Genio y Figura by Juan Valera - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

francos, siempre resultó que su gasto, a pesar de las grandesriquezas del Sr. Gregorio Machado, había sido excesivo, elevándose a unmillón de francos en moneda francesa.

El padre se hartó de enviar dinero, sitió por hambre a su hijo, y éstetuvo que volver a los patrios lares harto desconsolado y mohíno, peroconvertido en el caballerete más elegante que había pisado el suelo delBrasil desde los tiempos de Pedro Cabral y de Diego Correa, apellidado Carumurú y fundador de Bahía.

Acostumbrado Arturito a las exquisiteces, primores y alambicadas quintasesencias de las mujeres de París, volvió muy desdeñoso, encontrando asus compatriotas feas, zafias y mal vestidas. En ninguna de ellasdescubría un átomo de chic. La misma princesa de los Tupinambas, ladivina Paraguassú, heroína de la epopeya nacional, si hubiera resucitadoy se le hubiera presentado, le hubiera parecido un adefesio.

Cuando Rafaela se enteró de todas estas cosas, concibió el propósito devindicar al Brasil de aquellos injustificados desdenes, volviendo por elhonor de su patria adoptiva y probando a Arturito que todas las heterasparisinas no valían un pitoche comparadas con ella, y que ella lasvencía en beldad, ingenio, sal y garabato.

Acudió a reforzar su patriótico intento el prurito didáctico que habíaen su alma y que jamás la abandonaba. Se propuso mejorar la condición deaquel extraviado mancebo, hacerle aborrecer el desorden y el despilfarroabsurdo, y hacerle amar el orden y la economía.

Impulsada por tan benéficas miras, pronto atrajo Rafaela a su casa aljoven Arturo; y pronto también logró que olvidase los devaneos de Parísy que reconociese que ella era por todos estilos más guapa que cuantasmujeres habían ido a cenar con él en el Café Inglés, en la MaisonDorée o en los kursaals que regocijaban y animaban, en aquellos días,las inmediaciones del Taunus y de la Selva Negra.

-XV-

El poder didáctico de Rafaela jamás realizó en nadie tan rápidas yprovechosas mudanzas como en el ánimo y en todo el ser de ArturoMachado.

Las saudades que él tenía de París, y que le hacían fastidioso a élmismo y a las demás personas, se disiparon por completo. Arturito volvióa gustar de su patria como cuando era estudiante y no había vivido aúnen el corazón y en el cerebro del mundo, como llama a París VíctorHugo. Se hizo ordenado y económico y ni gastaba ni sabía en qué gastarsu dinero. No pensaba ya en francachelas ni en vigilias tempestuosas. Ycon su vida regular y morigerada recobró la salud, que nunca había sidomuy fuerte y que habían estragado las excitaciones constantes de laexistencia de calavera, para la cual no había nacido. Porque, si bienera lindo mozo, agraciado y simpático, tenía más de enclenque que derobusto. Era de genio manso, suave e inclinado a la quietud y a la paz.Y sólo el mal ejemplo, las perversas compañías y hasta la propiadocilidad con que cedía él y dejaba que le guiasen habían sido causa desus travesuras y derroches pasados. Para Rafaela, hecha ya estaconversión, se desvaneció por desgracia casi todo el atractivo deArturito. Empezó a hallarle poco ameno, y después soso, y por últimollegó a encontrarle empalagosísimo a causa de su dulzura.

Entonces sentía Rafaela grandes veleidades de plantarle; pero, como eracaritativa y estimaba además como gloriosa producción de su ingenio y dela energía de su voluntad todos los progresos y mejoras de un espíritucultivado por ella, resistía a la tentación de plantar a Arturito.

