El abono que tomaron en el Real a un turno de palco principal fue ideade D. Baldomero quien no tenía malditas ganas de oír óperas, pero queríaque Barbarita fuera a ellas para que le contase, al acostarse o despuésde acostados, todo lo que había visto en el Regio coliseo. Resultó quea Barbarita no la llamaba mucho el Real; mas aceptó con gozo para quefuera Jacinta. Esta, a su vez, no tenía verdaderamente muchas ganas deteatro; pero alegrose mucho de poder llevar al Real a sus hermanitassolteras, porque las pobrecillas, si no fuera así, no lo catarían nunca.Juan, que era muy aficionado a la música, estaba abonado a diario, conseis amigos, a un palco alto de proscenio.
Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si algunamirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primertérmino con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primerafila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algomás que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las doshermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casisiempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, quela puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermosoy tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbrosoque no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba acualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón enbrazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia encualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos,vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya losmocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en lacabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a teneruno solo, sino que quería verse rodeada de una serie, desde el pillínde cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hacemás que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños.
Sudesconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba unabandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío delibros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigocubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sinabrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera losalumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tanlimpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comíacon los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la ruedaen el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles;las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; losque hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose ala pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo delojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan enlas calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropapara desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten dechulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que pidenpara la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premiosen los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tardesueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a losactores y enfureciendo al público... todos, en una palabra, leinteresaban igualmente.
-IV-
Y de tal modo se iba enseñoreando de su alma el afán de la maternidad,que pronto empezó a embotarse en ella la facultad de apreciar lasventajas que disfrutaba. Estas llegaron a ser para ella invisibles, comolo es para todos los seres el fundamental medio de nuestra vida, laatmósfera.
¿Pero qué hacía Dios que no mandaba uno siquiera de loschiquillos que en número infinito tiene por allá? ¿En qué estabapensando su Divina Majestad? Y Candelaria, que apenas tenía con quévivir, ¡uno cada año!... Y que vinieran diciendo que hay equidad en elCielo... Sí; no está mala justicia la de arriba... sí... ya lo estamosviendo... De tanto pensar en esto, parecía en ocasiones monomaniaca, ytenía que apelar a su buen juicio para no dar a conocer el desatino desu espíritu, que casi casi iba tocando en la ridiculez. ¡Y le ocurríancosas tan raras...! Su pena tenía las intermitencias más extrañas, ydespués de largos periodos de sosiego se presentaba impetuosa y aguda,como un mal crónico que está siempre en acecho para acometer cuandomenos se le espera. A veces, una palabra insignificante que en la calleo en su casa oyera o la vista de cualquier objeto le encendían de súbitoen la mente la llama de aquel tema, produciéndole opresiones en el pechoy un sobresalto inexplicable.
Se distraía cuidando y mimando a los niños de sus hermanas, a los cualesquería entrañablemente; pero siempre había entre ella y sus sobrinitosuna distancia que no podía llenar.
No eran suyos, no los había tenido ella, no se los sentía unidos a sí por un hilo misterioso.
Losverdaderamente unidos no existían más que en su pensamiento, y tenía queencender y avivar este, como una fragua, para forjarse las alegríasverdaderas de la maternidad. Una noche salió de la casa de Candelariapara volverse a la suya poco antes de la hora de comer. Ella y suhermana se habían puesto de puntas por una tontería, porque Jacintamimaba demasiado a Pepito, nene de tres años, el primogénito deSamaniego. Le compraba juguetes caros, le ponía en la mano, para que lasrompiera, las figuras de china de la sala y le permitía comer milgolosinas. «¡Ah!, si fueras madre de verdad no harías esto...». —«Puessi no lo soy, mejor... ¿A ti qué te importa?». —«A mí nada. Dispensa,hija, ¡qué genio!». —«Si no me enfado...».—«¡Vaya, que estásmimadita!».
Estas y otras tonterías no tenían consecuencias, y al cuarto de hora seechaban a reír, y en paz.
