Yo casi me atrevo a afirmar que no he engañado a D. Joaquín. Para evitarel medio engaño en que le tenía, hubiera sido menester hacerle infelizcon revelaciones feroces y con el más amargo de los desengaños. El amormío, si hubiese llegado a ser hacia Juan Maury exclusivo y profundo,hubiera tenido que romper dolorosamente el lazo que a mi bienhechor yprotector me ligaba; hubiera sido para D. Joaquín horrible infortunio:todo el bien, todo el contento y el reposo y toda la superior serenidadhasta donde había yo logrado elevar su espíritu, hubieran venido adesvanecerse o a hundirse en negro abismo. Por otra parte, aunque yodebo ser humilde, y aunque lo soy, soy también muy orgullosa en ciertosentido. Es el orgullo que nace de mi propia humildad. Si por la vilezade mi origen, si por el ruin desorden de mi primera vida no merezco nisoy digna de ciertas cosas, me repugna reclamarlas, solicitarlas denadie y hasta insinuarme para que se me concedan por favor ya que paraellas no tengo el menor derecho.
De aquí que yo, más bien que mostrar a Juan Maury toda la vehemencia yla elevación de mi afecto, traté de disimularlas. Quise aparecer yaparecí a sus ojos como la más fina y complaciente de las amigas, comobastante capaz de entender y de apreciar el valer y las excelentesprendas de toda su persona y como no indigna de obtener su amistad y suaprecio; pero todo, sin llegar a ser y sin mostrarme siquieraprofundamente enamorada, y sin propender a infundirle de mí otroconcepto que el de una mujer alegre, fácil y galante.
Si el verdadero amor, si el hijo divino de la Venus del cielo revoloteócerca de mí en aquellos días, yo huí de él por indigna y le ahuyenté porpeligroso.
Juan Maury se fue de Río y me abandonó sin gran pena. Nada más natural.No le culpo. Sólo me lisonjea y me contenta el figurarme que él ha deguardar dulce recuerdo de las dulces horas que pasó conmigo; de nuestrosíntimos coloquios y de nuestra ternura.
Fue tal la ligereza de aquellas efímeras relaciones, que ni yo le roguéque me escribiese ni él me ha escrito. De estas relaciones, sin embargo,me dejó él una prenda preciosa. Suya era, pero era mía más que suya; yyo apenas la sentí en mi seno, me propuse con firme resolución que nofuese sino mía.
Hasta donde alcanza mi memoria, desde que tengo uso de razón, en ellibre abandono de los años primeros de mi vida, no me remuerde laconciencia de hurto, de estafa, ni de engaño o embuste para medrar.Escudriñando yo hasta los más obscuros rincones de mi vida pasada, noencuentro en ellos ni asomo de ruin bellaquería. Esto me consuela. Deciertos pecados, en que con frecuencia he incurrido, después deabsolverme el confesor, me he absuelto yo también. De aquellos otros,tal es el inflexible y recto tribunal de mi conciencia, jamás me hubieraabsuelto yo aun después de recibir la absolución en el confesonario.Espantoso torcedor hubieran sido para mí, humillándome y abatiéndome.Faltas, pues, en que yo no había incurrido cuando desamparada ymenesterosa, no habían de ser cometidas por mí cuando ya estaba prósperay rica.
Por otro lado, lo que era mío, lo que yo esperaba y yo me figuraba yaque iba a ser un primor, un asombro de gracia y de belleza, por nada delmundo quería yo atribuírselo en parte a alguien de quien no era. ¿Y quéaliciente había para el engaño? Usurpar para el fruto de mis entrañas lahacienda que no le pertenecía y además un nombre cualquiera. ¿Quién sabesi un nombre ilustre y glorioso, si un título histórico me hubieranseducido y me hubieran hecho faltar? ¿Pero cómo había de seducirme quelo que iba a nacer se apellidase Figueredo a secas, a pesar de lasupuesta descendencia de Güesto Ansures de que yo misma me habíaburlado?
Con persistente disimulo, con firme y enérgica voluntad, con rarasprecauciones e incesante recato, sin dejarme ver de nadie y fingiéndomeenferma, dejé pasar los meses.
