Historia de una Parisiense by Octave Feuillet - HTML preview

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—¡Por Dios, señora, permitidme explicaros...! Vos sabéis que en materiade religión las gentes que menos la practican son las más exigentes ymás austeras. Con nada están satisfechas. Yo, os dicen ellas, si yocreyese, ya lo veríais... haría esto y lo otro... en fin, laperfección... Pues bien, yo soy lo mismo en materia de casamiento... Locomprendo de tal manera, que creo que nadie es capaz de comprenderlocomo yo... Esta es la razón por que no me caso.

—¿Cómo lo comprendéis? Veamos—dijo la joven en un tono de una ligeraironía.

—Os reiríais de mí, si os lo dijese.

—Creo que no. Ensayad.

—Pues bien, señora, el matrimonio es para mí el amor por excelencia...Puede ser que el amor en el matrimonio sea un sueño, pero es el mejor delos sueños, y si alguna vez se realiza, aunque sea a medias, no debehaber en el mundo nada más agradable y elevado. Es el único que merezcaverdaderamente el nombre de amor, porque es el único también al que laidea religiosa le da algo de eterno... El divorcio, de que se hablatanto este año, me desagrada por eso... Porque le quita al matrimonio elsentimiento de lo infinito... Ese sentimiento puede ser una traba paralas almas vulgares o para los mal casados. Pero imaginaos dos seres quese han elegido antes de unirse, que se conocen bien, que se estiman, enfin, que se aman, y pensad cuánto debe añadir a su felicidad lacertidumbre de su duración sin fin. Es un camino encantado el quesiguen aquellos dos seres.

Viendo con arrobamiento que se pierde en loshorizontes sin límites donde el cielo se confunde con la tierra... ¿Osfastidio, señora?

—No—dijo Juana.

—Pues bien—añadió el señor de Lerne—, no me imagino una existenciamás completa que la de esos viajeros, que son al mismo tiempo dosamigos. Su ser es doble. Todos sus sentimientos son más vivos, susalegrías mayores; sus penas disminuyen. Si son inteligentes, comosupongo, llegarán a serlo más. Si son honestos, serán mejores. Por suíntimo contacto, por el cambio continuo, por la tierna emulación y eldeseo mutuo de no desmerecer uno de otro. En estos tiempos deperturbaciones por que pasamos, habría soñado más que nunca en una uniónde una intimidad sin igual entre dos seres igualmente generosos ydelicados, apoyándose y fortificándose el uno al otro, para conservar ala vez el corazón elevado y los gustos puros... Para mantenerse fieles asus antepasados, en cuanto al honor y a los viejos maestros, en cuantoal arte y poesía. Para admirar juntos lo que es eternamente bello ydespreciar lo que no lo es, para refugiarse en las alturas como en unarca y hablar allí de todo lo que conmueve el corazón o el pensamientode esta hora de los siglos, ¿Qué más os diré?... para poner en común sucreencia... o sus dudas. Para pensar alguna vez juntos en Dios, creer,buscarlo y llorarlo... ¡Ya veis, señora, que todo esto es puramentelocura!

La actitud de Juana, mientras escuchaba al señor de Lerne, eraencantadora; un poco inclinada hacia adelante, mirábale con sus grandesojos admirados, cual si viese surgir ante ella una fuente de delicias, ysus labios se entreabrían como para beber en ella.

Guando hubo cesado de hablar, vio a la joven secar furtivamente unalágrima que corría por sus mejillas. Turbado él mismo, por un movimientoirreflexivo de simpática atracción, le tendió la mano.

Juana retiró suavemente la suya tomando un aire circunspecto.

—Perdón—dijo el joven—, creía que éramos amigos.

—Todavía no—articuló ella.

—¿No tenéis confianza? ¿Parezco yo un hombre que os hace la corte?

—Cada uno tiene su modo de hacerla—dijo ella con imperceptiblesonrisa.

—Confesad que la mía sería singular.

