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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

EDMUNDO ABOUT

GERMANA

TRADUCCIÓN DE

T. ORTS-RAMOS

BUENOS AIRES

1918

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

INDICE

I. —El aguinaldo de la duquesa

II. —Petición de matrimonio

III. —La boda

IV. —Viaje a Italia

V. —El duque

VI. —Cartas de Corfú

VII. —El nuevo doméstico

VIII. —Los buenos tiempos

IX. —Cartas de China y de París

X. —La crisis

XI. —La viuda Chermidy

XII. —La guerra

XIII. —El puñal

XIV. —La justicia

XV. —Conclusión

I

EL AGUINALDO DE LA DUQUESA

Hacia la mitad de la calle de la Universidad, entre los números 51 y 57,se ven cuatro hoteles que pueden citarse entre los más lindos de París.El primero pertenece al señor Pozzo di Borgo, el segundo al condeMailly, el tercero al duque de Choiseul y el último, que hace esquina ala calle Bellechasse, al barón de Sanglié.

El aspecto de este edificio es noble. La puerta cochera da entrada a unpatio de honor cuidadosamente enarenado y tapizado de parrascentenarias. El pabellón del portero está a la izquierda, envuelto entreel follaje espeso de la hiedra, donde los gorriones y los huéspedes dela garita parlotean al unísono. En el fondo del patio, a la derecha, unaamplia escalinata resguardada por una marquesina, conduce al vestíbulo ya la gran escalera.

La planta baja y el primer piso están ocupados por el barón únicamente,que disfruta sin compartirlo con nadie un vasto jardín, limitado porotros jardines, y poblado de urracas, mirlos y ardillas que van y vienende ése a los otros en completa libertad, como si se tratara dehabitantes de un bosque y no de ciudadanos de París.

Las armas de los Sanglié, pintadas en negro, se descubren en todas lasparedes del vestíbulo. Son un jabalí de oro en un campo de gules. Elescudo tiene por soporte dos lebreles, y está rematado con el penacho debarón con esta leyenda: Sang lié au Roy[A].

Como media docena de lebreles vivos, agrupados según su capricho, seaburren al pie de la escalera, mordisquean las verónicas floridas en losvasos del Japón o se tienden sobre la alfombra alargando la cabezaserpentina. Los lacayos, sentados en banquetas de Beauvais, cruzansolemnemente los brazos, como conviene a los criados de buena casa.

El día 1.º de enero de 1853, hacia las nueve de la mañana, toda laservidumbre del hotel celebraba en el vestíbulo un congreso tumultuoso.El administrador del barón, el señor Anatolio, acababa de distribuirlesel aguinaldo. El mayordomo había recibido quinientos francos, el ayudade cámara doscientos cincuenta. El menos favorecido de todos, elmarmitón, contemplaba con una ternura inefable dos hermosos luises deoro completamente nuevos. Habría celosos en la asamblea, perodescontentos ni uno solo, y cada uno a su manera decía que da gustoservir a un amo rico y generoso.

Los tales individuos formaban un grupo bastante pintoresco alrededor deuna de las bocas del calorífero. Los más madrugadores llevaban ya lagran librea; los otros vestían aún el chaleco con mangas que constituyeel uniforme de media gala de los criados.

El ayuda de cámara iba vestido de negro completamente, con zapatillas deorillo; el jardinero parecía un aldeano endomingado; el cochero llevabachaqueta de tricot y sombrero galoneado; el portero un tahalí de oro yzuecos. Aquí y acullá se distinguía a lo largo de las paredes, unafusta, una almohaza, un encerador, escobas, plumeros y algo más cuyonombre ignoro.

El señor dormía hasta mediodía, como quien ha pasado la noche en elclub, y por lo tanto tenían tiempo para empezar sus faenas. Por lopronto se entretenían en darle empleo al dinero y las ilusiones lesocupaban bastante. Los hombres todos son algo parientes de aquellalechera de la fábula.

—Con esto, y lo que ya tengo ahorrado—decía el mayordomo—, puedoredondear mi renta vitalicia. A Dios gracias no falta el pan, y los díasde la vejez los tendré asegurados.

—Como es usted soltero—replico el ayuda de cámara—, no tiene quepensar en nadie. Pero yo tengo familia. Por eso pienso entregarle eldinero a ese buen señor que va a la Bolsa, y algo me producirá.

