Germana by Edmond About - HTML preview

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El orode su hija resbalaba entre sus dedos y Dios sabe a qué manos iba aparar. Había perdido, en ocho años de miseria, aquella elegancia queennoblece hasta las tonterías de los hombres bien nacidos. Todos losplaceres le eran permitidos y llegó hasta llevar a la cabecera deGermana el olor nauseabundo de la taberna. La duquesa temblaba ante laidea de dejar a aquel niño viejo en París, con más dinero del que senecesitaba para matar a diez hombres. En cuanto a llevarlo a Italia, nisoñarlo. París era el único lugar donde había conocido la vida y sucorazón estaba encadenado al asfaltado de las calles. La pobre mujer sesentía atraída por dos deberes contrarios. Hubiera querido dividirse endos para endulzar los últimos momentos de su hija y para conducir lavejez alocada de su incorregible marido. Germana asistía desde su cama alos combates interiores que sostenía la duquesa. A fuerza de sufrirjuntas, la madre y la hija habían llegado a entenderse sin decir nada ya no tener más que un alma para las dos. Un día, la enferma declarórotundamente que no abandonaría Francia.

—¿Es que no estoy bien aquí?—decía—. ¿Qué necesidad hay de agitar alviento una antorcha que se extingue?

En aquel momento entró la señora de Villanera con el conde y el señor LeBris.

—Querida condesa—dijo Germana—, ¿es absolutamente necesario que meenviéis a Italia? Para lo que he de hacer, mejor estoy aquí, y además noquisiera que mi madre dejase París.

—¡Pues que se quede!—respondió la condesa con su vivacidad española—.No tenemos necesidad de ella y yo la cuidaré a usted mejor que nadie.Usted es mi hija,

¿lo oye usted?, y tendremos ocasión de probárselo.

El conde insistió sobre la necesidad del viaje y el doctor hizo coro conél.

—Además—añadió el señor Le Bris—, la duquesa no nos seríaprecisamente útil.

Dos enfermos en un mismo carruaje no permitenadelantar mucho. El viaje que es conveniente para usted, seríaperjudicial para la señora duquesa.

En el fondo de su corazón, el honrado joven quería ahorrar a la duquesael espectáculo de la agonía de su hija. Quedó, pues, convenido, que laseñora de La Tour de Embleuse permanecería en París: Germana partiríacon su marido, su suegra, el pequeño Gómez y el doctor.

El señor Le Bris se había comprometido un poco irreflexivamente aabandonar su clientela. El viaje le podía costar caro si duraba muchotiempo. Lo difícil no era encontrar un colega que se encargase de laduquesa y de los demás enfermos; pero París es una ciudad donde losausentes no hacen carrera y aquel que no se exhibe todos los días espronto olvidado. El joven doctor sentía por Germana una amistad sólida,pero la amistad no nos lleva nunca al olvido de nosotros mismos: éste esuno de los privilegios del amor.

Por su parte, don Diego se había impuesto el cumplimiento de su deber yquería que Germana fuese acompañada de su médico de cabecera. Preguntóal señor Le Bris cuánto ganaba cada año.

—Veinte mil francos—contestó el doctor—. De esos cobro cinco o seismil.

—¿Y el resto?

—Me lo quedan a deber. Nosotros no tenemos derecho a acudir a losjuzgados.

—¿Haría usted el viaje a Italia por veinte mil francos anuales?

—Mi pobre conde, no hablemos de años. Lo que le queda de vida debecontarse por meses, quizás por semanas.

—¡Pongamos dos mil francos al mes y sea usted de los nuestros!

El señor Le Bris estrechó la mano del conde. El interés se mezcla entodas las pasiones humanas, y representa igualmente su papel en el dramay en la comedia. El amor y el odio, el crimen y la virtud, la vida y lamuerte, no se cruzan jamás sin codearse con un personaje brillante ysonoro que se llama el dinero.