Pero aquella noche, al retirarse, sentía laDelfina ganas de llorar. Nunca se había mostrado en su alma de un modotan imperioso el deseo de tener hijos. Su hermana la había humillado, suhermana se enfadaba de que quisiera tanto al sobrinito. ¿Y aquello quéera sino celos?... Pues cuando ella tuviera un chico, no permitiría anadie ni siquiera mirarle... Recorrió el espacio desde la calle de lasHileras a la de Pontejos, extraordinariamente excitada, sin ver a nadie.Llovía un poco y ni siquiera se acordó de abrir su paraguas. El gas delos escaparates estaba ya encendido, pero Jacinta, que acostumbrabapararse a ver las novedades, no se detuvo en ninguna parte. Al llegar ala esquina de la plazuela de Pontejos y cuando iba a atravesar la callepara entrar en el portal de su casa, que estaba enfrente, oyó algo quela detuvo. Corriole un frío cortante por todo el cuerpo; quedose parada,el oído atento a un rumor que al parecer venía del suelo, de entre lasmismas piedras de la calle. Era un gemido, una voz de la naturalezaanimal pidiendo auxilio y defensa contra el abandono y la muerte. Y ellamento era tan penetrante, tan afilado y agudo, que más que voz de unser viviente parecía el sonido de la prima de un violín heridatenuemente en lo más alto de la escala. Sonaba de esta manera: miiii... Jacinta miraba al suelo; porque sin duda el quejido aquelvenía de lo profundo de la tierra. En sus desconsoladas entrañas losentía ella penetrar, traspasándole como una aguja el corazón.
Busca por aquí, busca por allá, vio al fin junto a la acera por la partede la plaza una de esas hendiduras practicadas en el encintado, que sellaman absorbederos en el lenguaje municipal, y que sirven para darentrada en la alcantarilla al agua de las calles. De allí, sí, de allívenían aquellos lamentos que trastornaban el alma de la Delfina,produciéndole un dolor, una efusión de piedad que a nada puedencompararse. Todo lo que en ella existía de presunción materna, toda laternura que los éxtasis de madre soñadora habían ido acumulando en sualma se hicieron fuerza activa para responder al miiiii subterráneocon otro miiii dicho a su manera.
¿A quién pediría socorro? «Deogracias» gritó llamando al portero.Felizmente, el portero estaba en la esquina de la calle de la Pazhablando con un conductor del coche-correo, y al punto oyó la voz de suseñorita. En cuatro trancos se puso a su lado.
«Deogracias... eso... que ahí suena... mira a ver...» dijo la señoritatemblando y pálida.
El portero prestó atención; después se puso de cuatro pies, mirando a suama con semblante de marrullería y jovialidad.
«Pues... esto... ¡Ah!, son unos gatitos que han tirado a laalcantarilla».
—¡Gatitos!... ¿estás seguro... pero estás seguro de que son gatitos?
—Sí, señorita; y deben ser de la gata de la librería de ahí enfrente,que parió anoche y no los puede criar todos...
Jacinta se inclinó para oír mejor. El miiii sonaba ya tan profundo queapenas se percibía.
«Sácalos» dijo la dama con voz de autoridadindiscutible.
Deogracias se volvió a poner en cuatro pies, se arremangó el brazo y lometió por aquel hueco.
Jacinta no podía advertir en su rostro laexpresión de incredulidad, casi de burla. Llovía más, y por elabsorbedero empezaba a entrar agua, chorreando dentro con un ruido defreidera que apenas permitía ya oír el ahilado miiii. No obstante, laDelfina lo oía siempre bien claro. El portero volvió hacia arriba, comoquien invoca al Cielo, su cara estúpida, y dijo sonriendo:
«Señorita, no se puede. Están muy hondos... pero muy hondos».
—¿Y no se puede levantar esta baldosa?—indicó ella, pisando fuerte enella.
—¿Esta baldosa?—repitió Deogracias, poniéndose de pie y mirando a suama como se mira a la persona de cuya razón se duda—. Por poderse...avisando al Ayuntamiento... El teniente alcalde Sr. Aparisi, es vecinode casa... Pero...
Ambos aguzaban su oído. «Ya no se oye nada —observó Deogracias,poniéndose más estúpido—. Se han ahogado...».
No sabía el muy bruto la puñalada que daba a su ama con estas palabras.Jacinta, sin embargo, creía oír el gemido en lo profundo. Pero aquellono podía continuar. Empezó a ver la inmensa desproporción que habíaentre la grandeza de su piedad y la pequeñez del objeto a que laconsagraba. Arreció la lluvia, y el absorbedero deglutaba ya una ondagruesa que hacía gargarismos y bascas al chocar con las paredes de aquelgaznate... Jacinta echó a correr hacia la casa y subió. Los nervios sele pusieron tan alborotados y el corazón tan oprimido, que sus suegros ysu marido la creyeron enferma; y sufrió toda la noche la molestiaindecible de oír constantemente el miiii del absorbedero. En verdadque aquello era una tontería, quizás desorden nervioso; pero no lo podíaremediar. ¡Ah! Si su suegra sabía por Deogracias lo ocurrido en la calle¡cuánto se había de burlar! Jacinta se avergonzaba de antemano,poniéndose colorada, sólo de considerar que entraba Barbaritadiciéndole con su maleante estilo: «Pero hija, ¿conque es cierto quemandaste a Deogracias meterse en las alcantarillas para salvar unosniños abandonados...?».