Llegó la hora y sólo Madame Duval, mi mucamba y el médico, dequienes tuve que valerme y me valí, exigiendo el mayor sigilo, supieronque fui madre.
Mi hija, a quien di por nombre Lucía, se crió lejos de mí, aunque yovelaba sobre ella e iba a verla a menudo.
Muerto D. Joaquín, procuré no poner en ridículo su memoria, dejandoconocer en Río que tenía yo una niña de cerca de dos años. Casi deoculto hice que se embarcara y me la traje conmigo cuando vine paraEuropa.
Quisiera yo escribir a escape estas confidencias: no contarte sino lomás esencial: pero tal vez dejo correr la pluma y tal vez divago.
Lo que yo principalmente quiero que comprendas, es que en mi espírituhay como dos focos distintos de actividad, de donde brotan doscorrientes también harto distintas, si bien la una y la otra estánalegremente iluminadas por la luz clarísima con que yo veo y entiendotodo lo creado.
Jamás se me ha ocurrido hallar mal lo hecho por la madrenaturaleza, ni echar la culpa a la sociedad mal organizada de ningúncaso adverso que me haya ocurrido, ni de ninguna contrariedad o percanceangustioso en que yo me haya encontrado. Y no quejándome yo ni de lanaturaleza, ni del orden social tal como los hombres han idodisponiéndole, muchísimo menos puedo quejarme de la divina providencia,que acato, adoro y bendigo. Apenas hay objeto que no vea yo de color derosa, y siempre que se ennegrece, me culpo a mí y a nadie culpo. Comosoy muy indulgente para con los otros, no es tan de censurar que lo seatambién para conmigo misma.
Por eso me dejo llevar de mis generososafectos, harto poco en consonancia con una moral rígida, y de miinclinación irresistible a lucir las prendas de que me dotó el cielo y adar con ellas a los seres que me son caros ventura y deleite. Hay en míasimismo un tenaz empeño de progreso, de adelanto en el camino de laperfección. Y tanto lo que creo realizado en mí, cuanto lo que en mí noestá realizado ni puede realizarse nunca, anhelo yo con vehemenciaponerlo y realizarlo en un ser predilecto, en quien brillen, a par decuanto hay en mí de que puedo con razón ufanarme, todas las excelenciasy virtudes de que carezco y que no son pocas. Por esto, desde que naciómi hija, desde que por primera vez la vi y presentí que iba a serhermosa, me propuse y ansié que su hermosura eclipsase la mía, que endiscreción, elegancia y saber me aventajase, y que estuviese exenta detodos los defectos y manchas que en mí hay. Me propuse criarla conesmerado desvelo para que fuese tan casta y tan pura como bella, y paraque no columbrase sólo el verdadero y exclusivo amor, hijo del cielo,sino para que fuese capaz de poseerle, de gozarle y de recibirle en sualma inmaculada como en su propio y consagrado templo.
Y para que veas lo extraño y contradictorio de mi condición, o más bienlo extraño y contradictorio de la decaída condición humana, mi alma, quetan altos propósitos tuvo y que a tan alta misión quiso consagrarse, sedejaba arrastrar de sus regocijados ímpetus, de su perversión bondadosay de su liviandad inveterada, hasta el extremo de buscar y de forjaraventuras como la que te conté ya del paraguayo y como varias otras quehe tenido después y sobre las cuales prefiero callarme.
No pude refrenar mi deseo de volver a mi patria. Desde Lisboa fui aSevilla y a Cádiz.
Mi antiguo confesor, el Padre García, había hecho algunos ahorros yhabía heredado también a un hermano suyo que se había enriquecido. Hartoel Padre de rodar por el mundo, vivía retirado en el lugar de sunacimiento, no lejos de Sevilla. Le anuncié mi llegada y él vino averme.
Para descargo de mi conciencia, en este punto muy escrupulosa, quise,viéndome rica y convertida en toda una señorona, no desdeñar a misparientes, si los tenía, y hasta favorecerlos y socorrerlos si sehallaban en la abyección y en la miseria. El Padre García me sirvió enesto muy bien. Buscó con tino y diligencia a mis parientes, y no loshalló sino dudosos y muy lejanos. Yo había sido la única hija de laPascuala.