Fue el doctor el encargado de entregar al duque el precio de su hija. Elconde no se hubiera atrevido jamás a dar un millón a un gentilhombre. Elseñor Le Bris, que conocía al duque, cumplió su comisión fácilmente. Lellevó una inscripción de cincuenta mil francos de renta y le dijo:

—Señor duque, he aquí la salvación de la señora duquesa.

—¡Y la mía!—añadió el viejo—. Usted nos ha prestado un gran servicio,doctor, y desde este momento queda al servicio de mi casa.

El joven respondió cortésmente:

—Es cosa hecha, señor duque.

Hubiera podido añadir que desde hacía tres años les visitabagratuitamente.

El día de la boda por la mañana fue la modista a casa de Germana paraprobarle el traje de novia. La joven se prestó dulcemente a aquellatriste chanza. La costurera advirtió que un punto del cuerpo se habíadescosido y se dispuso a reparar el desperfecto.

—¿Para qué?—dijo la enferma—. No he de usarlo más.

Al presentarle el velo, notó la ausencia de las flores de azahar.

—Está bien; temí que no se hubiesen fijado.

Aquellos preparativos eran de una tristeza fúnebre.

—Mamá—dijo Germana—, ¿se acuerda usted de los versos del poetaJasmin, cuya traducción me leyó usted en la Revista de Ambos Mundos?

«Todos

los

caminos

debían

florecer,

Porque

la

hermosa

novia

iba

a

salir;

Debían

florecer,

florecer

y

granar,

Porque la hermosa novia iba a pasar.»

¿Cómo terminaba? No me acuerdo. ¡Ah! ¡sí!

«Todos

los

caminos

debían

gemir,

Porque

la

hermosa

muerta

iba

a

salir;

Debían

gemir,

debían

llorar.

Porque la hermosa muerta iba a pasar.»

La duquesa se deshacía en lágrimas. Germana le pidió perdón por sucobardía.

—Espere usted—dijo—, ya me verá ante el enemigo. Debo llevardignamente el nombre de ustedes. ¿No soy el último vástago de los LaTour de Embleuse?

Los testigos del conde fueron el embajador de España y el secretario dela legación de las Dos Sicilias. Los de Germana, el barón de Sanglié yel doctor Le Bris. Todo el faubourg fue invitado a la misa. El señorde Villanera conocía a lo mejor de París y al viejo duque no lemolestaba resucitar públicamente como millonario. Las tres cuartaspartes de los invitados fueron exactos a la cita; a pesar de ladiscreción de los invitados, el público adivinaba cierta anormalidad. Entodo caso, no deja de ser algo raro y curioso la boda de una moribunda.Al dar las doce de la noche, doscientos o trescientos coches, que veníandel baile o del teatro, fueron a depositar su carga en la plazoleta deSanto Tomás de Aquino.

La novia descendió la gradería del brazo del doctor Le Bris. Se laencontró menos pálida de lo que se esperaba, pero es que había rogado asu madre que le pusiera un poco de colorete para representar aquellacomedia.

Avanzó con paso firme hasta el reclinatorio que se le había destinado.Su padre le daba la mano y marchaba triunfalmente a su izquierda,mirando con el monóculo a la concurrencia. El singular viejo no pudoretener una exclamación al advertir medio oculta entre la multitud unaencantadora cabeza: «¡Hermosa mujer!», dijo como si se hallase en elbulevar.

Era la señora Chermidy que había querido ver con sus propios ojos si lanovia aun estaba viva.

Después de la ceremonia, una silla de postas con cuatro caballos llevó alos viajeros hasta la barrera de Fontainebleau, pero desde allíretrocedió al bulevar exterior y regresó al palacio Villanera. Eranecesario tomar al pequeño Gómez y dar a Germana algunas horas dereposo.

IV

VIAJE A ITALIA

Germana durmió poco aquella noche. Estaba acostada en una inmensa camade pabellón, en el centro de una habitación desconocida. Un globo deporcelana mal iluminaba los tapices. Mil figuras extravagantes parecíansalirse de la pared y bailar alrededor de la cama. Por primera vez,durante veinte años, se veía separada de su madre. Había sidoreemplazada por la señora de Villanera, atenta a sus menores deseos ymovimientos, pero que le daba miedo. En un ambiente tan pocotranquilizador, la pobre niña no se atrevía ni a dormir ni a estardespierta. Cerraba los ojos para no ver los tapices, pero no tardaba envolverlos a abrir, porque entonces se le presentaban otras imágenes másespantosas. Creía ver a la muerte en persona, tal como los imagineros dela Edad Media la habían representado en los misales.