Sólo a su marido, bajo palabra de secreto, contó el lance de losgatitos. Jacinta no podía ocultarle nada, y tenía un gusto particular enhacerle confianza hasta de las más vanas tonterías que por su cabezapasaban referentes a aquel tema de la maternidad. Y Juan, que teníatalento, era indulgente con estos desvaríos del cariño vacante o de lamaternidad sin hijo. Aventurábase ella a contarle cuanto le pasaba, ymuchas cosas que a la luz del día no osara decir, decíalas en laintimidad y soledad conyugales, porque allí venían como de molde, porqueallí se decían sin esfuerzo cual si se dijeran por sí solas, porque, enfin, los comentarios sobre la sucesión tenían como una base en larenovación de las probabilidades de ella.
-V-
Hacía mal Barbarita, pero muy mal, en burlarse de la manía de su hija.¡Como si ella no tuviera también su manía, y buena! Por cierto quellevaba a Jacinta la gran ventaja de poder satisfacerse y dar realidad asu pensamiento. Era una viciosa que se hartaba de los goces ansiados,mientras que la nuera padecía horriblemente por no poseer nunca lo queanhelaba. La satisfacción del deseo chiflaba a la una tanto como a laotra la privación del mismo.
Barbarita tenía la chifladura de las compras. Cultivaba el arte por elarte, es decir, la compra por la compra. Adquiría por el simple placerde adquirir, y para ella no había mayor gusto que hacer una excursión detiendas y entrar luego en la casa cargada de cosas que, aunque noestaban demás, no eran de una necesidad absoluta. Pero no se salía nuncadel límite que le marcaban sus medios de fortuna, y en esto precisamenteestaba su magistral arte de marchante rica.
El vicio aquel tenía sus depravaciones, porque la señora de Santa Cruzno sólo iba a las tiendas de lujo, sino a los mercados, y recorría depunta a punta los cajones de la plazuela de San Miguel, las pollerías dela calle de la Caza y los puestos de la ternera fina en la costanilla deSantiago. Era tan conocida doña Barbarita en aquella zona, que lasplaceras se la disputaban y armaban entre sí grandes ciscos por lapreferencia de una tan ilustre parroquiana.
Lo mismo en los mercados que en las tiendas tenía un auxiliarinestimable, un ojeador que tomaba aquellas cosas cual si en ello lefuera la salvación del alma. Este era Plácido Estupiñá.
Como vivía enla Cava de San Miguel, desde que se levantaba, a la primera luz del día,echaba una mirada de águila sobre los cajones de la plaza. Bajaba cuandotodavía estaba la gente tomando la mañana en las tabernas y en los cafésambulantes, y daba un vistazo a los puestos, enterándose del cariz delmercado y de las cotizaciones. Después, bien embozado en la pañosa, seiba a San Ginés, a donde llegaba algunas veces antes de que el sacristánabriera la puerta.
Echaba un párrafo con las beatas que le habían cogidola delantera, alguna de las cuales llevaba su chocolatera y cocinilla, yhacía su desayuno en el mismo pórtico de la iglesia. Abierta esta, semetían todos dentro con tanta prisa como si fueran a coger puesto en unafunción de gran lleno, y empezaban las misas. Hasta la tercera o lacuarta no llegaba Barbarita, y en cuanto la veía entrar, Estupiñá secorría despacito hasta ella, deslizándose de banco en banco como unasombra, y se le ponía al lado. La señora rezaba en voz baja moviendo loslabios. Plácido tenía que decirle muchas cosas, y entrecortaba su rezopara irlas desembuchando.
«Va a salir la de D. Germán en la capilla de los Dolores... Hoy recibencongrio en la casa de Martínez; me han enseñado los despachos deLaredo... llena eres de gracia; el Señor es contigo...
coliflor no hay,porque no han venido los arrieros de Villaviciosa por estar perdidos loscaminos...
¡Con estas malditas aguas...!, y bendito es el fruto de tuvientre, Jesús...».