Púsose a jugar con mano febril con algunos objetos que había sobre lamesa; sus ojos se detuvieron en una fotografía del pequeño Roberto;tomola y contemplola atentamente.

—Es lindo mi hijo, ¿no es verdad?

—¡Precioso! ¿Por qué lo tomasteis en vuestros brazos cuando yo entré?

—No sé, por casualidad.

—No, no fue el acaso... Queríaisme decir con ello: Si vienes comoamigo, enhorabuena; si vienes como enamorado, he aquí mi respuesta.

—Es verdad... ¿No os parece buena?

—Ninguna otra puede ser mejor—replicó Jacobo cuya voz temblaba unpoco—; y si algo me admira—prosiguió con extraña animación—, es quelas mujeres, en el momento de caer, no las detenga con más frecuencia elrecuerdo de sus hijos... ¿Creen ellas que no llegará un día en que sushijos sepan por las habladurías de la gente, su conducta ligera oculpable? Y el hombre que no respeta a su madre, ¿qué queréis querespete en el mundo? Faltándole el respeto a su madre, todo le falta,todo se desmorona... Ya no existe para él el mundo moral... Desde que notiene fe en su madre, no la tiene en nada. Su vida es un desencantoeterno, y si las mujeres pudiesen ver lo que pasa en el corazón de unhijo desgraciado, en el momento que llega a saber... a sospechar de sumadre...

El señor de Lerne se detuvo oprimido por un sollozo.

Hizo el movimiento desesperado de un hombre que no puede contener susimpresiones, volvió la cabeza y cubrió sus ojos con sus manos.

Juana, como todo el mundo, había oído hablar de la juventud demasiadoligera de la condesa de Lerne; y comprendió.

Hubo un momento de penoso silencio. La señora de Maurescamp dejóviolentamente su sillón y avanzando dos pasos tendió la mano al joven.

Jacobo se levantó de su asiento, sus ojos se encontraron, estrechó confuerza la mano que se le tendía, saludó y salió.

Aquella brusca partida dejó inmóvil por un instante a la señora deMaurescamp; dio algunos pasos inciertos por el salón, y en seguidadejose caer en un confidente, entregada a la más profunda meditación,sosteniendo con la mano su cabeza y enjugando a intervalos las lágrimasque caían lentamente de sus ojos. ¿Por qué lloraba? En la turbación enque aquella escena la había dejado, no se daba cuenta ella misma de suslágrimas.

El sonido del timbre en el vestíbulo hízola repentinamente contraer suscejas; algunos momentos después la puerta se abrió para dar paso alseñor de Monthélin.

—He sabido por el señor de Maurescamp que no salíais hoy y me heatrevido...

—Sois muy amable... Acercaos al fuego, pues.

Una mirada había bastado al señor de Monthélin para conocer que Juanahabía llorado. No era la primera vez que sorprendía un síntoma igual, enuna mujer abandonada de su marido, y tenía por costumbre, no sin razón,augurar de ahí, favorablemente respecto a sus pretensiones.

Justamente en esos momentos, el señor de Maurescamp, desertando delcuerpo coreográfico, hacía ostentación de sus relaciones con una amazonaamericana, Diana Grey, cuya aparición en el circo de Invierno había sidouno de los acontecimientos de la estación. Desde algunos días se la veíaconducir alrededor del lago un par de caballos negros, cuya procedencianadie ignoraba. El señor de Monthélin creyó, pues, que aquellacircunstancia debía tener alguna relación secreta con el estado detristeza en que veía a la señora de Maurescamp.

El sobrenombre grotesco con que Jacobo de Lerne había gratificado alseñor de Monthélin puede hacer creer al lector que este personaje teníaalgo de ridículo, pero nada menos que eso.