—Es una buena idea, señor Fernando—dijo el marmitón—. Cuando vayausted, llévele mis cuarenta francos.

El ayuda de cámara se creyó obligado también a intervenir y exclamó entono de protección:

—¡Vaya con el joven! ¿Qué crees tú que se puede hacer con cuarentafrancos en la Bolsa?

—Bueno—respondió el joven ahogando un suspiro—, los llevaré a la Cajade ahorros.

El cochero soltó una ruidosa carcajada y se dio unos puñetazos sobre elestómago gritando:

—Esta es mi caja de ahorros. Aquí es donde he colocado siempre misfondos, y a fe que no me ha ido mal. ¿Verdad, padre Altorf?

El padre Altorf, suizo[B] de profesión, alsaciano de nacimiento, deelevada estatura, vigoroso, huesudo, de desarrollado vientre, ancho dehombros, de cabeza enorme y rubicundo como un hipopótamo, sonrió con elrabillo del ojo y produjo con la lengua un pequeño chasquido que eratodo un poema.

El jardinero, delicada flor de la Normandía, hizo sonar el dinero en sumano y respondió al honorable preopinante:

—¡Vamos, no diga usted tonterías! lo que se ha bebido ya no se vuelve atener. Lo mejor que hay es esconder el dinero en una pared vieja o en unárbol hueco. ¡Los que así lo hagan no darán de comer al notario!

La asamblea en pleno protestó de la ingenuidad de aquel buen hombre queenterraba en flor sus escudos, sin hacerlos producir. Quince o diez yseis exclamaciones se elevaron al mismo tiempo. Cada uno expuso suopinión, descubrió su secreto, cabalgó en su Clavileño. Cada uno hizosaltar las monedas en su bolsillo y acarició ardientemente lasesperanzas ciertas, la dicha contante y sonante que habían embolsado. Eloro mezclaba su aguda vocecita con aquel concierto de pasiones vulgares;y el choque de las piezas de veinte francos, más embriagador que losvapores del vino o el olor de la pólvora, emborrachaba a aquellos pobrescerebros y aceleraba los latidos de sus groseros corazones.

En lo más fuerte del tumulto, se abrió una pequeña puerta que daba a laescalera, entre el piso bajo y el primero. Una mujer, con un harapientotraje negro, descendió vivamente los peldaños, atravesó el vestíbulo,abrió la puerta de vidrieras y desapareció en el patio.

Todo esto pasó en un minuto y, no obstante, la sombría aparición sellevó el buen humor de todas aquellas gentes, que se levantaron a supaso con el más profundo respeto. Los gritos se detuvieron en susgargantas y el oro ya no volvió a sonar en sus bolsillos. La pobre mujerhabía dejado detrás de ella como una estela de silencio y de estupor.

El primero que se repuso fue el ayuda de cámara, que era lo que se llamaun espíritu fuerte.

—¡Voto a...!—exclamó—. He creído ver pasar a la miseria en persona.Me ha estropeado el año. Ya veréis cómo no vuelve a salirme nada bienhasta el día de San Silvestre. ¡Brrr! tengo frío en la espalda.

—¡Pobre mujer!—dijo el mayordomo—. Ha tenido cientos y miles y ya laveis ahora... ¿Quién creería que es una duquesa?

—Es que el vagabundo de su marido se lo ha comido todo.

—¡Un jugador!

—¡Un hombre que no piensa más que en comer!

—Un andariego que trota de la mañana a la noche, con sus piernas derocín.

—No es él el que me interesa: tiene lo que se merece.

—¿Se sabe algo de la señorita Germana?

—Su negra me ha dicho que cada día está peor. A cada golpe de tos llenaun pañuelo.

—¡Y sin una alfombra en su habitación! Esa niña no se curaría más queen un país templado, en Italia, por ejemplo.

—Será un ángel para Dios.

—Los que quedan son más dignos de compasión.

—¡No sé cómo se las arreglará la duquesa para salir de este atolladero.¡A todos debe! Ultimamente el panadero se ha negado a fiarles más.

—¿Cuánto deben de alquiler?

—Ochocientos francos; pero lo que me extraña es que siquiera el señorhaya visto el color de su dinero.

