—¡Ya lo creo! Rostro de virgen... instruída, inteligente, modesta...no digo ella; su misma institutriz es una persona ejemplar... unaverdadera perfección... Créeme, dedícate a estudiarla... ¡obsérvala,hijo mío!
—Se lo prometo a usted, tía.
—Bueno, ahora vete, tengo que escribir... mira, dile a Beatriz quevenga.
Pedro se retiró, encargando a una sirvienta que encontró en la escalerapreviniese a la señorita Beatriz de que la señora la necesitaba; enseguida bajó algunos escalones, llamando al departamento de Fabrice. Eraeste departamento un piso bajo, o mejor dicho, una especie de entresuelocuyas puertas se abrían sobre los antiguos fosos del castillo, ahoraconvertidos en jardines. El pintor, que debía empezar a mediodía elretrato de la baronesa, se ocupaba en preparar su paleta. Después dehaberse cerciorado por sí mismo de que nada faltaba para la comodidad desu amigo, Pierrepont le daba algunos detalles históricos y arqueológicosacerca de los Genets, cuando se interrumpió de pronto al oír risas yfemeniles voces bajo las ventanas del departamento; aproximóserápidamente a la ventana del saloncito, que ocupaba una de lastorrecillas de los ángulos del castillo, siendo por consecuencia fácildominar desde allí con la vista el foso... Las persianas estabancerradas para preservarse sin duda contra los rayos del sol de unaardiente mañana de agosto, pero a través de los listones inferiores,casi horizontalmente dispuestos, pudo echar Pedro una mirada alexterior, y volviéndose con viveza a Fabrice, hízole seña de queguardase silencio, diciéndole al propio tiempo, que sonreía y bajaba lavoz:
—Yo no tengo la costumbre de escuchar entre puertas... ni entreventanas... pero, en este caso, la tentación se me presentainvencible... ya te diré por qué...
—¡Lo que puede el mal ejemplo!—repuso Fabrice acercándose a su vez.
Pudo conocer entonces las dos señoritas cuyas voces llegaban hastaellos; estas señoritas habían bajado, a lo que podía creerse, a uno delos jardinillos de bajo la torre con el fin de evitar el sol, y sepaseaban del brazo protegidas por la fresca sombra de grandes rosalesallí plantados; una de ellas, morena, pálida, con cara de arcángel,decía a la otra:
—Qué bien se está aquí para charlar, ¿no es verdad, hija?
—Sí—respondió la otra, que era muy encendida de color, aunque de buenver y tenía ligero acento inglés—. Se está muy bien... sobre todo,puede una ponerse a tiempo en guardia contra los indiscretos...Continúe... ¡me interesa tanto lo que me está contando!
—Pues sí, esta Georgina, de que le hablaba, es muy complaciente con mihermano, quien le paga en la misma moneda: como ya, le he dicho,Georgina Bacot trabaja en las Folies-Lyriques, por cuya razón mihermano anda mucho entre bastidores, y allí se encuentra a menudo con lamadre de Georgina, que fue también actriz en sus tiempos... y mi hermanonos contaba el otro día a mamá y a mí que una de estas noches pasadashabía encontrado en la escena, durante un entreacto, a la madre deGeorgina... Estaba mirando por el agujero del telón cuando de pronto sevolvió a aquél y le dijo con voz llorosa... «Hay cosas que halagan a unamujer... ¿creerá usted, señor, que hay esta noche en la sala cuatro demis antiguos amantes... y todos senadores?»
—¡Oh! Mariana—dijo la linda inglesa.
—Pero la historia del peluquero es todavía más divertida—
replicóMariana.
—¡Oh! cuénteme la historia del peluquero... cuéntemela.
Mariana titubeó un momento.
—No, mi cara Eva—añadió Mariana riendo—: ésta es realmente demasiadosalpimentada.
—¡Se lo ruego, querida mía!
—Pues bien, ese peluquero... pero no... mi buena Eva...decididamente... es demasiado... no puede pasar... La dejaremos para unade esas noches en que se nos va un poco la mano en el champagne.