En Río de Janeiro, no recuerdo bien con qué tramoya, suplió D. Joaquínla falta de mi fe de bautismo, que para nuestro casamiento se requería.Hasta que el Padre García me la sacó, jamás había tenido yo ni vistosemejante documento.
Considerando yo que mis parientes más seguros habían de estar en loshospicios, en las inclusas y en los conventos de mujeres recogidas, dial Padre García pródigamente todos mis ahorros para que en aquellassantas casas los repartiera. Él cumplió mi encargo y me trajo losrecibos que conservo aún, donde constan las donaciones de una damabrasileña, cuyo nombre se calla.
A decir verdad, a pesar de todo mi patriotismo y de mi amistad hacia elPadre García, me repugnaba permanecer en España. Dicen algunos autoresque las mujeres como yo suelen tener nostalgia del fango. No sé quéquieren decir con esto; pero si es lo que yo entiendo, declaro que no hetenido jamás semejante nostalgia. Al contrario, yo recordaba bien todoslos sitios, y al pasar por algunos se me encendía la cara de vergüenza.Por fortuna, estaba yo tan encumbrada y en posición tan diferente de laque allí tuve, que nadie me reconoció ni reconocí a nadie. Hice en mipatria el papel de peregrina misteriosa.
Fuera del Padre García, con nadie quise tratar. Después de separarme deél, estuve en Granada, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos y otros puntos,visitando los monumentos en compañía de Madame Duval, que detestabalas antiguallas y suspiraba por los boulevards de París. Allí fui porúltimo, y pronto me instalé comprando muebles y poniendo casa.
He vivido desde entonces con comodidad y hasta con lujo, pero sin elmenor empeño de llamar la atención ni de brillar, y con tanto arreglo yeconomía que, a pesar de no pocos gastos extraordinarios y de viajes derecreo que he hecho por Alemania y por Italia, he doblado mi capital ymi renta. Hoy casi puedo asegurar que soy rica.
Mi vida de París ha sido alegre, desenfadada y modesta. Expondré aquí,en pocas palabras, cómo concierto yo la modestia con la alegría y eldesenfado. Mi modestia ha consistido en no desear ni aspirar a hacermeconocida, celebrada y famosa. Más he huido que buscado que nadie meseñale con el dedo, que la atención pública se fije en mí, y que lagloria infame de que algunas mujeres gozan, gloria que yo me jacto depoder adquirir fácilmente, me circunde con sus resplandores. En vez demostrarme, puedo afirmar que me he ocultado.
Como la soledad me entristece, he ido a reuniones y tertulias, peronunca he pretendido salir de la colonia ibero-americana. Y aun dentro deesta colonia no he sido asidua en el trato ni he intimado mucho, sobretodo con mujeres. Hasta que mi hija llegó a tener ocho años, como apenasexigía otro cuidado que el de su corporal desarrollo, cuidado harto leveporque mi hija se ha criado con excelente salud, ora pensando yo endistraerme, ora anhelando hacerme apta para contribuir a su educación,he leído muchísimo y casi sin sentir me he convertido en marisabidilla.
Soy franca admiradora de la literatura francesa. Me parece esta naciónfecundísima en ingenios de toda clase. Yo los admiro y quiero seguiradmirándolos sin tropiezo. Acaso te parezca extravagante modo dediscurrir, mas es lo cierto que, a fin de no tropezar y conseguir que latal admiración salga rodando por el suelo, me he abstenido de buscar lasociedad literaria parisina.
Al conocer los libros, he conocido lo másnoble, depurado y selecto de cada autor. ¿Para qué conocer lo restante?He recelado desilusionarme al conocerlo. ¿Quién me asegura que losescritores franceses no sean presumidos y fatuos? ¿Qué necesidad tengoyo de extremar mis amabilidades y de hacer esfuerzos para insinuar en lamente de esos señores que no soy una salvaje, que estoy al nivel deellos, que comprendo sus profundidades y sutilezas, y que, aunsuponiendo que en España, en Portugal y en el Brasil esté la gente muyatrasada y hasta sea de casta inferior, yo, por excepción fenomenal ymonstruosa, he podido elevarme hasta hombrearme con ellos?
