JUAN VALERA
JUANITA LA LARGA
Capítulos:
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1982 SALVAT EDITORES, S.A.
Impreso en: Gráficas Estella, S.A. Estella (Navarra)-1983
I.S.B.N. 84-345-8003-9 (obra completa)
I.S.B.N. 84-345-8011-X (tomo 8)
Depósito Legal: NA-40-1983
Printed in Spain
Edición Integra especialmente autorizada
para BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT
PROLOGO
Don Juan Valera no fue solamente novelista. Escribió mucho, Algo detodo, según reza el título de uno de sus libros, y lo hizo a despecho devacilaciones y desengaños. «Varias veces me di ya por vencido, y hastapor muerto; mas, apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como talbajo diversa forma. Primero fui poeta; luego periodista; luego crítico;luego aspiré a filósofo; luego tuve mis intenciones y conatos dedramaturgo, y al cabo traté de figurar como novelista....
Bajo estaúltima forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero, aun así,no las tengo todas conmigo.» Hoy, Valera es un autor clásico reconocidoen toda historia de nuestra literatura, pero la frase final de la citatranscrita no es sólo fórmula de buena crianza para evitar la propiaponderación, sino confidencia íntima de un hombre que ha corrido muchopero sin asiento ni rumbo seguro. Pues, además de tantear la carrera deescritor, cultivando tan diversos géneros literarios, empeñó su tiempoen otras profesiones. En su larga vida (muere cumplidos los ochenta yuno) residió muchos años fuera de España—en Nápoles, Lisboa, Río,Dresde, Moscú, Francfort, Washington, Bruselas, Viena—, con cargosdiplomáticos que le confería o retiraba el Gobierno según estuvieseregido por amigos o enemigos políticos. Y él quiso y logró interveniractivamente en la política, como diputado en varias legislaturas, y aunllegó a Subsecretario de Estado, pero por muy poco tiempo y al favor dela Revolución de Septiembre de 1868, tan gloriosa como fugaz. Tenía,además, algo de hacienda propia, heredada, en tierras de Córdoba, con loque a veces salía de apuros y otras se veía envuelto en obligaciones.Casó ya cuarentón con una joven a la que doblaba en edad y cuyocarácter resultó poco acordado a sus gustos. «Mi casa—escribe a unamigo—es el rigor de las desdichas. No me ha valido la posición queaquí tengo (de embajador, en Lisboa), los dineros, tal vez más de loconveniente, que gasto, ni nada, para que mi mujer esté alegre ysatisfecha y no me muela.... En suma, yo estoy archifastidiado. No secase usted nunca. Razón tuvo la Iglesia católica en establecer elcelibato para los clérigos, y clérigos somos usted y yo» (Valera sedirigía a Menéndez Pelayo). Su vida fue, pues, movediza, con paréntesisy alternativas, y a los giros de la biografía personal hay que sumar losgrandes cambios que en la sociedad española le tocó presenciar ycompartir, desde el siniestro Fernando VII—
nació en 1824—a lasfrivolidades de don Alfonso XIII—muere en 1905—. Sufrió, además,algunos pesares acerbos: la muerte de su hijo primogénito y predilecto,cuando él estaba lejos y solo, en Washington; el caso de una distinguidajoven americana tan perdidamente enamorada, cuando él tenía cumplidoslos sesenta años, que se suicidó al abandonar Valera aquellas tierras.Y, sin embargo, creo difícil hallar en toda la literatura castellana unautor que pueda ofrecer tantas páginas risueñas, divertidas y penetradaspor un amor a la vida que anega las desventuras y limitacionesinevitables en una comprensión optimista que, al cabo, valora más lacomplacencia en lo realmente existente que en los defectos y ausenciasque se echan de menos.
No es que don Juan Valera fuese hombre bondadosoy contentadizo; por el contrario, sus dotes de crítico, su inteligenciapenetrante e irónica fueron superlativas, aunque embozadas, porque eltiempo que le tocó vivir lo requería. Pero siempre el panfilismo—el«amor a todo»—, como él decía, sobrenada en sus páginas. Yprincipalmente en su labor, tardía, de novelista.