Pasaron cerca de un rosal. Mariana cortó una rosa y se la puso en elpecho.
—¿Y ese pintor que llegó ayer, qué le parece, Eva?
—Tiene buenos ojos y algo de genial en la fisonomía—
respondió lainterpelada.
—Sí, pero sin distinción—arguyó la niña, haciendo desdeñosa mueca—.El otro... ese sí... el amigo Pedro... ¡ese sí que quisiera yoencontrármelo una noche en cualquier rincón del bosque!
—El encuentro sería un tanto peligroso—objetó Eva.
—Donde no hay riesgo, no, hay deleite—apoyó Marianita—.
Entreparéntesis, ninguna lástima tengo yo a mi prima la de Aymaret, que le hadado su corazón... etc. Digo, así se dice, yo no sé si es verdad... loque sí sé es que se ven casi todos los días... con este pretexto... ycon aquél... y con el de más allá.
—Parece que no es muy dichosa con su marido la pobre vizcondesa, ¿escierto?
—¿Qué mujer es dichosa con su marido, mi buena Eva? Y si no, vea québien se entienden los Laubécourt, que son nuestros compañeros detemporada.
—Es verdad, he notado que tienen siempre los dos caras de entierro...¡mire usted que algunas mañanas en el almuerzo!
—¡Algunas mañanas! ¡Y peor algunas noches!
—¿Cómo así?—preguntó Eva.
—Pero, querida, mía, ¿no sabe usted las causas de sus desavenencias?...El señor de Laubécourt tiene pasión por los niños, en tanto que a laseñora la horrorizan... y tiene razón, a mi entender.
—¡Oh! ¿por qué, amada mía?
—Primero, porque nada hay más incómodo ni más enojoso que esos muñecospara una mujer que ama la sociedad...
segundo, porque cuando se esbonita desea conservarse el mayor tiempo posible... y los niños, essabido, son los verdugos de la belleza.
—No comprendo, Mariana, ¡a mí me parece...!
Aquí Mariana bajó la voz para responder, y pareció como que explicabaalgún trascendental misterio a su amiga, quien enrojeció ligeramente.
—Ahora me explico—manifestó ésta con aire pensativo—por qué el señorde Laubécourt tiene un aspecto de tanta tristeza.
—¡Si no fuera más que tristeza!... pero es que casi todas las noches,en su cuarto, pasa con su mujer escenas terribles.
—¡Ya lo creo! ¡hay de qué! ¿Y qué es lo que aquélla le responde?
—Le responde... le responde... ¡chito!—concluyó Marianita.
Al decir esto las dos rompieron en una carcajada, y como la campanaanunciara el almuerzo, se alejaron en dirección al comedor.
Aún no se habían perdido de vista, cuando Fabrice, que durante elsorprendido curioso diálogo cambiara con Pierrepont frecuentes yedificantes miradas, le preguntó a éste con la calma que le erahabitual.
—¿Quién es esta expeditiva señora, esta preciosa Mariana?
—Mi buen Fabrice—dijóle el marqués—, no es una señora, es unaseñorita.
—¡Diablo!—replicó vivamente el pintor—. ¿Y la otra... Eva?
—Es su institutriz.
—¡¡Dia...blo!!—acentuó Fabrice con energía.
Y volvió tranquilamente a preparar su paleta.
—Como hoy mismo voy a presentarte a esas inocentes, sería inútilocultarte que tan aventajada criatura es la señorita de la Treillade, yno parece de más advertirte que esta mañana precisamente, me larecomendaba, mí tía cual un modelo de todas las virtudes... Verdad esque añadía que era muy instruída... en lo que, como has visto, no seequivocaba... Cuando pienso que tal vez me hubiera decidido por ella,siento escalofríos... Ahora comprenderás por qué razón he prescindido detodos los principios de la delicadeza ante la idea de darme exactacuenta sobre los principios de esa señorita... Diríase que la suerte meha presentado la ocasión de juzgarla... Te aseguro que no me arrepientode mi falta... ¡Vamos a almorzar!