Alláen sus adentros se comparaba a la vara que sostiene en el aire a unaplanta rastrera a fin de que no caiga al suelo y se ensucie y pudra enel fango. Temía Rafaela que Arturito cayese si le dejaba ella, y por esono le dejaba. A menudo solía lamentar que aquel muchacho hubiera sidotan dócil y se hubiera convertido tan pronto. Lo conforme a su gustohubiera sido una educación más larga y difícil, así porque, durando laeducación, también hubiera durado el prestigio que hacia Arturito lahabía atraído como porque la misma tardanza en educarse y en cambiar decondición hubiera sido garantía de lo seguro y firme del cambio.

En estas cavilaciones hubiera persistido largo tiempo Rafaela sinatreverse a despedir a Arturito, a no ser porque ella tenía a vecescrisis extrañas en el corazón y en la mente. Religioso fervor ladominaba. Iba a confesarse o tenía largos y piadosos coloquios con elPadre García, su director espiritual. Sus remordimientos de engañar a D.Joaquín no la mortificaban demasiado, pues, aunque ella repugnaba elengaño y nunca había engañado a nadie sino a D. Joaquín, todavía sefiguraba ella que en realidad no había tal engaño. Nada disimuló niocultó al casarse, y su marido por lo tanto debió comprender desde luegoa lo que había de atenerse. Ella le hizo confesión general anticipada.Fue como si de una vez le confesase y descubriese todas sus culpas,pasadas y futuras. ¿Para qué, pues, molerle y atormentarleconfesándoselas después una a una según iban sobreviviendo? Esto nohubiera sido noble franqueza sino crueldad insensata. No era, pues, porD. Joaquín sino por ella misma por lo que el pecado le dolía. Le dolíael pecado porque en su anhelo de toda clase de perfección, para ella ypara los otros, soñaba con una vida honrada y limpia.

Por rara coincidencia, estos sueños de limpieza y de honradez acudían entropel a su mente, y más amenudo que nunca, desde que empezó a visitarlaJuan Maury.

Sus facultades críticas y analíticas, sin poderlo remediar ella, seaplicaban a la comparación. Y

comparando al joven inglés con Arturo,Arturo salía siempre muy mal parado. Arturo era de menos que medianaestatura y estrecho de hombros. El inglés alto, sin dejar de ser bienproporcionado, y ancho de espaldas, sin que la esbeltez y la eleganciale faltasen. Era el uno moreno pálido, casi cetrino, blanco y sonrosadoel otro y rubio como las candelas. Y por último, en lo tocante a lasprendas intelectuales y morales, al ingenio, al saber y a la energía devoluntad que en medio de su aparente timidez en el inglesito se notaba,la diferencia aparecía enorme en la mente escrutadora de Rafaela.

Empezó, pues, a tener vergüenza del afecto que Arturito le habíainspirado. La compasión hacia él fue disminuyéndose casi hastadesaparecer. Y el anhelo de elevarse hasta la virtud más sólida, deconsagrarse fielmente a D. Joaquín y de ser modelo de casadas y señoramuy respetable vino a ser la constante obsesión de su alma. Aunque ellaera un lince para notar los defectos de las personas que trataba, no sécómo se las compuso que no halló el menor defecto en el inglesito.

Todoél le pareció una perfección. Y en vez de pensar en educarle paraelevarle a su altura, pensó en educarse a sí misma para subir a laaltura en que le veía colocado.

Bullían todos estos pensamientos en la mente de Rafaela de modo hartoconfuso. Lejos de ella el imaginarse enamorada del inglesito. Elpropósito de enamorarle más lejos aún. Sólo meditaba entonces virtud,abnegación y toda clase de sublimidades.

La única determinación firme que nacía de todo ello era la de despedir aArturito, que ya le parecía insufrible.

Pero Rafaela era la bondad misma y, antes de hacer la herida queconsideraba indispensable hacer, preparaba bálsamos para curarla.