Las novelas de Valera aparecen en dos etapas. En la primera, en loscinco años que median entre 1874 y 1879, se publican Pepita Jiménez, Las ilusiones del doctor Faustino, El comendador Mendoza, Pasarsede listo y Doña Luz, en una racha de excepcional intensidad; teníaValera por entonces entre cincuenta y cincuenta y cinco años, y en ladedicatoria que antepuso a El comendador Mendoza figuran lasconfidencias que cité al comienzo. De haber continuado a ese aire, donJuan Valera hubiese escrito tanto como Galdós—el más grande de losnovelistas españoles, y no sólo en cantidad—y su vida y su obra seríanotras. Mas, a pesar del esfuerzo del autor y de la benévola aceptacióndel público, las cuentas domésticas no cuadraban, se acentuaba la«escasez de metales preciosos» y, al amparo de otra oportunidad, Valeravolvió a la diplomacia.
Son los años de Lisboa, Washington, Bruselas,Viena. En Viena cumplirá los setenta años, pero al siguiente saleSagasta y entra Cánovas al Gobierno, y Valera se considero obligado adimitir del que sería su último cargo. Vuelto a Madrid, de nuevo se poneseguidamente a escribir, o a dictar al amanuense cuando pierde la vista,y continuará sin tregua hasta el fin de sus días. En esta última etapa,su primer libro será, precisamente, Juanita la Larga (1895); luego Genio y figura (1897) y Morsamor (1899), además de componer otrosvarios libros, y aun otra novela, de edición póstuma e inacabada, Elisala malagueña.
Las novelas fueron, pues, frutos tardíos en la vida de Valera yresultado de dos etapas distantes y relativamente breves. Sin embargo,su inspiración no procedía de factores azarosos ni circunstanciales. Enrigor, y salvando las excepciones que lo confirman, cabe decir que una yotra vez Valera escribió y reescribió principalmente una sola novela, labiografía de un determinado tipo de mujer, situada en un ambiente que noprocede de experiencias en tierras y con gentes extrañas, ni siquiera enMadrid, sino el de su tierra natal, la ciudad de Cabra, y el municipiopróximo de Doña Mencía; en ambos lugares es donde sus padres teníanalguna propiedad y él pasó en ellos su infancia y mocedad. Luego losvisitó poco, pero abrigó siempre el propósito de retirarse a Cabra soloy con sus libros, a escribir y leer, y ocupar así sus postrimerías. Unasestancias con ocasión de la vendimia, en torno al año 72, debieronrefrescarle emociones y sucesos vividos, y de ese renacimiento deimpresiones añejas salió precisamente la primera racha de sus novelas.Para la segunda bastaron los recuerdos. Otro elemento se reiteraigualmente en sus novelas: el amor, difícil, entre el varón bastantemaduro y la mujer todavía en agraz.
Entre las páginas más felices de Valera figuran las que título Lacordobesa, descripción y análisis precioso de la mujer de su tierra.Pues bien, el héroe de sus novelas es precisamente una serie decordobesas a las que vemos vivir en el marco andaluz y lugareño que lespresta sus gracias y sus límites. Las novelas de Valera están llenas dedetalles, sin duda observados en la realidad, y no sólo detalles deobjetos y lugares, sino de gentes y aun personas reales. Sin embargo,Valera, al explayarse en el plano teórico, solía insistir en losilimitados fueros de la fantasía y en la postura del arte por el arte.Frente al naturalismo zolesco y frente a otros realismos más castizos,estimaba que la novela no ha de recluirse en lo verosímil ni conteneruna intención moralizante. Mediante esas afirmaciones amparaba, además,a sus propias novelas, en las que presumía de libre invención y libresde tesis. Pero, aludiendo en particular a Juanita la Larga, escribía:«No sé si este libro es novela o no. Lo he escrito con poquísimo arte,combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada ental o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campoen que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa einvento uno, dándole nombre supuesto; pero yo creo que los usos ycostumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relatohan podido suceder, naturalmente, y tal vez han sucedido, siendo yo, encierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico deimaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy de modaeste género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación delespíritu poético, yo daría poquísimo valor a mi obra. No lo tienetampoco porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica,social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrarni demuestra cosa alguna. Su mérito, si lo tuviese, ha de estar en quedivierta.» Y todavía agrega: «Mi libro puede considerarse como un espejoo reproducción fotográfica de nombres y de cosas de la provincia en queyo he nacido.» Es decir, que, al cabo, en esta obra de plena madurez,reconoce el predominio de la vena realista, pero mantiene que en ella nopretende demostrar nada oculto ni reservado.