V
LA VIZCONDESA DE AYMARET
El primer impulso de Pierrepont fue ir a contar en caliente a labaronesa la instructiva conversación que acababa de sorprender, entre laque aquélla llamaba su joya predilecta y la digna institutriz de talencanto; pero, después de haber reflexionado un poco, prefirió aplazarla modificación, reservándola como un argumento dilatorio para el día enque la señora de Montauron lo empujase de nuevo a resolverse endefinitiva. Atormentado por dudas de que el lector conocerá pronto lacausa real, si ya no es que la haya adivinado, el joven marqués, en susindecisiones, deseaba ante todo ganar tiempo.
Continuó, pues, duranteaquel día y los sucesivos, tomando parte activa en las distracciones dela bulliciosa colonia que habitaba los Genets, haciendo creer a su tíaque se ocupaba a través de juegos y de risas, en profundos estudios ymaduras observaciones acerca del carácter de aquellas señoritas,quienes, en realidad, lo tenían sin cuidado.
Entretanto, el retrato de la señora de Montauron adelantaba poco apoco. Las sesiones artísticas se tenían en el salón blanco, y después dela interesada y del pintor, únicamente Beatriz asistía a ellas; peroautorizado por su competencia en materias artísticas, solía el marquésintroducirse tal cual vez en el santuario, aparentando seguir con el másvivo interés el trabajo del pintor, quien pudo advertir con ese motivolas respetuosas atenciones que Pedro demostraba siempre a la lectriz desu tía.
Era el único de entre los huéspedes del castillo que la tratasede igual a igual; todos los demás, con especial las señoras, tomabanejemplo de la baronesa, para afectar con la pobre Beatriz aires de finasuperioridad o de desdeñosa protección.
Fabrice notó que aquella partemás penosa en las funciones de la lectriz las prevenía Pierrepont con elmayor cuidado; él era quien se levantaba para acercar el taburete,colocar un cojín, abrir una ventana, llamar un criado, desviviéndose, enfin, por satisfacer los caprichos sin número de una anciana señoraenfermiza, nerviosa, y de un tan imperioso, cuanto superlativo egoísmo.Pero la baronesa parecía preferir con mucho los servicios de la señoritade Sardonne a los de su sobrino.
—Muy bien, Pedro... mucho te lo agradezco... y Beatriz también,supongo... aunque te diré con franqueza que los hombres tienen la manodemasiado pesada para estos delicados menesteres... no hay como Beatrizpara arreglarme los cojines sin molestarme... ¿No es verdad, señorFabrice?... Además, hijo mío, no quiero monopolizarte... tú eres aquíun poco dueño de casa... y te debes a mis huéspedes, que son también lostuyos...
Anda, pues, con ellos... anda... ¡dame gusto!... anda.
De todas las amigas de infancia de Beatriz, una sola, mayor que ésta endos o tres años, le había quedado obstinada y tiernamente fiel. Esaamiga era la vizcondesa de Aymaret, prima de la señorita de LaTreillade, cuya linda calumniadora había perfidamente asociado el nombrede aquélla con el del marqués de Pierrepont, en su crónica escandalosa.La señora de Aymaret habitaba el verano la pequeña posesión de lasLoges, situada a dos kilómetros, poco más o menos, de los Genets. En elcampo como en París, dejaba raras veces pasar una semana sin ir a ver aBeatriz, arrostrando denodadamente para llenar tan sagrado deber deamistad, las temibles iras de la señora de Montauron, quien temía,juzgando por varias apariencias, que la amable persona no viniese a serun obstáculo para el deseado casamiento de su sobrino.
Pierrepont, que tal vez sin motivo no tenía muy alta opinión de lasfemeninas virtudes, alababa con calor las de la señora de Aymaret, de loque la baronesa venía a deducir, con mundana lógica, que era su amante.