Pasaba tiempo a veces sin que ninguno de los dos chistara, ella a unextremo del banco, él a cierta distancia, detrás, ora de rodillas, orasentados. Estupiñá se aburría algunas veces por más que no lo declarase,y le gustaba que alguna beata rezagada o beato sobón le preguntara porla misa: «¿Se alcanza esta?». Estupiñá respondía que sí o que no de lamanera más cortés, añadiendo siempre en el caso negativo algo queconsolara al interrogador: «Pero esté usted tranquilo; va a salir enseguida la del padre Quesada, que es una pólvora...». Lo que él queríaera ver si saltaba conversación.
Después de un gran rato de silencio, consagrado a las devociones,Barbarita se volvía a él diciéndole con altanería impropia de aquelsanto lugar:
«Vaya, que tu amigo el Sordo nos la ha jugado buena».
—¿Por qué, señora?
—Porque te dije que le encargaras medio solomillo, y ¿sabes lo que memandó?, un pedazo enorme de contrafalda o babilla y un trozo deespaldilla, lleno de piltrafas y tendones... Vaya un modo de portarsecon los parroquianos. Nunca más se le compra nada. La culpa la tienestú... Ahí tienes lo que son tus protegidos...
Dicho esto, Barbarita seguía rezando y Plácido se ponía a echar pestesmentalmente contra el Sordo, un tablajero a quien él... No le protegía;era que le había recomendado. Pero ya se las cantaría él muy claras altal Sordo. Otras familias a quienes le recomendara, quejáronse de queles había dado tapa del cencerro, es decir, pescuezo, que es la carnepeor, en vez de tapa verdadera.
En estos tiempos tan desmoralizados nose puede recomendar a nadie. Otras mañanas iba con esta monserga: «¡Cómoestá hoy el mercado de caza! ¡Qué perdices, señora! Divinidades,verdaderas divinidades».
—No más perdiz. Hoy hemos de ver si Pantaleón tiene buenos cabritos.También quisiera una buena lengua de vaca, cargada, y ver si hayternera fina.
—La hay tan fina, señora, que parece talmente merluza.
—Bueno, pues que me manden un buen solomillo y chuletas riñonadas. Yasabes; no vayas a descolgarte con las agujas cortas del otro día.Conmigo no se juega.
—Descuide usted... ¿Tiene la señora convidados mañana?
—Sí; y de pescados ¿qué hay?
—He apalabrado el salmón por si viene mañana... Lo que tenemos hoy espeste de langosta.
Y concluidas las misas, se iban por la calle Mayor adelante en busca deemociones puras, inocentes, logradas con la oficiosidad amable del uno yel dinero copioso de la otra. No siempre se ocupaban de cosas de comer.Repetidas veces llevó Estupiñá cuentos como este:
«Señora, señora, no deje de ver las cretonas que han recibido los chicos de Sobrino... ¡Qué divinidad!».
Barbarita interrumpía un Padrenuestro para decir, todavía con laexpresión de la religiosidad en el rostro: «¿Rameaditas?, sí, y congolpes de oro. Eso es lo que se estila ahora».
Y en el pórtico, donde ya estaba Plácido esperándola, decía: «Vamos acasa de los chicos de Sobrino».
Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes dealgodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa lefaltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarloa alguna de sus hermanas.
Otra embajada: «Señora, señora, esta ya no se alcanza; pero pronto va asalir la del sobrino del señor cura, que es otro padre Fuguilla por lopronto que la despacha. Ya recibió Pla los quesitos aquellos... norecuerdo cómo se llaman».
—Ahora y en la hora de nuestra muerte... sí, ya... ¡Si son como lasrosquillas inglesas que me hiciste comprar el otro día y que olían aviejo...! Parecían de la boda de San Isidro.
A pesar de este regaño, al salir iban a casa de Pla con ánimo de nocomprar más que dos libras de pasas de Corinto para hacer un pastelinglés, y la señora se iba enredando, enredando, hasta dejarse en latienda obra de ochocientos o novecientos reales. Mientras Estupiñáadmiraba, de mostrador adentro, las grandes novedades de aquel Museouniversal de comestibles, dando su opinión pericial sobre todo, probandoya una galleta de almendra y coco, que parecía talmente mazapán deToledo, ya apreciando por el olor la superioridad del té o de lasespecias, la dama se tomaba por su cuenta a uno de los dependientes, queera un Samaniego, y... adiós mi dinero. A cada instante decía Barbaritaque no más, y tras de la colección de purés para sopas, iban las perlasdel Nizán, el gluten de la estrella, las salsas inglesas, el caldode carne de tortuga de mar, la docena de botellas de Saint-Emilion,que tanto le gustaba a Juanito, el bote de champignons extra, queagradaban a D. Baldomero, la lata de anchoas, las trufas y otrasmenudencias. Del portamonedas de Barbarita, siempre bien provisto, salíael importe, y como hubiera un pico en la suma, tomábase la libertad desuprimirlo por pronto pago.