Era, en efecto, un seductormuy serio y muy peligroso. Tenía para con las damas el prestigiosingular de los hombres de buena fortuna; y parecíale menos vergonzosoel ser seducida por él que por algún otro. Era bien formado, alto yvaliente, y sin tener lo que se llama talento, poseía, a fuerza deaplicación y gusto por su oficio, una habilidad temible para adivinarlas ocasiones y aprovecharse de ellas. Sabía mejor que nadie, que hay enla vida de las mujeres esas horas de enervación y de presión moral,horas, por decirlo así, sin defensa, de las que un hombre de penetracióny atrevido sabe sacar terribles ventajas. Es así como se explica quemujeres distinguidas lleguen a ser algunas veces presa de la más vulgarde las galanterías.

El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora deMaurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una pacienciay asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunosinstantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atencióndistraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estabarecostada y,

—Apenas me escucháis—dijo—. ¿Qué tenéis?

—Nada.

—¿Habéis llorado?

—Puede ser.

—¿No soy vuestro viejo amigo, para recibir la confidencia de vuestraspenas?

—Yo no tengo penas... No sé lo que tengo...

Tomole con firmeza las dos manos acercándose más y mirándola fijamente.

—¡Pobre hija mía!—dijo a media voz—, ¡si supieseis cuánto os amo!

Al mismo tiempo sintió Juana que el brazo de Monthélin rodeaba sucintura. Despertose como de un sueño, levantose y rechazándoleviolentamente exclamó:

—¡Ah, mi pobre señor! Si supieseis qué mal momento habéis elegido.

No había como equivocarse sobre el acento de su voz y la expresión de susemblante, el sentimiento que la animaba era claramente el del desdénmás frío e implacable. El señor de Monthélin debió convencerse de queaquella ocasión habíala olfateado mal. Sólo le quedaba hacer unaretirada honrosa.

—Creo—dijo—que el señor de Lerne sale de aquí... Vamos ¡él se venga,es en buena guerra!

—Tomó su sombrero, se inclinó profundamente y ganó la puerta.

Juana, al quedarse sola, comprendió por primera vez, el peligro real yodioso que había corrido casi inconscientemente.

Diose cuenta de que enpocos días, tal vez en algunas horas, por desalientos, por indolencia,habría llegado a ser, sin amor, sin amistad, sin excusa, la víctimainerte y estúpida de aquel cobarde libertino. Comprendió cuan cerca sehabía hallado del borde de aquel abismo y lo lejos que de él se hallabaen aquel momento.

Díjose que las lágrimas que había derramado eranlágrimas de felicidad; y como transportada de alegría, echando haciaatrás con sus dos manos su abundante cabellera, murmuró:

—¡Estoy salvada!

VII

Es inútil decir a nuestros lectores, y sobre todo a nuestras lectoras,que desde aquella tarde, y sin más explicaciones, se estableció unaamistad regular y de las más estrechas, entre Juana de Maurescamp yJacobo de Lerne.

Juana entró desde entonces en una nueva faz de su vida, llena dedelicias. Sentíase renacer; volvía a tener ilusiones, creencias, y esosimpulsos entusiastas que habían encantado su juventud; recobraba susalas. Veía realizado su sueño en aquel sentimiento que la ligaba parasiempre al señor de Lerne. Sus almas habíanse tocado en un momentodado, en puntos tan sensibles y delicados, que habían quedado comoimantadas. No tardaron en convencerse ambos de que sólo vivían enaquellos momentos en que se hallaban juntos. Comprendíalo ella en laradiante expresión de Jacobo, así que la veía, en la tierna expresión desu voz, en la presión suave y respetuosa de su mano. Veía su empeño enencontrarse con ella siempre que podía, sin comprometerla,

y

estábalereconocida,

tanto

por

sus

demostraciones como por sus escrúpulos. Notabaque sus gustos habían

cambiado

y

que

se

había

hecho

mundano

paracomplacerla, más que todo, por su lenguaje y maneras reservadas para conella. Jamás una palabra de galantería, pero sí una confianza absoluta yla deferencia lisonjera de elevar la conversación cuando se dirigía aella, demostrándole de ese modo tan galante, sin decirle una palabra,que con ella no podía hablarse vulgaridades como a las demás, porqueestaba mucho más arriba de todos y de todas.