Y, sin embargo, la aventura reiteradamente encarnada en ese determinadotipo de mujer que Valera, se complace en describir y animar constituye,a mi entender, una tesis y su viviente demostración. Contra el pesimismoy el determinismo propios del naturalismo, Valera nos mostrará un mundoen el que la libre decisión y el optimismo alcanzan el triunfo. Todassus heroínas tienen algo grave—a los ojos de la sociedad de sutiempo—que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos muestra es, por asídecirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene resolución y buenashechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento cierran el horizontede Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben, por ejemplo, vestirsede seda, mas se trata de una criatura indómita y... el lector va a verlaactuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no debo adelantarle lassorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba ciertamente la religióndel arte, y esa y otras tesis se hacen casi invisibles tras lasperipecias de los personajes y la prosa admirable que constituye susobrehaz y su atractivo.
Es opinión compartida—a la que, en esta oportunidad, me sumo—que Juanita la Larga es la mejor entre las novelas que escribió Valera. Lamultiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua delprotagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de lasituación, que sin interrupción reinician y amplían la historia; elrazonable reparto de bondad y malicia entre los que hacen elpapel—inevitable—de buenos y malos; la perfección que alcanzan algunosde los clisés, ya ensayados por el autor en anteriores producciones, sonalgunas de entre las razones que lo justifican, y a las que me cabealudir en las contadas líneas de este prólogo.
PAULINO GARAGORRI
I
Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque noviene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmentecon el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotrosdesignaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque pequeñapoblación de Andalucía, estaba muy floreciente entonces, porque susfértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producíanexquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse enjerezanos.
No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente lapoblación más importante del distrito electoral de nuestro amigo; perocuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector,que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprendeque esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la másextraordinaria preponderancia.
Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba donAndrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba yejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quienes digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculoen que vive y muestra su valer la persona afortunada.
Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primerossiglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano;pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y seaquietó con ser el cacique, o más bien el César o el emperador deVillalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todosobedeciéndole gustosos.
El diputado novel, no obstante, ensalzaba más a otro sujeto deldistrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora dedon Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casitodos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante,sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud nihubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio teníatambién su ministro que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba,era un Bismarck o un Cavour. Se llamaba este personaje don FranciscoLópez y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino donPaco.
Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bienconservado que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágily recio, con poquísimas canas aún, atusados y negros los bigotes y labarba, muy atildado y pulcro en toda su persona y traje, y con ojoszarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que lostenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.
Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación,salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar alprójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamentela vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y lapobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y enveinte leguas a la redonda.
Esto, en lo tocante al agrado. Para lo útil, don Paco valía más: era unverdadero factótum.
Como en el pueblo, si bien había dos licenciados ytres doctores en Derecho, eran abogados Peperris, o sea, de secano,todos acudían a don Paco, que rábula y jurisperito, sabía más de leyesque el que las inventó, y los ayudaba a componer o componía cualquierpedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.
El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de supadre, y que sin las luces y la colaboración de don Paco apenas seatrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, dearrendamiento o de compraventa, ni escritura de particiones. El alcaldey los concejales, rústicos labradores, por lo común, a quienes donAndrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, ycomo no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobreadministración y hacienda, don Paco era quien repartía lascontribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de lalimpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales ydemás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de lacarnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tancampechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre loshortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para suregalo, según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, yaexquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.
El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que sialguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es lossesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesasino en la de don Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremosdespués.
Asombrosa era la actividad de don Paco, pero distaba mucho de serestéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendicióndel Cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más queel día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas fincas.Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo teníauna fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había estadoel cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y producía losgarbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se comían en toda laprovincia, y en cuya comparación eran balines los celebrados garbanzosde Alfarnate.
Poseía también don Paco quince aranzadas de olivar, cuyosolivos no eran ningunos cantacucos, sino muy frondosos y que llevabancasi todos los años abundante cosecha de aceitunas, siendo famosas lasgordales, que él hacía aliñar muy bien, y que, según los peritos en estamateria, sobrepujaban a las más sabrosas aceitunas de Córdoba, tancelebradas ya en La gatomaquia por el Fénix de los Ingenios, Lope deVega.
Por último, poseía don Paco la casa en que vivía, donde no faltabanbodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar y unacandiotera con más de veinte pipas entre chicas y grandes. Para llenarlas pipas y las tinajas era don Paco dueño de un hermoso majuelo, quecasi tenía seis fanegas de extensión; y aunque su producto no bastaba,solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien comprar uva,que pisaba en el lagar de su casa.
Era ésta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchasgallinas, y con patio enlosado y lleno de macetas de albahaca, brusco,evónimo, miramelindos, dompedros y otras flores.
Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vinoy de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por unapuertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tancómoda y señoril, que si la hubiera alquilado don Paco, en vez devivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella cuatrocientos realesal año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución elinquilino.
Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terriblecontra: la dependencia de don Andrés Rubio, dependencia de que eraimposible o por lo menos dificilísimo zafarse.
Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos paratodo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo puntonecesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre devoluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyocapricho y merced están como colgados. Don Andrés Rubio había, digámosloasí, hecho a don Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. Nole faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a don Paco,repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlostodos con igual eficacia y tino.
Don Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podíaesperar y temer aún de don Andrés; de suerte que tanto por gratitudcuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo yprocuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba muchoperder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contarcon su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.
II
Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho, quehabía sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces laseñora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando yresplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocráticaposición, como el sol en el meridiano. Hacía ya diez años que ella habíalogrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, delmayorazgo don Alvaro Roldán, con quien se había casado y de quien habíatenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijose hijas.
El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelendesplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había enVillalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, demagníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capitelescorintios.
Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también,donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitudde monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en lautilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de su antigüedad ysublimidad de su prosapia.
Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaroestaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas yque debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas,porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados,constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimoa la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, ydos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompañarle.
En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, paramayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, enapartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, ypor último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sustravesuras y ferocidades, un enorme mono que había enviado de Marruecosun capitán de Infantería, primo del señor.
Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa dedon Alvaro Roldán, tenía también muchos costosos caprichos de variosgéneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares;sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada depaladar, y los mejores platos de carne y los almíbares más apetitosos secomían en su mesa. El chocolate, que se elaboraba en su casa dos veces alaño, gozaba de nombradía en toda la comarca.
Como don Alvaro Roldán estaba ausente más de la mitad del tiempo, yacazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya enlas ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés sequedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de lalectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que sellama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo;cantaba como una calandria, tanto las melancólicas playeras como elregocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas,tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía elmencionado calificativo con que algunos la designaban.
No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres yescabrosas. Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en lapalabra ofendía sus oídos de austera matrona; pero en un lugar hay quesufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propiodon Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran laspersonas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quinceaños de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este teníasiempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador eraCalvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lomucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he decitar un caso que de Calvete me han referido.
Antes que cumpliese dos años el primogénito de los Roldanes, logróCalvete enseñarle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo detres sílabas en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con sutriunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:
—¡Señor don Alvaro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!
Doña Inés se disgustó y rabió, pero don Alvaro quedó más encantado queCalvete y le dio en albricias un doblón de a cuatro duros, después queel niño dijo delante de él la palabreja y él admiró el aprovechamiento yla precocidad del discípulo y la virtud didáctica del maestro.
Amigas tenía pocas doña Inés, porque casi todas las hidalguillas ylabradoras de la población estaban muy por bajo de ella enentendimiento, ilustración, finura y riqueza.
Quien más acompañaba, por consiguiente, en su soledad a la señora doñaInés era el cacique don Andrés Rubio, embobado con el afable trato deella y cautivo de su discreción y de su hermosura. Daba esto ocasión aque los maldicientes supusiesen y dijesen mil picardías. Pero
¿quién eneste mundo está libre de una mala lengua y de un testigo falso? ¿Cómo lagente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada yplatónica de dos espíritus selectos? El señor cura párroco era de lospocos que verdaderamente la comprendían, y así encontraba muy bienaquella amistad, y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porqueredundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quien doña Inés ydon Andrés, puestos de acuerdo, hacían muchos presentes y limosnas.
Era el cura párroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severoen su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y delrespeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en susconversaciones particulares y en los sermones, que predicaba confrecuencia porque era excelente predicador, clamaba mucho contra lafalta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todaspartes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres laresignación y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentanlos vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.
El padre Anselmo, que así se llamaba el cura párroco, admiraba de buenafe a la señora doña Inés como a un modelo de profunda fe religiosa y dedistinción aristocrática. Era el tipo ideal realizado de la gran señora,tal como él se la imaginaba. Ni siquiera le faltaban a doña Inésocasiones en que ejercitar las raras virtudes del prudente disimulo parano dar escándalos, de la santa conformidad con la voluntad de Dios y dela longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sabía toda lagente del lugar los malos pasos en que don Alvaro Roldán solía andarmetido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta alcañé; y lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe, que casisiempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustabade empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempreera grandísimo tormento para un