—Si yo fuese él, preferiría tener desalquilado el piso antes quepermitir que viviesen en él personas que deshonran la casa.

—¡No seas bestia! ¿Para qué arrastrar por el arroyo al duque de La Tourde Embleuse y a su familia? Esas miserias, para que lo sepas, son comolas llagas del barrio; todos nosotros tenemos interés en ocultarlas.

—¡Toma!—dijo el marmitón—, creo que tengo razón para burlarme. ¿Porqué no trabajan? Los duques son hombres como los demás.

—¡Muchacho!—exclamó gravemente el mayordomo—, estás diciendo cosasincoherentes. La prueba de que no son hombres como los demás, es que yo,tu superior, no sería ni barón durante una hora de mi vida. Además, laduquesa es una mujer sublime y hace cosas de las que ni tú ni yoseríamos capaces. ¿Tomarías tú caldo durante todo un año y en todas lascomidas?

—¡Caramba! ¡No me parece eso muy divertido!

—¡Pues bien! la duquesa pone el puchero a la lumbre cada dos días,porque a su marido no le gusta la sopa de vigilia. El señor se come sutapioca de caldo graso y un bistec y un par de chuletas, y la pobre ysanta mujer se conforma con los desperdicios.

Es hermoso, ¿verdad?

El marmitón pareció muy conmovido.

—Mi buen señor Tournoy—dijo al mayordomo—, me interesan mucho esaspobres gentes. ¿No podríamos enviarles algo por medio de la negra?

—¡Sí, sí! ella es tan orgullosa como los otros; no querría nada denosotros. Y, no obstante, tengo la seguridad de que no se desayuna todoslos días.

Esta conversación se hubiera prolongado indefinidamente a no llegaroportunamente el señor Anatolio para interrumpirla, en el precisomomento en que el guarda, que aun no había abierto la boca, iba a tomarla palabra. La asamblea se disolvió más que de prisa; cada uno de losoradores llevó consigo sus instrumentos de trabajo y en la sala dedeliberaciones no quedó más que una de esas escobas gigantescas,llamadas cabezas de lobo.

Mientras tanto, Margarita de Bisson, duquesa de la Tour de Embleuse,caminaba apresuradamente en dirección a la calle Jacob. Los transeúntesque la rozaban con el codo al correr para dar o recibir los aguinaldos,la encontrarían seguramente parecida a una de esas irlandesasdesesperadas que patinan sobre el afirmado de las calles de Londres enpersecución del penique. Hija de los duques de Bretaña, casada con unantiguo gobernador del Senegal, la duquesa llevaba un sombrero de pajateñido de negro cuyas cintas se retorcían como bramantes. Un velillo deimitación, agujereado por cinco o seis sitios distintos, mal ocultaba sucara, dándole además un aspecto extraño. Aquel hermoso rostro, sembradode pequeñas manchas, producía el efecto de que estuviese desfigurada porla viruela. Un viejo chal, ennegrecido por los cuidados del tintorero yal que la intemperie había dado un color rojizo, dejaba caer tristementesus tres puntas cuyos flecos rozaban ligeramente la nieve de la acera.La ropa que se ocultaba debajo del mantón estaba tan usada, que no sehubiese podido decir de qué clase era a la simple vista. Unicamenteexaminándola de cerca y con una lupa se hubiera podido reconocer un moaré desteñido, raído, con los pliegues cortados y las franjasdeshilachadas, devoradas por el lodo corrosivo de las calles de París.Los zapatos que soportaban tan lamentable edificio habían perdido laforma y el color. La ropa blanca, ese distintivo de la limpieza y delbienestar, no asomaba ni por el cuello ni por las mangas. Algunas veces,al pasar por un charco, el vestido se levantaba por un lado y dejaba veruna media de lana gris y un sencillo refajo de algodón negro. Las manosde la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo suchal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por elmiedo de perder los zapatos.

Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria nohabía afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada. Habíarecibido de sus antepasados una de esas bellezas rebeldes que loresisten todo, incluso el hambre. Se ha visto a presos que engordaban ensu calabozo hasta la hora de la muerte. A la edad de cuarenta y sieteaños, la señora de la Tour de Embleuse conservaba aún, hermosos rasgosde su juventud. Aun tenía el cabello negro y treinta y dos piezas en laboca capaces de triturar el pan más duro. Su salud no respondía a suaspecto, pero esto era un secreto que quedaba entre ella y su médico. Laduquesa estaba en los linderos de aquella hora peligrosa, y a vecesmortal, en que la madre desaparece para dejar lugar a la abuela. Amenudo soñaba que la sangre le llenaba la garganta como si quisieraahogarla. Oleadas de calor le subían hasta el cerebro y se despertabacomo si estuviese en un baño de vapor, del que se extrañaba salir convida. El doctor Le Bris, un médico joven y un antiguo amigo, lerecomendaba un régimen suave, sin fatigas y sobre todo sin emociones.Pero, ¿qué alma, por estoica que fuese, hubiese atravesado sinemocionarse por tan rudas pruebas?

El duque César de La Tour de Embleuse, hijo de uno de los emigrantes másfieles al rey y de los más encarnizados contra el pueblo, fuemagníficamente recompensado por los servicios de su padre. En 1827,Carlos X le nombró gobernador general de las posesiones francesas delAfrica occidental. Tenía apenas cuarenta años. Durante veintiocho mesesde permanencia en la colonia, se defendió valerosamente contra los morosy contra la fiebre amarilla; después pidió un permiso para casarse enParís. Era rico, gracias a la indemnización que le habían dado, y doblósu fortuna al casarse con la hermosa Margarita de Bisson que poseíasesenta mil francos de renta. El rey firmó al mismo tiempo su contrato ysu cesantía, y el duque se encontró casado y destituido el mismo día. Elnuevo poder le hubiera acogido de muy buena gana entre la multitud delos tránsfugas; incluso se llegó a decir que el ministerio CasimiroPérier le había hecho algunas proposiciones. El duque rechazó todos losempleos, primero por orgullo, pero también por una invencible pereza.Sea que hubiese gastado en menos de tres años toda su energía, sea quela vida fácil de París le retuviera con un atractivo irresistible, es locierto que durante diez años su único trabajo fue pasear sus caballospor el Bosque y exhibir sus guantes amarillos en el foyer de la Opera.París era completamente nuevo para él, porque había vivido en el campobajo la férula inflexible de su padre hasta el momento de partir para elSenegal. Gustó tan tarde de los placeres, que no tuvo tiempo parasaciarse.

Todo le parecía hermoso, los goces de la mesa, las satisfacciones de lavanidad, las emociones del juego y hasta las austeras alegrías de lafamilia. Mostraba en casa la cariñosa diligencia de un buen esposo y enel mundo la fogosidad de un hijo de familia emancipado. Su mujer era lamás dichosa de Francia, pero no la única de quien él hiciera la dicha.Lloró de alegría al nacer su hija, allá por el verano de 1835. En elexceso de su felicidad, compró una casa de campo a una bailarina por lacual estaba loco. Las comidas que daba en su casa no tenían rival, comono fuesen las cenas que daba en la de su querida. El mundo, que essiempre indulgente para los hombres, le perdonaba aquel derroche de suvida y de su fortuna. Además, hacía las cosas galantemente, porque susplaceres mundanos no levantaban un eco doloroso en su casa. En justicia,¿se le podía reprochar que hiciese partícipes a todos de la exuberanciade su bolsillo y de su corazón? Ninguna mujer compadecía a la duquesa,que, en efecto, no era digna de compasión. El duque evitabacuidadosamente comprometerse, no se exhibía en público más que con suesposa, y antes hubiera preferido faltar a una partida que enviarla solaal baile.

Aquella vida por partida doble y los manejos en que un hombre de mundosabe envolver sus placeres, hicieron pronto brecha en su capital. Nadacuesta más caro en París que la sombra y la discreción. El duque erademasiado gran señor para detenerse en su camino. Nunca supo negar nadaa su esposa ni a la de los otros. Y no es que ignorase el estado de sufortuna, pero contaba con el juego para repararla. Los hombres a quienesel bien ha venido durmiendo se habitúan a una confianza ilimitada en eldestino. El señor de La Tour de Embleuse era dichoso como el que tomalas cartas en sus manos por primera vez. Se estima que sus ganancias delaño 1841

doblaron sus rentas y aún más, pero nada dura en este mundo, nisiquiera la suerte en el juego; bien pronto pudo saberlo porexperiencia. La liquidación de 1848, que dejó al descubierto tantasmiserias, le demostró que estaba arruinado sin remisión. Vio que a suspies se abría un abismo sin fondo. Otro hubiera perdido la cabeza; él nisiquiera perdió la esperanza. Fuese directamente a su esposa y le dijocon la alegría de siempre:

—Mi querida Margarita, esta maldita revolución nos lo ha quitado todo;no nos quedan ni mil francos nuestros.