Pensó en que el término dichoso, honesto y santo de la educación que aArturito había dado, era casarle con la más linda señorita que hubieseen Río de Janeiro, cristiana y recatadamente educada, bonita y amable yde distinguida familia, en quien Arturito hallase una compañera digna yfiel y lograse dar a su padre el Sr. D. Gregorio algunos graciosos yqueridísimos nietos, que fueran el hechizo y el consuelo de su cansadasenectud.

No acierto a encarecer cuánto se deleitó Rafaela al concebir esteproyecto y el arte delicado y el impaciente afán con que trató derealizarle.

Rafaela, que gustaba tanto de educar a los otros, no se había descuidadoen aquellos últimos años, y singularmente desde que era gran señora, enformar su corazón y su espíritu, leyendo no pocos libros, sobre todo denovelas y poesías. Según vulgarmente se dice, se había hecho bastante licurga o marisabidilla. Con el inglesito hablaba de artes, dereligión, de historia y hasta de filosofía. Arturito estaba presente aestas conversaciones, que nada tenían de misteriosas, pero no entendíapalabra y no tomaba parte en ellas.

Así mientras duraban estos coloquios, como después al retraerlos a lamemoria, Rafaela lo veía todo tan pulcro, tan acicalado y tan moralmentepulido y lustroso, que se desesperaba de sus amistosas relaciones conArturito como si fuesen fea mancha en medio de tanto resplandor, nitidezy aseo. En suma, no había ya remedio; era menester borrar aquellamancha, pero sin rasgar la tela; era menester dar a Arturito supasaporte, pero en forma de cucurucho repleto de delicadísimos confites.

-XVI-

Llegó por fin el día prefijado por Rafaela para tomar la cruelresolución, inevitable ya según su atormentada conciencia, de decir alpobre Arturito: hasta aquí llegó, no sigamos adelante.

D. Joaquín se había ido a la chácara por una semana en compañía detres o cuatro amigos.

Rafaela no recibía a sus tertulianos, pretextando frecuentes jaquecas,única enfermedad que solía alterar levemente su salud envidiable.

En las noches de jaqueca muchos tertulianos acrecentaban el mal deRafaela, pero la visita de uno sólo podía aliviarla.

Arturito acudió, pues, aquella noche, esperando tener la satisfacción dedar el alivio mencionado. Como de costumbre, el portero negro queguardaba la puerta de la verja de hierro que rodeaba el jardín, le diopaso franco sin sonar la campana, porque estaba industriado y alcorriente de todo y sabía bien su oficio.

Madame Duval, que aún sabía mejor el suyo y que tenía ojos de lince yoído de liebre, se hallaba atisbando a la hora convenida, abrió lapuerta y, sin hacer ruido, introdujo al joven brasileño en elconfortable y primoroso boudoir de su señora.

Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezcaextraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estaraquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez dehallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido yrecostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastanteatildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en unsillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.

El recibimiento correspondió al traje y aumentó la sorpresa y eldisgusto del joven visitante.

Rafaela le alargó, sin duda, cariñosamente la mano, si bien con ciertatibia y lánguida indiferencia. Y luego, como él se acercase mucho, ellale rechazó con suave dignidad y casi le obligó a que se sentase en unasilla frente de ella.

Después de algunas frases que entre ambos mediaron, Arturito empezó adar sentidas quejas de recibimiento tan frío. Ella entonces, con elincontrastable imperio que tenía sobre él, le cortó la palabra, y sobrepoco más o menos, pronunció las siguientes, que casi podemos calificarde discurso:

—Días ha, mi querido Arturito, que tengo la conciencia muy escrupulosa yatribulada. Es infame mi modo de proceder con D. Joaquín. Indigno pagoestoy dando a sus grandes beneficios, a su entrañable afecto, a lasublime confianza que en mí tiene. Dios podrá perdonarme porque es todomisericordia; mi marido es tan bueno que también me perdonaría sisupiese lo que pasa, aunque sería muy capaz de morirse de pena: yo soyquien no me perdono, quien necesita romper este lazo criminal que nosune, si he de vivir en paz y si no he de seguir aumentando las causas demi remordimiento y de mi vergüenza. Todo se lo he confesado al PadreGarcía, mi confesor, que es un santo, severo consigo mismo y con susprójimos indulgente. Pero, a pesar de su indulgencia, se resiste a darmela absolución si no me aparto para siempre del mal camino. Es, pues,necesario que nuestras relaciones concluyan.