—Ea, chicos, que lo mandéis todo al momento a casa—decía condespotismo Estupiñá al despedirse, señalando las compras.
—Vaya, quedaos con Dios—decía doña Barbarita, levantándose de la sillaa punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, ysaludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda.
—Vamos pasando hijo... ¡Ay, que ladronicio el de esta casa!... Novuelvo a entrar más aquí...
Abur, abur.
— Hasta mañana, señora. A los pies de usted... Tantas cosas a D.Baldomero... Plácido, Dios le guarde.
—Maestro... que haya salud. Ciertos artículos se compraban siempre alpor mayor, y si era posible de primera mano. Barbarita tenía en lamédula de los huesos la fibra de comerciante, y se pirraba por sacar elgénero arreglado. Pero, ¡cuán distantes de la realidad habrían quedadoestos intentos sin la ayuda del espejo de los corredores, Estupiñá elGrande! ¡Lo que aquel santo hombre andaba para encontrar huevos frescosen gran cantidad...! Todos los polleros de la Cava le traían enpalmitas, y él se daba no poca importancia, diciéndoles: «o tenemosformalidad o no tenemos formalidad. Examinemos el artículo, y después sediscutirá... calma, hombre, calma». Y
allí era el mirar huevo por huevoal trasluz, el sopesarlos y el hacer mil comentarios sobre su probableantigüedad. Como alguno de aquellos tíos le engañase, ya podíaencomendarse a Dios, porque llegaba Estupiñá como una fiera amenazándolecon el teniente alcalde, con la inspección municipal y hasta con lahorca.
Para el vino, Plácido se entendía con los vinateros de la Cava Baja, quevan a hacer sus compras a Arganda, Tarancón o a la Sagra, y se ponía deacuerdo con un medidor para que le tomase una partida de tantos ocuantos cascos, y la remitiese por conducto de un carromatero yaconocido. Ello había de ser género de confianza, talmente moro. Elchocolate era una de las cosas en que más actividad y celo desplegabaPlácido, porque en cuanto Barbarita le daba órdenes ya no vivía elhombre. Compraba el cacao superior, el azúcar y la canela en casa deGallo, y lo llevaba todo a hombros de un mozo, sin perderlo de vista, ala casa del que hacía las tareas. Los de Santa Cruz no transigían conlos chocolates industriales, y el que tomaban había de ser hecho abrazo. Mientras el chocolatero trabajaba, Estupiñá se convertía enmosca, quiero decir que estaba todo el día dando vueltas alrededor de latarea para ver si se hacía a toda conciencia, porque en estas cosashay que andar con mucho ojo.
Había días de compras grandes y otros de menudencias; pero días sincomprar no los hubo nunca. A falta de cosa mayor, la viciosa no entrabanunca en su casa sin el par de guantes, el imperdible, los polvos paralimpiar metales, el paquete de horquillas o cualquier chuchería de losbazares de todo a real. A su hijo le llevaba regalitos sin fin,corbatas que no usaba, botonaduras que no se ponía nunca. Jacintarecibía con gozo lo que su suegra llevaba para ella, y lo ibatrasmitiendo a sus hermanas solteras y casadas, menos ciertas cosas cuyotraspaso no le permitían. Por la ropa blanca y por la mantelería teníala señora de Santa Cruz verdadera pasión.
De la tienda de su hermanotraía piezas enteras de holanda finísima, de batistas y madapolanes.
D.Baldomero II y D. Juan I tenían ropa para un siglo.