Un día supo que había roto sus relaciones con Lucy Marry. Tal noticia,la encantó y la alarmó al mismo tiempo. Aquel sacrificio, hecho en honorsuyo, ¿no la comprometería demasiado?

Reprochose tomarle toda su vida,cuando ella no podía consagrarle la suya. Para tranquilizar suconciencia, resolvió heroicamente volver a impulsarle al matrimonio,empleando toda su elocuencia. Recordole en consecuencia, que su misiónera casarle, que eso para ella era una cuestión de honor.

—Por otra parte—añadió—, cierta tarde me habéis expuesto unas teoríassobre el matrimonio, que me parecen muy edificantes; sería lástima quetan bello programa no se convirtiese en realidad, alguna vez siquiera enla vida.

—¿Pero no veis que trato de realizarlo con vos?

Ruborizose la joven mirándole con cierta timidez.

—Supongo que no temeréis nada, tengo a vuestro hijo entre los dos.Aunque no lo quisiera, no podría ser sino vuestro amigo, lo demás seríadeshonrarme ridículamente a vuestros ojos y a los míos. Sería unverdadero tartufo... ya veis que es imposible...

—¡Gracias a Dios! Pero paréceme a mí imposible que la amistad puedaúnicamente llenar la vida de un hombre.

Considerome cruelmente egoístaen usurpar vuestra existencia por tan poco.

—Señora—contestó alegremente Jacobo—, no os aflijáis por eso; osaseguro que no soy digno de lástima. Tengo algo de místico, y en otrostiempos hubiera hecho como algunos jóvenes, que a consecuencia deciertas tempestades de la vida, se encerraban en un claustro o en lasTebaidas del Port-Royal. Y

por cierto que ellos no encontraban una amigacomo vos. Os lo digo, seriamente, vos sois para mí, mi refugio y misalvación.

Hay todavía en mí un desborde de vida, del que he podidotomar mi parte, pero al fin, estoy saciado... Saciado hasta el extremo.Sentíame como sumergido en el fango... En una palabra, ansío un idealelevado y aun austero, y lo encuentro en el sentimiento que experimentopor vos; y este sentimiento, que es el amor, mucho me lo temo, estambién una religión. Pero podéis estar tranquila, y sobre todo... sedfeliz. Amadme un poco y no hablemos más de esto. Voy a leeros una páginade vuestro querido Tennyson, el más casto de los poetas. No puede venirmás al caso.

Otra noche, algunos meses después, era ella quien tranquilizaba aljoven. Debía ella partir a la mañana siguiente con su madre y su hijopara Dieppe, donde iba a pasar algunos días. El señor de Lerne había idoa despedirse. Aunque la separación debía ser corta, no le fue dado dejarde sentirse emocionada

y

sin

fuerzas.

Temiendo

manifestar

demasiadosentimiento, llevó la reserva hasta mostrarse fría.

Admirado de suactitud concentrada y algo burlona, el señor de Lerne púsose tambiénsilencioso y disgustado. Cuando se dieron la mano para despedirse, notóJuana en su mirada una singular expresión de inquietud y desconfianza.

—Apuesto—dijo la joven sonriendose—que adivino vuestro pensamiento.

—Veamos.

—Os preguntáis si no voy yo a decir a mi turno como aquella dama:«¡Adiós, imbécil!»

—Es cierto... y en verdad que tendríais razón para hacerlo, pero somosun par de locos.

—¡Ah! ¡Desgraciado! no digáis eso... no lo penséis siquiera...