—Si me duermo—pensaba—, nadie vendrá a despertarme; me han dejadoaquí para que me muera.

Un gran reloj de Boule marcaba las horas sobre la chimenea. Los golpessecos del péndulo, la regularidad inflexible del movimiento, lecrispaban los nervios: rogó a la condesa que parase el reloj. Pero bienpronto el silencio le pareció más temible que el ruido e hizo devolverla vida a la inocente máquina.

Hacia la mañana, la fatiga fue más fuerte que todas las preocupaciones.Germana dejó caer sus pesados párpados, pero se despertó casi en el actoal ver que tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Ella sabía que enesta postura se enterraba a los muertos. Sacó fuera de los cobertoressus bracitos descarnados y se cogió fuertemente a la madera de la cama.La condesa se apoderó de su mano, la besó dulcemente y la retuvo sobresus rodillas. Solamente entonces se tranquilizó la enferma y durmióhasta entrado el día. Soñó que la condesa estaba de pie a su derecha,que tenía la figura de un ángel y que le habían salido unas alasblancas. A su izquierda veía otra mujer, pero no pudo reconocerla. Loúnico que pudo distinguir fue un velo de encaje, dos grandes alas decachemira y dos garras de diamantes. El conde se paseaba con pasoagitado: iba de una a otra mujer y les hablaba al oído. Finalmente, eltecho se abrió, descendiendo un hermoso niño mofletudo, parecido a esosquerubines que guardan los tabernáculos de las iglesias. El ángel volósonriendo hacia la enferma, ella abrió los brazos para recibirlo y elmovimiento que hizo la despertó.

Al abrir los ojos, vio entrar a la vieja condesa con traje de viaje y aljoven Gómez trotando a su lado. El niño sonrió instintivamente a aquellalinda muñeca blanca con cabellos de oro, e hizo ademán de querer trepara la cama. Germana intentó ayudarle, pero no era bastante fuerte. Lacondesa de la Villanera le levantó como una pluma y lo arrojó suavementesobre los almohadones.

—Hija mía—le dijo con emoción mal contenida—, te presento al marquésde los Montes de Hierro.

Germana cogió al niño por la cabeza y le besó dos o tres veces. Elpequeño Gómez recibió aquellas caricias con agrado y aun creo que ledevolvió un beso. La joven le miró largo rato y sintió el corazónemocionado. No sé qué proceso se desarrolló en el fondo de supensamiento, pero, después de un esfuerzo invisible, le dijo a mediavoz:

—¡Hijo mío!

La viuda la abrazó agradecida.

—Marqués, ahí tienes a tu mamaíta.

—¡Mamá!—repitió el niño sonriendo.

—¿Quieres que sea tu mamá?—preguntó Germana.

—Sí—respondió.

—Pobre pequeño, no será por mucho tiempo, ¡no!

—¡No!—repitió el niño sin comprender lo que decía.

Desde aquel momento el hijo y la madre fueron amigos. El pequeño Gómezno quiso salir ya de la habitación y asistió al tocado de Germana. Estale tenía sobre sus rodillas cuando entró el conde de Villanera a saludara su esposa y a besarle la mano.

La joven experimentó una especie devergüenza al verse así sorprendida y dejó resbalar al niño sobre laalfombra.

Germana no había amado aún más que a su madre y a su padre. No habíaestado en el colegio, no había tenido amigas y no conocía a ningúnhombre. El derroche de amor y de amistad que se hace en los pensionados,y que gasta el corazón de las jóvenes antes de tiempo, no había mermadolas riquezas de su alma. Amó, pues, a su suegra y a su hijo adoptivocomo un pródigo que no teme arruinarse; dedicó al doctor Le Bris unaternura fraternal, pero le pareció imposible amar a su marido: esto erasuperior a sus fuerzas; más valía, pues, renunciar. Y no es que el condefuese un hombre desagradable; otra mujer le hubiera encontrado perfecto.De todos sus compañeros de viaje, fue seguramente el más paciente, elmás atento, el más delicado; un caballero de honor encargado de escoltara una reina joven, no hubiera cumplido mejor su deber.