La duquesa no esperaba semejante noticia y, pensando en su hija, lloróamargamente.

—No temas nada—le dijo—; es una tempestad pasajera. Cuenta conmigo;yo cuento con el azar. Dicen que soy un hombre ligero; ¡tanto mejor! Asívolveré a flote.

La pobre mujer enjugó sus lágrimas y le dijo:

—¡Bien, amigo mío! ¿Es que quieres trabajar?

—¡Yo! ¡Ni por pienso! Esperaré la Fortuna; es una caprichosa y se haportado siempre muy bien conmigo para que se despida así en redondo ypara siempre.

El duque esperó ocho años en un pequeño departamento del palacio deSanglié, encima de las caballerizas. Sus antiguos amigos, desde queconocieron su situación, le ayudaron con su bolsa y con su crédito. Tomóprestado sin escrúpulo, como hombre que había hecho préstamos sinrecibo. Se le ofrecieron muchos empleos, todos decorosos. Una compañíaindustrial quiso incluirle en su consejo de administración con unagratificación que equivalía a un sueldo. Rehusó por miedo de rebajarse.«No tengo inconveniente, dijo, en vender mi tiempo, pero a lo que noestoy dispuesto es a prestar mi nombre.» Así fue descendiendo uno poruno todos los peldaños de la miseria, desanimando a sus amigos, cansandoa sus acreedores, cerrándose todas las puertas, desprestigiando unnombre que no quería comprometer, pero sin preocuparse del traje raídoque paseaba por las calles ni de su chimenea en la que no podía echar niun mal pedazo de leña.

El día 1.º de enero de 1853, la duquesa llevaba al Monte de Piedad suanillo de boda.

Es preciso estar bien falto de todo socorro humano para empeñar unobjeto de tan escaso valor como un anillo de matrimonio. Pero la duquesano tenía ni un céntimo en casa y no se vive sin dinero, por más que elcrédito sea el gran resorte del comercio de París. Se compran muchascosas sin pagarlas cuando se puede echar sobre el mostrador una tarjetacon un nombre conocido y una dirección elegante. Podéis amueblar vuestracasa, llenar vuestra bodega y proveer vuestro ropero sin que tengáisnecesidad de enseñar el color de vuestros escudos. Pero hay mil gastoscotidianos que no se hacen más que con el dinero en la mano. Un vestidose toma a crédito, pero los remiendos se pagan al contado. Algunas veceses más fácil comprar un reloj que una col. La duquesa disponía de unresto de crédito que cultivaba con un cuidado religioso, pero, en cuantoal dinero, no sabía cómo procurárselo. El duque de La Tour de Embleuseya no tenía amigos: los había gastado como el resto de su fortuna. Talcompañero de colegio nos profesa cariño hasta mil francos; tal camaradade placer llega a prestarnos cien luises; tal vecino compasivorepresenta un valor de mil escudos. Pasada cierta cifra, se cree librede todos los deberes de la amistad; no tiene nada de qué reprocharse; yano os debe nada; tiene el derecho de desviar la vista cuando osencuentra y de negaros la entrada cuando llamáis a su puerta. Las amigasde la duquesa se habían ido apartando de ella una después de otra.

Laamistad de las mujeres es seguramente más cordial que la de los hombres,pero en uno y otro sexo no hay afecto duradero más que para sus iguales.Se experimenta un placer delicado en subir dos o tres veces una escaleraestrecha y en sentarse cerca de un miserable camastro, pero hay muypocas almas tan heroicas que sean capaces de vivir familiarmente con ladesgracia de los demás. Las mejores amigas de la pobre mujer, aquellasque la llamaban Margarita, habían sentido enfriarse su corazón en aqueldepartamento sin alfombras y sin fuego, y ya habían dejado de ir. Cuandose les hablaba de la duquesa, hacían su elogio, la compadecíansinceramente y decían: «Nos queremos como siempre, pero no nos vemoscasi nunca. ¡Su marido tiene la culpa!»