A entrambos les surtía de cigarros la propia Barbarita. El primerofumaba puros, el segundo papel. Estupiñá se encargaba de traer estospeligrosos artículos de la casa de un truchimán que los vendía de ocultis, y cuando atravesaba las calles de Madrid con las cajas debajode su capa verde, el corazón le palpitaba de gozo, considerando latrastada que le jugaba a la Hacienda pública y recordando sus hermosostiempos juveniles. Pero en los liberalescos años de 71 y 72 ya era otracosa... La policía fiscal no se metía en muchos dibujos. El temerariocontrabandista, no obstante, hubiera deseado tener un mal encuentro paraprobar al mundo entero que era hombre capaz de arruinar la Renta si selo proponía. Barbarita examinaba las cajas y sus marcas, las regateaba,olía el tabaco, escogía lo que le parecía mejor y pagaba muy bien.Siempre tenía D.
Baldomero un surtido tan variado como excelente, y elbuen señor conservaba, entre ciertos hábitos tenaces del antiguohortera, el de reservar los cigarros mejores para los domingos.
-VII-
Guillermina, virgen y fundadora
-I-
De cuantas personas entraban en aquella casa, la más agasajada por todala familia de Santa Cruz era Guillermina Pacheco, que vivía en lainmediata, tía de Moreno Isla y prima de RuizOchoa, los dos sociosprincipales de la antigua banca de Moreno. Los miradores de las doscasas estaban tan próximos, que por ellos se comunicaba doña Bárbara consu amiga, y un toquecito en los cristales era suficiente para establecerla correspondencia.
Guillermina entraba en aquella casa como en la suya, sin etiqueta nicumplimiento alguno. Ya tenía su lugar fijo en el gabinete de Barbarita,una silla baja; y lo mismo era sentarse que empezar a hacer media o acoser. Llevaba siempre consigo un gran lío o cesto de labor, calábaselos anteojos, cogía las herramientas, y ya no paraba en toda la noche.Hubiera o no en las otras habitaciones gente de cumplido, ella no semovía de allí ni tenía que ver con nadie. Los amigos asiduos de la casa,como el marqués de Casa-Muñoz, Aparisi o Federico Ruiz, la miraban yacomo se mira lo que está siempre en un mismo sitio y no puede estar enotro. Los de fuera y los de dentro trataban con respeto, casi conveneración, a la ilustre señora, que era como una figurita denacimiento, menuda y agraciada, la cabellera con bastantes canas, aunqueno tantas como la de Barbarita, las mejillas sonrosadas, la bocarisueña, el habla tranquila y graciosa, y el vestido humildísimo.
Algunos días iba a comer allí, es decir, a sentarse a la mesa. Tomaba unpoco de sopa, y en lo demás no hacía más que picar. D. Baldomero solíaenfadarse y le decía: «Hija de mi alma, cuando quieras hacer penitenciano vengas a mi casa. Observo que no pruebas aquello que más te gusta. Nome vengas a mí con cuentos. Yo tengo buena memoria. Te oí decir muchasveces en casa de mi padre que te gustaban las codornices, y ahora lastienes aquí y no las pruebas. ¡Que no tienes gana!... Para esto siemprehay gana. Y veo que no tocas el pan... Vamos, Guillermina, que perdemoslas amistades...».
Barbarita, que conocía bien a su amiga, no machacaba como D. Baldomero,dejándola comer lo que quisiese o no comer nada. Si por acaso estaba enla mesa el gordo Arnaiz, se permitía algunas cuchufletas de buen génerosobre aquellos antiquísimos estilos de santidad, consistentes en nocomer. «Lo que entra por la boca no daña al alma. Lo ha dicho SanFrancisco de Sales nada menos». La de Pacheco, que tenía buenasdespachaderas, no se quedaba callada, y respondía con donaire a todaslas bromas sin enojarse nunca. Concluida la comida, se diseminaban loscomensales, unos a tomar café al despacho y a jugar al tresillo, otros aformar grupos más o menos animados y chismosos, y Guillermina a susillita baja y al teje maneje de las agujas.
Jacinta se le ponía al ladoy tomaba muy a menudo parte en aquellas tareas, tan simpáticas a sucorazón. Guillermina hacía camisolas, calzones y chambritas para susciento y pico de hijos de ambos sexos.
Lo referente a esta insigne dama lo sabe mejor que nadie Zalamero, queestá casado con una de las chicas de Ruiz-Ochoa. Nos ha prometidoescribir la biografía de su excelsa pariente cuando se muera, yentretanto no tiene reparo en dar cuantos datos se le pidan, ni enrectificar a ciencia cierta las versiones que el criterio vulgar hahecho correr sobre las causas que determinaron en Guillermina, haceveinticinco años, la pasión de la beneficencia. Alguien ha dicho queamores desgraciados la empujaron a la devoción primero, a la caridadpropagandista y militante después.