Al llegar a este punto, Arturito se puso tan enternecido que laslágrimas asomaron a sus ojos.

Rafaela lo notó y siguió hablando conmayor dulzura:

—Ten valor, hijo mío. Acaso no me expresé bien, o tú no me entendiste.Yo no quiero dejar de ser tu amiga. Tú tienes y tendrás siemprepreferente lugar en mi corazón. Te he querido, te quiero y te querrétoda mi vida. Huérfano tú desde la infancia, no has gozado del afectopuro y santo de una madre. Yo te ofrezco hoy un amor que debepurificarse y adquirir la apariencia, si no el ser de amor maternal. Nole desdeñes con perversión soberbia, seducido por amor vicioso y llenode liviandades. Hoy que te amo yo con amistad inmaculada, entiendo quete amo más que te he amado nunca y no hago sino pensar en tu dicha.Considera que tu padre es ya muy anciano, que pronto acaso tendrá querendir el inevitable tributo que a la naturaleza rendimos todos, y quete dejará dueño de un nombre respetadísimo en este país y de cuantiososbienes de fortuna. ¡Cuánto se alegraría tu padre de ver, en vida,asegurada en más extenso porvenir su sucesión y en contemplar yacariciar a los legítimos y preciosos nietos que tú puedes y debesdarle!

Aquí se enterneció más Arturito y pasó de las lágrimas a los sollozos.Rafaela, algo conmovida y muy piadosa, se levantó de su asiento, sellegó a él y le dio para animarle tres o cuatro blandos cogotacitos conla blanca y linda mano. Volvió luego a sentarse lejos de él y con graveautoridad le informó de que andaba buscándole novia y aun le citó losnombres y le habló de las condiciones de tres o cuatro muchachas de laciudad en quienes ella había puesto ya la mira.

—Tú eres muy buena, muy buena, decía Arturito; pero es inútil el trabajoque estás tomando.

Yo no quiero casarme. Yo sólo me casaría contigo.

—Sí... hombre del diablo—exclamó Rafaela riendo—. ¿Qué crimen meditas?¿Quieres matar a mi excelente D. Joaquín?

—Guárdeme Dios de semejante pecado—contestó Arturito—; pero si élbuenamente se muriera....

—No pienses ni digas tan abominable desatino. Es horroroso desear lamuerte de alguien, y más aún la de una persona que tanto te quiere.

En efecto, D. Joaquín, según su constante modo de ser, había concebidopor Arturito la amistad más entrañable. Bien había querido al gauchoPedro Lobo, pero a Arturito le quería mil veces más, por lo manso yapacible que era, por paisano y hasta por hijo del Sr. Gregorio, conquien tenía, desde hacía muchos años, estrechos lazos de amistosocompañerismo.

Conoció Arturito que no debía desear la muerte de D. Joaquín y secompungió del improvisado deseo que había asaltado su corazón en uninstante de descuido.

Entonces apeló a otros medios para disuadir a Rafaela de la ruptura. Ledijo que ella le sostenía y guiaba por la senda de orden y de conductajuiciosa que él había emprendido, y que, no bien ella le dejase,descarrilaría él de nuevo, y sólo Dios o el diablo sabía en quéinfernales abismos podría él hundirse.