Era él quien lodisponía todo para la marcha y para el reposo, arreglaba el paso de loscaballos, elegía las comidas y preparaba los alojamientos. Las jornadasque hacían eran cortas, de modo que en dos etapas adelantaban diezleguas.

Esta manera de viajar hubiera agotado la paciencia de un hombre joven yrobusto: don Diego no temía más que Germana pudiera fatigarse. Erafumador, como creo ya haberos dicho. Desde el primer día del viaje seredujo a fumar dos cigarros por día; uno por la mañana, antes de partir,y el otro por la noche, antes de acostarse. Pero una mañana la enfermale dijo:

—¿No ha fumado usted? Me parece sentir el olor del tabaco.

Don Diego dejó sus cigarros en la primera posada y no volvió a fumar.

La enferma lo aceptaba todo de su marido sin perdonarle ningúnsacrificio. ¿No le había dado ella más de lo que podía darle? Ella serepetía continuamente que don Diego la cuidaba por deber o, mejor dicho,para descargo de su conciencia, que la amistad no entraba para nada entodas aquellas atenciones; que él desempeñaba fríamente el papel de buenmarido; que amaba a otra mujer; que no se pertenecía y que había dejadosu corazón en Francia. Pensaba, en fin, que aquel hombre que parecía tancuidadoso de su vida, se había casado con ella con la esperanza de quemoriría bien pronto, y se indignaba de ver retrasar con todos susesfuerzos el acontecimiento que tanto deseaba.

Fue, pues, tan dura para él, como era amable para los demás. Ocupaba elfondo del carruaje con la vieja condesa. Don Diego, el médico y el niñoestaban de espaldas a los caballos. Si alguna vez el niño trepaba sobresus rodillas, o si la viuda, dormida por la monotonía del movimiento,dejaba caer la cabeza sobre su hombro escuálido, jugaba con el pequeño oacariciaba los cabellos de la viuda. Pero no permitía que su marido lepreguntase siquiera por su estado, y un día le respondió con unacrueldad sangrienta:

—Esto va bien, sufro mucho.

Don Diego sacó la cabeza por la ventanilla y sus lágrimas cayeron sobrelas ruedas.

El viaje duró tres meses, sin cambiar ni el humor ni la salud deGermana. No estaba mejor ni peor: arrastraba la vida. Tenía siempre lamisma aversión a su marido, pero se iba acostumbrando a él. Italiaentera pasó ante su vista sin que se interesase por nada, ni siquiera sefijase en ningún sitio. Verdad es que en invierno Italia se parece muchoa Francia. Nieva un poco menos, pero llueve más.

El clima de Niza la hubiera sentado muy bien. Pasando por el paseo delos Ingleses, don Diego había hecho el elogio de una linda villa pintadade color de rosa y rodeada de un jardín de naranjos. Pero Germana seaburría de ver desfilar todo el día una interminable procesión detísicos. Los condenados que se destierran a Niza tienen miedo los unosde los otros y cada uno de ellos lee su destino en la palidez delvecino.

—¡Vamos a Florencia!—dijo ella.

Y don Diego hizo enganchar para Florencia.

Encontró en la ciudad un aspecto de fiesta que parecía exacerbar sudesgracia. El primer día que fue conducida al paseo, que oyó la músicade los regimientos austriacos y que las floristas mofletudas arrojaronsu mercancía en el coche, reprochó duramente a su marido el haberlaexpuesto a un contraste tan cruel. Quedaba Pisa y allí fueron.

Quiso verel Campo Santo y la terrorífica obra maestra de Orcagna. Aquellaspinturas fúnebres, aquellos cuadros de la Muerte, dueña de la vida, laimpresionaron fuertemente y salió de allí más muerta que viva.