Sea como quiera, es lo cierto, que la vizcondesa de Aymaret constituíapara la señorita de Sardonne, tan sola, tan abandonada, un consuelo yuna confidente de impagable precio: sólo delante de ella abandonabaalguna vez Beatriz su máscara impasible dejando correr sus lágrimas...Y, sin embargo, aun para ella guardaba su corazón un secreto. Ciertodía, habiéndola encontrado la vizcondesa en su alcoba deshecha en llantoa consecuencia de una de esas humillantes escenas que la señora deMontauron no le evitaba, rogóle vivamente su amiga que abandonase elservicio de la vieja dama, aceptando un asilo en su propia casa. Beatriztitubeó al pronto, pero después de un momento de reflexión respondióleabrazándola:
—¡Qué buena eres!... ¡Cuánto te lo agradezco!... pero excúsame... soytodavía, a pesar de todo, demasiado altiva, para aceptar casa y mesa porpura caridad... Aquí al menos sirvo para algo... tengo deberes... prestoalgunos servicios, gano mi pan...
en tu casa no sería otra cosa, al fin,que una parásita.
Como su amiga procurase afectuosamente vencer sus escrúpulos, Beatriz lereplicó sonriendo tristemente...
—¡Y además, tu marido me haría la corte!
La señora de Aymaret, que conocía bien a su consorte y que lo sabíacapaz de violar sin escrúpulo alguno las santas leyes de lahospitalidad, inclinó con dolor la cabeza y no insistió.
El vizconde de Aymaret hubiera deseado, como otros tantos en el mundo,haber sido un hombre honrado, sobrio, arreglado de conducta y enemigo dela sota de copas, y si le gustaban las mujeres, el juego y el vinohasta, el escándalo y la degradación, era... que no podía remediarlo.Los psicólogos lo mirarían quizás como una víctima del determinismo,pero para el común de mártires era sencillamente un tunante.
Tenía agradable aspecto, y no le faltaba inteligencia; mucho lo habíaamado su mujer, pero él hubo de observar tal comportamiento con ella quela vizcondesa concluyó por profesarle el más completo desprecio. Sentíahacia su marido, sin embargo, una especie de lástima, y aun se prestabaa la singular manía en que últimamente aquél había dado revelando a supropia mujer, sus pérdidas al juego, sus desventuras amorosas, sunaufragio moral, y cómo le eran indispensables las mujeres paraconsolarse de las traiciones del juego, y el vino para olvidar lasfemeninas veleidades. Se dirá que en escucharlo probaba su mujerpaciencia de santa, pero hay de entre aquéllas algunas que merecen sercanonizadas.
La señora de Aymaret tenía dos hijos de este indigno marido, dos hijosque fueron su consuelo y en los cuales cifraba todas sus afecciones. Erauna de esas raras mujeres que el marqués de Pierrepont hubieseseriamente amado; la habría amado por sus suaves encantos, por un no séqué de luminoso que orlaba su blonda cabeza, por la gracia de suaristocrático marchar, por la tierna claridad de sus tiernos ojos, quecomo los de Enriqueta de Inglaterra, parecían estar siempre pidiendobesos. Y todavía aún la hubiera amado porque era honrada, por eseatractivo inexplicable que para todo humano inmortal tiene el prohibidofruto; la habría también amado por un impulso de generosa simpatía,porque mejor que a nadie eran notorias a Pedro las íntimas tristezas dela vizcondesa. Miembro del mismo club que de Aymaret, había visto más deuna vez a su consorte, en los comienzos de su matrimonio, venir abuscarlo en la mañana enrojecidos los ojos por las lágrimas y elinsomnio.
En resumen, procuró al principio el vizconde consolarla, sin alcanzar suobjeto; muy admirado de su previsto fracaso, acabó por aceptarfrancamente su situación, ese hombre de mundo, contentándose con esaespecie de reservada amistad que le ofrecía su adorable cónyuge. Desdeese día, continuaron tratándose bajo el pie del confiado compañerismo,fácil, y no exento de cierta ironía.