Ahora comprenderás en qué sentido digo yo que mi vida en París ha sidomodesta. En cuanto a su desenfado y a su alegría, no es menester queentre yo en pormenores para que tú lo comprendas. El cielo, el infierno,la naturaleza, un poder sobrenatural, lo que tú quieras o supongas, noparece sino que me ha dotado de imperecedera lozanía de cuerpo y de almay de una bondad y de una ternura inagotables y prontas, pero que hanhallado siempre obstáculos insuperables para el verdadero y definitivoamor, y se han quedado en mitad del camino.
Voy a contarte una curiosa aventura, que, si bien tiene mucho deridículo, no puedo ni debo pasar en silencio, porque sus consecuenciasfueron serias para mí y han influido bastante en los ulteriores sucesosde mi vida. De esta aventura hace ya mucho tiempo, pero la tengo tanpresente como si ayer hubiera sido.
El Barón de Castell-Bourdac es el personaje más inverosímil y complejode cuantos he conocido. Sus excentricidades mueven a risa, sus chistes,sus exageraciones y sus embustes involuntarios nos divierten a par querebajan el concepto que de él formamos; pero cuantos le conocen y tratany penetran bien en el fondo de su alma, no pueden menos de quererle y deestimarle. La fantasía del Barón ha bordado su vida sencilla y honrada,desfigurándola con falsos adornos. Sobre la historia ha venido asobreponerse la leyenda: pero aunque por la leyenda aparezca el Baróncomo personaje cómico, por la historia es siempre digno de respeto.
Nopretendamos tasar y aquilatar con exactitud lo egregio y lo rancio de sunobleza. Él cree, y esto me basta, que es nobilísimo. Apenas huboCruzada en que un Castell-Bourdac no figurase.
La importancia de losCastell-Bourdac ha sido grande desde entonces hasta la caída del antiguorégimen en 1789. La revolución los arruinó. Y desde entonces hasta ahorala inflexible energía de sus opiniones legitimistas ha impedido quesalgan de la obscuridad. Ni durante la Restauración intervinieron ennada, porque hallaron a Luis XVIII y a Carlos X sobrado transigentes conlas ideas nuevas.
Aunque el Barón de Castell-Bourdac, restablecida en gran parte lahacienda de su casa, poseyó por entonces bastantes bienes de fortuna,que hubieran podido servirle de sostén y aun de resorte para suelevación en la política, por desgracia e no quiso mezclarse en nada, yno acertó a emplear mejor su actividad que en disipar alegremente susbienes y volver a quedarse pobre.
Desde el año de treinta en adelante, fue imposible que el Barón pusiesemano en los negocios públicos. Si él hubiera querido ceder, humillarse,renegar hasta cierto punto de las creencias y de la misión de susantepasados, hubiera sido Diputado, Senador, Embajador, Ministro ycuanto le hubiera dado la gana; él al menos así lo creía; pero como elBarón no había querido ceder ni renegar, había tenido que limitarse yresignarse a ser un caballero, si bien encopetado, viviendo de susrentas, que eran cortísimas.
En este punto de la situación económica, ya no entra por nada lafantasía del Barón. La pura verdad acude en su abono y le concede justaalabanza.
El Barón es un prodigio de arreglo y de economía. No disimula supobreza, pero tampoco la deplora. En los círculos más elegantes sepresenta siempre con el decoro propio de su clase. No juega, ni bebe.Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le pareceplebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonanciacon el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal comoél se le representa.
El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le hayapedido dinero prestado.