Entonces expresó el deseo de ir hasta Roma. El clima de la gran ciudadno debía favorecerla precisamente, pero había llegado ya al punto en queel médico no niega nada a su enfermo. Vio Roma y creyó entrar en unavasta necrópolis. Aquellas casas desiertas, los palacios vacíos y lasgrandes iglesias en las que se ve de espacio en espacio un fielarrodillado, tomaron a sus ojos una fisonomía sepulcral.

Partió para Nápoles y tampoco se encontró mejor. Se habían alojado enSanta Lucía.

El más hermoso golfo del universo ondulaba sus aguas azulesante ella; el Vesubio humeaba bajo sus balcones; el sitio estaba bienelegido para vivir y morir. Pero ella soportaba impacientemente losruidos de la calle, el grito agudo de los cocheros, el paso sonoro delas patrullas suizas y el canto de los pescadores. Maldijo la ciudadruidosa y agitada donde ni siquiera era permitido sufrir en paz. Laofrecieron hallar en las inmediaciones un retiro más tranquilo; quisobuscar por sí misma e hizo un gasto de actividad que la agotó en pocosdías. El doctor estaba admirado de tanta resistencia. Era preciso que laNaturaleza hubiera construido su cuerpo con bien sólidos materiales obien que un alma vigorosa retrasase la ruina de aquel edificio que sedesplomaba.

Le enseñaron Sorrento y Castellamare; la pasearon durante ocho días delugar en lugar sin que se decidiese a hacer una elección. Una noche,tuvo el capricho de visitar Pompeya a la luz de la luna.

—Es una ciudad por mi estilo—dijo con una sonrisa amarga—; es justoque los muertos se consuelen entre sí.

Fue preciso arrastrarla por espacio de dos horas sobre el empedradodesigual de la ciudad muerta. Hubiera sido un paseo delicioso para uncorazón alegre. El día había sido hermoso; la noche era casi tibia. Laluna iluminaba los objetos como un sol de invierno. El silencio añadíaal espectáculo un encanto dulce y solemne. Las ruinas de Pompeya notienen la grandeza aplastante de esos monumentos romanos que inspirarontan largas frases a madama de Staël. Son los restos de una ciudad dediez mil habitantes; los edificios privados y públicos tienen unafisonomía provinciana. Al entrar en aquellas calles estrechas, al abrirla puerta de sus casitas, se penetra en la vida íntima de la antigüedady se es recibido amistosamente en un pueblo que ya no existe.

Encontráis allí una singular mezcla del sentimiento artístico quedistinguía a los antiguos y del mal gusto que es patrimonio de lospequeños burgueses de todas las épocas. Nada más divertido que descubrirbajo el polvo de veinte siglos jardinillos semejantes a los de losInválidos, con su surtidor microscópico, los pequeños patos de mármol yla estatuíta de Apolo en el centro. He ahí el dominio de un ciudadanoromano que vivía de sus rentas en el año 79 de la Era cristiana. Laalegría champañesa del doctor se recreaba dulcemente en medio deaquellos curiosos restos. Don Diego traducía a su mujer los relatosinterminables del guarda, pero la impaciencia febril de la enfermaquitaba todo encanto a la excursión. La pobre niña no era dueña de símisma; pertenecía a la enfermedad y a la muerte próxima. No caminabanada más que por sentirse vivir, ni hablaba más que por oír su voz. Seadelantaba a la comitiva, volvía sobre sus pasos, pedía que la dejasenver de nuevo lo que ya había visto, se detenía en el camino y seingeniaba en buscar caprichos que nadie podía satisfacer.

Hacia lasnueve, el frío se apoderó de ella y propuso volver al hotel.«Decididamente, dijo, quiero morir aquí; por lo menos estaré tranquila.»Pero después pensó que el Vesubio no había dicho aún su última palabra yque podría depositar una sábana de fuego sobre su tumba. Entonces hablóde volver a París y se acostó con unos escalofríos que no presagiabannada bueno.