La señora de Aymaret, que era grande entusiasta por las artes, sentíaviva admiración por los talentos de Jacques Fabrice.
Poseía lavizcondesa algunas acuarelas que databan de los primeros tiempos delpintor, verdadero tesoro de cuya propiedad considerábase orgullosa. Lallegada del artista a los Genets despertó en ella ardiente curiosidad, yle gustó el hombre por su modesto continente y su grave melancolía.Constantemente preocupada de la situación penosa y precaria de su amigaBeatriz, recordaba ella que antes de los desastres de la familia deSardonne, había demostrado aquella joven serias aficiones por la pinturaa la acuarela, y la señora de Aymaret se dijo que Fabrice podría darlealgunas lecciones durante su residencia en los Genets, alentando almismo tiempo sus naturales disposiciones y dando así vida a sólidasaptitudes que podrían
asegurar
tal
vez
a
la
huérfana
una
existenciaindependiente en lo futuro. Beatriz, a pesar de su amargo desapego atodo, aceptó la idea con algún interés.
—Pero—objetó a su amiga—, ¿cómo pedir semejante favor a esecaballero?... Yo nunca me atreveré.
—Podrías—replicóle la vizcondesa—rogar al señor de Pierrepont que seencargara de hablarle.
—No—dijo Beatriz—; el señor de Pierrepont podría disgustar a su tíadando ese paso.
—No me parece que la epidermis del marqués sea tan delicada por lo quese refiere a manías de la baronesa... Por otra parte, nada nos obliga adesenvolver a Pedro nuestro plan de operaciones... Es natural que túprocures perfeccionar tus conocimientos cuando la ocasión se tepresente... ¿Quieres que yo le hable al marqués?
—Me harías un gran favor.
El mismo día que ocurrió esta conversación, la banda de invitados fue avisitar cierta estación termal próxima a los Genets. Pierrepont se habíaquedado en el castillo pretextando una ocupación cualquiera, y como laseñora de Aymaret saliese del parque para volver a los Loges,atravesando el vecino bosque, advirtió que Pedro se hallaba desatandouna canoa junto al estanque que alimentaba el riachuelo del parque.
—¿Cómo vamos?—díjole la vizcondesa, haciéndole con su sombrilla señasde que se acercase—. Tengo que hablar a usted.
—Escuchar es obedecer—respondió Pedro alegremente.
—Pues bien: usted sabe o no sabe que Beatriz trataba muy lindamente laacuarela antes de sus desgracias... Ella desea volver a las andadas ytomar algunas lecciones del señor Fabrice durante su residencia aquí...¿Se puede contar con los buenos oficios de usted?
Pierrepont reflexionó algunos segundos.
—Con mis buenos oficios no puede contarse en este caso, vizcondesa; conlos de usted, sí... Dicho se está que estoy enteramente a la disposiciónde usted y de la señorita de Sardonne... pero siendo Fabrice invitadomío, estoy seguro que usted se abstendría de pedirle cosa que podíatener los visos todos de una semi-imposición... mientras que si ustedmisma le presentase el memorial, ya eso tiene otra forma... Mireusted...
precisamente iba a embarcarme para ir a buscarlo... Estásacando un croquis al pie de la cascada, allá abajo... ¿Quiere ustedvenir conmigo?
—¿Embarcada?—preguntó la señora de Aymaret.
—¡Embarcada! ¿Por qué no?... es a cinco minutos de aquí... Si es el tête-à-tête lo que asusta a usted, no será largo... Otros hemos vistopeores, créalo usted... Por otra parte, así queda usted a dos pasos desu casa... Vamos, querida vizcondesa, confianza...
confianza.
—¡Vamos, pues!
Y apoyándose en el brazo de Pierrepont, saltó con ligereza a la canoa.
Pedro tomó los remos, puso aquélla en movimiento y, abandonándola alhilo de la corriente, se dejó ir suavemente.
Y por cierto que era encantador este riachuelo oculto bajo el follaje delos sauces y de los fresnos que festoneaban sus orillas.