En aquel abandono lamentable, la duquesa recurría al último amigo de losdesgraciados, un acreedor que presta a un interés muy elevado, esverdad, pero sin objeciones ni reproches. El Monte de Piedad guardabasus alhajas, sus encajes, sus vestidos, lo mejor de su ropa blanca y elpenúltimo colchón de su cama. Lo había empeñado todo a la vista delpropio duque que veía marchar uno a uno todos los objetos

de

sumobiliario,

despidiéndose

alegremente

de

ellos.

Aquel

incomprensibleviejo vivía en su casa como Luis XIV en su reino, sin preocuparse delporvenir y diciendo: «¡Después de mí, el diluvio!» Se levantaba yatarde, almorzaba con excelente apetito, se pasaba una hora en eltocador, se teñía el pelo, se ponía colorete, se pulía las uñas ypaseaba sus gracias por París hasta la hora de comer.

No mostraba lamenor extrañeza cuando veía una buena comida sobre la mesa, y erademasiado discreto para preguntar a su mujer cómo la había logrado. Sila comida era magra, se condolía humorísticamente y sonreía a la malafortuna como otras veces a la buena. Cuando Germana empezó a toser,bromeó alegremente sobre tan mala costumbre. Se pasó largo tiempo sinver que la pobre languidecía, y el día que lo advirtió experimentó unaviva contrariedad.

Cuando el doctor le anunció que sólo un milagro podía salvar a lainfeliz niña, le llamó médico Tant-Pis (Tanto peor), y le dijofrotándose las manos: «¡Vamos, vamos, eso no será nada!» El mismoignoraba si hablaba así para tranquilizar a la familia o es querealmente su trivialidad natural le impedía sentir el dolor. Su mujer ysu hija le adoraban tal como era. Trataba a la duquesa con la mismagalantería que al día siguiente de la boda, y hacía saltar a Germanasobre sus rodillas como cuando tenía tres años. La duquesa jamás leacusó, ni en su fuero interno, de su ruina; veía en él, lo mismo queveintitrés años antes, al hombre perfecto; tomaba su indiferencia porvalor y firmeza; esperaba en él, a pesar de todo, y le creía capaz delevantar la casa por un golpe inesperado de fortuna.

A Germana, según el doctor Le Bris, no le quedaban más que cuatro mesesde vida.

Debía caer en los primeros días de la primavera, a tiempo paraque las lilas blancas pudiesen florecer sobre su tumba. La pobre jovenpresentía su destino y juzgaba sobre su estado con una clarividenciabien rara en los tuberculosos. Quizás hasta tenía sospechas del mal queminaba a su madre. Dormía al lado de la duquesa, y en sus largas nochesde insomnio se asustaba algunas veces del sueño anhelante de la queridaenfermera. «Cuando yo haya muerto, pensaba, mamá no tardará en seguirme.No estaremos mucho tiempo separadas; pero, ¿qué será de mi padre?»

Todas las preocupaciones, todas las miserias, todos los dolores físicosy morales tenían su asiento en aquel rincón del palacio Sanglié; y enParís, donde la miseria abunda, no había, quizás, una familia máscompletamente miserable que la de La Tour de Embleuse que poseía portodo recurso un anillo de boda.

La duquesa fue primero a la sucursal del Monte de Piedad, situada en lacalle de Bonaparte, cerca de la Escuela de Bellas Artes, pero encontróla casa cerrada; había olvidado que era día de fiesta. Entonces se leocurrió la idea de que tal vez habría abierto el comisionista de lacalle de Condé, pero le ocurrió lo mismo. No sabía ya dónde dirigirse,porque los establecimientos de este género no son muy frecuentes en elbarrio de San Germán; no obstante, como el duque no podía comenzar elaño ayunando, entró en un pequeño establecimiento de bisutería de laencrucijada del Odeón donde vendió su anillo por once francos. Elmercader prometió conservarlo tres meses, por si quería ir a buscarlo.

Guardó el dinero en una punta de su pañu