¡Osestoy tan agradecida, por el contrario! ¡Os debo tanto, amigo mío!...Mirad, os voy a decir una cosa que os sorprenderá mucho... según creo,pero en fin, voy a decírosla... pues bien, vos me habéis salvado. ¡Sinvos, estaba perdida!... Ahora podéis estar seguro de que no deseoperderme con vos... ¡Ah, amigo mío, caeríamos de tan alto! Pensadlobien... Seríamos mil veces más culpables que otros, nosenvileceríamos... ¿No es verdad?

Quedémonos, pues, donde estamos... Osamaré más, os estimaré, os bendeciré, amigo mío, desde el fondo de mialma, y, ahora, adiós, querido imbécil. Escribidme.

Era así como se fortalecían mutuamente cuando se sentían débiles.

Empeñada en dar a sus relaciones un carácter cada vez más serio yelevado, la digna joven habíale pedido a Jacobo que le trazase un plande estudios y lecturas. Decía que aquello era para que él no seaburriese demasiado a su lado. Jacobo pasó el tiempo de su ausenciaocupado en formarle una biblioteca en que los escritores del siglo XVIItenían una colocación especial, entre las obras de crítica moderna, ylas numerosas colecciones de Memorias históricas. Esto fue el asunto desu correspondencia durante la permanencia de Juana en Dieppe. A suvuelta, consagrose a su biblioteca con ardor, y desde entonces hubo unlazo más entre ellos, el del discípulo con el maestro, porque el señorde Lerne, que era instruido y letrado, era para la joven un guía y uncomentador, del mismo género. Desde entonces, sus conversaciones, susadmiraciones simpáticas, y aun sus discusiones sobre literatura ohistoria, añadieron mayor interés a su tierna intimidad.

VIII

Ese género de amistades reparadoras, que son el sueño de tantas mujeresmal casadas, o cuando menos de las mejor casadas, necesitanindudablemente para conservarse puras, de caracteres excepcionales, ytambién de ciertas circunstancias como las que habían ligado a Juana deMaurescamp con el señor de Lerne. Pero en fin, esos amores heroicos nocarecen de ejemplos en el mundo, aunque el mundo no crea en ellos.

Elmundo no gusta de estos méritos que traspasan los límites comunes, queson los suyos. A más, los amores inocentes, son los que menos seocultan; desdeñando la hipocresía, dan margen más fácilmente a lamaledicencia. Nadie extrañará, pues, que la gente juzgase con suescepticismo e indelicadeza acostumbrada, las relaciones de unanaturaleza tan pura como las que se habían establecido entre aquellosjóvenes.

El hombre menos capaz de comprender un afecto de esa especie, eraciertamente el barón de Maurescamp. Aunque fuese muy celoso, más poramor propio que por su amor a Juana, nunca se había ocupado dedesconfiar de su amigo Monthélin, quien, sin embargo, tan cerca se habíahallado de comprometer su honor, pero en cambio, con el tacto habitualde su cofradía, no dejó de abrir desmesuradamente los ojos, ante laintimidad irreprochable de su mujer con Jacobo de Lerne. Detestaba porinstinto al joven, quien le era superior en todo sentido; muchas veceshabía sido su rival en las regiones del mundo galante, donde ladistinción de la inteligencia y la elevación de los sentimientosconservan siempre su prestigio. Pareciole demasiado duro al señor deMaurescamp el tenerle por rival hasta en su interior conyugal, y hay queconvenir en que si él no hubiese sido el menos recto y el más culpablede los maridos, su susceptibilidad en aquella ocasión habría sido de lasmás disculpables.

Juana habíase apercibido más de una vez del mal humor con que su maridosoportaba las asiduidades del señor de Lerne, pero fuerte en suconciencia, habíase preocupado poco de ello. Sin embargo, durante supermanencia en Dieppe, varias veces intentó mostrarle las cartas querecibía de Jacobo, a fin de tranquilizarlo respecto al carácter amistosode sus relaciones.