Únicamentehabíase practicado acá y allá algún ligero claro para comodidad de losaficionados a la pesca. Además, se deslizaba en silencio bajo arcos deverdura apenas interrumpidos lo bastante para que el sol dejara pasartal cual dorado, tembloroso rayo.
Después de un momento de silencio, Pierrepont interpeló bruscamente a sucompañera en ese tono, medio serio, medio irónico, que era de uso entreellos.
—¡Señora de Aymaret!
—¡Mi querido amigo!
—¿Sabe usted que quieren casarme?
—¡Es natural!
—¡Pues bien... decididamente, huyo el cuerpo a ese santo lazo... estoydesalentado!
—¿Por qué?
—¡Porque cuanto más observo, más me convenzo de que ya no hay niñashonradas, y, por consecuencia, no puede haber tampoco fieles esposas!
—¿Qué ha dicho usted?
—Digo, que ya no hay mujeres honradas... al menos en nuestra clase...es una especie desaparecida.
—¡Perdone usted!—repuso la señora de Aymaret—. ¿A mí se atreve usteda decirme eso?
—Bien sabe usted que a usted la exceptúo... Usted ha nacido virtuosa,es su complexión de usted, pero... es una complexión rara.
—¡Ah! perfectamente—replicó la vizcondesa—, así nos juzgan ustedes...¡no hay mujeres honradas!... y si se encuentra una de la que porcasualidad no dudan ustedes... entonces es que ha nacido así comohubiera podido nacer tuerta... no hay mérito porque no ha habido nitentación, ni lucha, ni nada... ¡Ay, Dios mío! ¡qué duro de oír es eso,y cuán ligeras, injustas y crueles son esas apreciaciones!
—¡Querida vizcondesa!—murmuró Pierrepont, conmovido por el sinceroacento de aquélla.
La señora de Aymaret prosiguió diciendo en contenida, aunque vibrantevoz:
—No puede llamarse una traición que yo hable de los detalles de mi vidaíntima... todo el mundo los conoce, y usted mejor que nadie... Y ustedsabe que si jamás una mujer tuviera disculpa en conducirse mal... esamujer sería yo... pero no, tengo hijos... dos hijos, y quiero que mañanase diga... «Si el padre era un pobre hombre... un desgraciado loco... lamadre fue una mujer honrada... una digna persona...» ¿Y usted cree queresignarme a esto me ha sido fácil... no es verdad?... Me ha sido fácilporque es mi temperamento... porque he nacido así... sin pasiones y sindebilidades... ¡Ay, Dios mío, Dios mío, y lo cree usted!... ¡lo creeusted! ¡usted!...
—¡Señora!—balbuceó el marqués con emoción y dificultad—; sería en míuna necedad insigne pensar siquiera... por más que halagase mi amorpropio... Sin duda he comprendido a usted mal...
—¡No!—continuó la vizcondesa con mayor vivacidad aún—.
Me haentendido usted muy bien... de usted se trata... Usted me ha hecho lacorte... No sé si usted me amaba entonces... en cuanto a mí, lo amaba austed... y... lo amo todavía... lo confieso a usted atrevidamente... ylo confieso a usted porque mi franqueza no tendrá consecuencias...Honrada soy y honrada seré, por mis hijos... Así, pues, crea usted...crea usted... que nunca seré su amante... pero nunca tendrá usted unaamiga mejor que yo... De eso puede estar seguro.
Y apartó su mirada del rostro de Pedro, enjugándose una furtiva lágrima.
—¡Déme su mano, señora!—díjole el marqués.
La vizcondesa accedió a su ruego, y él entonces, sin añadir una palabra,besó delicadamente la mano de aquélla.
Siguióse en seguida un largo silencio, apenas turbado por el levemurmullo del agua: Pierrepont lo rompió primero, procurando volver a laligera tonalidad acostumbrada entre los dos.
—En realidad, usted tiene un poco la culpa en las contrariedades que meestá haciendo soportar este matrimonio...
porque si no hubiera conocidoa usted sería menos difícil.