A esto replicó Rafaela, que pecar era detestable medio de prevenir elpecado; le aseguró que velaría sobre él para que no se extraviase, yreiterándole repetidas veces la seguridad y la promesa de que aún leamaba con la amistad más pura, y de que seguiría amándole siempre, sequejó de dolor de cabeza, dijo que necesitaba estar sola y hasta leempujó con maternal familiaridad para que se largase, llamando a Madame Duval, a fin de que le acompañara hasta la misma puerta delhotel. Arturito tuvo que irse muy triste y desolado.

No se le ocurrió, ni por un momento, dudar de la sinceridad de Rafaelani de su reciente empeño de volverse santa. A todos los hombres nosciega algo la vanidad y no acertamos a ver, en ocasiones, al rival queaparece, ni a descubrir en él mayor mérito que en nosotros, ni másseductores recursos. Y por otra parte, los diálogos entre Rafaela y JuanMaury, que Arturito había oído, y que versaban sobre historia,metafísica y otros objetos profundos, apartaban del pensamiento deArturito toda sospecha de que los interlocutores pudieran enamorarse. Loque es él ni con las mujeres de San Pablo, ni con las de Olinda, ni porúltimo, con las ninfas que había tratado en París, se había engolfadonunca en tales honduras y discreteos. En París, dígase lo que se diga,no abundan las Aspasias. Al menos él no las había encontrado, o bienellas, considerándole profano, le habían ocultado su retórica y sufilosofía, guardándolas para los Pericles y los Sócrates, y luciendo, alo más, su ingenio en calembours más o menos desvergonzados y burdos.

Dicho sea en honor de la verdad y en alabanza de Rafaela, su sinceridaden todo aquello era completísima. Rafaela creía en la propia contrición,en su horror al pecado y en su firme propósito de la enmienda que lamovían a despedir a Arturito. Lejos, muy lejos de ella la idea de queJuan Maury diese o pudiese dar el menor impulso para aquel acto.

Si algún cálculo extraño a la contrición y al arrepentimiento era parteen la resolución que Rafaela había tomado, este cálculo la honraba,demostrando que era prudente y buena.

La noche en que Rafaela despidió a Arturito, era el 5 de Febrero de1852. Rafaela acababa de saber, con no pequeño sobresalto, que eldictador Juan Manuel Rosas, al frente de sus parciales, había presentadola batalla en Monte Casero a los coligados que habían acudido paradespojarle de la dictadura. La derrota del dictador había sido completa.Disfrazado de gaucho, se había refugiado en el barco de vapor inglés Locusta y navegaba ya con rumbo a Inglaterra.

Rafaela tenía claro presentimiento de que si Pedro Lobo no había muertoen la pelea, no habría querido ni podido permanecer en territorioargentino y también se habría expatriado. Estaba además segura de supoderoso atractivo y de que él no se iría a Europa sin pasar por Río ysin venir a verla. Le creía apasionado, celoso y tal vez enterado detodo, porque nunca falta gente chismosa que se deleite en dar ciertasnoticias. Derrotado y huido de su patria, Pedro Lobo debía de estar másferoz que nunca, y Rafaela temía, sino ponía en salvo a Arturito,apartándole de sí, que ocurriese a éste un lastimoso percance. Supropósito, perseverando en su plan de enmienda y santificación, eradespedir también a Pedro Lobo, pero, por lo mismo, tenía mayor empeño endespedir antes a Arturo, para que ni remotamente imaginase el otro queaquel infeliz muchacho era causa de su despedida.

-XVII-

Rafaela no se había engañado. Dos días después de haber despedidoa Arturito, supo que Pedro Lobo acababa de desembarcar en Río de Janeiroy que pretendía venir a verla.

Ausente D. Joaquín y víctima Rafaela de jaquecas continuas, Rafaela norecibía entonces ni salía de su casa.

Pedro Lobo buscó en la calle a Madame Duval, le habló, y le pidió ycasi le exigió que le diese una cita con su señora.