Cada día come en una casa distinta. Es muy buscado y está convidado alas mejores mesas, así por su divertida conversación, como por suextraordinaria fama de hondo conocedor y perito en todas las artes deldeleite. El Barón pasa por el gourmet más delicado que hoy vive,paladea y olfatea en Francia. No es rico para pagar unos convites conotros, ni es zafio tampoco para pagarlos de otra manera sin el menordisimulo; pero, quizás sin pensarlo, paga los obsequios que recibe y nohay quien le tilde de pique-assiette o de parásito. Los cumpleaños,las bodas y otras festividades le ofrecen ocasión, que él aprovecha, depagar cumplidamente cuantos obsequios recibe. En suma, y en mi opinión,que creo fundada, el Barón es un modelo de cortesanía. Sólo han podidolos maldicientes echarle en cara un defecto, del que, a mi ver, se hacorregido. El defecto, si lo es, consiste en su extremada galantería,muy en desacuerdo para muchos con la edad provecta a que ha llegado.Conceden sus críticos censores que él, en su juventud, hizo brillantesconquistas y cautivó no pocos corazones indómitos y soberbios, peroañaden que hace ya más de veinte años que debe el Barón recogerse a buenvivir y reposarse sobre sus laureles.
Mucho disto yo de seguir semejante parecer. Desde que conocí al Barón,trece o catorce años ha, he opinado lo contrario. Hay belleza, eleganciay distinción para todas las edades, con tal de que no falten la salud yel aseo. Y como el Barón está saludable y es aseado y pulcro, yo lehallé y le hallo siempre muy agradable persona y además un hermosoviejo. Por otra parte, como el alma humana es inmortal, no hay vejez quevalga contra ella, mientras no se destruyan o deterioren en extremo losaparatos y órganos que la ponen en relación con el mundo y le sirven demedio para pensar y sentir y para expresar lo que piensa y sientemientras en el cuerpo está encerrada. Sea como sea, y a fin de que nodigas que me quiebro de sutil, prescindiré de más aclaraciones, y tediré con llaneza que el Barón se prendó de mí y me hizo muy respetuosa yfinamente la corte.
Yo me lisonjeo de no haber tenido jamás ciertos defectos que seatribuyen, así a los que llaman en Francia parvenus como a los que enEspaña llaman cursis. Sin duda a la aparición en mí de estos defectos seha opuesto el orgullo. No he anhelado ni buscado para darme tono eltrato y la amistad de personas encumbradas por nacimiento, educación yriqueza. Naturalmente me he encontrado yo y me encuentro tan distinguidacomo si hubiera nacido en la púrpura y no me hubiera echado al mundo laPascuala, sabe Dios en qué zahurda. No podía yo esperar, porconsiguiente, que el influjo o el arrimo de sujetos aristocráticosviniese a prestarme como un reflejo de su valer. Creía yo y creo tenerluz propia, digámoslo así, y que no la necesito prestada.
No sé siaplaudirás o censurarás esta vanidad mía. Yo te confieso que la tengopara confesarte además que el Barón me aduló esta vanidad, sin artificioy por manera irresistible. El Barón procuraba demostrarme con evidencia,empleando para ello muy elocuentes palabras, que yo, sobre ser hermosa,poseía tal majestad en el gesto, en los modales y en todo, que másparecía una princesa o una emperatriz que una perdida plebeya, puestacasualmente en zancos por su enlace con un ricacho usurero.
El arte y el ingenio con que el Barón iba insinuando en mi alma estaslisonjas me tenían cada vez más hechizada. El Barón me comprende bien,pensaba yo, y cuando tan bien me comprende señal es, y prueba esclarísima, de la elevación y de la agudeza de su entendimiento. Asíinfundió el Barón en mi pecho la amistad más acendrada hacia él.
Hízose mi cavaliere servente, y yo me deleitaba y hasta meenorgullecía de que me acompañara y me sirviera.
Con modesta timidez, que de su ancianidad se originaba, el Barón empezócon suavísimo tiento y cautela a mostrarse enamorado de mí, pero sinpersistir en sus manifestaciones para no cansarme, refrenando suvehemencia para evitar mi enojo, y haciéndolas, cuando las hacía, comopor un arranque involuntario y muy a despecho suyo.