La señora de Aymaret movió graciosamente la cabeza sin responder.
—Me gustaría—añadió el marqués con seriedad—, recibir una esposa desu mano.
—Es muy delicado eso... Jamás me atreveré a arrostrar semejanteresponsabilidad... nunca osaría designarle una persona... aun cuando sunombre estuviera para caerse de mis labios.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Nada.
—¿Piensa usted en alguien?
—En nadie.
—¡No es usted sincera en este punto!
—¡No! pero doblemos la hoja, hablemos de otra cosa, se lo ruego... ¿Escomplaciente su amigo Fabrice?... ¿Sería amable conmigo si tuviesenecesidad de pedirle algún favor? ¿Qué cree usted?
—Estoy seguro de que sí... Pero es necesario que bajemos aquí; de otromodo la corriente nos arrastraría por encima de la esclusa.
En efecto, el riachuelo caía en el Orne a poca distancia, franqueando unpequeño dique. El salto de agua se dividía en dos brazos, de los cualesuno daba movimiento a un molino instalado en la orilla. He ahí el motivode paisaje que Fabrice bosquejaba cuando la señora de Aymaret yPierrepont se le juntaron.
Después de los cumplimientos de usanza, la señora de Aymaret,ruborizada—por nada se ruborizaba esta mujer adorable—, habló alpintor de su pretensión, que el artista acogió con la mejor voluntad.
—Será para mí un placer—dijo a la vizcondesa—, dar consejos a laseñorita de Sardonne, aunque ella haya abandonado un poco el estudio dela acuarela... ¿La señorita de Sardonne copiaba ya la naturaleza oúnicamente la muestra?
La señora de Aymaret, siempre ruborizada, no pudo asegurarle nada sobreaquel particular.
—¿Y qué hora preferiría la señorita de Sardonne para sus lecciones?
La señora de Aymaret interrogó a Pierrepont con una mirada.
—Creo—respondió el marqués—, que la señorita Beatriz no tiene duranteel día más que, una hora libre... es aquella en que mi tía duerme lasiesta después del almuerzo.
—Perfectamente; entonces ésos son nuestros momentos.
La propiedad de la vizcondesa hallábase frente del molino: los dosamigos la acompañaron hasta la portada y volvieron a los Genets haciendocomentarios sobre los atractivos de aquella encantadora criatura; mas deBeatriz no hablaron ni una sola palabra.
VI
EL SECRETO DE PEDRO
Fabrice presentó aquella noche misma sus servicios a la señorita deSardonne, quien pagó su atención con una de aquellas hermosas sonrisasque tan de tarde en tarde iluminaban con dulzura tanta sus trigueñasmejillas. Deseó el pintor ver algunos de los bosquejos por Beatrizcomenzados, mostrándoselos ésta con cierto aire de confusión; erancopias directas de la naturaleza misma que el artista no hallódesacertadas. Convinieron, pues, en que a contar del día siguiente al dela entrevista empezarían de nuevo, y durante la siesta de la baronesa,los interrumpidos estudios sobre la acuarela, bajo la dirección deFabrice.
Imposible era poner en práctica proyectos tales sin contar de antemanocon el no fácil beneplácito de la señora de Montauron, encargándose elmarqués de empresa tan de por sí escabrosa, y éralo ella tanto, que tíay sobrino estuvieron a punto de reñir con este motivo ligera escaramuza.La baronesa creía que bajo las inesperadas artísticas aficiones de sulectriz emboscábase una intentona de emancipadora rebelión, y ya que nopudiese oponer un formal veto sin manifestar al desnudo su celosodespotismo, desahogó su mal humor presentando un diluvio de objeciones.
—¡Es gracioso que esa señorita se permita disponer de su tiempo sin mipermiso!—dijo a su sobrino.
—Perdone usted, tía, no dispone sino de aquel que buenamente le dejausted libre.
—¡Es que puede hacerme falta a cada momento!
—¡Vamos, tía! ¿para qué puede usted necesitarla mientras se halla uste