Madame Duval se excusó como pudo, pero, cediendo a la tercainsistencia del gaucho, tuvo que encargarse de una carta que éste le diopara Rafaela. Ella la recibió y la leyó con hondo disgusto, y, si notuvo miedo, fue porque de nada le tenía.

Era, sin embargo, prudente y rehuía comprometerse escribiendo. No teníagana tampoco de recibir al gaucho para despedirle y para tener con éluna escena violenta y acaso trágica.

Se valió, pues, de Madame Duval como mensajera. La instruyódetenidamente en todo cuanto había de decir: en la resolución que habíatomado de seguir nueva vida, en sus remordimientos y en su firmepropósito de no reanudar con él las pasadas relaciones y de no recibirleen secreto.

Bramó de ira el gaucho al recibir el mensaje, pero disimuló la ira yhasta aparentó cierta conformidad, meditando y proyectando una venganza.

Aunque no dijo a Madame Duval que lo sabía, Pedro Lobo era sabedor dela ventura del joven Arturo. No habían faltado amigos oficiosos que leescribiesen a Buenos Aires informándole de cuanto se sabía o se presumíacomo evidente.

Arturito supo también la llegada de Pedro Lobo no bien éste llegó. Y sihemos de decir la verdad, allá en el fondo de su alma pacífica yhumilde, se alegró entonces de que le hubiese despedido Rafaela. Así secreyó libre y exento de tener un lance con el gaucho, que alcanzaba famade brutal y grosero.

Entre tanto, a fin de mostrar a Rafaela que por ella sólo había sidoordenada y juiciosa su vida; a fin de hacerle notar que se consolaba desu desdén volviendo a sus antiguas travesuras y locos deportes; y a finacaso de que el mismo Pedro Lobo comprendiese que nada tenía él que vercon Rafaela, y que Rafaela no le importaba nada, decidió y concertó conlos más alegres jóvenes de Río una regocijada partida de campo para eldía siguiente, o mejor diremos para la siguiente noche. Era entonces elmes de Febrero, el más caluroso del año en aquellos climas, y sólo denoche podía disfrutarse algún fresco.

Estaba ya preparado un pick-nick en la Tejuca. Cuantos amigosquisiesen, podían ir inscribiéndose para ello en el casino y pagandodespués su cuota. Sólo las damas irían convidadas y sin pagar. Arturitohabía formado lista de ellas y dispuesto que las hubiese de todasprocedencias y de todos colores: desde la alemana Catalina, apellidadapor su cándida y sonrosada tez y por su dulce y buena pasta el Merenguede fresa, hasta lo que llaman en el Brasil café con leche más o menoscargado y café puro; esto es, que había tres o cuatro mulatas convidadasa la función y una negra gentilísima a quien llamaban la Venus debronce. No faltarían tampoco dos garridas mozas, importación de lasIslas Canarias, y algunas nacidas en las márgenes del Piratininga,fecundas en hermosas mujeres, una de las cuales descollaba por suaptitud y habilidad para cantar las modinhas más chuscas y amorosas.

La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobrey se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar deRío algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a unhábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie másapropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue elelegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allíhabía, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizabanadultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombrespomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedadgreco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había deir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque teníaya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de unterritorio del interior del África, cercano aunque independiente de lasposesiones portuguesas.

Y la gente afirmaba que en su país no era uncualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo élde edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado deprofundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas.Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yorefiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiréque el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le mirabana no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a suineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porquetenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo ochicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo ydegradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba.Él la sufría con modesta paciencia y luego se corregía. Mas si por acasola reprensión era injusta, en sus ojos relampagueaba el coraje, y elreprensor, con cierta consideración temerosa, medía el alcance de suspalabras y dulcificaba y mitigaba su acritud y dureza. Aun sin notar ensus ojos el citado relámpago, se conocía cuando estaba enojado por unmuy raro y singular aviso. Octaviano, que era limpísimo en su persona yque vendía salud, jamás olía mal, ni aun en la fuga de las mayoresfaenas; pero no bien se irritaba, era como si se abriese de súbito unpomo de concentrados aromas, esparciéndose en el aire la fragancia. La catinga, represada y latente en los largos períodos de placidez, sealborotaba y se desbordaba entonces, brotando por todos los poros ytrascendiendo a muchos metros de distancia, como los proyectiles de unaametralladora.