Para convencerlo mejor, ingeniose tan bien variasveces para hacerlo permanecer en el salón entre ella y Jacobo, tratandode alejar de sus relaciones hasta la sombra de un misterio. Pero todossus afanes estuvieron muy lejos de alcanzar el éxito que deseaba. Elseñor de Maurescamp no se encontraba bien; sentíase irritado del papelsecundario que desempeñaba en tales ocasiones; encogíase de hombros,decía dos o tres bromas groseras y se marchaba. A pesar de todo, laverdad tiene tanta fuerza, que a veces sentíase inclinado a creer quesus relaciones eran en efecto puramente sentimentales. Pero no por estosentía un odio menos reconcentrado y violento, y que no esperaba sinouna ocasión para manifestarse.

Desgraciadamente, la ocasión no tardó en presentarse. Como lo hemosdicho ya, hacía cerca de un año que el señor de Maurescamp estabaenamorado de Diana de Grey, joven amazona americana, que entoncesllamaba mucho la atención en París. Esta criatura, hija de un acróbatade baja esfera, y sumergida en el fango, no dejaba por esto de poseer labelleza pura y fresca del lirio. Pálida, delgada, elegante, de unaperfección plástica, de una depravación singular, a la que unía laferocidad anglo-sajona, reunía, pues, todas las cualidades apropiadaspara subyugar a un hombre como el señor de Maurescamp. Así, pues,habíale inspirado una de esas pasiones terribles y serviles que son engeneral el privilegio de los viejos, pero que los jóvenes depravadosexperimentan algunas veces como

anticipación

hereditaria.

Primeramentele

había

conquistado con su gracia y su fama, y acabó de subyugarle conlos caprichos fantásticos con que lo atormentaba. Hay hombres que, comola mujer de Sganarelle, gustan de que se les castigue. El señor deMaurescamp era de este número, y fue al respecto, servido a su gustopor la graciosa americana. Si lo hubiese querido, habríale hecho pasar alatigazos por uno de esos arcos de papel, por donde ella pasaba todaslas noches en el circo; pero prefirió hacerse regalar un lindo hotel enlas cercanías del Bosque de Bolonia con todo lo necesario para vivir enél confortablemente. Mediante esta compensación, comprometiose a que,una vez terminado su compromiso, renunciaría a su carrera artística, ycolmaría los votos del señor de Maurescamp.

En los primeros días de abril de 1877, esta singular persona tuvo laidea de estrenar su casa convidando algunos de sus amigos a un almuerzo.Ella misma hizo la lista de los convidados, y con gran disgusto delseñor de Maurescamp, el nombre del señor de Lerne se hallaba tambiéninscripto; conocíalo ella apenas, pero había oído hablar mucho de él,puesto que había dejado en la alta bohemia parisiense una reputación deamable compañero y de caballerosidad. Jacobo había roto completamentecon la sociedad en que Diana Grey era una de las estrellas; perotemiendo, sin razón, herir la susceptibilidad de Maurescamp, si rehusabala invitación de su querida, aceptó.

Diana Grey colocó al señor de Lerne a su derecha, y desde el principiodel almuerzo, ocupose de él de una manera muy marcada. Jacobo hablabaperfectamente el inglés; y ella gozaba de conversar en un idioma que elseñor de Maurescamp no tenía la ventaja de poseer. Jacobo hacía todo loposible por substraerse a las amabilidades demasiado expresivas de suvecina y trataba de hablar en francés; pero ella no quería y volvíaresueltamente a hablar en inglés, vaciando a su salud copas llenas de«pale ale», mezclada

con

Oporto.

Al

mismo

tiempo

lanzaba

miradasdespreciativas y provocadoras a Maurescamp, que se hallaba frente a ellaen la mesa, y que estaba visiblemente contrariado.

Las mujeres de la especie de Diana Grey, toman represalias salvajes delos hombres que las compran.

El almuerzo fue un poco frío. La dueña de casa parecía la única que sedivertía francamente. Cuando hubieron concluido, Jacobo de Lerne,pretextando una cita por negocios, se apresuró a substraerse a aquellasituación enojosa.