¿Quieres creer que con tal proceder el Barón me enterneció, y cautivó encierto modo mi espíritu? Mi estimación y mi amistad se las tenía yaganadas por completo. Después, poco a poco y al compás que él iba siendomás atrevido y más explícito, fueron despertándose en mí aquellas ideas,pasiones o inclinaciones, pues no sé cómo las llame, que siempre, apesar del freno religioso y a falta del freno del orgullo y del decoroen este particular, han hecho de mí lo que rudamente podemos llamar unamujer liviana, o más bien han impedido que yo no quiera, ni pueda, nilogre nunca desechar de mí la liviandad primitiva. Consideré al Barónherido, y tuve piedad de él y pensé en el bálsamo que podía curarle. Migenerosa piedad fue aguijoneada por algo a modo de remordimientos. Me dia cavilar que con mis favores amistosos, aunque concedidos sin malicia,con mi dulce abandono cuando le tenía a mi lado, con el mal disimuladoplacer con que yo oía sus requiebros, y hasta con mi reír y burlarcuando me hablaba de su cariño, había sido yo una desalmada coqueta, quehabía robado la tranquilidad de aquel señor excelente y había levantadoen el mar pacífico de su ya fatigado corazón la más deshecha borrasca.Casi o sin casi, me creí en la ineludible obligación de apaciguarla paradescargo de mi conciencia. En fin, y sin más preámbulos, en una tarde deinvierno, a las cinco, hora en que suele tomarse el té, cité al Barón,como recientemente te tengo citado a ti, para que viniese a tomarleconmigo a solas. Mis jaquecas un tanto cuanto imaginarias han persistidosiempre.
Aquella tarde para todos tuve jaqueca menos para el Barón. Esteacudió a la hora justa, lleno de gratitud, contento y ufanía. Parecíaremozado por virtud de una poción mágica o por hechizos del amor. Entró,me saludó y se llegó a mí con la gracia, desenfado y ligereza de unpollo o gomoso, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edadescaballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino.Yo, con el pretexto de la jaqueca, estaba en el más cuidadoso y esmerado négligé. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda.
Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hagotodavía. Cuando el corsé me enoja no le llevo, y nada, absolutamentenada, se humilla falto de sostén y baja de su sitio: todo permanecefirme como el mármol y el bronce. Perdona que entre en estasmenudencias.
Mi presunción tiene alguna disculpa por lo no comunes queson las cualidades de que me jacto.
Importa además consignar estacircunstancia de mi toilette para que se entienda lo que ocurrió enseguida.
No estaría bien que yo paso a paso te lo refiriese todo. Baste decir quepronto noté, en medio de las vivas muestras de cariño que el Barónquería darme, no sé qué disgusto, no sé qué penoso rubor en su cara.Creí entender lo que aquello significaba y me apesadumbré por él. Enesto se abrió un poco mi bata y hubo de descubrirse mi garganta: nomucho más que lo que en un baile o en una recepción de etiqueta se dejaver al público. El sonrojo y la turbación de mi amigo subieron entoncesde punto. Pero ¡qué imaginación tan poderosa y tan socorrida la suya!
Por dicha llevaba yo, pendiente del cuello en una cadenita de oro muysutil, una pequeña medalla de plata, representando la Virgen de Araceli,patrona de la ciudad de Lucena.
Fijó el Barón la vista en la medalla y la tomó entre sus dedos, paraexaminarla mejor.
—¿De dónde procede esta medalla?—preguntó con curiosidad tal, queparecía embargar su espíritu y distraerle de los otros objetos.
—Es el único recuerdo que conservo de mi madre, contesté yo, como era laverdad.
—¿Y cómo se llamaba tu madre?
—Pascuala, le dije.
—¡Oh inescrutables designios del cielo!, exclamó el Barón, arrancando desu pecho un hondo suspiro que se diría que le desahogaba.
—¿Qué pasa?—pregunté yo imaginando que el Barón iba a desmayarse.
—Esa medalla, dijo el Barón, se la di yo a tu madre cuando estuve enAndalucía hace cuarenta y pico de años. Entonces... fuimos muy amigos...¿no me comprendes?
Me entró al oír esta pregunta tan feroz gana de reír, que a duras penaspude contenerme, temerosa de que el Barón se ofendiera.
—¡Ah!, sí, te comprendo, dije al cabo, y di rienda suelta a mi alegría,riendo ya sin temor.
—¡Hija del alma!—dijo el Barón con tan profundo acento y con tantasapariencias de estar convencido, que sin duda empezó desde aquel punto adar por cierto y por evidente lo que de improviso había imaginado. Elloes que ambos salimos muy agradablemente de aquel a modo de apuro,trocándose de súbito nuestra amistad y nuestro conato de amor anacrónicoen el santo y puro afecto de un padre y de una hija.