La viuda cenó a su lado. El niño ya dormía desde hacía rato. El dueño dela Corona de hierro invitó a los caballeros a bajar al comedor;estarían mejor que en la habitación de un enfermo y tendrían compañía.

El médico aceptó la proposición y don Diego le siguió.

La compañía se reducía a dos personas; un pintor francés, gordinflón yde buen humor, y un joven inglés encarnado como un cangrejo. Los doshabían visto entrar a Germana y habían adivinado sin esfuerzo el mal quela mataba. El pintor profesaba una filosofía alegre, como todo el quedigiere bien.

—Yo, señor—decía a su vecino—, si nunca llegase a padecer del pecho,lo que no es probable, no me apartaría en absoluto de mi régimen devida. En todas partes se cura y en todas partes se muere. El aire deParís es quizás el que mejor conviene a los tísicos. Hablan del Nilo:los posaderos del Cairo son los que han hecho extender esa opinión. Sinduda el vapor del río sirve para algo, pero, ¿y la arena del desierto noes perjudicial? Se os entra en los pulmones, se aloja en ellos y ¡buenasnoches!... Usted me dirá que si de todos modos hay que morir, queda porlo menos el derecho de elegir el sitio. Me hago cargo perfectamente deello. ¿Ha viajado usted por la regencia de Túnez?

—Sí.

—¿Ha visto usted cortar la cabeza a alguien?

—No.

—Pues bien, todo eso se ha perdido usted. Esos desgraciados tienen elderecho de elegir el sitio. Cuando un tunecino es condenado a muerte, sele da tiempo hasta la puesta del sol para buscar el lugar en que se lehaya de cortar la cabeza. Desde el amanecer, dos verdugos le cogen delbrazo y le conducen al campo. Cada vez que llegan a algún lindo rincónde paisaje, un arroyuelo sombreado por dos palmeras, los ejecutoresdicen al paciente: «¿Cómo encuentras esto? Sería inútil buscar nadamejor.»

«Vamos más lejos, dice el otro, aquí hay moscas.» Le pasean asíhasta que ha encontrado un lugar de su agrado y se decide generalmente ala puesta del sol.

Entonces se arrodilla, los dos vecinos sacan suscuchillos y le cortan tranquilamente la cabeza. Pero tiene, por lomenos, el consuelo de morir en un terreno a su gusto. He conocido enParís a una bailarina que se le había metido la misma idea en la cabeza.Se había comprado un terreno en el Père-Lachaise e iba a visitarlo decuando en cuando, cada vez con mayor placer. Los seis metros de supropiedad estaban en uno de los más bellos rincones del cementerio,rodeado de monumentos burgueses y con vistas al exterior. Pero suscompatriotas de usted son los que cometen mayores extravagancias.

Unoque encontré una vez quería ser enterrado en Etretat porque allí el airees más puro, porque se ve el mar y porque nunca ha habido cólera. Mecontaron de otro que compraba terrenos en todas las ciudades por dondepasaba. Desgraciadamente murió en la travesía de Liverpool a Nueva Yorky el capitán le hizo arrojar al agua.

Don Diego y el doctor hubieran dejado muy a gusto de oír semejantediscurso e iban a rogar a su vecino que cambiase de conversación,cuando el joven inglés tomó la palabra.

—Pues yo, señor—dijo—, hace dos años estaba tan enfermo como esajoven que hemos visto pasar. Los médicos de Londres y de París me habíanfirmado mi pasaporte y yo buscaba también un sitio para morir. Lo elegíen las islas Jónicas, en la parte meridional de Corfú. Me instalé allíesperando mi hora y me encontré bien, tan bien, que la hora pasó.

El médico tomó la palabra con la desenvoltura que reina en las mesasredondas de Italia:

—¿Usted ha estado tísico, señor?

—En tercer grado, si es que toda la Facultad no se burló de mí.

Citó los nombres de los médicos que lo habían visitado y condenado.Contó cómo había acabado por cuidarse él mismo, sin nuevos remedios, enel campo, lejos del bullicio, esperando la muerte, bajo el cielo deCorfú.