Diana Grey, así que se hubo ido, encendió un cigarrillo, y tendiéndoseen un diván a la americana bebió su Oporto.

Apercibiose entonces de queMaurescamp estaba disgustado, y para componer las cosas, le dijo, conligero acento:

—Mi gordo «boy», es muy interesante el amante de vuestra mujer... tengoun capricho por él, ¿sabéis?

—¿Estáis ebria, Diana?—dijo Maurescamp poniéndose muy encendido—.Estáis ebria, y os olvidáis de quien habláis.

—¿Porque hablo de vuestra mujer? ¿Pues no me habláis vos también deella, querido amigo? Me habéis dicho que era un hielo... ¡Un hielo! ¡Ah,qué bueno! ¿y habéis creído eso? ¡pobre ángel! Es una cosa sumamentegraciosa que todos los maridos crean que sus mujeres son de escarcha...¡Pero nosotras sabemos que son todo lo contrario para sus amantes!

Y continuó arrojando bocanadas de humo de su cigarrillo por entre suslabios rosados.

—Está completamente ebria—dijo uno de los convidados a Maurescamp. Yes lástima, pues sin eso sería perfecta.

Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesósecretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que porconsiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta;después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo.

Pero la señora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempoque su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla.Porque en esa clase de desinteligencia, es raro que el desacuerdo sedetenga en la indiferencia.

Las

odiosas

y

cínicas

palabras

proferidaspúblicamente por Diana eran, por otra parte, elegidas expresamente paraexasperar al señor de Maurescamp. Sin tener mucha imaginación, tenía labastante para figurarse a su mujer, que no había tenido sino frialdadesy desprecios para él, abandonándose en brazos de otro a los vivostransportes de la pasión, y esa imagen, desagradable para cualquierotro, lo era en supremo grado para un hombre vanidoso, altanero, y tanengreído y sanguineo como era el señor de Maurescamp. No se detuvo apensar que podía ser algo injusto el hacer depender el reposo, el honory la vida de su mujer, de aquella habladuría de su querida en estado deembriaguez. Sentía rebosar en su pecho los sentimientos de despecho,celos, y odio que se condensaban hacía tanto tiempo contra su mujer ycontra Jacobo de Lerne, y resolvió poner término a sus relaciones,vengándose a un mismo tiempo de ambos.

La ocasión para un duelo pareciole especialmente oportuna, losincidentes del almuerzo podían suministrarle un pretexto especioso, quetendría la doble ventaja de dejar el nombre de su mujer fuera de lasquerellas y asegurar a él la elección de las armas. Era hábil en elmanejo de la, espada, y aunque bravo por naturaleza, no se sentía conhumor de despreciar aquella ventaja.

IX

Bajó a los Campos Elíseos, mascando un cigarro apagado, viéndolo todocolor de fuego.

Veinte minutos después entraba al Círculo y encontrábase allí conalgunos de los convidados de la mañana; entre otros a los señores deMonthélin y Hermany. Encerrose con ellos en un saloncito reservado.Díjole que se consideraba ofendido por la actitud observada por el señorde Lerne en casa de Diana Grey, por su afectación en hablar en inglés,durante el almuerzo, sabiendo, como sabía, que él, el dueño de la casa,no entendía aquel

idioma,

y

finalmente,

por

su

conducta

en

general,impertinente y provocadora.

Los señores de Monthélin y Hermany, perfectos caballeros, aunque algoles faltara, no hicieron observación alguna contra la poca importanciade los cargos, comprendiendo que era únicamente un pretexto para ocultarotros más serios y legítimos.

El señor de Maurescamp añadió: que tenía por sistema terminar tal clasede negocios lo más pronto posible, para evitar la publicidad, y, sobretodo, la intervención tan terrible de las señoras. Rogó, porconsiguiente, a aquellos señores que fuesen inmediatamente a verse conel señor de Lerne, y arreglasen aquel asunto que confiaba a su amistad.

El señor de Monthélin mani