—¡Padre mío!—dije yo y eché al Barón los brazos al cuello.
Después de esta dulcísima expansión, llamé a Madame Duval para que noshiciese compañía.
Con el debido sigilo le revelé nuestro parentesco, deque ella se maravilló y holgó mucho. Luego charlamos los tres acántaros. Con lo ameno de la conversación se nos olvidó tomar el té yllegó la hora de la comida.
La imprevista anagnórisis, como el Barón la llamaba, fue solemnizada conun exquisito petit diner fin en que se lució mi cocinera, cordonbleu de primera fuerza, y brindamos los tres a la persistencia delsanto lazo recién descubierto y reanudado, primero con Chateau Iquem,y a los postres con tintilla de Rota, mi casi paisana. No hubo champagne, porque ni el Barón ni yo gustamos de ese vino, con algúnpesar de Madame Duval, que gusta de él más que de nada.
Mi pobrecita hija Lucía, que apenas contaba entonces siete años,inocente como un ángel, luminosa, bella y serena como el lucero delalba, fue la cuarta persona que estuvo en la mesa y comió con nosotros.Con ojos algo espantados y sin comprender nada, se alegró de hallarserepentinamente con un abuelito, y más aun cuando el Barón, que es buenoe ingenioso y muy a propósito para divertir a los niños, le contó tres ocuatro cuentos fantásticos e infantiles, y le hizo varios juegos deprestidigitación con no escasa maestría.
Admirable es el encadenamiento de las cosas, y cómo de ciertas causasnacen a veces los efectos más imprevistos. ¿Quién hubiera podidoimaginar que del descubrimiento de mi padre y de su aparición algocómica, habían de resultar tan serias modificaciones y hasta cambios enla dirección de mi vida? Sin embargo, así aconteció. Lo que para salirde su atolladero inventó de súbito el Barón y yo acepté con risa,hallándolo disparatadamente gracioso, él y yo lo fuimos tomando más porlo serio cada día, y por virtud de nuestra voluntad atamos nuestrasalmas con lazo tan limpio y tan fuerte como si él fuese en realidad mipadre y yo su hija.
De esta ficción, que apenas ya me lo parecía, brotó en mi espíritu unsentimiento jamás experimentado por mí: algo de más fervoroso que laamistad; algo en que no entraba por nada el vehemente anhelo de lossentidos y algo que no era tampoco eso que llaman amor platónico y puro.Este sentimiento llegó a ser más puro y más grave que el amor platónico.Olvidada yo de que nacía de una mentira, le vi nacer en mí con sorpresay deleite, y le cuidé con esmero para que creciese y floreciese.
Yo no niego ni afirmo la existencia de lo que llaman amor platónico;pero, si existe, hallo en él, mientras vivimos esta vida mortal ytenemos el alma en el cuerpo, y cuando son los que se aman mujer yhombre, un no sé qué de incompleto y aun de monstruoso.
No es, en verdad, amor, ni merece tan santo nombre, lo que yo he sentidoy conocido desde la bajeza impura en que nací hasta el día de hoy. Sóloes amor, cumplido y entero, el que yo columbré remotamente entre losbrazos de Juan Maury, y que por mi indignidad o por mi desgracia no pudealcanzar nunca.
Del amor cumplido y entero, exclusivo y honrado desistí desde entonces,considerándole para mí imposible.
El lazo afectuoso que hace años al Barón me une, no es amor ni amistad,porque es más apretado lazo que el que ata a los amigos, y porque es másespiritual y cae menos bajo el influjo de los sentidos que el amor másplatónico y más puro.
Yo he leído y aprendido mucho en estos últimos años. Pocos escritos mehan encantado más, como divino ensueño poético, que las últimas áureaspáginas del libro de Baltasar Castiglione, titulado El Cortesano. Allíexplica el ingenioso, sutil y elocuente Pedro Bembo cómo se complace ycuánto goza el amante en la contemplación de la mujer amada, viéndola,oyéndola y hasta mereciendo de ella ciertos delicados e inocentesfavores, entre los cuales pone el de abandon