Hacemos aquí tan particular y detenida mención de Octaviano por lo muchoque amaba a Arturito, de quien había tenido especial cuidado y con quienhabía jugado cuando niño, llevándole a paseo y a la escuela, yacompañándole luego cuando fue a estudiar a las Universidades de SanPablo y de Olinda. Arturito no llevó a París a Octaviano por no llamarla atención. Y no porque Octaviano fuese negro, sino por la singularidadde ciertos indelebles adornos que le distinguían, y que sin duda lehicieron y trajo de su país como señales de su categoría principesca.Ello es, que desde la punta de la nariz, subiendo por el caballete,atravesando el entrecejo y por medio de la frente hasta el nacimiento desus cabellos crespos, tenía como una ristra de burujoncillos queparecían repulgos de empanada, y en las negras y relucientes mejillasllevaba un laberinto de incisiones, formando caprichosos dibujos, quesólo Dios sabe si serían expresión simbólica de la Teogonía y de laCosmogonía de su tierra.

Para averiguarlo, acaso no hubiera sidosuficiente que sabios profundísimos empleasen más tiempo en estudiar sucara que Juan Francisco Champollion en estudiar la piedra de Roseta oque León de Rosny en estudiar los enmarañados códices cortesiano ytroano.

Así se preparó la fiesta, que prometía ser notabilísima por todo; hastapor la singularidad del maestresala.

-XVIII-

Todo el tiempo de la larga residencia de Pedro Lobo en Río,Arturito había estado en París y no había tenido ocasión de conocer y detratar al gaucho. Esto no ofrecía, sin embargo, el menor inconvenientepara que el gaucho fuese a la fiesta. Era un pick-nick donde Arturitono figuraba importando más que cualquiera de los otros jóvenesbrasileños y extranjeros que habían de ser de la partida, y a quienes elgaucho conocía y trataba. Deseoso de asistir a la fiesta y aun excitadoa asistir por los ruegos de dichos jóvenes y con el fin de divertirse yde distraer sus penas, Pedro Lobo fue como uno de tantos.

Por lo pronto, sólo pensó en el placer que aquello podría traerle, y noformó proyecto alguno de armar escándalo y camorra. Llegó a la Tejuca acaballo, con tres o cuatro de los que eran más amigos suyos, y se hizopresentar a Arturito del modo más correcto. Arturito le acogió con ladebida cortesía.

No pasó por las mientes de nadie que pudiera sobrevenir un lance entreambos.

Al anochecer, llegaron en un ómnibus las niñas, figurando como lacapitana el Merengue de fresa.

Todos la aclamaron reina de la función, así por su calidad deextranjera, como por ser la más hermosa, y, sin duda, la de másencumbrada jerarquía entre las de su oficio. Casi, casi, era unaseñorita. Vivía con su papá, que tenía no poco de respetable, que seganaba la vida componiendo relojes, y que era fervoroso cristiano,aunque protestante, leyendo mucho la Biblia en sus horas de asueto. Nise le podía acusar de excitación, connivencia o tolerancia en lastransgresiones de su hija. Se oponía a ellas, pero como nada lograba conoponerse, acababa por aguantarlas, si bien con hondo dolor, para cuyoalivio apelaba a la bebida, de suerte que el ver al relojero alemán untanto cuanto tomado del aguardiente, era indicio infalible de queCatalina no estaba en casa y andaba corriendo aventuras. Porque eso sí,ella respetaba la casa paterna y jamás allí las tenía, como no fuese conmil sigilosas precauciones y a furto del