí están si no las obras de Saavedra, las del mismo Comella,las de Iriarte, las de Moratín, las poesías de Quintana, que escritas ennuestros días no podrían probablemente ver en muchos años la luzpública. Entonces ni había espías, ni menos policía: no lo ahorcaban austed hoy por liberal y mañana por carlista, ni al día siguiente porambas cosas: tampoco había esta comezón que nos consume de ilustración yprosperidad: el que tenía un sueldo se tenía por bastante ilustrado, yel que se divertía alegremente se creía todo lo próspero posible. Yesto, pesado en la balanza de las compensaciones, es algo sin duda.
Había otra ventaja, a saber, que si no quería usted cavar la tierra, niservir al rey en las armas, cosas ambas un si es no es incómodas; si noquería usted quemarse las cejas sobre los libros de leyes o de medicina;si no tenía usted ramo ninguno de rentas donde meter la cabeza, nihermana bonita, ni mujer amable, ni madre que lo hubiese sido; si nopodía usted ser paje de bolsa de algún ministro o consejero, decía ustedque tenía una estupenda vocación; vistiendo el tosco sayal tenía ustedsu vida asegurada, y dejando los estudios, como fray Gerundio, se metíausted a predicador. El oficio en el día parece también haber perdidoalgunas de sus ventajas.
Por nuestros escritos conocerán nuestros lectores que no debemosalcanzar esos tiempos bienaventurados. Pero ¿quién no es hijo dealguien en el mundo? ¿Quién no ha tenido padres que se lo cuenten?
Entonces, en el teatro se escuchaban pocas silbas, y el ilustradopúblico, menos descontentadizo, era a la par más indulgente. Lo que poraquellos tiempos podía ser una primera representación, lo ignoramoscompletamente; y como no nos proponemos pintar las costumbres denuestros padres, sino las nuestras, no nos aflige en verdad demasiadoesta ignorancia.
En el día, una primera representación es una cosa importantísima para elautor de...
¿de qué diremos? Es tal la confusión de los títulos y de lasobras, que no sabemos cómo generalizar la proposición. En primer lugar,hay lo que se llama comedia antigua, bajo cuyo rótulo general secomprenden todas las obras dramáticas anteriores a Comella; de capa yespada, de intriga, de gracioso, de figurón, etc.; hay, en seguida, eldrama, dicho melodrama, que fecha de nuestro interregno literario,traducción de la Porte Saint-Martin como El Valle del Torrente, ElMudo de Arpenas, etc.; hay el drama sentimental y terrorífico, hermanomayor del anterior, igualmente traducción, como La huérfana deBruselas; hay después la comedia dicha clásica de Molière y Moratín,con su versito asonantado o su prosa casera; hay la tragedia clásica,ora traducción, ora original, con sus versos pomposos y sucorrespondiente hojarasca de metáforas y pensamientos sublimes de sangrereal; hay la piececita de costumbres, sin costumbres, traducción deScribe: insulsa a veces, graciosita a ratos, ingeniosa por aquí y porallí; hay el drama histórico, crónica puesta en verso o prosa poética,con sus trajes de la época y sus decoraciones ad hoc, y al