El señor Le Bris le pidió permiso para auscultarle, a lo que se negó élcon un terror cómico. Le habían contado la historia del médico que matóa su enfermo para saber cómo se había curado.

Una hora después el conde estaba sentado a la cabecera de Germana. Laenferma tenía el rostro encendido y la palabra jadeante.

—Venga usted—dijo a su marido—. Tengo que hablarle seriamente. ¿No sefija usted en que estoy mejor esta noche? Tal vez estoy en vías decuración. Su porvenir de usted está comprometido. Le he hecho perder yatres meses; nadie esperaba que durase tanto. Mi familia tiene muchavitalidad; será necesario que me mate. Usted tiene derecho, ya lo sé;para eso le ha costado su dinero. Pero déjeme aún algunos días; ¡es tanhermosa la luz! Me parece que respiro mejor.

Don Diego le cogió la mano; estaba ardiente.

—Germana—le dijo—, he comido con un joven inglés que ya le enseñarémañana.

Estaba más enfermo que usted, según asegura; el cielo de Corfúle ha curado. ¿Quiere usted que nos marchemos a Corfú?

La joven se incorporó en la cama, le miró en los ojos y le dijo con unaemoción que rayaba en el delirio:

—¿Dices la verdad?... ¿Puedo vivir aún?... ¿Volveré a ver a mi madre?¡Ah! si tú me salvases, toda mi vida sería poca para pagar tanto bien.Te serviría como una esclava, educaría a tu hijo y haría un grandehombre de él... ¡Desgraciada! no es para eso para lo que tú me haselegido. Tú amas a esa mujer, la echas de menos, la escribes, ansias elmomento de volver a verla, y todas las horas de mi vida son otros tantosrobos que cometo...

Durante dos días, su mal pareció agravarse en aquella habitación delhotel y todos creyeron que moriría sobre las ruinas de Pompeya. Noobstante, pudo levantarse en la primera semana de abril. Conducida aNápoles, embarcó en un paquebot que partía para Malta y desde allí unvapor del Lloyd inglés la transportó hasta el puerto de Corfú.

V

EL DUQUE

El señor y la señora de La Tour de Embleuse se habían despedido de suhija en la sacristía de Santo Tomás de Aquino. La duquesa lloró mucho;el duque tomó más alegremente la separación, para tranquilizar a suesposa y a su hija; quizá también porque no encontró lágrimas en susojos. En su fuero interno, él no creía en la muerte de Germana. El solo,con la vieja condesa de Villanera, esperaba el milagro de la curación.Aquel caballero servidor de la fortuna estaba firmemente convencido deque una dicha nunca llega sola. Todo le parecía posible desde que habíavuelto a salir a flote. Comenzó por predecir el restablecimiento de sumujer y no se equivocó.

La duquesa era de una constitución robusta, como toda su familia. Lasfatigas, las noches sin dormir y las privaciones habían tomado una granparte en la enfermedad crítica que la edad le había aportado. Añadid aesto las angustias continuas de una madre que espera el último suspirode su hija. La señora de La Tour de Embleuse sentía tanto o más losdolores de Germana que los suyos propios. Cuando se separó de su queridaenferma, se repuso poco a poco y compartió menos penosamente los malesque no veía tan de cerca. La imaginación nos hace sufrir tanto como lossentidos, pero una desgracia que no vemos pierde algo de su crudeza. Sivemos aplastar un hombre en la calle, experimentamos un dolor físico,como si las ruedas hubiesen pasado por encima de nuestro cuerpo; elrelato de este suceso leído en un periódico no hace más que rozarnuestra piel. La duquesa no podía estar tranquila ni ser feliz, pero porlo menos escapó a la acción directa del peligro sobre su sistemanervioso. No es que hubiese recobrado la calma, pero no vivía en laterrible ansiedad del que espera un acontecimiento inevitable. No abríajamás sin temblar una carta de Italia, pero en el intervalo de cadacorreo tenía instantes de reposo. A las vivas angustias que latorturaban, sucedió un dolor sordo que la costumbre le hizo familiar.Experimen